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Vida perdida: Memorias I
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Libro electrónico600 páginas9 horas

Vida perdida: Memorias I

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Un pilar de la vida y obra de Ernesto Cardenal es la búsqueda de la divinidad que alienta en lo cotidiano. Así lo plantea en estas reflexiones autobiográficas, llegado el momento de decidir: "Debía contarlo todo al escribir memorias, o no habría tenido sentido...Para mí lo importante era todo lo que me llevó a este encuentro, y todo lo ocurrido después a consecuencia de él."
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 ene 2013
ISBN9786071612915
Vida perdida: Memorias I

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    Vida perdida - Ernesto Cardenal

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    Vuelo

    CUANDO YO VOLÉ de Nicaragua a los Estados Unidos para ingresar al monasterio trapense de Gethsemani, Kentucky, iba conmigo en el avión un tío mío; él bajó en El Salvador para cambiar de avión, y cuando yo me despedí de él me despedí de lo último que me ligaba con el mundo, y ya quedé a solas con Dios. Yo escribí pocos días después desde el monasterio a mis papás y hermanos: ¡No pueden imaginarse qué viaje más feliz! Hagan de cuenta exactamente un viaje de bodas.

    Al bajarse mi tío Alejandro sentí que Dios me decía: Bueno ya estamos solos, veniste a buscarme y aquí me tienes. Fue como si de pronto ya todo el universo se me llenara de Dios. El vuelo fue lindísimo. El Caribe estaba calmo como una laguna. A veces se veían bancos de corales sumergidos, misteriosísimos, de un verde claro muy diferenciados en medio del azul del mar.

    Hicimos escala en La Habana, y antes de llegar a ella el campo de Cuba a la luz del atardecer también me pareció maravilloso. La creación entera me parecía gritar a Dios; el amor y la belleza de Dios. (Era aún la Cuba de Batista en aquel 1957; una prima me había contado que en unas montañas se había levantado en armas un joven muy popular.)

    Y llegué a Miami. Aquel viaje lo quedé recordando para siempre como una cosa de sueño o alucinación, como un verdadero viaje al cielo, más que un vuelo rutinario de la Panamerican.

    En el aeropuerto de Miami esperé casi toda la noche, hasta las dos de la mañana. Quería leer pero estaba tan feliz que apenas podía concentrarme en la lectura. En el aeropuerto las muchachas circulaban en shorts, lo que para un latinoamericano era novedoso. Una gran cantidad de anuncios y letreros para mí no tenían sentido y eran como cosa de locura: Beba… Fume… Compre… Coma…" Visitar tal sitio, alquilar un auto, llevarse un yate… Entre los libros de bolsillo que vendían vi uno que era una guía para reconocer pájaros y no sé por qué lo compré. Hasta después sabría la gran utilidad que para mí iba a tener ese libro.

    Como tenía tanto tiempo que esperar salí a caminar en los alrededores del aeropuerto. Algo me divirtió y me sorprendió porque no lo esperaba encontrar en los Estados Unidos: los cocoteros, los bananos, el bambú. Había rincones cerca del aeropuerto que a la luz de la luna parecía que uno no estuviera en los Estados Unidos sino en el río San Juan de Nicaragua o en lo que entonces era un territorio en litigio, casi despoblado, entre Nicaragua y Honduras. Creí que yo ya me había despedido de la vegetación amada de mi país y Dios se rió y me la vuelve a poner en los Estados Unidos. Parecía como que Él hubiera hecho que entrara por Miami para que me diera cuenta qué cerca están los Estados Unidos y Nicaragua, y que los Estados Unidos son también un país del Caribe, y que no debía considerarlo ahora como tierra extraña —porque mi sentimiento había sido como que me iba al destierro—sino como mi misma patria. Fue entonces cuando recapacité en una frase que me había dicho el oficial de migración al recibir mis papeles de inmigrante —sólo en esa calidad podía entrar al monasterio porque era para vivir toda la vida—y a la que antes no presté atención: "Welcome to the United States, sir!" Comprendí entonces que era Dios el que me había dado la bienvenida a los Estados Unidos, mi nueva patria.

    En el siguiente vuelo me tocó el amanecer sobre Kentucky. El avión iba volando bajo porque es una tierra llana, y con la salida del sol todo el estado se veía muy alegre, verde como un campo de golf. Me pareció como si los grandes llanos de Teotecacinte junto a las selvas que entonces eran el territorio en litigio con Honduras se hubieran llenado de carreteras y ferrocarriles y puentes y fábricas y pueblitos y ciudades. Yo ya sabía por experiencia que todo lo que tenía el capricho de pedirle a Dios me lo daba; y tuve un gran capricho, y fue el pedirle ver el monasterio desde el avión, y lo vi: el conjunto de edificios grandes y otras diversas instalaciones, la iglesia de estilo gótico, la muralla de la clausura como de una fortaleza medieval —lo que yo conocía ya por las fotografías—, y después que llegué a él confirmé que en efecto era el monasterio.

    Aterrizamos en Louisville, Kentucky, y allí tomé un bus de la Greyhound que salía después del mediodía hacia el pueblito vecino al monasterio. Debo confesar que en esta última etapa del viaje iba ligeramente nervioso. Me preguntaba si no estuviera haciendo una locura, pero también pensaba que yo ya estaba embarcado en esa aventura y que dichosamente ya era tarde para volver atrás. Me tranquilizaba la certeza de que Dios me llevaba de la mano y Él sabía a dónde iba. Pero también me tranquilizaba el panorama que veía desde la ventanilla del bus. Era una tarde de primavera y todo lo veía muy alegre. En mi interior yo experimentaba la situación dramática de que ya dejaba el mundo y su civilización, pero la apariencia era de todo lo contrario; un viaje muy tranquilo como si yo fuera a un country club o un hotel de montaña: unos muchachos entrando a drug-stores con sus amigas, otro tirando con un rifle, otros llevando botes en tráileres. Era como si Dios mudamente me estuviera diciendo con ese día de primavera: No estés nervioso. ¿De qué te afliges? No te estás alejando de nada. O como si yo hubiera preguntado cómo ascender al monte Calvario y un chofer de la Greyhound me hubiera dicho: Móntese. Yo le aviso la parada.

    Así fue exactamente: el chofer me hizo una seña en una parada que se llamaba New Haven. Una señora se acercó al bus a preguntar quiénes iban al monasterio. Ella era dueña de la farmacia que era al mismo tiempo la estación del bus, y me dijo que era la encargada de arreglar los viajes al monasterio. Allí esperé un poco. Entraron a la farmacia unas chavalas en shorts haciendo un gran alboroto, y cuando se fueron la señora me dijo: "Así son todo el tiempo. No saben más que rock and roll. Y no son ni siquiera inteligentes".

    Llegó una señora joven que me llevó en auto al monasterio. La entrada era muy bella al fondo de una alameda de grandes árboles. La señora se despidió de mí en el portón cuando un hermano llegó a abrir, y entré a un jardín lleno de pájaros. Tras ese jardín había otro portón con un letrero grande que decía: GOD ALONE. Entré con cierto escalofrío. Era la casa de huéspedes, y me sorprendió la decoración que había: todo muy moderno, del mejor arte moderno, de gran simplicidad y elegancia; atractivos diseños en mesas, sillas, ceniceros y lámparas; y esculturas estilizadas algo semejantes a mis esculturas. Me pareció que esta vez Dios también se reía de mi miedo.

    Al poco rato llegó a hablarme Thomas Merton. Se me presentó con mucha humildad, y no me dijo su nombre sino tan sólo: Yo soy el maestro de novicios.

    Igualmente el abad se había referido antes a él sin mencionar su famoso nombre. Después que yo había llenado todos los requisitos exigidos junto con la solicitud de ingreso, me escribió informándome que había sido admitido, y agregaba: Tendrá de maestro de novicios uno que también es poeta, en cierto sentido, y estudió como usted en la Universidad de Columbia. Lo cual me había llenado de gozo doblemente: primero al saber que mi maestro de novicios sería Thomas Merton, a quien yo le había leído prácticamente todos sus libros, e incluso traducido; y segundo porque eso yo no lo había sabido antes al pedir mi admisión, y era una garantía de que yo no había escogido ese monasterio buscándolo a él sino a Dios. En su último libro él había escrito que seguramente lo enviarían a una nueva fundación. El que aún estuviera allí y además fuera el maestro de novicios era algo inesperado. Había sido nombrado maestro de novicios como un año antes que yo llegara. Y eso lo atribuí a una acción especial de Dios para mí. Más claramente lo sentiría así cuando dejó de ser maestro de novicios pocos años después de que yo me fuera.

    Lo primero que Merton me dijo fue que el padre abad le había encargado que me dijera que una condición para que yo entrara al noviciado era que renunciara a escribir. Yo le dije tranquilamente que desde que había escogido entrar a esta orden ya había hecho esta renuncia.

    En realidad yo muy bien sabía por los libros de Merton que la trapa es una orden antiliteraria. Esto que a mí me repugna era una de las razones por las que yo había escogido esta orden. Para entregarme totalmente a Dios yo debía renunciar a todo. Podría haber escogido la orden benedictina, que es de la familia de la trapa, y que se dedican principalmente a las artes y las letras, pero entonces no habría renunciado a mi gran amor: la poesía. También podría haber entrado a un seminario y ser sacerdote en Nicaragua, pero entonces no habría renunciado a otro gran amor: mi tierra y mis lagos. Yo debía ir a Dios despojado de todo. Merton recalcaba mucho en sus libros que como trapense escritor él era una excepción. Al principio no escribía, hasta que un abad, anterior al actual, le ordenó que lo hiciera.

    En cuanto al escribir, ahora me cuenta Merton que el presente abad no está muy seguro de que él deba seguir escribiendo; en cualquier momento podría prohibírselo también a él. También era posible que a mí me permitieran escribir en el futuro. Esto no se podía saber. Pero era muy bueno para la paz interior estar con esta indiferencia. La prohibición era de escribir profesionalmente, es decir escribir para publicar. Pero sí podía tener mis cuadernos y libretas, y escribir apuntes, notas, reflexiones.

    Merton tenía unos ojos vivaces y regocijados; un semblante ingenuo e inocente; la cara redonda, y empezaba a ser calvo. Era un poco más gordo que delgado, no una figura alargada del Greco como yo lo imaginaba. Los trapenses no podían ser fotografiados, y así los millones de personas que leían a Thomas Merton no podían tener una idea de cómo era. Era relativamente joven; tenía 10 años más que yo, y yo entonces tenía 32 años.

    También entre las primeras cosas que me habló fue preguntándome qué posibilidad había de una fundación trapense en Nicaragua. Precisamente la semana anterior había estado el padre visitador y les había dicho que el próximo monasterio lo debían fundar en América Latina, porque ya habían hecho 12 fundaciones en los Estados Unidos, y de ahora en adelante todas las nuevas fundaciones debían ser hechas allá. Yo le hablé de la belleza de Nicaragua. Y también cómo había allí personas interesadas en apoyar una fundación trapense, sobre todo con motivo de mi ingreso aquí. Vi cómo le importaba mucho este tema, y me dijo que habría que hablar de esto al padre visitador.

    Yo iba a pasar pronto al noviciado, porque dentro de pocos días la casa de huéspedes estaría llena de visitantes. Me dijo que la austeridad física la podría aguantar muy bien, porque se dormía lo suficiente, siete horas —y siesta si uno quería, en el verano—. La dieta no excluía más que carne, huevos y pescado, y que uno podía comer hasta llenarse. Hay desayuno, y éste era de café y pan. Me dijo que sin embargo debía estar preparado para luchar, porque también tendría que sufrir, y por lo que más tendría que sufrir era por el silencio y por la vida continuamente en comunidad. En cuanto a experiencias místicas yo ya sabía, me dijo, que no había que contar con ellas. Y alguien había definido la vida del monje como un semiéxtasis y 40 años de aridez. Hablaríamos más al día siguiente.

    Desde mi cuarto oía un tractor trabajando y muchos trinos de pájaros. Era primavera y el campo estaba lleno de miles de pájaros.

    Llegó a verme al cuarto un hermano lego, anciano de rostro muy feliz. Era de los encargados de la limpieza de la casa de huéspedes. Era italiano y había sido marinero en su juventud, me dijo. Encantado de hablar conmigo, porque hablábamos el mismo idioma según él: hablando yo en español y él en italiano. No se cansaba de decirme: ¡Qué lindo es Nicaragua! ¡Qué lindo es Nicaragua!, como alguien que la estuviera viendo. Parecía que estuviera teniendo una visión, con la mirada puesta en el vacío. Y más me pareció lo de la visión cuando me preguntó dónde quedaba; y al decirle yo que en Centroamérica, me dijo: "l never heard of it". Me dijo que rezara por él y que él rezaría por mí. Que padecía del corazón y esa mañana había tenido dos ataques. Se fue siempre muy feliz repitiendo que Nicaragua era bellísima.

    Las horas se me pasaban gozando de la naturaleza y gozando de Dios: sobre todo el hablar con Dios. Desde la ventana de mi cuarto se veía grama, pinos y al fondo montañas verdes: semejante a lo que se veía en el territorio en litigio por la zona llamada El Capire, donde mi papá tenía una finca rústica, pionero en esas remotidades —y que después perdió cuando el territorio dejó de ser litigio y pasó a ser de Honduras—.

    Me llamó la atención al ver por la primera vez en los baños un aparato que echaba aire caliente con el que uno se secaba las manos sin tener que usar toallas, y me agradó, aunque sabía que en el claustro no sería así.

    Estaba en la casa de huéspedes haciendo retiro un sacerdote de una orden llamada de San Cayetano. Como él fumaba, tuve la debilidad, humillante, de pedirle un cigarrillo. Aunque hacía tiempo que yo había dejado el fumado porque iba a entrar a la trapa, a veces la necesidad fisiológica de fumar era irresistible. Me dijo, dándome el cigarrillo: ¿Cómo es que usted aún tiene el hábito si está en vísperas de entrar a la trapa? Me dijo que lo que él no aguantaría de la vida trapense era el no tener una celda, porque toda la vida era en común: se dormía en un dormitorio común, y la única privacidad en el día era un pequeño pupitre para cada uno en una sala común. Y en nuestra vida religiosa —me dice—uno lo que más ama es su celda.

    Había otro huésped que era un periodista de Louisville, también en retiro, y me preguntó cuántos días iba a estar yo. Cuando yo le dije: Toda mi vida, me contestó: Claro. Hace usted muy bien. Yo desgraciadamente tengo que volver a la ciudad.

    En el jardín había un viacrucis con las estaciones labradas en piedra, esculturas de bello arte moderno. Me fui a rezar el viacrucis y en la primera estación un pajarito salió volando de la piedra; lo sentí como que Dios me quería decir con ello que lo que había sido pasión dolorosa de su Hijo ahora era alegría para mí. Yo había leído en Merton que era una tradición entre los trapenses que el nombre de cada monasterio determinaba la vida de los que entraran allí. En este caso el nombre Gethsemani significaba una relación de nuestras vidas con la agonía del Huerto de los Olivos. Pero el que un pajarito saliera volando tan alegremente de la primera estación de la pasión, para mí era un augurio de gozo.

    Al día siguiente regresó Merton a mi habitación como lo había anunciado. Estuvo viendo con mucho interés los libros que yo había traído y se llevó algunos para leerlos. Lo de los libros había sido por recomendación suya. Poco antes de mi salida de Nicaragua me había escrito una carta ya personal como maestro de novicios para infundirme tranquilidad y ánimo; y en ella me decía que no vacilara en llevar conmigo un lote de libros, aquellos de mi preferencia. De no ser así yo hubiera llegado despojado de todo libro.

    También le mostré algunas fotos de mis esculturas y le gustaron. Me las pidió para mostrárselas al padre Juan de la Cruz que era ceramista.

    Hablábamos en español, porque su español era mejor que mi inglés. Lo que me sorprendió mucho, porque en todo lo que había escrito de su vida yo no recordaba que él contara nunca que estuviera aprendiendo español; y cómo lo había aprendido muy bien en el encierro de la trapa, me parecía como milagro. Más me sorprendería después, cuando me fui dando cuenta que los idiomas que él conocía eran muchos, muchísimos; nunca supe cuántos. Y ésta no fue la única cosa suya que yo vería después como milagro.

    Me dijo que ahora él iba a perfeccionar más el español con mi conversación y con los libros que había llevado, porque antes había tenido muy pocas oportunidades de practicar el español. Me dijo que yo iba a practicar el inglés teniendo conversaciones con un monje que había sido un escritor de Hollywood, el que le hacía los argumentos a Beatriz Lillie, y autor de muchas otras películas.

    Le agradó mucho ver el librito de pájaros que yo había comprado en Miami, y me dijo que eso me iba a ser de mucha utilidad en el monasterio.

    Ahora yo ya iba a pasar de la casa de huéspedes al noviciado.

    Mucho tiempo después me contaría Merton que cuando el abad recibió mi solicitud de ingreso se la dio a él para que me contestara rechazándola. Algunos latinoamericanos habían llegado antes y casi no habían durado nada. El abad pensaba que las diferencias de clima, idiosincrasia, etc., hacían que este monasterio no fuera propio para los latinoamericanos, y en caso de que debieran regresarse sin tener con qué, los pasajes en avión serían una carga para el monasterio. Pero cuando Merton recibió mi solicitud sintió—según me dijo—muy claramente en su interior una especie de voz que le decía: Hay que recibirlo. Es muy importante que él venga aquí. Eso hizo que él contraviniera la orden expresa del abad, y así fue que a mí me llegara una aceptación de ingreso.

    Y yo ahora pues ya iba a entrar al noviciado.

    Pero para que se sepa por qué yo estaba entrando a un monasterio trapense debo retroceder en la historia de mi vida.

    Muchachas en flor

    MI LLEGADA AL MONASTERIO fue por lo que ocurrió el sábado 2 de junio de 1956 al mediodía.

    Yo había tenido muchos enamoramientos. Unos fueron correspondidos, y otros—tal vez los más—no lo fueron. Estos últimos han predominado más en mi poesía, no sólo por más numerosos sino sobre todo porque inspira mucho más el amor desdichado que el amor feliz; y esto ha sido así en la poesía mundial.

    Cuando en mi vida aparecía un amor correspondido, o uno que yo tal vez equivocadamente me imaginaba que lo sería, y me veía ya cerca del matrimonio, sentía una gran zozobra, yo diría más bien pánico: el hecho de que si me casaba se cancelaba para siempre la posibilidad de una entrega a Dios, mediante votos, en la vida religiosa. A no ser que después enviudara—hipótesis en la que también pensaba a veces—.

    Y es que yo sentía una atracción irresistible a la unión conyugal; obsesión sería mejor decir. Al mismo tiempo sentía dentro de mí, no con atracción sino con repulsión más bien, un llamado irreprimible a una entrega total a Dios en la vida religiosa.

    Muchas veces sentía el deseo de tener dos vidas (sólo dos, con dos me conformaba): una para una vida conyugal, y otra para una vida religiosa. Dilema angustioso. La decisión final yo la posponía siempre, y así me tranquilizaba—temporalmente—. Pero la angustia podía surgir a cualquier hora, en el día o en la noche, en sueños, aun en pesadillas. Una pesadilla podía ser que yo me encontraba por equivocación comprometido para toda la vida en un convento, o me había casado por irreflexión.

    Yo era perseguido por Dios, y lo sabía. Por eso ese pánico del que ya les dije, cuando me sentía cerca de tomar una decisión definitiva.

    Yo tuve un gran amor en mi vida, y fue mi primer amor a los 18 años. Después hablaré de ese amor si así lo quiere Dios, que es el que de alguna manera escribe por mí, o dirige lo que yo escribo en cierto modo.

    Estoy hablando ahora de mis enamoramientos posteriores a ese amor, y lo que muchas veces me ocurrió con ellos.

    El caso de Sylvia, por ejemplo. Tenía el pelo muy largo y muy liso, del color que se describe muy bien como color de miel. Muy blanca, con leves pecas; tímida, y muy dada a sonrojarse; esbelta como una garza. Una noche paseábamos con otros amigos por las orillas de la laguna de Tiscapa. Quedamos en el entendimiento de que ya éramos novios. Tácitamente novios. Todo muy puro y delicado. Ella no era de Managua sino de Chinandega. Al día siguiente se fue a Chinandega. Con ella todo tenía que ser serio; y si había noviazgo era para el sacramento. Y fue entonces el gran temor… El paso definitivo de liquidar la vocación religiosa. Y le pedí de corazón a Dios que si me quería para Él hiciera que aquello terminara. Poco después de esta oración pasé por el almacén de mi papá, que era un comerciante de mayoreo. Y desde un escritorio un empleado me dio una carta para mí. Era de ella, y me emocioné. La leí en la calle. En ella me decía que todo lo que empezaba a haber entre nosotros quedaba terminado. No daba ninguna explicación. Me cayó como un rayo. Sufrí mucho. Una inmensa soledad me aplastaba. Les confieso que la oración que hacía poco había hecho se me olvidó totalmente. Una anciana monja con fama de santa, madre Francisca, se empeñó en ser celestina. La quería mucho a ella, que había sido su alumna, y amiga de mi familia, me consideraba un buen partido. Por mucho que se esforzó por cartas y verbalmente, con todas las habilidades de una celestina, me tuvo que confesar que había fracasado. Finalmente yo me acordé de lo que le había pedido a Dios; pero pronto lo olvidé. Por esos días apareció Adelita.

    La Adelita Marenco y la Irma Prego eran inseparables. Como también éramos inseparables Carlos Martínez Rivas y yo. En la Managua de aquel tiempo habían pocos inteligentes de nuestra edad con quienes conversar, y más escasos aún poetas como nosotros, que congeniábamos muy bien, unidos por el mismo humor, solteros, bebedores, perseguidores de muchachas o acompañados por ellas, y con la misma relación dialéctica ante las muchachas de audacia y timidez; y por éstas y muchas más cosas éramos inseparables e indispensables el uno al otro. Carlos Martínez Rivas, el genio de mi generación, todavía no debidamente reconocido fuera de Nicaragua. Y me parece que fue Carlos el que llevó a la Adelita y la Irma a mi librería. Yo tenía una librería en sociedad con mi amigo Reynaldo Téfel, muy bonita y selecta, y que era un lugar de reunión y tertulia de los amigos. Las dos muchachas se habían empeñado en conocer al poeta Carlos Martínez Rivas, y lo lograron, y ahora querían conocer al otro poeta, que era yo. Y por eso la llegada a la librería Nuestro Tiempo.

    Ellas andaban con una especie de escarcha en el pelo, algo que se llamaba según ellas polvo de estrellas, y parecía ser literalmente eso: polvo de estrellas. Locurita de ellas; y algo que habrá sido una moda muy fugaz de aquel tiempo. Eran alegres, hablantinas, alocadas; la Irma muy desinhibida, la Adelita muy tímida. Eran muy bonitas, y en Granada, de donde ellas eran, escandalizaban a la burguesía granadina porque se sentaban en la acera en plena calle, andaban con camisas de hombres—de sus hermanos—y pantalones de hombre, cosas que no eran de muchachas en aquel tiempo. También les atraían los poetas, cosa no común en las muchachas de aquella época y tal vez tampoco en ninguna época. Así pronto fuimos novios, nosotros dos y ellas dos; y ya no solamente inseparables los dos y las dos, sino las dos parejas.

    Recuerdo la primera vez que la besé en el parque infantil de Las Piedrecitas una noche, ella de pie en un columpio de niños, y creo que era la primera vez que la besaban. Ella tendría menos de 18 años, tal vez 17, la Irma apenas un poco mayor.

    Yo he dicho de ella en el Cántico cósmico que sus ojos eran de color de uva moscatel o a veces color de océano en alta mar y entre verde y azul tierno. Y lo que más resaltaba en ella, y podrá resaltar más en el recuerdo, eran sus ojos. Y su ternura. Creo que es la muchacha que me ha querido más. Y no necesariamente que me haya querido con más pasión, aunque tal vez sí, sino con más ternura. Y yo no estaba acostumbrado a ser querido tanto.

    Me acuerdo también otra noche en Las Piedrecitas, en un night-club que se llamaba Versalles que allí había, y nosotros dos estábamos sentados en el suelo a la entrada del lugar, no sé por qué a la entrada en el suelo y no adentro (Carlos y la Irma no estarían lejos de allí) y como hacía frío yo le puse mi chaqueta, y nos estábamos besando, y muchos entraban y salían, y como ella tenía una chaqueta de hombre y pantalones y el pelo corto como hombre, los que entraban y salían deben haber creído que yo me estaba besando con un muchacho.

    Yo también he recordado en el Cántico cósmico aquella vez en un restaurante, ya muy noche y ya con las sillas encima de casi todas las mesas, y donde nos habíamos demorado platicando, cuando ella me mencionó con admiración mi pelo negrísimo; y este recuerdo escrito ahora ya viejo, cuando me ha tocado leerlo en lecturas de poesía en Alemania, no deja de hacer reír un poco—y el que se rían no era ajeno a mi intención cuando escribí este recuerdo con el pelo blanquísimo—.

    Ella tenía en las tardes una clase de mecanografía, y yo iba a esperarla a la puerta de la escuela de comercio para cuando saliera de su clase, y nos íbamos después caminando a pie hasta su casa, por unas calles tranquilas de barrios modestos, haciendo desvíos para evitar calles más concurridas, y así íbamos hablando poco o tal vez callados, cogidos de la mano o no, y han quedado en mi recuerdo vagamente casas rosadas en el crepúsculo, buses vacíos en una parada de buses con los choferes ociosos en la acera—lugares después arrasados por el terremoto—.

    En este noviazgo es cuando yo estuve más próximo a casarme. No lo hacía por falta de dinero. La librería, que cada vez producía menos, no me daba para mantener una familia, ni siquiera una familia de dos. Y así yo le había dicho seriamente que me casaría con ella, pero que solamente había que esperar a resolver ese problema. Y así yo deseaba una casita barata en un barrio, como lo escribí en ese epigrama; y también que se publicara mi libro de epigramas que era subversivo, o que me fuera a dar clases a una universidad en el extranjero, o que cayera el gobierno porque en ese caso yo tendría algo que ver con cualquier otro gobierno que hubiera; y eso estuvo a punto de acontecer en la rebelión de abril, cuando lidereados por Báez Bone y Pablo Leal íbamos a tomar la Casa Presidencial y apresar a Somoza y, si era inevitable, matarlo—lo que después sería conocido en Nicaragua como "la fracasada rebelión de abril—. Pero eso es otra historia que no tiene que ver con lo que estoy contando.

    En este caso, ante la cercanía del matrimonio, tuve también la gran inquietud de siempre, de si tendría que renunciar a Dios. También entonces con oración angustiada pedí a Dios que si me quería para Él se encargara Él mismo de hacer que eso terminara; y abruptamente ese tierno noviazgo terminó por razones tontas. No es que yo no tuviera añoranzas después. Algunas noches Carlos y la Irma, y la Adelita y yo, íbamos antes a pasear bordeando la laguna de Tiscapa, por el lado opuesto de donde estaba la Casa Presidencial que también era al borde de la laguna; y en aquellos tiempos de aquella vieja Managua esos eran parajes muy poco transitados, muy propios para novios, la ciudad no se prolongaba ya más de ese lado.

    Eso es lo que está dicho en ese epigrama:

    Hay un lugar junto a la laguna de Tiscapa

    —un banco debajo de un árbol de quelite—

    que tú conoces (aquella a quien escribo

    estos versos, sabrá que son para ella).

    Y tú recuerdas aquel banco y aquel quelite;

    la luna reflejada en la laguna de Tiscapa,

    las luces del palacio del dictador,

    las ranas cantando abajo en la laguna.

    Todavía está aquel árbol de quelite;

    todavía brillan las mismas luces;

    en la laguna de Tiscapa se refleja la luna;

    pero aquel banco esta noche estará vacío,

    o con otra pareja que no somos nosotros.

    Hay otro epigrama en que yo lamento que los corteses, que son árboles que en el verano se cubren de flores de color de oro, estaban florecidos cuando nosotros aún éramos novios, y que todavía seguían florecidos y nosotros ya éramos dos extraños. Hay otro en que yo recuerdo que nuestro amor nació en mayo cuando florecen los malinches colorados, cuando están en flor los malinches en Managua; y esos malinches volverán a florecer otra vez en mayo, pero el amor que se fue no volverá otra vez. Otro es que han vuelto las lluvias de mayo, los caminos alegres llenos de charcos, pero ya vos no estás conmigo. Hay otro epigrama que se llama Canción de muchacha. Yo una vez le había dicho que la deseaba ver de pelo largo; ella lo tenía siempre cortito. Un domingo, en la misa de 12 de la catedral, que era la misa de la juventud de la burguesía—la juventud de nosotros—, la vi caminar por la nave central con el pelo muy largo, aunque el noviazgo se había roto. (Yo sabía que ella siempre me quería.) Yo escribí como si fuera ella la que hablara:

    ¡Mi pelo largo! ¡Mi pelo largo!

    Querías tu muchacha con el pelo largo.

    Ya lo tengo abajo de los hombros

    y no esperaste mi pelo largo.

    Les parecerá cínico de mi parte: que yo mismo escribiera el reproche contra mí. Pero es que la estaba interpretando, y yo también lo lamentaba junto con ella; porque yo no había hecho el rompimiento, yo no la había dejado; quien lo había hecho era—por indemostrable que fuera—Dios.

    Es que yo había tenido aquella oración. Si Él quería que rompiera, que se hiciera. Y tuvimos un picnic en una de las isletas del Gran Lago junto a Granada, Carlos y la Irma y yo y ella, para homenajear a una escritora costarricense que había llegado a conocernos a Nicaragua. Y allí yo hablaba muy animadamente con la escritora, sin ninguna atracción física por ella, nada más literatura. Y la novia en traje de baño se fue a la orilla del agua, frustrada, creyendo que yo la estaba cambiando por aquella mujer. Y yo ignorando inocentemente su frustración. Y pasaron dos señoritos muy ricos de Granada en su yate de ricos. Y ella les pidió que se acercaran y se fue en el yate. Y yo sentí que eso no lo podía perdonar. Después regresó. No había habido nada. Tan sólo me había querido dar celos; estaba muy herida. Y yo me sentía el ofendido. Y no le dirigí la palabra; durante todo el viaje de regreso sin hablarnos. La Irma muy dolida, queriendo reconciliarnos. Y así fue la bajada del auto, sin hablarnos. Todo había sido un tonto mal entendido. Una falta de comunicación sencilla entre nosotros dos. Bernard Shaw decía que la naturaleza había hecho un gran error al darle la juventud a los jóvenes, porque los jóvenes no sabían aprovecharla. La juventud debería ser para los viejos, porque sólo uno estando viejo sabía aprovechar la juventud. Ciertamente yo más viejo no hubiera cometido ese error. Hubiéramos aclarado perfectamente bien las cosas. Sabíamos que nos queríamos; pero eso no sirvió de nada; no nos aclaramos nada. No hubo ninguna infidelidad mía, ni ninguna infidelidad de ella, tan sólo su venganza por una supuesta infidelidad mía. Todo lo que hubo fue ficticio.

    Yo recordaba muy bien lo que había dicho a Dios. Y Él me había respondido. Pero yo aún no estaba convencido. Hice una nueva oración a Dios: si ella llegaba donde mí, el noviazgo se reanudaba, y yo me iba a casar con ella. Si Dios me quería para Él, que ella nunca llegara a la librería y yo no iba a hacer nada por ir donde ella. Y ella no volvió a la librería.

    Yo sabía muy bien que me quería. Se lo dijo una vez a una amiga en el cine, la que me lo llegó a contar inmediatamente. Y lo supe por muchas otras maneras. Pero no hubo ninguna iniciativa de mi parte para la reconciliación; porque así se lo había dicho a Dios. Tampoco fue ese mi último enamoramiento. Y había tenido otros antes.

    Tenga paciencia el lector. Ya llegará a su tiempo lo del 2 de junio.

    Habrá quienes estén interesados en saber de Claudia, porque hubo epigramas a Claudia que han sido muy populares.

    Los epigramas que yo escribía tenían mucha influencia latina, especialmente de Catulo y Marcial a los que yo traduje, y también mucha influencia de epigramas de Ezra Pound que también tenían mucha influencia latina. Será entonces fácil pensar, y muchos lo habrán pensado, que Claudia es un nombre latino que yo escogí para cantar a una muchacha de otro nombre. Lo cual hacían también los mismos poetas latinos; porque la muchacha a la que Catulo llama Lesbia se llamaba Clodia, y la Cintia de Propercio era también un nombre supuesto. Pero no, Claudia era su nombre, y su nombre completo era Claudia Argüello. Está casada en Miami con un millonario, que durante el noviazgo le hacía las visitas de novio en su avión particular desde el puerto de Corinto, cuando yo ya estaba en la vida religiosa. Me dicen que ella tiene mucho rencor a la revolución sandinista. Yo a ella no le tengo rencor aunque mi amor no fue correspondido. Yo sé que fue Dios el que dirigió todo en este caso, como en todos los otros.

    Yo sentía atracción por ella desde antes de conocerla, porque me la habían descrito tal como ella era. O yo ya estaba predispuesto mentalmente, digamos. Cuando yo llegué de Europa a los 25 años ella no estaba en Nicaragua. Tal vez hasta medio año después llegó. Nosotros teníamos—digo, mis papás—una quinta en Casa Colorada, lugar de quintas, y yo venía de allí en un auto, y ella en sentido contrario en otro auto, y los dos autos se pararon y fuimos presentados. Y me gustó, y yo ya empecé a visitarla en Managua, y a acercármele a ella en las fiestas que teníamos la juventud burguesa con mucha frecuencia, demasiada frecuencia. Por cierto que yo estaba hastiado de esas fiestas elegantes e insulsas, pero me sacrificaba asistiendo a ellas por las muchachas; a veces por la muchacha ideal que yo soñaba que aparecería y no apareció nunca; y durante bastante tiempo también por una muchacha concreta que era Claudia.

    Creo que el primer epigrama a Claudia es uno que cuando lo leo en recitales en el extranjero siempre hace reír un poco, y es el que dice:

    Me contaron que estabas enamorada de otro

    y entonces me fui a mi cuarto

    y escribí ese artículo contra el Gobierno

    por el que estoy preso.

    El epigrama es autobiográfico pero no es enteramente cierto. Yo solía escribir en La Prensa artículos contra Somoza, como militante de un partido opositor, UNAP, pequeño pero muy beligerante; y esa vez por lo que me habían contado lo escribí con más ira que de costumbre. En realidad los ataques tenían que ser cautelosos; era durante el primer Somoza, que gobernó 20 años y que en materia de censura fue mucho más duro que los otros Somozas. Uno no podía atacarlo directamente a él, ni mencionarlo siquiera; uno podía atacar al gobierno, al régimen y él lo sentía como si se atacara a otros y no a él. Yo pensé que con ese artículo en el que me extralimitaba era muy probable que cayera preso, y me imaginé escribiendo desde la cárcel ese epigrama. Tampoco era cierto que entonces estuviera enamorada de otro como me habían dicho, ni lo estuvo todo el tiempo en que yo estuve enamorado de ella—ni de mí tampoco—. Había rivales, ella tenía enamorados, era alegre, coqueta y mucho reía.

    Yo no podía pasar sin verla por lo menos una vez en el día. Eso demostraba que estaba enamorado. Pero tampoco podía visitarla todos los días como que fuéramos novios porque ella no me había aceptado como novio. Para fortuna mía había muchas fiestas, varias a la semana, grandes y pequeñas, en casas particulares, o en el country club o en otros clubes exclusivos, o paseos campestres, o unas que llamaban lunadas que no eran necesariamente con luna o al aire libre porque podían ser simplemente una festividad nocturna dentro de un chalet; o la misa de 12 en la catedral los domingos, donde toda esa juventud se veía; o el cine, donde después de la película se reunían amigos y amigas, y se conversaba o se iba a tomar helado a La Bonbonnière; y por último, los domingos en la tarde, la gran extravagancia que inventó Somoza: las carreras de caballos—porque él había adquirido caballos finísimos y le gustaba la confrontación con sus opositores ricachones que también tenían caballos finísimos—. De ahí aquel epigrama en el que yo decía, arremedando medio en broma la jactancia de los poetas latinos, que también sería medio en broma:

    De estos cines, Claudia, de estas fiestas,

    de estas carreras de caballos,

    no quedará nada para la posteridad

    sino los versos de Ernesto Cardenal para Claudia

        (si acaso)

    y el nombre de Claudia que yo puse en esos versos

    y los de mis rivales, si es que yo decido rescatarlos

    del olvido, y los incluyo también en mis versos

    para ridiculizarlos.

    Todas esas cosas que yo ya dije, incluso las infamantes carreras de caballos presididas por Somoza, a las que yo iba no por los caballos sino por ella, eran ocasiones para verla, estar cerca, hablarle algo, y hasta un funeral podía ser para mí una oportunidad feliz. Así que yo no tenía que visitarla todos los días—sólo a veces—para poderla ver casi diario. Lo importante para mí era verla una vez cada día. Recuerdo una ocasión en que para infortunio mío no estaba habiendo en esos días ninguna fiesta, y yo inventé una exclusivamente para ver a Claudia (no recuerdo ya con qué pretexto o en celebración de qué). Era una fiesta con cuota como se hacían a veces, y yo personalmente tuve que encargarme de las invitaciones, las cuotas, reservar el local, pagar la música, tragos, comida, meseros… Y llegaron pocos porque la juventud burguesa estaba hastiada de fiestas, el ambiente estuvo desanimado y, lo peor de todo, no llegó Claudia. A veces no había otra manera más que irla a visitar directamente. Pero otras veces pasaba como por casualidad por la acera de su casa, que quedaba después del edificio que era entonces el Banco Nacional; tal vez ella estaba en la puerta de la sala con amigos y amigas, y yo saludaba y me invitaban a sentarme. Y entonces había sido otro día más que no había pasado sin verla. Debe haber sido de los primeros días la timidez que describo en un epigrama, porque yo creo que después a la timidez yo la vencí con la audacia, relativamente. El epigrama decía:

    Yo he repartido papeletas clandestinas,

    gritado: ¡VIVA LA LIBERTAD! en plena calle

    desafiando a los guardias armados.

    Yo participé en la rebelión de abril:

    pero palidezco cuando paso por tu casa

    y tu sola mirada me hace temblar.

    Mi colección de epigramas a Claudia había ido aumentando. Ya circulaban entre mis amigos más íntimos, que por cierto eran muy pocos. Y la noticia de los poemas le llegó a ella por una amiga y se interesó vivamente por ellos y los quería conocer. Nos citamos para su entrega en el cine Salazar a la hora de una película, ella y su amiga y Carlos Martínez y yo—Carlos también vicariamente emocionado—.

    Parecía en el cine que ella había sido ganada por los poemas y mi felicidad esa noche fue muy grande. Parecía, pero no fue así.

    Una vez supe que ella se había ufanado de mis poemas ante sus amigas en el balneario de San Juan del Sur. Los exhibiría en traje de baño en la playa como un trofeo. Casi todos eran de reproche; entonces yo le escribí un epigrama que era un reproche por ufanarse de mis reproches:

    Tú que estás orgullosa de mis versos

    pero no porque yo los escribí

    sino porque los inspiraste tú

    y a pesar de que fueron contra ti:

    Tú pudiste inspirar mejor poesía.

    Tú pudiste inspirar mejor poesía.

    En la sala de su casa había enmarcada una carta escrita de puño y letra de Darío, la que exhibían con orgullo. Yo estuve pensando en escribirle un epigrama diciéndole que en el futuro sus descendientes tal vez iban a tener enmarcado un poema de mi puño y letra para ella, pero que había que dejar constancia de que ella había despreciado a su poeta. Pensé escribir el epigrama, pero no lo escribí. Una vez lo iba a hacer, estaba ya casi hecho, como lo he dicho ahora, pero era a destiempo hacerlo.

    Una vez en mi casa cuando cenábamos, tuvimos el aviso de que agonizaba mi tío Pedro Joaquín Chamorro, el padre de mi primo Pedro Joaquín Chamorro, el que después fue mártir. Salimos para allá, pero yo hice un desvío para pasar por la casa de ella. Le di la noticia de mi tío. Después le pedí solemnemente su respuesta, el sí o el no, que sería una respuesta definitiva. Fue el no. Cuando llegué donde mi tío Pedro todos lo rodeaban de rodillas rezándole las últimas oraciones. Esa noche para mí las muertes fueron dos: la de él, y secretamente dentro de mí la de un amor ilusorio.

    Yo antes, anticipando esa despedida, le había escrito un epigrama que ha sido el más popular de todos:

    Al perderte yo a ti tú y yo hemos perdido:

    yo porque tú eras lo que yo más amaba

    y tú porque yo era el que te amaba más.

    Pero de nosotros dos tú pierdes más que yo:

    porque yo podré amar a otras como te amaba a ti

    pero a ti no te amarán como te amaba yo.

    Su perfil era igual al de la virgen de Fra Filippo Lippi del museo de los Uffizi de Florencia, que está también de perfil: la curva de una amplia frente muy curvada hacia abajo seguida de la curva hacia arriba de una nariz muy delicada y bajo ella una curvita hacia los labios muy finos y bajo ellos otra curva para arriba hacia el mentón y luego para abajo hacia el cuello. Virgen que era amante del fraile carmelita Filippo Lippi, la monja Lucrezia Buti, y de la que yo había traído una pequeña reproducción de Florencia. Lo cual demuestra que yo ya estaba atraído por su rostro no sólo desde antes de conocerla cuando me la describieron, sino mucho antes de que me la describieran, cuando pasé por Florencia. Recuerdo que una vez le dije que era igual a una virgen del pintor Filippo Lippi, y ante su incredulidad o indiferencia yo le llevé la pequeña reproducción, y me dijo asombrada que se encontraba muy parecida. Ella no había sabido nada de Fra Filippo Lippi, pero cómo era el perfil de ella, muy bien lo sabía, puesto que admitió que se parecía mucho. Yo le regalé la pintura, para que la guardara como una foto de ella.

    Si alguna vez yo pensaba en la posibilidad de ser aceptado por ella, el espectro de siempre se me acercaba, el dilema que siempre había amargado mi vida: Dios o ella. La respuesta que yo también tenía que darle a Dios: el sí o el no. Nunca se planteó nada definitivo, ni con ella ni con Dios. No hay nada más que contar en esta historia. Y aunque haya sido prolijo no había mucho que contar después de todo. Nada ha quedado, sino unos epigramas que muchos han leído, especialmente muchachos y muchachas. Y un librito de la poeta canadiense Dionne Brand, Epigrams to Ernesto Cardenal in defense of Claudia, en el que con un simpático feminismo finge unos reproches de Claudia para mí; ficciones de una ficción, porque Dios hizo que la historia que aquí he contado fuera una realidad ficticia.

    Un domingo yo iba en auto por la avenida Bolívar a la misa de doce de la catedral y vi caminando a pie a una muchacha jovencita que me pareció bellísima, vestida de un amarillo intenso. Era ligeramente morena, como morisca o gitana, y recordé aquel dicho: La que de amarillo se viste a su hermosura se atiene; lo que quiere decir que para una mujer es difícil vestirse de amarillo y verse bien, a no ser que sea muy bella; y yo creo que se podría decir también a no ser que sea morena, porque hacía estupenda combinación aquel amarillo tan fuerte con aquella leve morenez; tanto es así que con los muchos años que han pasado, y que después la iba a ver muchas veces, no se me olvida esa primera vez que la vi. Delicada como una mariposa amarilla. Ella iba también a misa, porque cuando acabó estaba en el atrio de la iglesia. Me dediqué allí a indagar diligentemente por ella, hasta que supe que se llamaba Myriam Báez y que vivía en la avenida Bolívar y dónde era su casa. Después, ya empecé a pasar por allí, a saludarla, a hablar con ella después, y después a visitarla regularmente con visitas de enamorado; entonces yo me sentaba en una mecedora en las tardes, en la acera enfrente de la puerta de su casa, donde ella se sentaba en una mecedora también, según la costumbre tropical de aquella vieja Managua antes del terremoto, de sentarse la gente en la acera de su casa en las tardes y en las noches.

    Yo ya era un enamorado de ella, y yo a ella al menos no le disgustaba, porque si no, no hubiera permitido mis llegadas. Lo difícil para mí era el conversar, porque teníamos pocos temas en común porque había mucha diferencia de edad: ella iba a cumplir 15 años y yo iba a cumplir 30. Algunos amigos desaprobaban el que yo estuviera pretendiendo a una muchacha tan joven (a eso le llamaban en Nicaragua robacuna), pero yo antes había estado muy prendado, pasajeramente, de una muchacha de 14, hija de Pablo Leal, el héroe y mártir de la fracasada Rebelión de Abril, al cual yo hubiera querido tener por suegro cuando fuimos compañeros de conspiración y al que Somoza asesinó, después de que le cortaron la lengua. Yo argumentaba en mi defensa que según se dice la Julieta de Romeo tenía 14 años, y Helena de Grecia también tenía 14 años cuando la raptó Menelao. Ciertamente yo había tenido siempre predilección por las muchachas muy jóvenes. En esto me acompañaba mi amigo de mi misma edad, Armando Morales, ahora el más famoso pintor de Nicaragua, quien llegó una vez a enamorarse de una niña de 12 años, y para poder visitarla fingió amistad con la mamá, y así disfrutaba de la presencia de la amada conversando con la mamá, aunque a veces tenía la frustración de que ella se fuera corriendo a jugar con muñecas.

    Como a mí me costaba hablar con ella, empecé a llegar acompañado del poeta Carlos Martínez Rivas, de mi edad, y quien ha tenido en Nicaragua más talento poético después de Darío. Él, con su ingenio y su humor inigualable, facilitaba el que yo pudiera hablar con ella, o los dos con ella, o por último nos poníamos a hablar los dos nosotros delante de ella. Claro que lo importante no era hablar con ella sino ver su lindo rostro y sonreír o reír con ella. Extrañas visitas de enamorado las mías que siempre eran en compañía de un tercero.

    Carlos Martínez en un poema habla de el horror de un rostro como el de Myriam. Una manera de decir cómo aquella belleza nos anonadaba.

    También a Carlos le llegó a gustar, naturalmente. Debo hablar de una perversión sexual que él tenía. Era que solía enamorarse de las esposas de sus amigos, lo que le causaba conflictos con ellos, que a veces fueron serios. En el caso mío, que no estaba casado, a veces se enamoró de mis novias, y a veces, lo que era más ridículo, de algunas de las que yo estaba enamorado y ni siquiera eran mis novias. Esto también le pasó con Myriam. Pero yo no le di importancia; a ella él le era indiferente; y ni siquiera me aceptaba a mí que era el verdadero enamorado. Aunque creo que no le era propiamente indiferente.

    Por ejemplo me invitó a su fiesta de 15 años. Eso yo lo dejé registrado, muchos años después, en el Cántico cósmico:

    … Myriam en su cumpleaños de 15 años

    soplando 15 velitas (Avenida Bolívar, Managua, pre-terremoto)

    una Myriam que (como lo analiza este poema)

    no se volverá a repetir.

    Qué feliz estaba yo esa tarde entre los invitados, que no eran muchos, alrededor de la mesa de comer con el pastel rosado de cumpleaños y las 15 velitas que con nuestros aplausos ella apagó. Pero estaba también algo azorado, porque yo tenía el doble de la edad de ella mientras sus amiguitos eran de su edad. Me pareció percibir el malestar de ellos, porque yo estaba allí como un competidor, y deben haber dicho en su interior: ¿Por qué está aquí este viejo? Y era evidente que yo gozaba de su simpatía. Yo no digo de su amor.

    Me estoy acordando ahora que por aquellos tiempos Carlos Martínez Rivas y yo vimos una bandada de muchachas adolescentes en la escalinata del Banco Nacional, y me dijo Carlos: Carne fresca quiere carne fresca, nosotros no podemos interesarles a ellas. Conmigo en ciertos casos eso no era cierto, como esa vez en

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