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La huida: Circulos, #4
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La huida: Circulos, #4
Libro electrónico176 páginas2 horas

La huida: Circulos, #4

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Un amor que vuelve a nacer y una lucha desesperada por sobrevivir en Black Hills.

Mason Arquette es brusco y suele causar malas impresiones. Riece Burrell no se conecta bien con los demás, necesita de su rutina y ve a Mason tal como es en realidad. Cuando se conocieron, las chispas volaron y el amor floreció. Mason pensó que había encontrado al hombre con el que pasaría el resto de su vida hasta que Riece terminó abruptamente su relación.

Varios años después, Mason y Riece se reencuentran. Riece consigue un trabajo como fotógrafo del Servicio Forestal de Estados Unidos y Mason es ahora un guardabosques asignado para guiarlo por Black Hills de Dakota del Sur y Wyoming. Ambos lamentaron que su relación haya terminado y ahora tienen una segunda oportunidad en el amor que compartieron.

Nada es fácil.

Justo cuando Mason y Riece comienzan a resolver sus problemas y a unirse nuevamente, se encuentran siendo presa de personas que cazan humanos. En una carrera desesperada por sus vidas, tienen que depender el uno del otro como nunca antes, lo que significa dar un gran paso fuera de sus zonas de confort personales. ¿Podrán trabajar juntos, sobrevivir y reavivar su amor?

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 abr 2024
ISBN9781667473543
La huida: Circulos, #4

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    La huida - Elizabeth Noble

    Reconocimientos

    Me gustaría expresar mi gratitud a mis amigos y a mis admirables lectores beta. A Terry, Ann, Lisa y Anne; por su ayuda y apoyo. TL Bland diseñó una portada espectacular que queda perfecta para la historia; y como es habitual, muchas gracias a mis lectores.

    Nota del autor

    Gone Away es un término usado en la caza de zorros. Un zorro «ha huido» cuando abandona su madriguera escapando de una amenaza.

    Cada vida es un círculo

    Capítulo 1

    Mason Arquette siempre sería el primero en marcharse. No es que Riece Burrell nunca hubiera reflexionado sobre Mason o el hecho de que se había ido. No experimentó ni un ápice de preocupación al ver el avión aterrizar y dirigirse a la zona de equipaje. Después de tomar la primera maleta que salió rodando por la cinta transportadora, la colocó entre sus piernas mientras esperaba por la segunda. Se colgó el estuche de la cámara y el maletín del portátil en los hombros, dificultándole maniobrar con las maletas más grandes.

    Ignoró por completo la amplia sonrisa de Mason, su actitud engreída y su confianza desbordante. Riece solía asociar a Mason con el término hombre de la montaña. Aunque la última vez que lo vio no llevaba barba, lo que le fascinó y frustró durante sus breves años juntos fue su cuerpo ágil, sus brazos musculosos y su rápido intelecto. En ese momento, le habrían venido bien sus músculos ya que las bolsas eran pesadas y cargarlas resultaba difícil.

    Después de caminar sin rumbo fijo, llegaría al punto donde, con suerte, encontraría un taxi o algún autobús esperándolo. Se detuvo para observar a su alrededor. En primer lugar, se concentró en seleccionar el vuelo adecuado, asegurándose de que coincidiera con horarios cómodos tanto en la partida como en la llegada. Abordó cada decisión con minuciosidad al asignar su asiento, una tarea que exigía una atención meticulosa. Todas estas elecciones parecían conspirar en contra de Riece, y para colmo, se había olvidado por completo del transporte desde el aeropuerto hasta su lugar de alojamiento.

    La ironía de la situación radicaba en que Riece sobresalía en los detalles. Aseguró su posición como fotógrafo en el Servicio del Parque Nacional de los Estados Unidos gracias a su meticulosidad. No pasó por alto en absoluto el hecho de que Mason Arquette fuera su guía y compañero en las tierras salvajes de Colinas Negras. Era como si el universo conspirara para que nunca lo pudiera olvidar.

    El Aeropuerto Internacional Billings Logan se extendía inmenso, ofreciendo una vista que parecía sacada de una postal. Riece había dedicado un tiempo considerable a investigar los aeropuertos de llegada y las aerolíneas que utilizaría. A diferencia de algunos que optarían por el aeropuerto más cercano, Riece no lo hizo. Aunque el de Rapid City quedaba más cerca, Billings le resultaba más atractivo por las comodidades que ofrecía. El sitio web de la aerolínea seleccionada resultaba más fácil de usar y, además, proporcionaba más opciones de itinerarios hacia Billings. También consideró la posibilidad de que su trayecto de Billings a Custer le brindaría la oportunidad de explorar la zona sin la presión de considerarlo como parte de su trabajo. A veces, ser un turista beneficiaba profesionalmente a un fotógrafo, y él pensó que esta podría ser una de esas oportunidades.

    Esto le hizo recordar que no sabía cómo llegar a Custer. Sin embargo, estaba seguro de que encontraría a otras personas viajando hacia Dakota del Sur. Aunque, era probable que muchas de esas personas hubieran alquilado vehículos o contaran con alguien que los recogiera.

    Riece no conducía. Si surgía la necesidad, suponía que podía hacerlo, ya que tenía los conocimientos necesarios, aunque nunca los había puesto en práctica ni había tramitado su licencia. Se detuvo cerca de la salida y observó su entorno. Había quioscos y mostradores de alquiler de autos, así como servicios de traslado hacia Billings y sus alrededores. Hombres y mujeres sostenían carteles con nombres escritos a mano, mientras otros repartían cupones de servicios de transporte, restaurantes y tintorerías.

    Todo fluía de manera abrumadora desde todas las direcciones, impidiéndole pensar con claridad, así que no lo hizo. Se quedó en medio de esa bulliciosa sección del aeropuerto con la mirada en el suelo. Había aprendido hace tiempo que al filtrar parte del ruido y las imágenes que lo rodeaban, podía pensar con mayor lucidez y tomar mejores decisiones. Rebuscó en la bolsa de la cámara hasta encontrar su teléfono y los auriculares. Se los puso y reprodujo música para aislarse del mundo y pensar en cómo solucionar sus problemas.

    Un taxi. Necesitaba un taxi. Respiró hondo e hizo unos rápidos cálculos mentales para estimar cuánto costaría llegar desde Billings, Montana hasta el Jewel Cave National Monument. Saldría caro, pero su otra opción era llamar a su nueva jefa y decirle que llegaría tarde y solicitar que le organizara un transporte. También pensó en pedirle que enviara a alguien para recogerlo.

    Algo para nada embarazoso.

    «No tuviste en cuenta el transporte del aeropuerto al hotel, ¿verdad? Apuesto que se te olvidó prender tu celular después de aterrizar y por eso no viste mi mensaje.»

    A Riece le dio un vuelco el corazón. Se mordió el labio y aguantó la respiración por un momento. Siguió mirando al suelo antes de acordarse de levantar la vista y echar un vistazo al aeropuerto, sin fijarse en nada en particular.

    —Hola —Mason rio.

    —Hola, tú.

    Mason siempre solía pensar que Riece era gracioso, incluso cuando no intentaba serlo.

    —Mírame, Riece —pidió gentil.

    Teniendo en cuenta que Mason es de origen indígena, Riece se topó con unos llamativos y poco comunes ojos azules, pelo negro como el carbón y la misma sonrisa que recordaba. Muchos consideraban que su actitud arrogante era irritante y su autoconfianza de dominante. A menudo le decían imbécil, o algo parecido. Para Riece, aquellas cualidades de Mason fueron, por un tiempo, un refugio para su tormentosa vida.

    —Viniste a recogerme —dijo Riece.

    —No... Estaba paseando por el aeropuerto y te vi. Fue algo totalmente fortuito —dijo Mason con una cara tan seria que Riece casi le creyó. Mason cogió las dos maletas de su amigo, sostuvo una bajo el brazo y agarró la otra por el asa.

    —Custer está a seis horas de aquí —dijo Riece —. Fuiste muy amable. No diré nada.

    Mason levantó el puño.

    —Gracias —respondió.

    Riece cerró el puño y golpeó con suavidad la mano de Mason.

    —¿Tienes una habitación en un hotel?

    Riece asintió.

    —Si. El check-ing es dentro de... —miró la hora en su reloj, cerró los ojos unos segundos y respiró hondo—: dos horas. —Le hizo una media sonrisa rascándose la nuca—. Parece que calculé mal el tiempo de mi viaje.

    —Parece que sí. —Mason fue directo a la salida—. Me estacioné por este lado. ¿Qué te parece si cancelas tu reserva desde mi Jeep? Conozco un lugar donde podemos pasar la noche a unas horas de aquí.

    Riece encendió su teléfono y lo sostuvo, pero no llamó.

    —Debería ir al hotel para estar listo para trabajar el lunes.

    Mason lo miró de reojo mientras caminaban y resopló.

    —Acabo de manejar unas cuantas horas para recogerte. Estoy cansado y con hambre.

    —Siempre tienes hambre. —Riece se detuvo en la entrada del estacionamiento—. ¿Por dónde vamos?

    —Por acá.

    —También tengo hambre. La comida del avión estuvo... cuestionable —dijo Riece.

    Mason rio. Riece se dio cuenta que echaba de menos ese sonido enérgico.

    —Apuesto a que sí —dijo Mason.

    —¿Cuantas habitaciones?

    —¿Qué? —preguntó Mason.

    —Donde vamos a parar, ¿cuántas habitaciones? —Riece no estaba seguro de si quería que Mason respondiera que una o dos.

    —¿En todo el lugar? No tengo idea. Pero tengo un amigo que maneja un camión donde distribuye cerveza y también trabaja en un bar de allí. La mejor comida de toda la región. Es parte de una pequeña posada. Reservé un par de noches ahí. Una habitación para ti y una para mí.

    Mason se detuvo junto a su auto todoterreno. La carrocería era naranja fuego y estaba salpicado de barro. El auto pitó cuando Mason accionó el control remoto para abrirlo. Guardó el equipaje de Riece en el asiento trasero. Riece rodeó lentamente la parte trasera del Jeep, pasando sus dedos por la pintura mientras se alejaba hacia el otro lado.

    —Muy bonito—dijo Riece y abrió la puerta del copiloto.

    En el asiento había una cajita blanca con letras doradas con el nombre de una tienda de la que Riece nunca había escuchado hablar. Sobre ella tenía escrito en letras negras y gruesas y con la caligrafía de Mason: «Riece».

    Cogió la caja en silencio y la sostuvo con cuidado mientras subía al asiento, la dejó en el suelo solo el tiempo suficiente mientras se abrochaba el cinturón. Mason se colocó tras el volante y arrancó el Jeep, miró a Riece mientras ponía el auto en marcha, conduciendo hacia la carretera.

    —Un pequeño regalo de bienvenida a Dakota del Sur —explicó Mason.

    Riece frunció el ceño y miró por la ventana.

    —Pero estamos en Montana.

    —No por mucho tiempo, además, trabajaremos en Dakota del Sur.

    —Trabajaremos en Colinas Negras. Esa cordillera tiene aproximadamente doscientos kilómetros de largo y cien kilómetros de ancho, cubriendo no solo el oeste de Dakota del Sur, sino también el este de Wyoming —afirmó Riece.

    —Suenas como un folleto de viajes parlante. —Mason suspiró y negó con la cabeza—. Viví en Dakota del Sur. La oficina con la que trabajaremos está allá. Supongo que vivirás allá también.

    —No estamos en Dakota del Sur —le recordó Riece.

    —Por qué no te metes cuatro o cinco de esos caramelos en la boca —refunfuñó Mason—. A ti que te gustan los taffys de sal marina, conozco un sitio increíble que vende esos caramelos. Pensé que te gustaría. ¿No puedes tan solo, por una vez, dar las gracias, disfrutar de tu regalo y no ponerte exigente con detalles sin sentido? —Estabilizó el volante con las palmas de las manos, estiró los dedos y luego los enroscó de nuevo.

    —Discúlpame. No te he visto en mucho tiempo y lo primero que hago es hacerte sentir mal —dijo Riece con suavidad.

    Mason cogió la mano de Riece y la sostuvo sin apretarla. Un gesto bastante íntimo y que era habitual entre ellos.

    —No me hiciste sentir mal. A veces me sacas de quicio, la mayoría de las veces, pero lo que dices casi nunca es hiriente. Sé que no es así. —Soltó la mano de Riece para ponerla en el volante.

    —Tengo que manejar.

    También era la verdad. Riece lo sabía a la perfección. Sabía que no sabía expresarse y Mason tenía alguna forma innata de reconocer, y aún más importante, de aceptar esos rasgos en Riece. Tal vez no era muy diferente a la forma en que Riece podía ver más allá de la imagen que todos tenían de Mason: alguien tosco y a veces desagradable, para descubrir la verdadera persona que se encontraba detrás.

    —¿Quieres uno?

    Riece desenvolvió uno de un sabor que sabía que le gustaba a él. Mason extendió el brazo.

    —Sí. Ahora llama y cancela la reserva de tu hotel.

    Riece sonrió y asintió. Le tomó unos minutos hacerlo y luego se puso el teléfono en las piernas. Mason señalo el tablero.

    —Aquí puedes conectar tu teléfono, ¿qué tal si pones música para el viaje? También tengo los CD que grabaste, si prefieres. Están en la guantera.

    —¿Todavía los tienes? No pensé que te gustara mi música.

    Conectó su teléfono y escogió un playlist.

    —Si, claro que me los quedé. Llegaremos al sitio de mi amigo en unas horas. Puedes echarte una siesta si quieres. —Sacó un tríptico de la visera y se lo arrojó a las piernas—. Ahí tienes, eso responderá tus próximas cinco o seis preguntas.

    Riece sonrió y abrió el folleto. Mason se echó hacia atrás y apoyó el codo en la puerta, sonriendo.

    —Está cerca de la Torre del Diablo. Me gusta el nombre, Big Rock Inn.

    —La Torre del Diablo es una visita obligada —dijo Mason—. Te gustará, y ya que ahora eres un fotógrafo oficial de tierras federales, tal vez puedas conseguir unas buenas fotos. Tyler es un buen tipo, y la comida allí es genial.

    Riece tardó unos segundos en comprender lo que decía Mason, ya que tendía a saltar de un tema al otro.

    —¿Como está tu papá? —preguntó

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