El lago de la luna
Por Clara García
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En seis relatos, Clara García Baños nos muestra el lado oscuro de nosotros mismos y de los que nos rodean.
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El lago de la luna - Clara García
El Lago de la Luna
Clara García Baños
Título: El Lago de la Luna
Diseño de la portada: Pol Cobas
Primera edición: Enero, 2013
© 2013, Clara García Baños
© 2013, Pol Cobas
Derechos de edición en castellano reservados para todo el mundo:
© 2013, Enxebrebooks, S.L
Campo do Forno, 7 – 15703, Santiago de Compostela, A Coruña
www.descubrebooks.com
ISBN: 978-84-15782-23-0
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con autorización de los titulares de la propiedad intelectual.
INDICE
PARA SIEMPRE
EN ESTE PUEBLO NO HAY LADRONES
UNO DE LOS NUESTROS
NUNCA LE PIDAS SAL AL VECINO DEL TERCERO
UN MAL DÍA
TESTIMONIOS
PARA SIEMPRE
La casita del Lago de la Luna fue para nosotros el refugio que de vez en cuando necesitábamos para reponernos de los estragos de la rutina. La descubrimos durante nuestra luna de miel y la alquilamos a su dueño algunos fines de semana, para reponernos, como digo, del cansancio que mutuamente nos provocábamos. Y siempre volvíamos a casa de nuevo enamorados.
Como todos los parajes con encanto, el Lago de la Luna tiene también su leyenda. Dicen que es el espejo oscuro donde la luna se refleja para lavar sus malos pensamientos; dicen que dentro habitan las almas en pena de los que han muerto por amor; que son sus voces lo que se oye en las noches de luna, cuando el aire azota las ramas de los castaños; dicen que no tiene fondo.
La casita estaba situada junto a la carretera, aunque, por accidentes del terreno, estaba mucho más baja que esta. Para acceder a ella hay un camino de arena, muy empinado, que muere allá donde se alza la cancela de hierro forjado que guarda la propiedad. A ambos lados del pedregoso camino hay castaños, castaños enormes, que bajo el sol del verano dan aspecto de túnel umbrío al camino de entrada; unos, los de la derecha, pertenecen al solar de la casita; los otros se alzan en el solar del vecino, un vecino al que apenas conocíamos. Debía de estar tan acostumbrado a vivir solo en el margen este del lago que le pareceríamos intrusos en su soledad. El dueño de la casita nunca la habitaba y, por lo que sé, fuimos los únicos, al menos en aquella época, en ocuparla. Por el lado de la carretera la planta baja no tenía ventanas, pues a causa del desnivel hubieran quedado enterradas. Por el lado de poniente, sin embargo, había una hermosa terraza donde solíamos sentarnos al caer la tarde con un refresco o una taza de café o de hierbas a ver pasar las horas, tras una buena siesta con la que nos reponíamos de nuestros paseos matinales, a pie, en bici, o a caballo, esperando, como digo, el momento en que el día se hace noche para iniciar nuestros secretos juegos amorosos. La estancia en la casita nos renovaba.
Fuera de nuestras temporadas allí, nuestra vida era bastante normal.
Rober tomaba a diario un tren que lo llevaba hasta la puerta misma de su trabajo. Estaba empleado en RAPO, una empresa al parecer muy solvente, en la que Rober desempeñaba un cargo importante; era el brazo derecho de su jefe, o algo así. No sé a qué se dedicaban; él decía que el sigilo profesional era sagrado para él. En los siete meses largos que nos conocíamos jamás me permitió visitar su empresa, ni me presentó a sus compañeros, a pesar de que yo adivinaba que reinaba gran camaradería entre ellos, ya que entre sí no se llamaban por sus nombres de pila, sino por otros más familiares: Músculos, Jirafa, Tony Ratón, Tobías. Solo conocí a su jefe pocas semanas antes de nuestra boda. Vino a presentar sus respetos y nos ofreció una magnífica cristalería. Cuando besó mi mano al despedirse, percibí algo siniestro en él. Rober dijo que era mi imaginación.
Conocí a Rober de una manera casual. Fue en el Savoy, el restaurante donde solía tener mis comidas de trabajo acompañada por Silvestre, mi asesor financiero, y Rubio, mi abogado. No recuerdo bien para qué nos habíamos reunido, pero eso me suele ocurrir con estas reuniones de negocios. Hija única, huérfana de madre desde los seis años, viví al amparo de la fortuna familiar sin ninguna complicación hasta que un buen día se murió también mi padre, y yo me vi desvalida, sin más parientes ni amigos a los que recurrir que Silvestre y Rubio.
El día que conocí a Rober me había citado la secretaria de Silvestre en el restaurante de siempre a la hora de siempre, así que me senté en la mesa de siempre y ordené al camarero lo de siempre. Esta vez me precipité al hacerlo.
Llevaba esperando un cuarto de hora largo cuando sonó el móvil. Era Rubio, anulando la cita. A última hora, el balance no había podido terminarse, lo sentía mucho. Ya había contactado con Silvestre. Me llamarían la semana siguiente. Adiós, rico. ¿Y ahora qué hago yo, comiendo sola en el Savoy?
Entonces apareció Rober.
Me fijé enseguida en él porque era un tipo guapo. Vestía con elegancia, como no podía ser de otra manera, ya que al Savoy no dejan entrar a cualquiera. El aspecto dice mucho de una persona.
Vaciló un poco al entrar, como si buscara a alguien. Afortunada ella, pensé. Sin embargo, en cuanto me vio, afirmó el paso en dirección la mesa que yo ocupaba. No había duda: se dirigía hacia mí. El corazón me latía fuerte. Siempre he andado escasa de compañía masculina, pero al fin, el caballero aquel se había acercado a mi mesa, a mí, y me estaba hablando. Me preguntó algo trivial, la hora creo, y después se sentó. Pidió un vermut al camarero y ya no se levantó de mi mesa. A mí me agradaba su compañía. Tenía el verbo fácil y descubrimos muchas cosas en común. Él también era huérfano, soltero; en fin, se sentía solo, como yo. Charlamos animadamente durante horas e incluso quedamos para el día siguiente.
Así, por pura casualidad, comenzó un noviazgo breve. A los cuatro meses me pidió que nos casáramos y yo accedí, con las felicitaciones de Rubio y ante el asombro y las recomendaciones de prudencia de Silvestre.
Nos instalamos en Santa Quiteria, una de las villas que mi padre tenía en las afueras. Mi padre era coleccionista, como mi abuelo. Coleccionaban cualquier cosa: negocios, joyas, mansiones, coches... Santa Quiteria fue el regalo de bodas de mi padre a mi madre; allí nací yo y fue nuestra residencia principal hasta que murió mi madre. Santa Quiteria había permanecido cerrada durante veinticinco años, hasta que yo me casé y volví a darle el esplendor que la mansión se merecía.
La idea fue de Rober. Dijo que le conmovió la idea del regalo de bodas y que, en tanto él pudiera hacerme uno similar, lo mejor era aprovechar lo que mi santa madre no pudo disfrutar.
Nuestra vida de casados transcurría plácida. En las primeras semanas Rober me pidió que retirara cinco millones de mi cuenta bancaria. Le pregunté, melosa, si era para darme una sorpresa y él me dijo que sin duda. Pasamos esa misma mañana por la oficina a retirarlos y, una vez allí, a él se le ocurrió que, ya que estábamos allí, podía autorizar su firma para que él mismo realizara las transacciones que necesitara sin molestarme. Accedí, por supuesto. Al saberlo, Silvestre perdió los estribos por no haberle consultado primero y dijo no sé qué de revocar algo. Rubio, sin embargo, sonreía.
A pesar de todo, yo vivía feliz. Rober se mostraba complaciente, aunque, eso sí, hablaba poco. No contaba nada de su trabajo, nada de sus sentimientos ni pensamientos. Yo, en cambio, le daba cuenta pormenorizada de las actividades que me habían ocupado el día. Él me escuchaba, me dejaba hablar a lengua suelta sin interrumpirme. Solo cuando yo le preguntaba me respondía parcamente y siempre con aprobación, indicio de que estábamos bien compenetrados ¡Si hasta a veces creí que me leía el pensamiento! Como aquella vez que le pregunté, en medio de mi informe pormenorizado sobre cómo había resuelto un crucigrama de diez por ocho en menos de media hora, qué quería cenar y él me sorprendió con un sí, querida
, señal inequívoca de que había adivinado el menú de la noche, aunque luego fingió sorprenderse ante la lubina al horno para hacerme sentir mejor. ¿Qué más virtudes se le pueden pedir a un marido?
Pero en aquella ocasión, la casita no palió nuestras diferencias. Rober estaba cada vez más hosco. Sin ninguna duda algo en su trabajo no iba bien. Él siempre era muy considerado conmigo y no me aburría con esos detalles, pero yo notaba que en cuanto entraba en casa estaba muy irritable y gritaba por todo.
Por aquellos días, Rober salía de casa más temprano que de costumbre y regresaba mucho más tarde. De hecho, había días que ni aparecía. No sabía a ciencia cierta si lo hacía por no distraerme en mi tarea de culturizarme al máximo (me había suscrito a ocho cursos de temas variados en el kiosco), porque él intuía la enorme carga intelectual que yo debía soportar por entonces, o si por el contrario, era él quien tenía problemas en el trabajo. Una idea me asaltó: el dinero que me pidió que retirara del banco hacía tres meses, justo cuando nos casamos. Dijo que era para hacerme un regalo y yo me imaginé que sería un coche. Pero pasaba el tiempo y nada. Y lo más probable era que el bueno de Rober me estuviera construyendo una casa del estilo de Santa Quiteria para ofrecérmela como regalo de bodas. Por eso andaba tan ocupado y retiraba sumas tan elevadas del banco.
¡Claro, la explicación no podía ser otra! Entonces, me venció la curiosidad: seguiría a Rober con el único deseo de ver dónde me estaba construyendo la mansión.
Eso fue justo antes de la bronca.
Rober se marchó de casa el lunes, tan temprano como siempre. Yo le llamé al móvil las cuatro veces que acostumbraba. La primera, mientras iba en el tren, para desearle buenos días y feliz jornada de trabajo. Debía de estar fuera de cobertura, porque saltó el contestador.
La segunda, a las diez de la mañana. Él solía decirme que a esas horas despachaba con su jefe y que no lo importunara, pero a mí me parecía que saludar a su jefe no era importunar a nadie. En esa ocasión, atendió la llamada una mujer, quien me informó, con un cierto descaro, que Rober no podía ponerse. ¡Qué lagarta! Seguro que era la secretaria de su jefe. ¡Cómo les gusta a estos jefes cincuentones las secretarias jóvenes y cuánto más pendonas, mejor! Además, el jefe tenía suerte con Rober, porque, aunque más joven y más apuesto, al ser un hombre casado, no le haría sombra con la lagarta.
A las diez y diez volví a llamarlo. Nunca sé qué pasa con estos móviles del diablo; debió