El brazo más lindo del mundo: Cuentos chocantes
Por Daniel Belfiore
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Un editor apresurado quizás optaría por definir la temática como "bizarra", la cual, sin estar mal, no sería clara y, por tanto, no anticiparía la información necesaria para prevenir al lector. Otros no dudarían en clasificarla como "transgressive fiction"; pero insinuaría una profundidad que no se ha pretendido en esta obra. Creemos que "chocante" es un concepto más preciso, ya que le ahorrará disgustos a más de un lector. Y son historias chocantes porque, entre otras razones, están detonadas por asuntos sexuales que no son erotizantes (aunque hay de todo en la viña del Señor). En efecto, no tiene nada de erotizante que un hombre se enamore de un brazo; o que un rico solucione sus problemas sexuales y afectivos con materia inerte; o que un bancario abandone a su mujer y a su hija para ir tras una actriz de cine; o que un joven deprimido descubra su auténtica sexualidad en un pueblo perdido; o que un pobre infeliz se trague una mujer de diez centímetros; o que un cínico interesado se aproveche de su eterna enamorada; o que un viajante despechado descubra en Londres que la sexualidad puede ser verbal.
Daniel Belfiore
Daniel G. Belfiore (Lanús, Buenos Aires,1955) es narrador y dramaturgo argentino. Colaboró como redactor y editor en Sopena, Eroticón, Perfil, EUDEBA, Testimonios Eróticos, Diálogos y Encuentros, Intimidades femeninas, Adultos y Clímax.
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El brazo más lindo del mundo - Daniel Belfiore
EL PUEBLITO DE LA LOCURA
Me encontraba a mitad de mis vacaciones en un pueblo del interior donde me bajé antes de llegar a destino: mi casa; porque estaba volviéndome. Mis vacaciones habían terminado prematuramente. Después de pasar una semana en casa de amigos, me peleé, tuvimos una discusión y todo por una estupidez, más que nada de mi parte. Me habían invitado a pasar quince días con ellos y a mí se me ocurrió hacerme el susceptible. Además (todo sea dicho) la estaba pasando bárbaro, pero esa manía que tengo de retorcer las palabras. En fin. Me volví, y estaba deprimido y angustiado. El primer sentimiento era por lo que ya les expliqué: vacaciones interrumpidas por mi culpa; el segundo, porque al reencontrarme con mi familia y amigos iba tener que contarles mi estupidez, o mentirles descaradamente e invertir la carga de la prueba.
El micro se detuvo (anunciaron que por media hora) en un pueblito desolado, en medio del campo; bajé para estirar las piernas, y para descansar de la gordita seductora que me tocó como vecina de asiento. Ni sabía dónde me encontraba. Encima no tenía un mango, y no podía darme el lujo de entrar al barcito a comerme un sándwich y tomar una coca. El jugo de naranja del micro era un asco y el café, aguado. La opción era aceptar la invitación de la gordita. De pronto sentí que no podía volver antes de lo previsto y tener que dar esas explicaciones difíciles y humillantes, a menos que me decidiera a mentir, recurso en el que siempre fui muy malo. Pensé en adentrarme en el páramo y perderme en la oscuridad; seguir caminando, no sé, hasta llegar a alguna frontera, escabullirme y seguir hasta el mar; entrar al mar y dejar que las olas me cubran, y me cubran. De pronto pateé algo. No podía ser lo que parecía. Yo no tenía esa clase de suerte. Miré alrededor, un resplandor salía del barcito. Me agaché y recogí unas piedritas. También la billetera. Estaba tan hinchada que no me entraba en los bolsillos del jean. Me la metí en la cintura y la tapé con la camisa. En el asiento del micro vacío la saqué y conté el dinero. Salvado. Tenía para dos vacaciones más. Pero ahora no podía volver a mi casa con tanta plata, sería más raro que antes; podía mentir otra vez y hacerme el pobre, pero no me animaría a hacerle eso a mi madre. Saqué todo el dinero, lo dividí en tres partes: una la puse en el bolsillo de la camisa, otra en el bolsillo del pantalón y otra –atado con una gomita– en el bolso. Bajé del micro. Distinguí un buzón en la esquina. Oí como chocaba en el fondo. Seguí caminando casi a oscuras por una veredita de ladrillo, vi el cartel de una pensión de pasajeros. Seguí de largo. En un locutorio consulté por la pensión, y –por supuesto– me comentaron que era muy confortable y que trataban como reyes a los clientes. Tal vez porque yo seguía con cara de nada, se apuraron a agregar que, además de esa pensión, había una hostería a tres cuadras. Miré la hora. Fui a curiosear. La hostería era una casa de familia, pobretona. Volví al micro. Bajé el bolso. Le avisé al chofer que me quedaría en el pueblo. A través de la vidriera del barcito me despedí de la gorda que se quedó con la boca abierta y un pedacito de factura pegado a la comisura.
Cuando me alojé en la pensión, todavía no sabía lo que iba a hacer. Desempaqué y volví a salir. Oí el motor del micro. Caminé en sentido contrario. De pronto estaba parado en la puerta de la hostería. Sin saber por qué, entré. Al rato estaba en la placita del pueblo, fumándome un cigarrillo bajo el cielo blanqueado de estrellas y reflexionando sobre la incongruencia de haberme alojado en dos lugares distintos a menos de cinco cuadras uno del otro, todo en la misma noche.
La pensión tenía la virtud de estar casi vacía, con la mayoría de los cuartos desocupados, su amplio baño compartido prácticamente abandonado (no sucio, pero sin papel, sin toallas), una cocina común, pasillos silenciosos y, sobre todo, una escalerita a la terraza, donde se accedía fácilmente y sin testigos. La hostería se distinguía por otras virtudes y algunas curiosidades: para empezar, tenía habitación con baño privado, kitchenette y balconcito a la calle; y, en el horario nocturno, atendía –a modo de conserje– un adolescente gay. Lo supe por la manera como me miraba y porque, al día siguiente, cuando volví a verlo un momento con la madre, sus ademanes y poses se habían vuelto más viriles. Bueno, me propuse contarlo todo, así que no tiene sentido andar omitiendo detalles significativos; además, si comienzo a omitir detalles ahora, después no tendré el coraje de contar lo más importante. El pibe me gustó. Y sentí cosquillas en el estómago cuando se puso a elogiar mi largo cabello atado con colita: «Te debe quedar bárbaro