Lo que no se olvida: Maravillosas historias entre cuidadores y cuidadoras con sus pacientes
Por Susana Miguélez
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Esta colección de relatos trata de dar la otra visión, la del cuidador profesional, la de esas personas que, como yo, trabajan con los mayores y enfermos ajenos, atienden sus necesidades y se rompen la espalda levantándolos, la cabeza pensando en cómo mejorar su día a día, la cara con quienes los tienen desatendidos o el alma acompañando sus últimos momentos y cerrando sus ojos cuando se marchan.
En este libro hay mucha ternura y muchas lecciones aprendidas. Es la herencia más valiosa que esas personas podían dejarme, y esta no está gravada por ningún impuesto de transmisiones patrimoniales.
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Lo que no se olvida - Susana Miguélez
demás.
PRÓLOGO
Empecé a trabajar como auxiliar de enfermería a los veinte años. Lo he hecho desde entonces en períodos intermitentes, tanto en centros asistenciales para ancianos como en residencias para discapacitados psíquicos graves y en el servicio de atención domiciliaria. En todo este tiempo he conocido a mucha gente y me han pasado muchas cosas; este libro es una recopilación de relatos, anécdotas, vivencias y lecciones aprendidas. Una parte de lo que soy, de mi manera de ver las cosas y de afrontar la vida se la debo a ellos, a mis pacientes. Y así lo quería escribir.
Todos los nombres son falsos, pero todo lo que cuento es verdad. Pasado por mi filtro en algunas ocasiones; literal y sin adornos en otras. La mayoría de las personas de las que os hablo en este libro ya se han ido, qué suerte la mía el haberlas conocido, sin ellas yo no sería como soy. Os las he traído en estas páginas para que podáis sentir toda la ternura, para que dejéis que la compasión y la empatía y la tristeza y la indignación y la alegría de vivir os rocen a través de los cuentos. Os las he pintado con palabras para que vosotros tampoco las olvidéis.
Feliz lectura.
El pan de la tía Tomasa
Recuerdo a la tía Tomasa como la mujer de juicio más claro que he conocido nunca. No era persona de muchas palabras, pero las que decía eran siempre las precisas, ni más, ni menos. A menudo simplemente te regalaba un refrán, pero apropiado para la ocasión y certero como una de las flechas de Guillermo Tell.
La tía Tomasa no era mi tía, sino mi tía-abuela. Era una mujer pequeña, con tanta juventud en sus ojos como vejez en su cuerpo. Nunca había sido bonita y ahora se la veía enjuta y sarmentosa; la edad la había dotado de surcos, pliegues y arrugas suficientes como para abastecer a un geriátrico entero. Vivía en el pueblo en que había nacido, nunca tuvo interés en ir a ningún sitio más: su mundo se reducía a las cuatro calles de la aldea y a su trabajo, el horno. La tía Tomasa era panadera.
Todas las tardes de domingo de mi infancia fueron patrimonio exclusivo de la tía Tomasa. Ya fuera con mis padres o a bordo del Seat 850 Especial Lujo de mi abuelo, iba a verla y a disfrutar de mi secreta comunicación con ella. Recuerdo que a veces, si tenía que venir a la ciudad para solucionar algún asunto, iba primero a la peluquería a hacerse la permanente, es decir, aquel indescriptible cúmulo de caracolillos que hacían que su cabeza pareciese una escarola teñida de gris azulado. Luego se colocaba su pañoleta más nueva anudándola bajo la barbilla y cogía el coche de línea; una vez terminadas sus gestiones venía a casa y se quedaba a dormir. A mí me gustaba meterme en su cama de madrugada y disfrutar de su olor a masa de mantecadas y pan recién horneado; ella me sentía acurrucarme contra su piel cedida por el uso, tan blanca y tibia, y creo que en esos ratos era feliz dándome explicaciones de sus camisones de franela color rosa o sobre esa extraña faja de cuerpo entero color carne que solía usar, tan llena de refuerzos y corchetes como de remiendos. Pero las más habituales no eran sus visitas sino las mías. Al oír el coche, Lulú, su perrilla ratonera, salía ladrando de la casa dando saltos de puro contento, y luego entraba al horno como un cohete para avisarla de nuestra llegada. Ella salía a saludarnos, siempre limpiándose las manos en el delantal de cuadros, y después de mi beso me invitaba a entrar con ella en el horno, un lugar que para mí era un mundo maravilloso lleno de secretos.
Los domingos por la tarde se hacía una hornada extra de pan. Cuando yo llegaba, aquel monstruo enorme de metal negro que era la amasadora, con sus ruedas dentadas y sus palas, estaba ya apagada y sólo quedaban en ella restos de masa y huellas de harina. La pastera, en cambio, rebosaba de la blanca mezcla terminando de fermentar, los tablones se veían cubiertos con los lienzos blancos a la espera de que barras y hogazas fueran depositadas sobre ellos; la balanza romana estaba ya dispuesta para comenzar a medir las porciones de masa: cuarto, medio, un kilo… La pala de larguísimo mango que se empleaba para meter y retirar los panes del horno aguardaba apoyada en su rincón, y un gran montón de leña, destinado a alimentar el vientre de fuego, ocupaba ya su sitio junto a la compuerta metálica tras la que habría de desaparecer, tronco a tronco, en unos minutos.
La gran habitación que era el horno formaba parte de la casa de la tía Tomasa. Ella y su marido, el tío Manolo, al que yo no llegué a conocer, levantaron todo aquello con sus modestísimos medios, y allí vivieron y trabajaron desde su juventud con toda la sencillez y la humildad de sus almas bondadosas, sin querer ni necesitar lujo ninguno. La vivienda, originalmente de adobe, se componía de unas pocas dependencias alrededor de un patio estrecho y alargado. La parte habitada, contigua al horno, consistía en dos habitaciones, una de ellas aneja a la minúscula cocina, y una despensa. Desde que la tía Tomasa estaba sola, ella y la perrilla dormían en aquella pequeña alcoba que se calentaba con la lumbre del hogar, encendida permanentemente desde septiembre hasta junio. La mesa, el escaño, la antigua y enorme radio, el botijo y una silla componían todo el equipamiento de la cocina, junto con unas trébedes y una mínima alacena para vasos y platos. Cruzando el patio ornado de macetas de geranios y murcianas estaban la habitación de invitados, destinada a acoger a los sobrinos las contadísimas veces en que venían de visita; el comedor de las grandes ocasiones; un cuartito con una cocinilla moderna a gas butano y una nevera decrépita, y un retrete construido con azulejos y sanitarios de segunda. Al fondo, al aire libre, una pila grande y un caño abastecían de agua la casa. Para que el líquido brotase había que accionar la bomba mediante un enorme interruptor negro que me daba terror, y al hacerlo se obtenía agua y ruido a partes iguales. Pasé muchas horas en aquel patio, sentada en unos sillones que, procedentes de un coche accidentado y plantados sobre ladrillos, eran todo el mobiliario que se pudieron permitir. En verano había moscas a millares y en invierno un frío terrible que me obligaba a refugiarme en el horno o en la cocina temblando como un cachorrillo.
Cuando la masa del pan estaba en su punto, aparecían los primos. Eran un matrimonio, sobrinos de ella igual que mi madre, que desde hacía años trabajaban en el horno y que, por pura lógica, eran los que habrían de heredar el negocio. Él, un hombre formidable que lucía los mismos ojos pequeños y vivos de la tía Tomasa, se quedaba en camiseta mientras trabajaba, agitando su desparramado tonelaje mientras metía leña frenéticamente por la boca inferior del horno. Mientras, su esposa, dulce, trabajadora y siempre amable, y la tía Tomasa, comenzaban a cortar bolas de masa y a pesarlas. A mí me maravillaba el ojo clínico de aquellas mujeres para calcular el tamaño de las porciones, que al echarlas al plato de la romana daban, casi siempre, el peso exacto; si no era así, con quitar un trocito o