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Solo había una pequeña dificultad: tenía que escribir como un hombre.
Eso no fue un problema, hasta que empezó a recibir cartas de un atractivo abogado, Ben Taylor. Él pensaba que necesitaba una charla de hombre a hombre, pero Rosie sabía que lo que necesitaba era una mujer…
Colleen Collins
Colleen Collins’s novels have placed first in the Colorado Gold, Romancing the Rockies and Top of the Peak contests, and placed in the finals for the Holt Medallion, Award of Excellence, More than Magic and Romance Writers of America RITA contests. After graduating with honors from the University of California Santa Barbara, Colleen worked as a film production assistant, improv comic, technical writer/editor and private investigator. All these experiences play into her writing.
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Huida hacia el deseo - Colleen Collins
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2000 Colleen Collins
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Huida hacia el deseo, n.º 1014 - septiembre 2019
Título original: She’S Got Mail!
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1328-431-6
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
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Capítulo Uno
La madre de Rosalind Myers siempre decía que Rosie, como la llamaba todo el mundo, llegaría tarde incluso a su propio funeral.
Rosie trató de evitar tan mórbido pensamiento y tomó la curva a toda velocidad.
No habría problema. Gracias a la plaza de aparcamiento que había alquilado, lograría llegar a tiempo a trabajar aquella mañana de junio.
Se comió las migas que le quedaban del desayuno, consistente en un bollo que había devorado entre la avenida Michigan y la calle State, y miró el reloj de plástico que llevaba en el salpicadero. Ya pasaban un par de minutos de las ocho.
Quizás debía apresurarse un poco. A las ocho y cuarto ya estaría con el bolígrafo en la mano insertando comas, eso como muy tarde.
De pronto, un bache hizo que los bajos del coche sonaran sospechosamente. Escuchó atentamente por si algo se había desprendido. Nada. Por suerte, no estaba dañado, lo cual agradecía, pues no estaba en situación de gastar ni un centavo en la reparación de su coche.
Continuó en dirección al elegantísimo edificio Loop. Detrás estaba su plaza de aparcamiento, un pequeño hogar lejos de su hogar.
«Hogar». Dentro de ella algo se removió y pensó en su lugar natal, la granja de Colby, Kansas, donde había vivido toda la vida antes de trasladarse a Chicago hacía siete meses. A través del parabrisas observó el cielo sucio de la ciudad y se preguntó en qué punto del camino el aire puro de Kansas se transformaba en aquello, en qué momento, los campos de trigo se convertían en calles llenas de coches.
Entró en el aparcamiento y se dirigió directa hacia su sitio.
Frenazo.
¡Alguien había aparcado en su plaza!
Parpadeó, agarró el volante con fuerza, sorprendida aún de no haberse estampado contra el BMW negro que le había usurpado su aparcamiento. Todavía temblorosa por el susto del frenazo y furiosa con el intruso, echó marcha atrás, detuvo el coche y salió.
Metió los pies de lleno en el charco de agua sucia que había en el suelo. Parte del lodo le salpicó las medias y la falda. Iba a llegar tarde y Teresa no se iba a creer su excusa por muy cierta que fuera. Tendría que aparcar varias manzanas más abajo y, definitivamente, se habría pasado en mucho la hora de entrada.
Miró al BMW y se aproximó a él para observarlo con más detenimiento. Sobre el asiento había un libro de leyes.
Tenía que ser alguien del mismo edificio que el suyo. La revista Hombre, para la que ella trabajaba, ocupaba los dos primeros pisos. En el tercero, había un corredor de bolsa, una economista y, si no recordaba más, un abogado.
–¡Te tengo! –pensó, orgullosa de su deducción.
Iba a llegar realmente tarde, porque encontrar un sitio donde aparcar era prácticamente imposible. Pero, además, se iba a tomar unos minutos más para hacerle una pequeña visita al abogado de la tercera planta.
Sonó una estridente bocina detrás de ella.
Rosie se volvió y vio un pequeño camión detrás de su coche. Un brazo peludo y lleno de tatuajes se agitó impaciente por la ventanilla.
–¡Señorita! ¿Ese coche es suyo? –dijo el conductor, con una voz aún más velluda que su brazo.
Los hombres eran incapaces de arreglárselas cuando se les presentaba el más mínimo inconveniente.
–Sí –respondió ella, con esa actitud que solía usar en su adolescencia cuando su hermano mayor se ponía chulo con ella. Adoptar la personalidad de una diosa griega le daría fuerza.
Claro que Rosie era mucho mejor en el arte de correr que en el de pelear, así que se decidió por Artemisa, se metió a toda prisa en el coche y arrancó, levantando un impertinente dedo corazón para despedirse del camionero que aguardaba detrás.
–Buenos días –una mano llena de uñas de color naranja precedió a una cabeza con labios también naranja, que se asomaba tímidamente por la puerta de la oficina de Benjamin Taylor.
Ben agarró la taza de café y dio un buen sorbo, para poder enfrentrarse a la mujer que estaba a punto de entrar en su oficina: su ex esposa, Meredith.
Llevaba nuevo pintalabios y nuevas uñas, señal casi inequívoca de una ruptura con su último novio, Dexter-no-sé-qué-más.
Y Meredith no hacía sino repetir lo que siempre hacía: recurrir a su ex esposo, el que siempre estaba allí cuando lo necesitaba.
–¿No me dices buenos días? –preguntó ella con un puchero.
–Buenos días –farfulló él, somnoliento, mientras pensaba, «por favor, que no se le ocurra depositar ningún beso en parte alguna de mi fisonomía con esos repugnantes labios».
–Eso está mejor –dijo ella.
Por fin, el resto de Meredith hizo acto de presencia en la oficina. Iba vestida con un quimono naranja, verde y azul de satén, que no tenía mucho sentido. Aquel era el típico cambio de imagen que ella adoptaba cuando la dejaba algún novio.
Meredith señaló la esquina del despacho.
–He visto una lámpara increíble, que iría perfecta ahí.
Ben se tensó. Siempre ocurría lo mismo. Cuando se sentía abandonada, la tomaba con su oficina. Meredith era decoradora de interiores y tenía suficiente dinero como para malgastarlo en cosas así. Pero su afán por redecorar la oficina la llevaba a iniciar trabajos que siempre dejaba a medias en cuanto aparecía un nuevo amante.
–Deja la lámpara que hay donde está –dijo Ben.
Ella parpadeó compungida.
–De acuerdo, la lámpara se queda donde está –volvió a parpadear–. Nunca me habías hablado en ese tono.
Miró a Meredith y recordó que aquella mujer tenía el corazón partido y que debía tratarla bien.
–Todavía no he ingerido suficiente café.
–¿Te gusta mi pelo? –preguntó ella directamente.
Ya había empezado a echar de menos la pregunta. Trató de no mirarla con demasiado desconcierto.
–¿Qué es eso que llevas en la cabeza?
–Palillos. Palillos chinos.
¿Palillos de comer?
–Es muy… sofisticado –dijo él. Aquel extraño moño parecía un nido para pájaros, pero sabía que eso, mejor, no se lo debía decir.
Notó las sombras oscuras que rodeaban sus ojos y se compadeció de ella. A pesar del tumultuoso divorcio que habían tenido y de que solo recurría a él cuando tenía una decepción amorosa, Ben no podía herirla. Estaba claro que Meredith estaba de luto.
–Sí, claro, tu pelo está… bien –le dijo.
–¿Bien? ¿Eso es todo lo que se te ocurre?
–Bueno… está bien y está marrón.
Por suerte o por desgracia, en aquel instante se oyó en la habitación otra voz femenina.
–¡Meredith! –era Heather, que se lanzó como una loca a abrazar a Meredith–. ¡Cambio de imagen! Estás estupenda.
Meredith sonrió, sin duda complacida por la inesperada avalancha de cumplidos.
–Gracias. Tenía ganas de probar algo nuevo.
Heather la miró con compasión.
–Has roto con Dexter, ¿verdad?
Meredith hizo otro puchero. Los labios le temblaron y, por fin, se lanzó a llorar en brazos de Heather.
Heather miraba a Ben inquisitorialmente.
–¿No tienes nada que decir? –le preguntó.
–Sí, que has llegado tarde.
Ella lo miró con impaciencia.
–No a mí, sino a ella.
–Su pelo está bien y está marrón, pero siguen siendo casi las nueve y llegas tarde.
Heather juró entre dientes, mientras oía que Meredith decía algo sobre Dexter.
Ben miró a las dos y pensó que tenía ex mujeres suficientes como para poner un museo. A sus treinta y seis años ya no estaba para tener ninguna más. Prefería la compañía masculina. Donde estuviera una noche en la bolera, tomando cerveza, que se quitara todo. Aunque debía reconocer que él prefería el vino y el ajedrez, un pasatiempo que había compartido en el pasado con su amigo Matt, antes de que se enamorara y se marchara a California.
Desde entonces, lo más cerca que había estado Ben de una conversación entre hombres había sido a través de la revista Hombre, en su columna «Un hombre de verdad responde a preguntas de verdad». Allí se respondía a todo tipo de preguntas masculinas.
Cuando no tenía clientes en el despacho, mataba el tiempo leyendo aquella revista, que le pedía a Heather que escondiera en cuanto alguien entraba. No le parecía que diera buena imagen.
Heather, que todavía estaba consolando a Meredith, lo devolvió al presente.
–¡Está herida!
Él se encogió de hombros.
–Yo también. La vida es así.
Hacía dos años que había
