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Placer a solas... muy bien acompañado
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Libro electrónico241 páginas4 horas

Placer a solas... muy bien acompañado

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Placer a solas... trata de ti, de tu propio placer, muy bien acompañado por los siguientes relatos eróticos gay:

En la frontera del agujero negro
El capitán y el primer oficial de una nave estelar a veces desarrollan un vínculo muy especial. En este relato descubrirás qué puede ocurrir si el oficial de seguridad descubre por casualidad al primer oficial llamando con los nudillos a la puerta del capitán a horas intempestivas...

Desorientado
Un hombre se despierta con amnesia en una cama en la que no está solo ni está quieto...

Violado por un fantasma
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Abandonado
Quique, un buen amigo gay, está fatal porque su novio lo ha dejado. Así que lo invito a mi casa a pasar la noche para que tenga un hombro sobre el que llorar y, cosas de la vida, acabamos viendo una porno...

Calentón en el podcast
Estás a punto de averiguar por qué "Precumeros" es el podcast más caliente de la red. No te vas a creer de qué son capaces sus presentadores para hacer crecer la... audiencia.

Dándole en el hotel... lo que se merece
Paco y Juan son dos seguratas que trabajan en un hotel. Un chico se suele colar para intentar ponerlos calientes a través de las cámaras. Una noche, Paco lo atrapará y le dará lo que se merece mientras su compañero mira.

Loser
Luis es un perdedor. Está arruinado, le gusta demasiado el juego y la bebida y pronto él y su familia perderán su hogar si algo no cambia. Su amigo Samuel le ofrece algo de dinero por hacer algunos trabajitos para él. Lo que Luis no se imagina es que pronto cambiará la naturaleza de esos trabajitos.

Toni
Un hombre casado de cerca de 40, acabando una carrera universitaria, conocerá a un joven cantante de 22 al salir de clase. Su vida cambiará de arriba a abajo cuando menos lo esperaba y tendrá que enfrentarse a decisiones que pueden dar lugar a una historia de amor como nunca imaginó o al mayor error de su vida.

Experiencia en el tren
Un chico hetero viaja con su novia en el compartimento de un tren. Ella se queda dormida apoyada en su hombro y un chico barbudo y grandote entra en ese momento y se sienta frente a nuestro, hasta el momento, chico hetero. Lo que pasa a continuación... bueno, tienes que leerlo.

Joe 2.0
Joe es un héroe que aparece en ciertos momento de mi vida... para salvarme de una muerte horrible. La primera vez yo tenía ocho años. La segunda acababa de cumplir los treinta. Pero él no había cambiado nada...

Fue una noche después de un concierto
Dos chavales con novia. Van los cuatro de concierto, lo pasan bien. A las doce tienen que dejar a una de las chicas en casa y la otra se queda a dormir con su amiga. Los chicos se quedan solos y se van a beber y a fumar a la playa. Lo que pasa después... Quizá te haya ocurrido a ti.

La mesa, el manubrio y las natillas
Lo que sucede cuando te levantas a las tantas de la mañana para ir al baño y descubres al padre de tu amigo bastante ocupado.

SingerMe
Daniel, un conocido presentador de televisión, es contratado de jurado en un concurso de cantantes. Pero Daniel en realidad es un cerdo como pocos se han visto y aprovechará su posición en el concurso para, con la promesa de hacerles ganar, tirarse a todos a los concursantes masculinos.

Infiel
Marcos es infiel. Tan infiel que aprovecha hasta cuando va al supermercado con su marido para darse una escapada a los baños a ver lo que pilla. El mejor amigo de su marido los visita unos días... y es posible que esta vez toda la situación le estalle en la cara.

En la habitación de al lado
O lo que sucede cuando tu nuevo compañero de piso te pone to cerdo.

Cómpralo y disfruta a solas... muy bien acompañado.

IdiomaEspañol
EditorialPROMeBOOK
Fecha de lanzamiento13 nov 2016
ISBN9781370838745
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    Vista previa del libro

    Placer a solas... muy bien acompañado - Marcos Sanz

    Nota del autor

    Todos los personajes representados en esta obra de ficción son mayores de 18 años.

    En la frontera del agujero negro

    I

    Estaba haciendo mi ronda de las 21 cuando vi al primer oficial llamar con los nudillos a la puerta del capitán. Me pareció cuando menos curioso que no usara el intercomunicador. El capitán abrió la puerta enseguida y vi que estaba en bata, como si acabara de darse una ducha sónica o estuviera a punto de acostarse. El primer oficial entró raudo y el capitán apresuró el sellado de la puerta de forma manual.

    Algo en la forma de actuar de ambos llamó mi atención y como buen alférez de seguridad me acerqué a una consola de las muchas que hay en los pasadizos de nuestra nave estelar para comprobar que todo estuviera en orden en los aposentos del capitán.

    La privacidad de sus aposentos estaba al máximo nivel, pero me conozco algunos trucos. Tecleé las órdenes oportunas en el teclado virtual de la consola y enseguida tuve una imagen de las fuentes de calor del camarote en cuestión. Ajusté varios parámetros para eliminar los datos térmicos de los relés de la propia nave, de las luces y de cualquier otra fuente de calor no humana y sólo quedaron dos figuras compuestas de diferentes tonalidades de rojo, muy cerca la una de la otra.

    Sabía cual de las dos figuras era la del capitán porque era más bajo que el primer oficial, y éste, a su vez, bastante más corpulento. Estaban tan cerca el uno del otro que supuse que el señor Maxwell estaba informando de algo extremadamente secreto al capitán. Seguro que era algo relativo a las negociaciones con los Tralownes. Pretendían formar parte de la Alianza, pero lo tenían todo en contra. Hacía muy poco tiempo que habían comenzado la conquista del espacio y aún estallaban guerras entre los diferentes gobiernos de su planeta. Lo tenían bastante crudo, y además no eran de fiar. Llevo el suficiente tiempo en este trabajo como para saber cuando algo huele mal, y el embajador tralownita, que ahora permanecía en su camarote contra su voluntad, despedía un olor nauseabundo (metafóricamente hablando).

    Maxwell, el primer oficial, seguía dando el parte. Las dos figuras permanecían inmóviles, muy cerca la una de la otra. Hice un escáner para asegurarme de que todo estaba bien, que Maxwell no llevaba encima nada extraño ni peligroso para el capitán (más de una vez fuerzas alienígenas se han apoderado de un oficial de esta nave para hacerse con el control del puente de mando) y como vi que todo estaba en orden me dispuse a apagar la consola y a continuar con la ronda.

    Sin embargo, algo me demoró. El primer oficial había llamado a la puerta con los nudillos. Aquello seguía siendo extraño. Sólo había un motivo para llamar a una puerta de esa forma, y era para que la computadora central no guardara registro de su entrada en el camarote. Si uno debía regirse por el registro, no tendría forma de averiguar que el primer oficial había estado con el capitán. Eso quizá tuviera sentido en las circunstancias actuales. No podíamos fiarnos de que no hubiera un espía tralownita infiltrado en los sistemas. Pero, por otra parte, era lo más normal del mundo que el primer oficial y el capitán de una nave se reunieran a cualquier hora del día, y no había ningún motivo para ocultar eso, ni siquiera a un espía.

    Por todo lo expuesto, no cerré la consola inmediatamente, y pude ver asombrado lo que ocurría a continuación. Las dos figuras se convirtieron en una. No quiero decir que licuaran sus respectivas materias y se fundieran en un solo ser, sino que se abrazaron íntimamente, lo cual a mí me sorprendió más que si hubiera ocurrido lo otro. Ninguno de los dos me parecía un hombre dado a las muestras de afecto. Maxwell debía haberle dado al capitán una muy mala noticia para tener que prestarle consuelo de forma tan vehemente. Si no fuera porque los conocía bien a ambos hubiera jurado que además se estaban besando, pero aquello era imposible. Maxwell era un mujeriego empedernido, tenía una alienígena en cada puerto, y el capitán estaba felizmente casado desde hacía una década. Cierto que su esposa estaba en la Tierra y la veía dos o tres días al mes, pero cuando esos momentos se acercaban la mirada del capitán se iluminaba y uno sabía que seguía tan enamorado como el primer día.

    Sin embargo los minutos pasaban y las figuras de Maxwell y el capitán seguían abrazadas, y yo no podía seguir fingiendo que aquello no eran besos porque eran besos apasionados y las manos de ambos oficiales exploraban el cuerpo del otro. En determinado momento una fuente térmica cayó al suelo y el ordenador la eliminó de la ecuación por mis órdenes previas: El capitán se había desecho de la bata. Poco después más fuentes térmicas se desprendieron del cuerpo del primer oficial.

    Miré hacia los lados, preocupado por si aparecía alguien por algún extremo del pasadizo en el que me encontraba, consciente de que había sobrepasado los límites de lo estrictamente profesional para convertirme en un fisgón, pero era incapaz de apagar la consola sin saber si la cosa iría a mayores.

    Y tardó muy poco en ir a mayores. A muy mayores.

    La figura más pequeña, la del capitán, ayudó al primer oficial a desprenderse de las últimas piezas de su vestimenta, entre ellas su ropa interior cuya representación térmica era de un rojo mucho más intenso que el del resto de piezas, por su más elevada temperatura, y que al caer al suelo el ordenador también eliminó.

    Entonces el cuerpo del capitán pareció disminuir de tamaño y comprendí que se había puesto de rodillas. Con manos temblorosas modifiqué la perspectiva para poder ver claramente ambas figuras de perfil, y amplié la zona correspondiente al rostro del capitán. Tenía la nariz a escasos centímetros del miembro viril del primer oficial, que aparecía en mi pantalla de un carmesí violento debido a la acumulación de la sangre. Su falo era mucho más grande de lo que había supuesto (lo admito, alguna vez me había imaginado al primer oficial desnudo, era un hombre que me atraía muchísimo) y tenía un buen par de cojones prietos y peludos.

    Jamás me había imaginado, sin embargo, que el capitán pudiera hacerle una mamada. Al contrario, quizá. El capitán tenía ese halo de autoridad, de yo soy el que manda aquí y si le comen la polla a alguien ha de ser a mí. Pero las mediciones térmicas no mentían, el capitán era tan chupapollas como el que más. Y seguro que se lo estaba pasando de puta madre. Es cierto que sentí una envidia sana. También es cierto que la escena me había puesto caliente y la verga se me notaba muchísimo con el uniforme tan ajustado que nos hacían llevar en la Unidad. Y más cierto aún es que si alguien aparecía en ese momento vería a quince metros de distancia mi erección y pensaría que estaba viendo pornoholografías en los pasillos, lo cual era casi cierto. Pero no podía apartar los ojos de la pantalla.

    El capitán parecía un experto mamón. Su cabeza hacía molinetes amorrada al cipote del primer oficial, cuya figura térmica se estremecía de placer ante mis ojos. Me pasé la mano por el bulto que hacía mi pija aprisionada por el uniforme y me recorrió un escalofrío. Aquello era demasiado. No era solamente por la situación en sí, sino por los protagonistas. Los dos hombres más importantes de la nave tenían una aventura. Quedaban a escondidas. Se besaban, se abrazaban y se comían las pollas. Y yo lo sabía. No debía saberlo pero lo sabía. Y cuando llegara a mi camarote me haría una paja brutal, un pajote larguísimo, recordando esos calores. Eso no me lo quitaba nadie.

    Entonces sonó mi comunicador de solapa. Me dio un susto de muerte y con el pasadizo tan vacío, el ruido se extendió delator en todas direcciones. Le di un golpe para hacerlo callar, pero eso era el equivalente a responder la llamada, y la voz de Owen, el jefe de seguridad de la nave (mi jefe) sonó más estridente que el propio tono de llamada.

    —Fred, ¿dónde estás?

    A todo esto, la figura térmica del capitán se había detenido en seco y permanecía a la escucha con todo el vergajo del primer oficial en la boca. Maxwell, a su vez, también parecía haberse puesto en tensión.

    No tuve más remedio que contestar a Owen en voz alta. Si no, daría a entender al capitán y al primer oficial que estaba al tanto de lo que hacían dentro del camarote.

    —Estoy haciendo la ronda, jefe.

    —¿Estás cerca del camarote del capitán?

    —Justo enfrente.

    —He intentado llamarle tres veces pero ha apagado los comunicadores. No es propio de él.

    —¿Ocurre algo, jefe?

    —Hay tres naves desconocidas acercándose al perímetro. No se identifican. Podrían ser hostiles. Trae al capitán ahora mismo, aunque tengas que sacarlo de la cama desnudo.

    Owen era amigo íntimo del capitán (aunque seguro que no tan íntimo como el primer oficial) y era una de las pocas personas que se permitían hablar de él de forma tan irrespetuosa, quizá precisamente porque sabía que no habría consecuencias.

    —Entendido –le di otro golpe al intercomunicador de solapa para cortar la conexión, borré los datos de lo que había estado haciendo en la consola y la apagué rápidamente.

    Una curiosa sensación de regocijo me atravesó el espinazo. Yo sabía, y ellos no sabían que yo sabía, y ahora iba a llamar a la puerta sabiendo que ellos estaban vistiéndose a toda prisa. Delicioso.

    No les di ni un segundo de tregua. En cuatro zancadas me planté delante de la puerta y estuve a punto de llamar con los nudillos, pero me contuve. Aquello me habría delatado y no parecía muy conveniente. Llamé al timbre de la forma clásica, (dándole al botón) y esperé. Me pregunté cómo se las apañarían. ¿Se escondería Maxwell en la ducha?

    —¡Un momento! –se oyó al capitán tras mi segundo timbrazo.

    Poco después la puerta se abría y el capitán salía a mi encuentro completamente vestido con su particular y engalanado uniforme. Detrás de él, el primer oficial Maxwell salió, ligeramente ruborizado. Antes de que la puerta se cerrara pude ver, debajo de una mesita anclada al piso, unos calzoncillos que seguro pertenecían al primer oficial y que aún debían conservar su calor.

    Subimos los tres al puente en el mismo presascensor, en silencio (en un silencio embarazoso). El primer oficial Maxwell, situado a mi derecha, miraba hacia el vacío. El capitán nos daba la espalda, delante de la puerta, y esperaba a que ésta se abriera poniendo cada pocos segundos el peso de su cuerpo sobre las puntas de sus pies. Me dije que era normal que estuviera nervioso: toda esa energía sexual recién frustrada tenía que salir por algún sitio.

    Llegamos a destino, la puerta del presascensor se abrió y nos encontramos con un puente que bullía de excitación.

    —Oficial, informe –le dijo el capitán al oficial científico al que había dejado al mando, mientras caminaba muy erguido hacia su sillón.

    —Acabamos de identificar las naves, capitán. Son naves mineras de Alfa Nueve.

    —¿Por qué no se identificaban?

    —Incompatibilidad entre nuestros sistemas de transmisión y los suyos, capitán.

    —Entonces, ¿está solucionado?

    —Afirmativo, capitán –contestó el oficial científico poniéndose recto como un palo.

    —En ese caso volveré a la cama. Sigue usted al mando, oficial. Y… la próxima vez que desee interrumpir mi sueño asegúrese de que ocurre algo de verdad. El capitán también necesita descansar.

    —Por supuesto, capitán.

    El capitán se metió en el presascensor. Cuando la puerta estaba a punto de cerrarse, la sujetó.

    —Maxwell –le dijo al primer oficial. —¿Usted también había terminado su turno?

    El primer oficial agradeció el cable y se metió corriendo en el ascensor con él. Yo, por mi parte, salí por la otra esquina del puente y me dirigí a los ascensores de la cubierta siete, convencido de que el capitán y su primer oficial iban a acabar lo que habían dejado a medias e ideando formas de no perdérmelo.

    Llegué a mi camarote y calculé que me quedaban treinta segundos antes de que el capitán y Maxwell llegaran a los aposentos del primero, si es que se dirigían allí de nuevo.

    Abrí mi escritorio personal y trasferí a través de la consola de alimentos una araña espía al camarote del capitán. Me estaba jugando mi carrera, podría enfrentarme a un consejo de guerra o algo peor, pero estaba cachondo, y cuando me calentaba mis neuronas buenas dejaban de funcionar. Seguramente mis neuronas buenas se estaban haciendo mamadas las unas a las otras.

    Materialicé la araña en el replicador del capitán y tuve el tiempo justo de colocarla sobre una horrible lámpara que había junto a su lecho, antes de que la puerta se abriera y entraran mis dos superiores comiéndose las bocas ya desde el pasillo.

    Había ajustado la lente de la araña para que siguiera el movimiento del objeto más grande. Así que cuando el capitán se metió un momento en el baño para mear, la cámara no lo siguió a él sino al primer oficial, que se sentó en la cama a esperarlo.

    Como la pantalla de mi consola se me antojaba pequeña apagué las luces y proyecté la imágenes que me enviaba la araña en forma tridimensional en todo el ancho de mi camarote. Era como estar en la cama con ellos. Me tumbé en la mía y me fui quitando la ropa mientras Maxwell se iba desatando las botas. El primer oficial estaba buenísimo. Maxwell era el sueño de cualquier culo hambriento. Era un macho en estado puro. Era El Hombre.

    El capitán se demoró un poco en el baño, quizá perfumándose o preparando algún juguete sexual, y Maxwell se fue quitando el uniforme tranquilamente mientras esperaba. Y lo hacía de una forma muy sensual, como si supiera que era observado, aunque era imposible que lo supiera. La araña es casi microscópica, a simple vista le parecería una mota de polvo sobre la lámpara.

    Yo me quedé pronto en cueros. No podía dejar de magrearme la polla. Tenía al primer oficial desnudándose delante de mis ojos, como si estuviera en mi propia habitación. Podía mirar sus ojos azules y perderme en ellos, acercarme lo suficiente como para notar si se había mojado los labios con la lengua. Podía incluso acercarme a sus huevos, ver con mis propios ojos el movimiento que hacían sus testículos dentro del escroto e imaginar que me los metía en la boca. Jamás se me había ocurrido espiar a nadie con una araña, porque la privacidad era sagrada en la Alianza, pero estando allí tumbado, con la polla golpeando furiosa contra mi ombligo y el primer oficial ya completamente desnudo a los pies de mi cama comprendí que había abierto una puerta que ya no sería capaz de cerrar, aunque me costara la profesión, el honor o la propia libertad.

    El capitán apareció por fin. Se había quitado el uniforme. Empujó el torso de Maxwell hasta conseguir que se tumbara en la cama y mientras lo besaba le pasó una

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