Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Serías capaz de quedarte por mí
Serías capaz de quedarte por mí
Serías capaz de quedarte por mí
Libro electrónico367 páginas6 horas

Serías capaz de quedarte por mí

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Novela histórica desarrollada en el primer tercio del siglo XX
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 ene 2016
ISBN9788416485277
Serías capaz de quedarte por mí

Relacionado con Serías capaz de quedarte por mí

Libros electrónicos relacionados

Ficción histórica para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para Serías capaz de quedarte por mí

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Serías capaz de quedarte por mí - Miguel Vasserot

    historia.

    Primera parte

    Entonces

    Capítulo 1

    La playa de los Muertos

    Haceos parte de mí

    y yo os haré parte de Ángela.

    Carlos Segura de Fontes

    La Casa Grande huele a café húmedo y salitre. Y el mármol del suelo, al secarse con el aire tibio, huele a limonada de san Agustín, que es lo que se usa de abrillantador. La baranda de la escalera es suave y lisa como una piedra de la playa. Por la mañana, el jazmín se desliza muy temprano desde nuestro jardín y, agitado por el viento, se abre debajo del piano y junto a la estatua de madera de la entrada, allí donde nunca hay polvo ni tierra, y no por casualidad: Justo lo amarra al suelo de la entrada con continuos baldeos de agua del pozo salado, que lleva con ajetreo en cubos de zinc y arroja delante de la puerta. Justo sabe que es un trabajo interminable, pues el suelo se mofa de él en cuanto termina, sequito y ardiente a la espera de otro remojón inútil.

    Si hace poniente en Hulleras, el caldo colorao de doña Rosa llega volando hasta el salón azul, y si hace levante, el padre de Bartolo no sale a faenar a la mar porque en mi pueblo el levante solo trae mal fario. Bueno, el levante y la Vizconda, una bizca que no se nombra por si acaso el mal de ojo con el que dicen que nació se te contagia, por lo que la gente huye al verla, avisando así a los demás de que la bicha ronda cerca.

    En esta casa solo huele a tabaco cuando nos visita mi tío Serafín y las paredes se impregnan del humo de su pipa, y entonces se me hace la boca agua pensando en sus caramelos, lo mismo que cuando doña Rosa hace su chocolate denso y su olor se pasea por todas las habitaciones y las calles donde jugamos presumiendo de una autoridad contra la que es imposible luchar, tanto que cuando esa crema negra nos reta en duelo, mis amigos y yo entramos por la puerta de la cocina para matarla por engreída con armas de harina frita. El jardín está surcado por las rayuelas de mis primas, y en un socavón, debajo de la mimosa que escupe amarillo los veranos, escondemos las piedras de pizarra con las que rayamos el suelo y enfadamos a Justo, que borra los rayajos con agua al grito de «Me cago en las niñas del demonio», ignorante de que yo, a sus espaldas, hago la mariconada de retintar las rayuelas de mis primas y salto a la pata coja como ellas. Allí, cerca del banco de hierro, Críspula canta su vida y, si puedo, antes de irme a la escuela abrazo su colada para meterme el olor a jabón en los pulmones, y a veces la ayudo a tender las prendas que ella ha reventado a golpetazos en la pila, sin preguntarles si les duele, como castigándolas por haberse manchado, y a tortas les quita la mala ocurrencia de tratarse con la mugre de mi cuello. Y es que Críspula paga su mala leche con la suciedad de la ropa, a la que llama mierdoña, yo no sé si refiriéndose a alguien, pero si me ve, me echo a temblar, y al menor grito ya estoy girando la rueda del pozo del aljibe para subir el agua hasta el piso de arriba. Cualquier cosa que tenga hilos es de la competencia de Críspula: lava, plancha y todo lo demás. No es una labor fácil: en la Casa Grande hay un estricto control sobre el agua que suministran los aguadores, y ella es la responsable de catarla y decidir en qué cántaro se vierte cada remesa. Si el agua llega del Rame o el Algarrobico se guarda en los cántaros de beber, cada uno con su agua, y si es para lavar se echa al bidón. Hay una cantarera con cuatro vasijas en la cocina, y varios bidones y otros dos cántaros en la de la entrada, esos siempre llenos con el agua del Rame, la única que bebe mi abuelo, quien la distingue de cualquier otra solo con olerla. Críspula también hace jarapas con los desechos de su labor, y borda manteles y ajuares como las mismísimas monjas de Santa Teresa. De tanto embastar, remeter cueros y hacer zurcidos y recosidos tiene los dedos comiditos de punzadas, y culpa de ello a sus pecados en vez de a su cabezonería, porque jamás consintió en ponerse un dedal. Críspula prepara el trabajo de la casa con Ángela, y se lo apunta todo en un cuadernito que lleva colgado de la faltriquera. Es además la custodia de todas las llaves de la Casa Grande, y vigila los predios ajenos con mucho más celo que si fueran propios.

    Si era sábado, a las cinco nos reuníamos todos en el salón azul para escuchar el sosiego que arrancaba Ángela al piano. Allí, los apellidados del pueblo tomaban café, hablaban de sociedad, unían casaderas, discutían de política con el alcalde y mecían sus vidas entre risas y buchitos edulcorados y negros. Yo solo escuchaba a Ángela. A esa hora, Justo se acomodaba en el gran patio de luces de la entrada, apoyado contra la estatua de la mujer de madera, a la que se oía el alma si se le pegaba la oreja. Según Justo, eran las polillas de la vejez, pero yo no me lo creía porque esa mujer me seguía con la mirada al subir la escalera.

    Nadie se atrevía a interrumpir la procesión de silencio que inspiraba el golpeteo de Ángela en las teclas bicolores. Justo, en su sitio, vigilaba el trance musical con los ojos cerrados mientras seguía los compases con la cabeza, y una sonrisa boba y complacida conquistaba su rostro cuando el fa sostenido ascendía a sol mayor; en ese momento, nuestro mayordomo colaboraba de tal forma con la intérprete que, si ella hubiera errado uno solo de sus acordes, Justo habría perecido de asfixia y desilusión. Los sábados, ni un ser viviente llamaba a la puerta a las cinco de la tarde, ningún carruaje cruzaba la plaza del Castillo, ni siquiera el viento osaba quebrar tanta armonía. En ese destello de atemporalidad, sentado bajo el piano, junto a mis primas, cruzaba las piernas en el suelo y apoyaba la cara en las manos entrelazadas, dejándome imitar por mi prima menor, mientras examinaba cualquier detalle que la curiosidad me hiciera interesante, lo que me permite revivirlo tal como entonces.

    Mi tía Luisa, sentada en la butaca, se mecía ligeramente. Me llamaban la atención sus orejas, cuyos lóbulos se habían convertido, por la edad y el peso de la pedrería, en dos penínsulas sujetas por un hilo de carne que bailaban con los movimientos de su cabeza. Mi tía Luisa era una señora con suerte: la fortuna le había regalado un número de lotería premiado, y un marido boticario por si acaso. Envejecía por minutos y la piel se le separaba de los músculos como cera derretida, formando pliegues en la frente y la papada, y el agua se le acumulaba bajo los párpados en dos bolsas que trasminaban la humedad de sus ojos hartitos de letanías. Su marido custodiaba esos pellejos tras la butaca y, con sonoras chupaditas, aspiraba tabaco de una pipa que tenía forma de cabeza de oso y que él acariciaba con mimo, como había hecho antes con los cientos de pipas que entre sus manos morían en carne viva. Tenía mi tío Serafín los ojos pequeñitos y picantes, dos alfileres que se nos clavaban cuando le reíamos las gracias y admirábamos sus trucos de cartas. Su bigote nunca pinchaba, al contrario que el de la madre Consuelo del convento de las Teresitas, y su beso era calladito y sincero, envidioso de los hijos varones que no había podido engendrar. Por eso, cientos de primos de todos los ramales pululaban alrededor del matrimonio en busca de herencias con olor a fórmula magistral, y muchos de ellos se preparaban en la facultad de Farmacia de Granada mientras soñaban con envolver frascos repletos de jarabes mágicos y emplastos formulados en noches de inspiración y guardados con celo en la caja fuerte de la Casa Grande. Al despedirse, mi tío me regalaba, a escondidas de su mujer, caramelos mentolados para que repartiera entre las primas. El olor excitaba la nariz infalible de su esposa y la predisponía al beso de despedida, con los puños apretados para compensar el talante dadivoso del marido.

    En las mecedoras de la ventana se sentaban mis tías Carmela y Constanza, que formaban el célibe dúo de casaderas de la Casa Grande. Aunque yo sabía poco de amoríos y casorios, intuía el fracaso de mi abuelo en emparejar a esas dos excéntricas sesentonas con algún miope necesitado de patrimonio y sobrado de espíritu de sacrificio. Voluntad y dinero, desde luego, no se escatimaban, y las dos vestían estupendos trajes de recibir diseñados en Francia y confeccionados en Madrid según los dictados de La Moda Elegante, que era dogma de fe para aquellas urracas maniáticas enfrascadas siempre en discusiones y rosarios. Rivalizaban ambas en opulencia, con amplios sombreros rematados con flores y vestidos de mangas ampulosas y bordados de seda que se ajustaban en puños repletos de pasamanería. Sus ostentosos collares de rubíes hacían juego con el resto de las alhajas que se esforzaban en enseñar al agitar suavemente el abanico, despojado de su función original pero fundamental para enviar unos mensajes que nunca supe descifrar. Enfrente de ellas, para avivar sus hormonas más femeninas, se apoyaba en el piano un rico hacendado de Sevilla con el que mi abuelo negociaba todos los meses. En vano, pues sus ojos se dejaban arrastrar por la belleza mucho más natural que nacía del corazón mismo del piano. Don Francisco Guzmán y Denterría hacía caso omiso de los inútiles ofrecimientos de sus anfitrionas más necesitadas, mientras hilaba el ambiente con el humo de un habano en ascenso desde su bigote señorial.

    Esa tarde, mi abuelo dispuso públicamente mi futuro.

    —He estado hablando con don Francisco de la conveniencia de que Carlos se prepare el bachiller en los Salesianos de Madrid para que después sea ingeniero. A don Felipe le ha parecido muy bien; sé que cumplirás como buen Segura de Fontes.

    Todos aplaudieron la disposición, y me llovieron alabanzas y besucones lo mismo que si ya estuviera licenciado. El vicecónsul de Noruega, que también compartía nuestras meriendas, abrazó efusivamente a mi abuelo, me pellizcó una mejilla y concluyó con un par de sonoras palmadas en mi cara, en un alarde de falsa confianza que me hizo retroceder. Había llegado desde Murcia a cerrar tratos de ultramar con mi abuelo y lo acompañaba, para evitar la burocracia de la administración central, el jefe de Consignaciones del puerto de Garrucha, quien por dos pesetas evitaba las largas esperas de los buques a la guarda de los permisos correspondientes siempre a la vera de don Antonio Muñoz, el juez municipal, que no se perdía tampoco ni una de estas reuniones. Se decidió que era motivo de un brindis, y en pie alzaron tazas y copitas de licor de anís y aguardiente con azúcar. Ángela me buscó con la mirada y me susurró: «Te quiero», con una caricia. Finalmente mi abuelo me dio un beso que me supo a sentencia: acusado de ser nieto de don Carlos, juzgado por ser el único varón vivo de los Segura de Fontes y condenado a carecer de opinión, se decidió mi vida como se decide la comida de mañana, el color de un pantalón o un libro para leer. Así sea.

    Lo cierto es que a partir de entonces aparecía de vez en cuando, y sin venir a cuento, un nuevo familiar en mi vida, siempre obstinado en escudriñar extraños parecidos con otros tantos parientes desconocidos que también querían despedirse de mí. Por las noches, mi abuelo me examinaba de los libros más horribles que pueda uno imaginar, que le llevaba su amigo don Francisco de Madrid, y cuyos títulos me recordaban los trabalenguas de tía Enriqueta, otra más. El último se llamaba La técnica de la máquina de vapor de Watt aplicada a la manufactura del esparto. Según mi abuelo, estas máquinas harían que el negocio del esparto adquiriese fama en todo el país, ganándoles la batalla a las fábricas que existían en Águilas y en Cartagena y que eran la íntima envidia de mi abuelo por su avanzada tecnología y prosperidad. Durante el último año, mi casa era un hervidero de sastres y zapateros que, desde Garrucha o Vera, acudían para hacerme una ropa acorde con las nuevas condiciones climatológicas, curtidores de piel de Alicante para los baúles e incluso un fotógrafo muy famoso de Almería que esperábamos impacientes desde hacía unos días con toda la parafernalia preparada en el salón de billar para la inmortal ocasión. El sillón negro del abuelo se colocó en el centro con el frac nuevo a la espera de que llegara el momento; para Ángela, un traje blanco de satén con encajes en cuello y mangas, y para mí, unos odiosos pantalones bombachos con una blusa beis. Todo permanecía en el saloncito, listo para cuando el retratista tuviera a bien inmortalizar por fin la imagen familiar, y mientras tanto no paraba de jugar a escondidas en cada suspiro. Juanica me dijo que conoció a uno que no soportó la operación y se murió con el fogonazo, y a otro en Vera que se quedó ciego. Según Josillo, te quedabas tan debilitado que no podías hablar ni comer en tres días, y Mariquilla fue a comulgar el día en que la retrataron por si acaso, aunque a ella no le pasó nada. Me quedaba el consuelo de Ángela, cuyos retratos, que se contaban por cientos, reflejaban el rostro de una mujer mucho más joven, aunque no más bella, y desde luego no martirizada por el castigo de la instantánea, lo que momentáneamente me tranquilizaba.

    —Don Pedro, don Pedro…

    Todos nos volvimos ante los gritos de una de las sirvientas de la casa, que entró bruscamente en el aula.

    —Pero, niña, ¿qué pasa?, que aquí no se pueden dar gritos. ¡Fuera ahora mismo de mi clase! —Con la vara de las indulgencias le señaló de nuevo la puerta, pues estaba ya casi al lado de su mesa.

    —Me manda… don Carlos, que ha llegao… el ristratista en la diligencia —soltó entre suspiros apneicos.

    —¡Hombre, por fin está aquí!… Levántese, señorico Carlos, que se va usted a retratar esta mañana.

    Arreciaron las miradas de envidia. Nadie en la clase tenía un retrato. Cerré mi libreta y encajé la silla en el pupitre. Tampoco tenían ellos pupitres ni libretas encuadernadas. Por la mañana, cada uno se sentaba en los bancos comunes y se encargaba de conseguir su papel para la clase, excepción hecha del hijo de don Sebastián Carretero Peña, cuya posición social y económica era muy semejante a la mía y que tenía hasta su propia cartilla de caligrafía moderna y un catecismo. Al hijo de don Sebastián, el Sebastianico, lo apodábamos el Palomo Cojo por cierta manera suya de andar como flotando y de hablar entre algodones; además, su cuerpo delgado y quebradizo lo convertía en el blanco perfecto de la inclemencia de nuestra edad.

    Había sido labor de Ángela conseguir que prácticamente todos los niños del pueblo fuesen a la escuela, una tarea que le costó no solo voluntad, sino también mucho dinero. Cuando Ángela llegó de Almería, solo veinte chicos y no más de cinco chicas visitaban regularmente a don Pedro, que tenía a su cargo la escuela pública de niños de Hulleras, y otros tantos dependiendo de la época de faena en el campo o la mar. Ángela convenció a mi abuelo para que subiera el jornal a las familias con niños escolarizados, cuyas clases pagaba ella misma, pues la asignación anual del maestro nunca superaba las penosas quinientas pesetas. No todo el mundo la entendió y, desde luego, mi abuelo el que menos, pues pensaba que era un derroche que no los beneficiaba ni a él ni a las familias de sus trabajadores. A don Pedro lo pagaba el Ayuntamiento, pero además se lo recompensaba con una peseta a la semana, que todos los que podían afrontar, salvo yo, entregaban los lunes; en mi caso, él mismo se encargaba de cobrar sus prebendas los domingos cuando visitaba a mi abuelo para ponerlo al día de mis adelantos, lo que le reportaba una gratificación mayor y el valiosísimo agradecimiento de don Carlos.

    En la misma clase coincidíamos niños de todas las edades, desde los seis a los catorce años, y al fondo, en una aula mucho menor, las pocas niñas a las que sus familias permitían asistir a las explicaciones de doña Petra, la mujer de don Pedro, que logró el concurso de maestra de la escuela de niñas cuando Ángela convenció a la Junta Local de Protección a la Infancia de Hulleras para que creara dicha plaza. Allí me juntaba con Bartolo, con Josillo y con el Gordo, que casi siempre estaba castigado con las niñas. Cuando mis amigos y yo nos peleábamos, ellos conjugaban con total desenvoltura todos los tiempos del verbo señoritear, y en eso Bartolo era un auténtico especialista. Aunque él sabía, y quizá los otros también, que la envidia circulaba en ambas direcciones. Ninguno de los juguetes que se apiñaban en el salón de los juegos era para mí comparable a una tarde con Bartolo, Josillo y el Gordo. Ni la noria de madera ni los soldados de plomo ni el tren a cuerda, ni siquiera la gran cometa con su dragón pintado o el velero de madera, podían competir con ellos. A los diez minutos ya estaba yo aburrido de ver al tren mareando pasajeros y escapaba en busca de aventuras más reales, sin mentiras de madera de por medio.

    Al pasar junto a Bartolo me dijo en un susurro: «Adiós, señoíco», y yo no pude evitar la tentación de devolverle la ofensa fingiéndome víctima de una zancadilla suya que casi me tira al suelo.

    —Bartolo, ¿qué haces?

    —¿Yo? Na…, don Pedro, qu’ha tropezao él solo.

    —Pero bueno, que no consiga yo que sepas multiplicar, pase, pero que me quieras tomar por idiota, ¡ni lo sueñes!

    Y entonces el maestro cogió al pobre Bartolo por las patillas y lo puso en el rincón. Daba lástima verlo aguantándose de las muñecas de don Pedro, danzando como una bailarina en puntas hasta la esquina. Una vez allí, se rascó su piel maltrecha y enrojecida mientras se hincaba de rodillas mirándome indignado e impotente. En el retrato, que me hicieron un rato después, aún distingo en mis ojos la culpabilidad que justo entonces comenzó a cincelar en mi espíritu una conciencia extraña a mi posición por nacimiento.

    Aquel día de 1907 me acosté temprano. Al no poder conciliar el sueño di mil vueltas al plan que habíamos preparado entre todos, Bartolo a la cabeza, por supuesto, y recordé que con tanto trajín no había dicho mis oraciones. Salí de la cama y, de rodillas, cotorreé las plegarias de la noche; al terminar, ya en la cama, recé verdaderamente: «Dios, te pido por papá y por mamá, por Clarita, por el abuelo y por Ángela, por Juanica, por Bartolo, Josillo, el Gordo y también por mí…, porque tengo mucho miedo». Soplé el quinqué, cerré los ojos y las olas me convencieron del inocuo placer del sueño.

    —¡Señoíco Carlos…! ¡Señoíco Carlos…! ¡Despierte!

    Juanica tenía una ternura despiadada al despertarme, mucho más eficaz que la de las demás sirvientas que, por respeto, no vociferaban mi nombre a los cuatro vientos. Juanica comenzaba a romper mi sueño desde el fondo de la escalera, con gritos afilados como cuchillas y cantos desafinados, pero que en su potencia debían de ser la envidia de sopranos y charlatanes. Esta vez no tuvo ningún problema para conseguir su objetivo; al primer grito suyo abrí los ojos, y al entrar Juanica ya estaba yo desnudándome.

    —Mare del amor hermoso, ¿qué trama mi señoíco…? Cinco años llevo en esta casa intentando despertalo, y hoy qu’es viernes me se despierta solo.

    —¿Está todavía mi abuelo?

    —A mí, o me cuenta lo que trama o me callo la boca como una muerta.

    Abrió la ventana y el día vomitó su luz en el interior. Me vestí yo solo para ganar tiempo: camisa blanca, pantalones marrones bombachos, calcetines que escondí para no ponérmelos, chaquetilla negra, una corbata oscura con detalles azul pizarra y zapatos de cuero con doble suela, y salvo por un par de botones cambiados tuve éxito en mi empeño. Juanica volvió a entrar en la habitación, contrapesando su abultada vida con la jofaina llena de agua, que vertió en el aguamanil sobre la pastilla de jabón presta para arrancar de mi piel el olor a noche.

    —Le traigo un mensaje d’ahí abajooo.

    Todas sus palabras se entremezclaban con los cánticos agudos y destemplados de un repertorio que no había cambiado en tres años, desde que fue a Almería con Ángela para ver a la gran Luisa Fernanda la de Faralaes en el teatro Apolo. Ese día, para mi pesar y el de todo el pueblo, Juanica descubrió la tonadilla:

    Buen caballero, no me asuste y no provoque mi corazón,

    que un buen mozuelo de tan alta estima no puede hablar si es de amorrr.

    Que las vecinas son muy cotiiillas y por un garbeo pueden decir

    que se me vio en el oscuro parque con un galante hablar de amorrr…

    A Juanica, que era gitana y oscura, le pesaba más el alma que el cuerpo, lo que era mucho pesar. Las tetas se le compensaban con el culo y, gracias a ese equilibrio de la madre naturaleza, Juanica podía andar. Por eso, al levantarse se inclinaba para aprovechar el lastre, daba un pequeño brinco y su cintura hacía de fulcro. De la misma manera, al sentarse, Juanica no doblaba primero las rodillas como todo el mundo, sino que se dejaba caer para atrás asustando a su propia sombra con el descomunal encuentro. Sus dedos eran cortos y rugosos como boniatos, y su cara, un mazapán de Navidad repleto de salud. Vivía apegada a las cocinas, de las que se surtía para saciar su hambre, y salvo para atendernos a Ángela o a mí, canturreaba su vida entre las cacerolas.

    —Venga, Juanica, abróchame bien la blusa y dime.

    —Dice su agüelo que tie que ir a despedirse de sus tías, y también del pare Liborio, y que no llegue tarde a comé que hoy vienen las monjicas de Santa Teresa y tamb…

    En mi lucha contra la toalla que me secaba hasta el aliento logré articular unas palabras.

    —¡¡¡Déjate de mi abuelo y dime!!!

    —To pa mí…, si despué se enteran de argo…, to pa mí…, abajo están Bartolo y los otros esperándolo p’hacer novillos, así que yo no sé na de na. ¡Ah!, y usté —sabía que odiaba cuando me hablaba como a mi abuelo— ha desayunao pa tos, incluía la señora, y yo lo dejé en la puerta de la escuela.

    La besé, seguro del efecto atenazante que esos besos tenían en ella, y la dejé haciendo sus cosas mientras desde lejos oía de nuevo la tonadilla de siempre. Bajé los escalones de tres en tres con la facilidad que la costumbre me había enseñado; di la espalda a la estatua, por si acaso; esquivé criadas, a don Justo, muebles desplazados para limpiar y los gatos de Ángela, y profundicé hacia las cocinas, en cuya puerta me esperaban mis amigos. En el camino cogí dos bollos de miel de los de doña Rosa. De puntillas pasé por detrás de ella, de Teresa y de María para evitar el seguro conflicto de mi etéreo desayuno, una misión fácil incluso para un ejército, pues un aura de risas, gritos y cuchicheos rodeaba a las tres mujeres que, sentadas en sillas de anea, troceaban verdura a la vez que balanceaban sus pesadas vidas torturando unos asientos que en su lenta agonía emitían un quejido de roces y crujidos. Salí al patio. Una mirada mezcla de alegría, complicidad e intriga se cruzó rápidamente entre nosotros. Por supuesto, miré primero a Bartolo.

    Cuánto quisiera saber explicar esa mirada. Imaginad los ojos fuertes y sabios de los abuelos cuando cuentan increíbles historias de piratas, o los de los niños al contemplar todo lo que los rodea con sus cuellos erectos y sus cabezas inquietas como las de las gallinas. Fijaos entonces en cómo sonríen a las cosas al descubrir en su ignorancia lo que los mayores en su necedad han dejado de valorar. Imaginad ojos de pasión, de amor, de vida y calor; retened la mirada de quien está roto por la tristeza pero es fuerte como el mar…; soñad con la mirada de Dios y ni aun así podréis llegar a figuraros unos ojos azules como aquellos. Bartolo era rubio de nacimiento y por contagio, pues al blanco de su piel, disimulado con los dorados del verano que le oscurecían el cuerpo y le enrojecían la nariz y las mejillas, se unía el pajizo de sus cejas y sus cabellos, que en cuanto despuntaba el verano, por finos que eran, no soportaban dos resoles sin chamuscarse, concediéndole un aspecto de esparto inerte que casaba bien con el entorno pero no con la mugre, a diferencia de nuestros sencillos castaños. Nunca le vi la nariz cubierta de piel, que se arrancaba a tiras nada más secarse, dejándole los rasurados la marca de su manía en una costra reincidente que duraba lo que tardaba el sol en volver a secársela. Don Felipe nos había contado que tanto rubio en Hulleras y tantos ojos verdes y azules no podían deberse sino a un asentamiento de escandinavos allá por los tiempos de Maricastaña; a eso o a un milagro de los de la madre naturaleza, inexplicable como todo lo suyo. Fuera como fuera, al rubio de Bartolo se unían el pelirrojo de Mariquilla la Panocha, el negro gitano de Josillo y mi castaño, una variedad de pelos y pieles que en nada favorecía al jugar a la olla.

    Josillo sonrió al mirarme y Jesús, al que llamábamos el Gordo, me arrebató los bollos de miel y de la misma se los metió en la boca, acostumbrada por lo que se ve a bocados más grandes, pues aún le quedó espacio para decir, entre migas que saltaban al aire desde su garganta:

    —O nof vamof ya o el Cafshimiro shale a buzcadno.

    Llamábamos Casimiro a don Pedro porque era medio tuerto de un ojo, que según él casi había perdido en África luchando contra los moros del Rif, aunque todos en el pueblo sabíamos, para su desgracia, que había sido cazando en Turre cuando era maestro allí.

    —Gordo, eres asqueroso comiendo y así no vas a podé corré —lo increpó Bartolo.

    Antes de partir recogí de un recoveco, detrás de las cantareras de la cocina, una bolsa que me guardé cuidadosamente en el cinturón y que oxidaba esperas. Estábamos en la parte de atrás de la casa, por donde se entraba a las cocinas, a los corrales y al establo, y como era viernes y había mercado, oíamos el trajín de viajantes y vendedores que ofrecían sus productos al viento: cántaros y alfarerías de Mojácar; jarapas de Níjar; telas traídas desde París para las señoras; lentes para los miopes; turrones y dulces de azúcar de Águilas; uvas y otras frutas de Ohanes; especias orientales y moras para la matanza; sombreros y corbatas para los caballeros; medicinas milagrosas que vociferaban los charlatanes para combatir la tuberculosis, la ictericia, la lepra y las temibles fiebres tifoideas, y así un sinfín de voces, regateos y troveros. No quisimos resistir la tentación y corrimos a la plaza en busca de Doroteo el Cagapapas, que trapicheaba con todo lo prohibido de este mundo a callandas de vistas ajenas pero a ojos de quienes supieran hurgar en silencio. Con solo una mirada, sin cruzar ni un suspiro, aquel gitano rechupado y negro, con el sombrero calado hasta las cejas y en la boca cualquier cosa que pudiera mordisquearse, te señalaba una caja o una maleta donde infaliblemente te esperaba lo que buscabas. A los anarquistas les llevaba propaganda con la que les envolvía tres arenques más secos que su cuerpo; a los noveles casaderos y presumidos del fornique, unos polvos para que se mantuvieran bien erguidos; a las viciosas del pueblo, aparatos lascivos que traía desde la China, y más de una vez lo vi dándole al padre Liborio un pan que vete tú a saber qué llevaba dentro. Cuando nos vio llegar, nos ofreció unos dulces de Loja a tres perras gordas, guardados en una caja con lazo y todo que no dudamos en comprar y abrir bajo uno de los carros que allí se apostaban, desnudando hilos de seda dulces para descubrir el almíbar de lo prohibido en retratos de damas con piernas y voluminosos pechos desnudos, retozando en difusas posturas que intentábamos comprender haciendo girar el papel, a saber dónde puñetas estaba el abajo y el encima de tanta carne al descubierto.

    —¿Tú crees que son de verdá? —me preguntó el Gordo con sus pupilas fijas en los retratos.

    —¡Qué blancas tienen las piernas!

    —Correr…, que he visto a mi mare —gritó Josillo.

    Atravesamos a todo meter la plaza y, cuando más orgullosos estábamos de nuestra vil hazaña, la voz del padre Liborio alcanzó bruscamente nuestros tímpanos al tiempo que a Bartolo lo enganchaba por el cuello.

    —¿Sabe tu abuelo que vas con estos golfos?

    —¡Suélteme! ¡Suélteme!

    —Tú te vienes conmigo a tu casa, que voy a hablar con tus padres y con el maestro escuela —gritó, y echó a andar con Bartolo a rastras calle arriba—. Ah, y di a esos dos que se han escondido que no los pille, que como los pille van a saber quién manda aquí. ¡Calla ya, coño, que no te suelto!

    —¡Déjelo, padre Liborio, que le hace daño!

    —¡¡¡No!!! Este se viene conmigo. Di a tu abuelo que más tarde iré a hablar con él y a cobrarle las misas de tus padres, Dios los tenga en su gloria para siempre. Por Dios que a ti te meto en cintura… ¡Calla! Dios, ayúdame a llevártelos a tu mesa.

    Como si del arcángel san Gabriel se tratara y nosotros fuéramos la serpiente del paraíso, nos apuntaba con su dedo de fuego para calmar las iras divinas, acusándonos de sus propias debilidades, castigándonos por no tener él ni una pizca de aquello que a nosotros nos sobraba. Por eso, en los ojos del padre Liborio se dibujaba la mirada de un juez resentido con el mundo; su rostro era el verdugo de sus sentencias y oculto bajo su sotana quedaba un cuerpo vacío de espíritu. Nadie quería al padre Liborio y en eso consistía la penitencia de su vida. Parecía imposible que de una cabeza tan pequeña saliera tanto grito, tres pelos en guerra naciendo de un garbanzo frito con lentes era toda su existencia cuello arriba; hacia abajo, Dios le había dado unas manos que para dar hostias eran una divinidad: las levantaba despacio y las bajaba fulminantes contra lo que le viniera en gana. Un día lo vi golpear a un muchacho que había dejado embarazada a una sin las debidas amonestaciones; a gritos de «¡Condenado!» lo corrió por toda la plaza, hasta que se pisó la sotana, cayó rodando y pidió entonces al pecador que lo ayudara a levantarse, como si la caída hubiera sido un lapsus en su interpretación del justiciero divino, y una vez en pie prosiguió impertérrito con el hostierío.

    Me acerqué cuando ya estaba de espaldas, le tiré de la sotana y le rogué

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1