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Enfermero malagueño, Y otros relatos eróticos de temática gay
Enfermero malagueño, Y otros relatos eróticos de temática gay
Enfermero malagueño, Y otros relatos eróticos de temática gay
Libro electrónico79 páginas59 minutos

Enfermero malagueño, Y otros relatos eróticos de temática gay

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Este volumen incluye los siguientes relatos eróticos de temática gay del escritor Marcos Sanz:

El día que el mundo acabó, todos los relojes se pararon a la 1:33
Juan Carlos es un escritor de relatos eróticos que suele escribir ligero de ropa en la cama. Su antiguo profesor de literatura de la universidad se muda al piso de enfrente y ambos retoman su relación donde la dejaron a través de la ventana...

Experiencia en el tren
Un chico hetero viaja con su novia en el compartimento de un tren. Ella se queda dormida apoyada en su hombro y un chico barbudo y grandote entra en ese momento y se sienta frente a nuestro, hasta el momento, chico hetero. Lo que pasa a continuación... bueno, tienes que leerlo.

Siete horas para amarte
Mateo trabaja en un bar de copas. Una noche Eduardo, un chico a quien aún no conoce, le confiesa que lo ha visto montárselo en el coche con su novia y que le gustó mucho lo que vio, aunque en la novia francamente ni se fijó. Mateo no quiere saber nada de esas historias, es hetero y nunca ha sentido absolutamente ninguna atracción por otros hombres. El problema es que tras conocer a Eduardo su cuerpo parece empeñado en traicionarle.

Enfermero malagueño
El relato telefónico que le hago a un amigo cachondo de cuando estuve en marzo en el hospital y conseguí poner to cerdo al enfermero.

Joe 2.0
Joe es un héroe que aparece en ciertos momento de mi vida... para salvarme de una muerte horrible. La primera vez yo tenía ocho años. La segunda acababa de cumplir los treinta. Pero Joe no había cambiado nada...

IdiomaEspañol
EditorialPROMeBOOK
Fecha de lanzamiento3 may 2016
ISBN9781311782472
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    Enfermero malagueño, Y otros relatos eróticos de temática gay - Marcos Sanz

    El día que el mundo acabó, todos los relojes se pararon a la 1:33

    I

    Y entonces la vaca explotó.

    Así es como mi profesor de literatura de la Universidad, Francisco Rojas se llama el hombre, decía que tenían que empezar los cuentos. Con una frase impactante que sugiriera que la historia ya había comenzado antes de que el libro cayera en nuestras manos y que nos hiciera preguntarnos qué diantre vendría a continuación. Que encendiera la imaginación. Que permitiera que el cerebro tuviera algo que comer, elaborando primeras teorías de por qué explotó la pobre vaca.

    Otros principios que le parecían adecuados eran tal que así:

    El periquito centró sus ojillos en mí y luego se comió su propia cabeza.

    En ese momento descubrí que mi perro hablaba.

    (Sí, yo también creo que mi profe tenía algún problema de la infancia relacionado con animales).

    Y mi preferida:

    El día que el mundo acabó, todos los relojes se pararon a la 1:33.

    Todas buenas frases para comenzar un relato y algunas con potencial de título.

    Yo, como siempre, tenía que sacarle punta a todo, y cuando nos explicó lo dicho, levanté la mano. Francisco Rojas ya esperaba mi pregunta porque, de hecho, yo era el único de la clase que hacía preguntas.

    —El problema que yo le veo es que si buscamos un inicio impactante de ese estilo para atrapar al lector, ¿no estamos condicionando el propio relato? ¿No me obligo a mí mismo a escribir sobre vacas que revientan?

    —No necesariamente —contestó el profe. —Porque puedes decir que la vaca explotó y a renglón seguido explicar que así era como decía tu profesor de la Universidad que había que empezar un relato.

    Me lo apunté. Me dije que algún día tendría que usarlo.

    Todo esto viene a que el mes pasado, mi profe, Francisco, al que hacía como diez años que no veía, se mudó al apartamento de al lado.

    Con él tuve una historia rara. Me medio colé por sus huesos en la uni y muchas tardes me quedaba después de clase para charlar con él de lo que fuera. Él se mostraba amable, algunas veces hasta parecía interesado, pero nunca supe a ciencia cierta si había alguna posibilidad de tema o era un hetero redomado. El último día de clase incluso le mencioné que había tenido novio, a ver si probocaba alguna respuesta en él, pero el tío no enseñó sus cartas.

    Y, como digo, el mes pasado, al asomarme a la ventana de mi cuarto que da a un patio vecinal, me lo encontré a él asomado a la ventana de su salón, que es la estancia de su apartamento que tengo enfrente.

    —¿Francisco? —Dije, anonadado.

    —Mira a quien tenemos aquí. Al mismísimo Juan Carlos. —Se acordaba de mi nombre. Qué bien. —¿Has seguido escribiendo?

    —Dos horas cada día.

    —Tendrás ya unas cuantas novelas.

    —Unas cuantas...

    Después de eso nos quedamos mirando sin saber qué decir.

    —Me he acordado muchas veces de tu leche que explotaba —solté al final.

    —¿De mi qué?

    —De la vaca. La vaca que explotaba. ¿Qué he dicho?

    —Has dicho leche. Mi leche.

    Tierra, trágame. ¿En serio?

    Me pareció que mi antiguo profe se ponía un poco colorado.

    —¿Recuerdas cómo se le llama a eso? —Me preguntó.

    —Lapsus línguae.

    —Perfecto. Sigues siendo el mejor.

    Lapsus línguae, pensé. Yo a eso no lo llamo Lapsus línguae. Yo a eso lo llamo tensión sexual no resuelta.

    II

    La siguiente vez que lo vi asomado también hablamos.

    —¿Vives solo? —Le pregunté, muy interesado.

    —Completamente. ¿Tú?

    —También.

    —La soledad bien llevada es uno de los mayores placeres de la vida —dijo.

    —¿Eso significa que quieres que te deje en paz?

    —No, en absoluto. Hagamos una cosa. Cuando nos apetezca intimidad, cerramos la ventana y listos.

    —Me parece bien.

    —Mientras tanto, saluda siempre que quieras.

    A partir de entonces la ventana se convirtió en un elemento clave en mi vida y mi habitación, en mi lugar preferido para pasar el rato. Me pasaba el día medio trempado, esperando verlo cruzar hacia el baño o hacia la cocina, a ver si reparaba en mí y me sonreía. Él tenía las mejores vistas posibles. Desde su ventana podía ver toda mi cama. Me di cuenta del potencial que tenía aquello cuando una mañana me desperté completamente empalmado. Mi polla se había escapado por la ranura del calzoncillo y hacía una nada despreciable montaña bajo la sábana. Miré por la ventana, por encima de mi polla tiesa, y allí estaba Francisco, asomado y con una sonrisa radiante en la cara.

    —Duros días —dijo.

    Ni siquiera me ruboricé. Me encantó su naturalidad. Y su tono.

    El resto del día lo pasé en mi cama, escribiendo en calzoncillos con el portátil, descamisado y vigilando su salón por si lo veía aparecer. Tenía pensado dejar escapar un huevo por un costado del calzoncillo si aparecía pero me pudo la vergüenza.

    Sobre las tres de la tarde volvió a asomarse.

    —Menudo caloraco.

    —Vaya...

    —Tú vas bien

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