De magias y prodigios: Transmutaciones
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Comentarios para De magias y prodigios
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- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Los relatos del libro, en su mayoría, tienen un ritmo y una estructura que se percibe más como poesía que prosa. Esto sin duda es su gran acierto, ya que el modo de lectura se percibe distinto al de una narrativa habitual y nos lleva con mucha velocidad por cada texto. El único detalle es que a veces los temas son un poco repetitivos, así como también el tipo de narrador. No obstante, lo recomiendo bastante, sobre todo para los que buscan un libro poco habitual.
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De magias y prodigios - Angelina Muñiz-Huberman
Rafael
MERCUCIO
A Giulia Cardinali
ESTE Mercucio que precipitadamente baja las escalinatas de piedra labrada que terminan en el embarcadero. Este Mercucio que ya quiere avistar el galeón entre las brumas tempraneras. Este Mercucio que siente a sus espaldas el golpeteo acompasado de los guardas de su enemigo.
Este Mercucio que viene huyendo y cuya capa de terciopelo negro flota al aire fresco del amanecer.
Si logra escapar no sería la primera vez, ni la segunda, ni la tercera. Sus pies no pisan la piedra sino el preciso instante necesario para dar un punto de apoyo y de impulso al músculo que los impele. Si Mercucio, al mismo tiempo que huye, pudiera verse en el reflejo de un espejo, se gozaría en su contemplación. Si apartara el temor y el sentido de preservación no buscaría con los ojos si las velas del barco están aprestadas, y, en cambio, en su imagen refleja contemplaría el descenso velocísimo de su figura de hombre joven aún, de caballero galanamente ataviado, de horizonte amplio y claro, anuncio de mañana impecable.
Se vería a sí mismo en movimiento perpetuo. Bajando infinitamente la escalinata sin nunca terminar de hacerlo. El aire cortado veloz por la capa. Su camisa de seda blanca contra el terciopelo negro. Su gorra ladeada y la pluma volando.
Había sido advertido, pero prefirió esperar hasta el último momento. Por si acaso, llevaba el veneno en su anillo. Él mismo había seleccionado cuidadosamente las poderosas hierbas. Había subido el monte y había elegido las más frescas y olorosas. Luego las dejó secar al sol de mediodía. En las noches las cubría con una gasa que sólo permitía la sombra de los rayos de la luna. Así durante dos veces siete días. Esperó a que lloviera al amanecer y guardó un poco de agua. Entonces molió las hierbas en el mortero. Le agregó sangre de basilisco, oropimente y azafrán. Tres gotas del agua de lluvia que había recogido. Lo amasó y lo dejó reposar. En la tarde cuando brilló el primer lucero, decantó la mezcla en el alambique y la dejó destilar toda la noche. Con el primer canto del gallo, tomó los residuos con pinzas de plata y los introdujo bajo la esmeralda movible de su anillo. Lo selló y olvidó hasta el día en que fuera oportuno. He aquí que estaba prevenido Mercucio.
Porque Mercucio sabía que quienes como él se dedicaban a lo oculto el día llegaba de la violencia y la profanación. Del crimen y de la muerte. Oculto para los demás. Que para él era claro como la luz del día. Matemático y comprobable. Puro y severo. Círculo. Triángulo. Cuadrado.
Su ciencia era síntesis del estudio, del rigor y de la voluntad. De la perfecta soledad y de la vía ascética. De haber amado la tradición y haberla hecho fuente de vida. Del encendido deseo por el conocimiento que revuelve la pasión, que estremece las entrañas. Del desorden que provoca la búsqueda de la armonía. De la inquietud. Del desasosiego del alma. Del vagabundeo.
Pero su ciencia no era admitida por los demás. No era entendida. No conducía a ningún fin práctico. (O si condujera a algún fin práctico, éste se veía tan lejano que era lo mismo que si no condujera.) Estorbaba. Llevaba a fracasos y a errores. A predicciones falsas. A horóscopos mal calculados. A batallas perdidas. A príncipes destronados. A intrigas. A traiciones.
Mercucio era señalado. Objeto de escarnio. Perseguido. Maldito. Desterrado.
Pero él volvía a empezar. Pacientemente. De cero. Salvando sus manuscritos y cargando con ellos de ciudad en ciudad. Por si lograra encontrar quién se los imprimiera. Casa ligera de caracol. Papel entintado. Que cuando lo logró fue su fama: su gloria y su perdición.
Aclamado en las cortes, la envidia y el peligro eran su sustento. En el fondo, siempre surgían las fuerzas que se empeñaban en destruirlo. Si su horóscopo se cumplía y el hijo del rey de España enfermaba y moría, el brazo inquisitorial estaba presto a asfixiarlo y a condenarlo como hechicero. Si los conjuros y los encantamientos no eran suficientes para librar de prisión al bienamado de la reina de Francia, los nobles caballeros lo acorralaban hasta las fronteras y lo encerraban en un calabozo. Si, por fin, encontraba la paz y la calma para el estudio en Praga, al lado de los Reyes del Invierno, éstos se veían envueltos en una guerra que perdían y, de nuevo, Mercucio tenía que salir huyendo entre caos y ruinas.
Probó ser estratego y militar en Italia. Músico y astrónomo. Médico y matemático. Pero la volubilidad lo acuciaba. Retirado en un convento, sumó página tras página de su obra ya extensa: siendo su única constancia.
Un día, por la ventana de su celda, vio pasearse por el huerto a Giulietta. La clara luz del sol brillaba en los verdes de las hojas. Un dorado presentido apaciguaba. Tonos vitrales, rojos y azules, se filtraban. Al centro del huerto, la fuente cantarina. Cuatro vías empedradas que terminaban o empezaban en ella. Casi cree que se le representa el hallazgo del amor. A la manera de los milagros de la virgen. La doncella que encubre su rostro y sólo deja adivinar y alabar la perfección. Algo en el movimiento de la mano. Algo en cómo se inclina levemente el cuello. El pie que apenas asoma bajo el reborde de la saya, principio de la pierna, principio del muslo, principio del centro del sexo, suave vello, húmedo, delicado caracol.
Mercucio podría desnudar a Giulietta y amarla toda la tarde. Ir moviendo su cuerpo para que el sol dorara cada tono de piel y cada músculo alterado. Ante la ventana, que de las axilas fluyera la sombra y de los pezones la gota de miel. De rodillas ante ella, la cabeza impregnada en su olor. Los dedos nunca hastiados. Los labios en busca de los labios.
Y ella, apretando su cuerpo contra el de él, entre sus muslos su miembro, acariciando su espalda, doblando sus uñas contra los costados, deslizándolas. Mordiéndole el lóbulo de la oreja. Jugueteando la lengua.
Pero Giulietta pasa por el huerto y desaparece tras una arcada, apenas dejando el aire ondulado.
Mercucio, en su celda, no ha soltado la pluma y la frase escrita ha quedado interrumpida. ¿Quién es ella? ¿Por qué la ha imaginado en éxtasis? ¿Qué corrientes y qué elementos ha agitado? ¿Dónde ha derramado el polvo de estrellas del reconocimiento?
Ahora Mercucio, en su confusión, piensa si es ella la dadora de vida o si es la profanadora de semillas. Si del núcleo vendría la creación o si el origen esparcido sería pisoteado. Si Eva: aceptaría la pasividad. Si Lilith: reclamaría la igualdad. ¿Quién es ella? La pluma ya no escribiría y las palabras en la página se han borrado al leer.
He aquí que debe haber un nuevo orden en las letras. Giulietta podría invocar la inversión alfabética y con ella, la destrucción. La muerte. Y siete veces siete vueltas a la tumba. Lo que ha sido hecho de polvo volverá al polvo. Lo deleznable se delezna. Sólo la palabra de Dios sobre la frente podrá salvar. El hombre perece ante la mano poderosa.
Para Mercucio, Giulietta es el enigma: el riesgo o el secreto. Puede significar la consagración y el hallazgo. Puede no significar: e iniciar el retorno al líquido del olvido. Tachar el principio del verbo y desoír el proceso enumerativo. Puede ser la armonía que componga su obra. O puede ser el soplo que la consuma. Enigma. Riesgo. Secreto.
No le queda sino seguirla. Llevarla a la celda y descubrir su cuerpo. Si pudiera comprender el móvil de la vida: si en finos cortes, capa por capa, hallara el hilo conductor: la sangre que va por la vena: la inescrutable unión: el más allá de la idea. Si descubriera por qué la forma. Por qué el vaso. Por qué el recipiente. ¿Y lo de dentro? No. Lo de fuera. Por qué.
Y por qué lo de fuera y lo de dentro. Por qué no un todo. Quién habló de fronteras. Quién las estableció. Quién dio el grito desgarrador.
Siempre el duplicado. El doblete. El doblez. El dúo. Dos.
No existe la unidad.
Mercucio busca a Giulietta. Qué importa ya la página interrumpida, la pluma suspensa. Ni el estudio, ni la reflexión. Ni el problema, ni la solución. Es ella. Ella la que todo lo absorbe. La que lo ha arrastrado. Como un perro venteando. Ha quedado en medio de la plaza. Una de las puertas es la suya. Una debió cerrarse casi atrapando al vuelo los pliegues de