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América, América: Viaje por California y el Far West
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América, América: Viaje por California y el Far West
Libro electrónico317 páginas7 horas

América, América: Viaje por California y el Far West

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Xavier Moret parte hacia Estados Unidos a la búsqueda de algunos de sus mitos de juventud: la cultura beat, los hippies californianos, los grandes escenarios de las películas del Oeste. Debía haber sospechado que sus gustos musicales y culturales iban a chocar frontalmente con los de las jóvenes adolescentes que viajan en el asiento trasero del coche: su hija y una amiga.
América, América es una road movie literaria, en la que los elementos clásicos de la cultura estadounidense como gasolineras polvorientas, moteles astrosos, casinos deslumbrantes o comida-basura van tejiendo complicidades entre dos maneras de ver el mundo, la de un cuarentón y unas quinceañeras. Por primera vez en formato digital, con enlaces a Internet de todas las canciones y conciertos que se citan en el texto.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 mar 2013
ISBN9788415563327
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    América, América - Xavier Moret

    AMÉRICA, AMÉRICA

    Viaje por California y el Far West

    Xavier Moret

    SUMARIO

    CAPÍTULO 1

    Flores en el pelo

    CAPÍTULO 2

    Beat Generation

    CAPÍTULO 3

    El halcón maltés

    CAPÍTULO 4

    La cosa hippy

    CAPÍTULO 5

    Golden Gate y Berkeley

    CAPÍTULO 6

    Millas y moteles

    CAPÍTULO 7

    Fiebre del oro

    CAPÍTULO 8

    Lone Pine

    CAPÍTULO 9

    El Valle de la Muerte

    CAPÍTULO 10

    Rumbo a Las Vegas

    CAPÍTULO 11

    ¡Oh, Las Vegas!

    CAPÍTULO 12

    Rodeo

    CAPÍTULO 13

    Monument Valley

    CAPÍTULO 14

    Indios

    CAPÍTULO 15

    Route 66

    CAPÍTULO 16

    Meteor Crater

    CAPÍTULO 17

    Gran Cañón

    CAPÍTULO 18

    Sedona, capital del New Age

    CAPÍTULO 19

    Wal-Mart

    CAPÍTULO 20

    Delgadillo

    CAPÍTULO 21

    El desierto de Mojave

    CAPÍTULO 22

    L.A.

    CAPÍTULO 23

    Universal Studios

    CAPÍTULO 24

    Santa Mónica y Venice

    CAPÍTULO 25

    Beach Boys

    CAPÍTULO 26

    Madonna Inn

    CAPÍTULO 27

    Ciudadano Hearst

    CAPÍTULO 28

    Big Sur

    CAPÍTULO 29

    Carmel

    CAPÍTULO 30

    Monterrey: Groovy!

    CAPÍTULO 31

    Adiós, América

    EL OTRO VIAJE: LIBROS, DISCOS Y PELÍCULAS

    Guías ECOS

    MAPA DEL ITINERARIO

    CAPÍTULO 1

    Flores en el pelo

    Que San Francisco es una ciudad diferente queda claro desde el primer control de la aduana. Los policías no llevan flores en el pelo, pero casi. Sonríen. Y no solo eso, sino que te dirigen frases amables y se excusan cuando hacen preguntas demasiado incisivas. Nada que ver con la agresividad de Nueva York, donde las colas se eternizan y donde los policías te tratan como si fueras sospechoso de haber matado a Kennedy o de intentar introducir una bomba nuclear en el país. O de ambas cosas.

    Mientras formamos una cola civilizada y sonriente para cumplir con los trámites de la aduana, me viene a la memoria una canción de la década de 1960, San Francisco. La cantaba Scott MacKenzie y decía:

    If you 're going to San Francisco

    Be sure to wear some flowers on your hair

    If you 're going to San Francisco

    You 're gonna meet some gentle people there... ¹

    Todo muy hippy, por supuesto, muy de finales de 1960. Flores en el pelo, gente encantadora ...

    –¡Estás cantando! –me advierte mi hija María. Mejor dicho: me lo echa en cara con una pose de adolescente cabreada con el mundo.

    Intento negarlo, pero la evidencia se acaba imponiendo, sobre todo cuando, después de subrayar que desafinabas, como siempre, María tararea una sintonía muy parecida a la cancioncilla de McKenzie. Observo de reojo a mis otras dos compañeras de viaje: Teresa, mi mujer, y Nuria, una amiga de María. Por suerte no me han oído. Es terrible: te documentas a fondo antes de emprender un viaje, lees libros im-pres-cin-di-bles, escuchas la música adecuada, repasas las películas que mejor captan el ambiente de California ... y todo para acabar entrando en el país con un hit tópico y caducado en los labios.

    Conecto la máquina de la memoria. Yo estudiaba bachillerato a finales de 1960 y escuchaba a menudo San Francisco. La educación sentimental, así la llaman, una educación que cada vez va más acompañada de una banda sonora made in USA, como si las multinacionales compraran los derechos de las piezas cuando nacemos y nos fueran marcando los cambios de edad con discos adaptados a la ocasión. Yo estudiaba e intentaba dejarme el pelo largo. Sin flores, pero largo. Tal vez fue entonces la primera vez que oí hablar de San Francisco. O por lo menos la primera vez que tuve ganas de ir. Leía cosas sobre los hippies, el amor libre, la contracultura, Berkeley, la psicodelia ... Lo cierto es que no entendía muy bien en qué consistía todo aquello, quizás porque la censura franquista filtraba los hechos degenerados con cuentagotas, pero estaba claro que algo estaba pasando en California, muy lejos.

    If you come to San Francisco 

    Summertime will be a love-in there ... ²

    Llegamos a San Francisco a principios de julio de 1998, pero es evidente que el famoso Summer of Love –¡El Verano del Amor!– queda muy lejos. Han pasado treinta años desde que los hippies convirtieron San Francisco en ciudad-bandera del amor libre, de los colores, de la psicodelia y de las flores en el pelo. O sea, que llego por lo menos con treinta años de retraso.

    El taxista que nos lleva hacia el centro es un mexicano que también se apunta al gremio de gente encantadora, sector sin flores en el pelo. Tiene un coche desvencijado y solo habla de deportes. Para él, San Francisco es una ciudad importante porque tiene a los Giants y a los 49ers.

    –¿Tienen equipo de fútbol? –interviene María. Estos días se está jugando en Francia el Mundial y lamenta perdérselo. –¿Soccer? –el taxista encoge los ojos y suelta una carcajada–. Aquí no interesa. ¿Qué deporte es ese en el que pueden quedar 0 a 0 tras dos horas de juego?

    Convencido de que las opiniones de taxista son siempre un material a tener en cuenta (que les pregunten a los corresponsales de prensa), saco el tema del San Francisco turístico y le pregunto al mexicano qué opinión tiene de la ciudad. El hombre se rasca la cabeza y, después de pensarlo un buen rato, expone sus conclusiones:

    –Es una ciudad ... grande. –¿Grande? –Sí –se toma un tiempo–. Eso ... grande.

    Teresa y yo nos miramos, convencidos de la trascendencia de la palabra. Cuando volvamos a Barcelona y los amigos nos pregunten cómo es San Francisco, ya sabemos lo que hay que responder: Es una ciudad... grande. Al cabo de unos minutos, consciente de su definición minimalista, el taxista amplía la información.

    –Nunca entenderé por qué edificaron la ciudad en un lugar donde hay colinas... ¡Hay más de cuarenta! A quién se le ocurre... Yo me estoy haciendo una casita y lo primero que procuré es que el terreno fuera llano... Resulta más barato. Parece una observación lógica, pero es obvio que una ciudad amenazada constantemente por terremotos no puede aspirar a sostenerse con criterios lógicos.

    Escepticismos de taxista al margen, la aproximación a San Francisco tiene algo de ritual iniciático. Si en este mismo momento me preguntaran si he estado antes aquí, la respuesta correcta sería: Físicamente, no. O, lo que es lo mismo: Mentalmente, sí. No, no me refiero a viajes astrales ni psicodélicos, pero dicen que California, más que un estado, es un estado mental, y es desde este punto de vista que siento como si ya lo hubiera visitado. Por los ecos que despierta. Un viaje por los EE UU está forzosamente lleno de referencias al mundo de la música, al del cine y al de los libros.

    Llevamos tantos años mamando cultura americana que a la que te das una vuelta por el país no paran de asaltarte flashes culturales de todo tipo. Llegas a San Francisco y te extasías con la ciudad de postal, como todo el mundo, pero también te vienen a la memoria los escritores de la Beat Generation, los hippies, y películas como Vértigo de Hitchcock, ¿Qué me pasa, doctor?, de Peter Bodganovich y Sueños de un seductor, de Woody Allen. Puestos en plan catastrofista, la lista se amplía con San Francisco, de Clark Gable y, si pensamos en persecuciones de coches, la memoria selecciona dos títulos: Bullit y Las calles de San Francisco.

    –Y Sra. Doubtfire, apunta María.

    En fin, que cada generación aguante a sus mitos, si es que Robin Williams disfrazado de mujer tetuda puede aspirar a ser un mito consistente.

    El paisaje de la ciudad –espléndido desde el primer Momento– comporta una banda sonora propia, con los Grateful Dead y Santana o con Otis Redding cantando Sitting on the dock of the bay a la sombra del Golden Gate. O con Scott McKenzie y su San Francisco... O, como dice María, con Chris Isaak y San Francisco Days.

    La ciudad entra bien desde el primer momento. Tal vez por lo del estado mental..., pero también porque el escenario es perfecto: con el Pacífico a un lado y la bahía al otro. Cuando llegas desde el aeropuerto, el paisaje es más bien seco y pelado, con una sucesión de colinas redondeadas y estallidos esporádicos de vegetación a los lados de la autopista. Palmeras, sobre todo. Las casas, en su mayoría bajas y blancas, recuerdan el Mediterráneo en algunos momentos –Grecia, quizás–, hasta que aumenta la densidad y comienza la ciudad de verdad, con rascacielos en el centro, puentes a ambos lados y colinas cubiertas de casas. –Es... grande– repite el taxista.

    Pues sí es grande, por supuesto, pero es mucho más que eso. A los pocos minutos te das cuenta de que San Francisco es una ciudad acogedora, con calles anchas de casas bajas, sin demasiado tráfico, con una luz especial y con una personalidad muy acentuada. La versión encantadora de la ciudad americana, en definitiva.

    El taxista nos deja ante el hotel –céntrico, más viejo que antiguo, encajonado entre dos fast food– y se despide con una sonrisa de oreja a oreja que, a pesar de todo, no convence a María.

    –Era un inútil– concluye con desprecio cuando él se aleja.

    –Pues yo lo he encontrado simpático– opina Teresa.

    –Pero, ¿qué dices?–se indigna María–. ¿Qué puede esperarse de alguien que se carga el fútbol como él?

    Entro en el hotel arrastrando la maleta y silbando San Francisco. El recepcionista me mira y sonríe. Teresa también. María y Nuria me censuran con la mirada. Seguro que hay maneras más dignas de entrar en una ciudad, pero qué le vamos a hacer. La memoria, a veces, te la juega.

    CAPÍTULO 2

    Beat Generation

    –¿Por qué no vamos en tranvía hasta el puente de Padres forzosos?– propone María.

    Repaso la ciudad con la memoria. Hay un Golden Gate y un Bay Bridge, pero estoy seguro de que no hay ningún puente con ese nombre tan extraño en San Francisco.

    –Es este– Nuria señala una foto del Golden Gate en una guía.

    –¿Y cómo lo habéis llamado?

    -El puente de Padres forzosos.

    –¿Y qué es eso?

    –Una serie de la tele –aclara María con un gesto cansado que indica que los padres nunca saben nada–. Pasa en San Francisco y siempre empieza con una imagen de este puente.

    Considero que es una trivialización indigna llamar así al Golden Gate, pero la cosa empeora cuando, dándoselas de experta, María añade que también se lo conoce como Puente Mapfre, ya que sale uno muy parecido en el anuncio de esa compañía de seguros. La educación sentimental de las adolescentes, por lo visto, se encuentra a años luz de la mía. Donde yo veo una novela de Vikram Seth sobre los yuppies de San Francisco – The Golden Gate-, o una escena de Vértigo o la canción de Otis Redding ellas tan solo ven anuncios y series. Televisión, en definitiva.

    Salimos a la calle con el itinerario planeado –pertrechados de un exceso de mapas y guías– y no tardamos en llegar a la puerta de Chinatown, en la esquina de Grant y Bush Street. Es una puerta china –con tejas verdes y dragones dorados en la parte superior–, como corresponde a un barrio donde todos los letreros, incluso los de McDonald's, están en chino y en el que viven más de 20.000 chinos. Empezaron a llegar a California en el siglo XIX para trabajar en la construcción del ferrocarril y el alud migratorio sigue vivo, hasta el extremo de que un 75% son de primera generación. Letreros chinos, por tanto, plenamente justificados.

    El problema de Chinatown es habitual en los barrios invadidos por el turismo: las tiendas de especias y cachivaches genuinamente chinos han acabado cediendo su lugar a las de recuerdos, rebosantes de jerseys y camisetas con dibujos y frases sanfranciscanas más o menos ingeniosas, matrículas de California con todos los nombres propios posibles, ceniceros, jarrones, gorras, postales y todo lo necesario para satisfacer al turista y para desesperar a los destinatarios de los regalos.

    Tras un zigzagueante callejeo por el barrio, hacemos un alto en una fábrica de galletas de la fortuna que parece surgida de otros tiempos. En una sala desordenada, dos chinas encorvadas y silenciosas fabrican galletas con una parsimonia proverbial y van introduciendo en su interior mensajes escritos en unas pequeñas tiras de papel. Compramos un paquete y el problema surge al romper la primera galleta.

    Fu Ling Yu dice –leo el mensaje en voz alta–: El mejor viaje es el que no va a ninguna parte.

    –¡Vaya parida!–exclama María.

    Y estoy a punto de darle la razón. Si la sentencia de Fu Ling Yu es correcta, ¿qué sentido tiene gastarse el dinero en un vuelo intercontinental? Pienso en un viejo amigo hipioso de Barcelona que siempre dice, en tono trascendente, que todo viaje acaba siendo un viaje interior. Más barato, seguro. Bajas las persianas de casa, te sientas en la alfombra en la posición del loto y te dedicas a la meditación. Te quedas sin fotos y sin recuerdos, eso sí, pero según él te lo pasas la mar de bien.

    Nuria lo interpreta de otro modo.

    –Ya decía yo que no teníamos que salir del hotel... –refunfuña–. Estoy cansada.

    El destino, por suerte, se apiada de mí y me ofrece un regalo inesperado: justo donde termina Chinatown, cerca del cruce de Grant Street con Columbus Avenue, se encuentra la librería City Lights. O sea: el paraíso. Juro que no lo tenía previsto (por lo menos, no tan pronto) , aunque desde el primer momento se me considera sospechoso y las niñas me apuñalan con miradas acusadoras. Lo siento: hay gente que aprecia las ciudades por su belleza o por sus museos o monumentos; yo lo hago por sus librerías.

    –Aquí se reunían los de la Beat Generation– comento, casi emocionado.

    –¿Biqué?

    –Los poetas beats –me pongo didáctico–. Eran unos poetas y novelistas que defendían la escritura conectada a la gente marginal, la noche, el jazz, los viajes ... La Beat Generation... ¿No os suena?

    –La única generación que conozco es la Next Generation, la del anuncio de Pepsi.

    De nuevo la televisión. Y por el lado de la publicidad, que es lo que más duele.

    El escaparate de la City Lights es justo como lo había imaginado. Grande, sin ser enorme, un poco caótico, con letras doradas en los cristales, madera negra y con ese aire antiguo que suelen tener las buenas librerías. Pacto media hora de tiempo muerto con el resto de la expedición y entro dispuesto a curiosear y a extasiarme.

    Fundada en junio de 1953 por el poeta Lawrence Ferlinghetti, la City Lights Books es una librería distribuida en tres plantas irregulares, con rincones entrañables y un montón de libros bien clasificados, con mayoría de paperbacks y con una buena sección de literatura y de obras de izquierda, revolucionarias y anarquistas. En las paredes, además de libros, hay fotos de Jack Kerouac, Neal Cassady y otros ilustres miembros de la Beat Generation. En una de ellas, de 1965, se ve a Bob Dylan con Allen Ginsberg y Michael McClure.

    –¿Los libros de la Beat Generation, por favor?– pregunto.

    –La tercera planta es toda beat– me responde uno de los vendedores.

    Como si estuviéramos en unos grandes almacenes. Segunda planta: lencería fina; tercera, Beat Generation... Cosas así solo pasan en San Francisco.

    Para favorecer la ambientación beat, un par de butacas invitan a la lectura reposada en la última planta. Parece que te digan. ¿Comprar libros? Vamos, hombre, no seas vulgar. ¿Por qué hacerlo si los puedes leer sentado en una butaca en la misma librería?. Teniendo en cuenta el horario de apertura, de las diez de la mañana hasta medianoche, hay que reconocer que da para leer bastantes libros sin pasar por caja.

    Por si había alguna duda, un letrero escrito a mano proclama que la City Lights no es una librería cualquiera, sino más bien algo así como Una especie de biblioteca donde también se venden libros. Y así es, en efecto, hasta el extremo de que parece que esté mal visto que compres alguno. De hecho, tienes que insistir para que el vendedor te cobre, y cuando lo hace te dirige una mirada teñida de cierto desprecio. Si como mínimo los robaras... , debe de pensar.

    Confieso que hace tiempo que tenía mitificada la City Lights Books. Cuando era estudiante de Filología Inglesa en la Universidad Autónoma de Barcelona, alguien apareció un día con un catálogo de City Lights Books que nos pasábamos de mano en mano con devoción. Nos impresionaba ver reunidos en sus páginas los nombres de Ginsberg, Kerouac, Bowles, Artaud, Burroughs, Cassady, Michaux y Ferlinghetti. También estaba Bukowski, pero a este lo decubriríamos más tarde. Recuerdo que un compañero llamado Lluís fue el más listo y mandó una carta al editor y librero Lawrence Ferlinghetti en la que le explicaba, de colega a colega, que era poeta como él y que, dada la imposibilidad de conseguir en Barcelona libros de su apreciado catálogo, se atrevía a molestarle para pedirle que le mandara algunos ejemplares como favor personal. Pasaron varias semanas y, cuando todos pensábamos que la vía abierta hacía aguas, Lluís recibió el paquete de libros sin cargo de City Lights. Recuerdo que su favorito era Mishaps, Perhaps, de Carl Salomon, el poeta a quien Ginsberg dedicó Howl. Comprobado el éxito de la operación, intenté apuntarme al método. Redacté una carta en la que expresaba mi admiración por la editorial, la librería y el poeta Ferlinghetti y en la que me describía como un pobre estudiante sin recursos que admiraba la literatura norteamericana. Dudo que Lawrence Ferlinghetti la llegara a leer, pero en cualquier caso ya debía de estar alertado ante la proliferación de estudiantes catalanes sin medios y decidió mandarme como único obsequio un catálogo de la editorial con los precios subrayados e indicando en una nota a mano que con mucho gusto me mandarían los libros que quisiera tan pronto como les hiciera llegar una lista y un cheque con el importe, sin olvidar un 10% para gastos de envío. Este último detalle me pareció cruel. Ni los sellos me perdonaba.

    Pero volvamos al presente. Tras examinar a fondo todos los rincones de la librería, me acerco al mostrador y me atrevo a preguntar por Lawrence Ferlinghetti. No espero que recuerde mi carta de veinte años atrás, pero he leído que a menudo va a la librería y me gustaría conocerlo.

    –La verdad es que ya tiene 79 años y no suele venir tanto como antes– me aclara un vendedor desconfiado con aspecto de Ginsberg joven. –¿Para qué quieres verlo?

    Podría decirle que para hablar de nuestra corta aunque intensa correspondencia, pero me parece que es hincharlo demasiado. Le digo que lo olvide y me compro algunos libros de la Beat Generation, una guía del San Francisco de Hammett -The Dashiell Hammett Tour, de Don Herron– y On the Bus, una crónica del viaje desmadrado que en 1964 hicieron el escritor Ken Kesey y sus Merry Panksters por Estados Unidos, en un autobús desvencijado y con Neal Cassady al volante. Una buena base teórica para emprender el viaje por EE UU.

    La Beat Generation, vista con la perspectiva de los años, es como un movimiento con dos delegaciones: Nueva York y San Francisco. Tal vez por ello, de tanto ir de un lado para otro, mitificaron los viajes y convirtieron en bandera la novela En el camino (1957) de Kerouac. Cuando se cansaban de Nueva York, iban a San Francisco. Y viceversa. Conclusión: se pasaban el día en la carretera.

    Hay que reconocer que el objetivo de nuestro viaje no coincide exactamente con el de los beats. Ni con los de los hippies, claro. Nuestro plan consiste en recorrer durante un mes la zona oeste de EE UU, más concretamente los estados de California, Nevada, Utah y Arizona, una parte del mapa suficientemente amplia como para abarcar paisajes y gente muy variados. El cuaderno de ruta prevé ir de San Francisco al Valle de la Muerte y Las Vegas y de Monument Valley y el Cañón del Colorado hasta Los Ángeles y las playas de Santa Mónica, Venice y Malibú.

    –Una librería excelente– felicito al chico del mostrador mientras me envuelve los libros.

    –El mérito es de Ferlinghetti –sonríe–. Hizo la guerra en Europa y, una vez terminada, se quedó en París para estudiar en la Sorbona. De regreso a Estados Unidos, quiso crear

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