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Corre, rocker: crónica personal de los ochenta
Corre, rocker: crónica personal de los ochenta
Corre, rocker: crónica personal de los ochenta
Libro electrónico328 páginas8 horas

Corre, rocker: crónica personal de los ochenta

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Recuperamos la contundente crónica en primera persona de la Movida del guitarrista y letrista de Loquillo y Trogloditas, acompañada por un prólogo de Carlos Zanón.

España, años ochenta. Surgen como se­tas grupos de rock con ganas de comer­se el mundo. Hay barra libre de caballo y otras sustancias. Muchos rockers veinteañeros se pasean por el lado salvaje al que cantó Lou Reed y coquetean con aquello del vivir rápido, morir joven y dejar un bonito cadáver. Sabino Méndez estuvo allí y sobrevivió para contarlo. Esta es la crónica de primera mano de una década convulsa y creativa, que el autor vivió en­tre Barcelona y Madrid como integrante de Loquillo y Trogloditas y letrista de al­gunas canciones que se convertirían en himnos. El libro habla de la gestación del grupo, de las giras accidentadas, de la relación con otras bandas como Alaska y los Pegamoides, Radio Futura, Gabinete Caligari, Siniestro Total, los Burros de Manolo García y Quimi Portet... Y también de la industria discográfica, los locales legendarios, los críticos que se movían alrededor de esa pujante escena musical, las actitudes punk y rockabilly y el mito y la verdad del «sexo, drogas y rock and roll».

Fue una época de rebeldía, genialidades y excesos, una década canalla y pro­digiosa durante la que el país se transformó y algunos se asomaron al abismo. Méndez la evoca sin mistificaciones ni

edulcoramientos. Escrito en el año 2000, Corre, rocker merece sin duda ser recuperado: no solo es uno de los testimonios más lúcidos sobre ese periodo, sino también una crónica personal de una extraor­dinaria potencia literaria.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 ene 2018
ISBN9788433939012
Corre, rocker: crónica personal de los ochenta
Autor

Sabino Méndez

Barcelona 1961, es el autor de un ramillete de canciones del rock español que han accedido a la categoría de clásicas. A finales de los años ochenta, en la cima de su fama, abandonó la guitarra eléctrica y el grupo en el que tocaba (Loquillo y Los Trogloditas) para dedicarse exclusivamente a los libros. Sorprendió con su debut "Corre, rocker" (2000) alabado por crítica y público, y con su continuación, "Limusinas y estrellas" (2003). Sigue tocando y componiendo ocasionalmente.

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    Vista previa del libro

    Corre, rocker - Sabino Méndez

    Índice

    PORTADA

    PRÓLOGO: TODO EL MUNDO AMA A SABINO

    UNAS PALABRAS DEL AUTOR

    PRÓLOGO

    I. DEFICIENTE

    II. SÁBADO

    III. SER CYRANO O SER PINOCHO

    IV. SANGRE, DICE HEMINGWAY

    V. PERO ¿EXISTE JULIA ROBERTS?

    VI. EL PENE. MANUAL DE INSTRUCCIONES

    VII. DIÁLOGO ENTRE CAPITALISTAS

    VIII. LAS LLAVES DE LA CIUDAD

    IX. EL MUSEO DEL ROCK AND ROLL

    X. SHAKESPEARE Y OTROS GILIPOLLAS

    XI. SOL

    XII. MEDITERRÁNEO VIOLENTO

    XIII. LA CANCIÓN QUE HAY QUE CANTAR DE VEZ EN CUANDO

    XIV. MI BELLA AYUDANTE EN MALLAS

    EPÍLOGO

    CRÉDITOS

    PRÓLOGO:

    TODO EL MUNDO AMA A SABINO

    1

    O al menos eso sucedió durante bastantes años. En 1983 seguro. Y en 1986 o 1990 también. Todo el mundo amaba y envidiaba a Sabino Méndez porque era guapo, chulesco, talentoso y llevaba una Gibson colgada al cuello. Componía himnos, canciones a las que se subía José María Sanz, Loquillo, para surfear sobre la molicie, el tedio y el aburrimiento de Barcelona, ciudad progre y laietana. Actitud punkarra, un morro impresionante como cortafuegos de una inseguridad del mismo calado, Stray Cats, The Clash y cruising desde el extrarradio barcelonés: un producto imbatible con todo por ganar y nada que perder. Sabino tenía una mirada soñadora y un escalpelo en las manos: sabía abrirnos las carnes, hacer que supurasen las heridas, fisurarnos con los acordes y las frases necesarias para que coreásemos sus canciones y nos creyéramos héroes de una mitología foránea e impostada pero tremendamente emocional. El chaval de Horta emulaba tonadas ajenas para hacer algo que reconocías como propio y actual. El impacto, rápido, entusiasta y mestizo, golpeaba de lleno en tu plexo solar y daba contigo en el suelo de la habitación, sobre la superficie húmeda –serrín y lejía– de un bar de moda o una oscura sala de conciertos. Arte popular, lo llamaron. Rock and roll fagocitado por el sonido del fin del mundo del punk inglés de finales de los setenta, que se reinventa en una new wave que en España coincidió con los primeros años de libertad y escapismo después de que el dictador muriese en su cama tras cuatro décadas de correctísimo gris y rojo sangre.

    Sanz, Méndez y otros locos en sus locos cacharros musicales hicieron de mi ciudad y mi adolescencia un lugar más divertido, y de mi no future de clase un estado mental más digno y molón. Sí, claro, todo impostura, todo representación de la representación de la realidad, pero ¿y qué?... Nada era como oías y decías que era, ni nadie –ni tan siquiera ellos: el Loco y Sabino, Arturo y Lancelot, el Quijote y Sancho, el Capitán América y Halcón– era como aparecía en sus canciones, pero la música nos envalentonaba a intervalos de tres minutos y nos redimía de torpezas, delitos, bostezos y niñerías. Era el triunfo del Pijoaparte, del que no se resignaba a hacer cola en clase o en el curro. Un rayo eléctrico daba vida a la mutación monstruosa: carne de cañón, corazón hambriento, desapego patriótico pero cabecita aristocrática y culta.

    El compositor Méndez construía mundos evocadores y de perfección teenager con tres acordes, surtidos de títulos de pelis francesas y réplicas chandlerianas a chicas que te dejaban para hacerse formales y regresar al lugar al que pertenecían. La pluma de Sabino se estilizó más y más y llegaron hitos narrativos como «Todo el mundo ama a Isabel» o «La mataré», que ya trascendían el ámbito del himno rock; con ellos Méndez se adentraba en el mundo de los compositores con galones y oficio, capaces de invocar, en tormentas eléctricas de verano, rocanroles, medios tiempos o rumbitas. Aunque eso, qué demonios, ya estaba en «Cadillac solitario» o en «Rock’N’Roll Star». Los discos de Sabino con Loco y Trogloditas fueron un reguero de pólvora, que llevó a la santabárbara del directo de rigor con el que las bandas del underground de aquellos tiempos exhibían su muestrario de bisutería, atracos a mano armada y alguna –bastantes, hay que reconocerlo– que otra flor rara y hermosa que los elevó a la estratosfera y más allá. Pero Méndez dejó la banda, y el cisma que se presentía desde dentro y desde fuera del propio dúo de colegas se hizo realidad. Abandonó para seguir curado, y como una especie de envido a su compadre, el voceador, o al mundo, o quién sabe. Por aquel entonces nadie concedía crédito alguno al cantante –un clásico del repertorio–, adjudicando el mérito, el talento y la buena suerte en el éxito al guitarrista y compositor casi exclusivo de la banda. No fue del todo así: Loquillo se mostró rápido e inteligente en los idus de marzo, puro gen competitivo, pero Sabino tampoco se defraudó a sí mismo y dobló su vida en dos para triunfar dos veces. Lo nunca visto por estos lares, en los que Méndez no deja de ser una rara avis: el mejor compositor rock –junto a Antonio Vega– de los ochenta, y un escritor de un fuste tal capaz de entregarnos ese complejo engranaje que fue uno de los libros más reverenciados por la crítica el pasado 2016: Literatura universal.

    2

    Para el que no esté familiarizado con las sagas artúricas, los dioses griegos o la Biblia hebrea (o sea, con la mitología rock), la duda siempre es la misma, y tozuda. Uno no sabe si los chavales salvajes, vulnerables y arrogantes se acercan al mito o es que el mito es inevitable porque no deja de ser el único traje del armario que tiene uno a mano para ir a esa fiesta. Hay muchas combinaciones clásicas. Recito algunas: los hermanos enfrentados –Kinks, Oasis–, la chica cantante y el novio guitarrista –Blondie, Patti Smith Group–, el genio inadaptado –Syd Barrett, Jeff Buckley–, el suicida frágil –Elliott Smith–, el que no sabe beber pero sí ahogarse en piscinas y vómitos –Brian Jones, Bon Scott, Jimi Hendrix– y decenas de subespecies más: el bajista callado, el batería que canta, el mánager ladrón. La combinación Sanz/Méndez la hemos de situar en la dupla ganadora de Cantante Frontón y Chico Maravillas. El vocalista locuaz e hiperactivo, que no cae bien a casi nadie, que parece siempre en trance de defenestración pero se escuda detrás de su ego al tiempo que defiende y arrastra como una condena a la panda de malhechores que tiene detrás. El grupo de colegas adolescentes suele mutar en banda de asalto, con faca en la manga, calculadora en el bolsillo y halago presto y reversible, al capricho de dealers y créditos hipotecarios. Un paso o dos por delante de ellos está el guitarrista guapo con flequillo, tímido y arrogante, supuesto genio, que mira con displicencia al vocalista y está siempre a punto de eclosionar en cuanto le dejen grabar un disco en solitario. Jagger/Richards, Daltrey/Townshend, Rose/Slash, McCulloch/Sergeant, Stivel/Rot o por, supuesto, mi pareja favorita, y la del Loco y Susana Koska, su mujer: Morrisey/Marr. Esas cosas no suelen durar; siempre se rompen, aunque la nostalgia y la pasta acostumbran a ser un buen pegamento para tu primer romance, ese con el que deslumbraste al mundo. Sabino dejó la banda, la banda dejó a Sabino y los amigos dejaron de ser amigos. Pasaron muchas cosas y pasó mucho tiempo, y Sabino y Loquillo fueron lo bastante inteligentes y con sentido del negocio para no derribar el templo encima de ellos mismos; eso y radicalmente honestos en sus golpes y escaramuzas. Cuando vas de frente y la propuesta es talentosa, el cantante –previo paso del tiempo– encaja el golpe y respeta al contrincante. Del mismo modo, el guitarrista defiende su verdad y la mantiene, con un sentido del orden y la propia dignidad y una confianza en sí mismo despatarrantes.

    Corre, rocker lo empieza a escribir Méndez tras publicar su único disco en solitario, El día en que murió Marcello Mastroianni. A Sabino lo acompaña una banda, los Montaña, que factura un rhythm’n’blues eléctrico al servicio de letras más cuidadas e incisivas que hasta el momento. Sabino quiere saber si existe un circuito de pub-rock para propuestas como la suya. Se sienta a esperar. Cierra los ojos y sueña que es Graham Parker y que la industria musical española es la británica. Sigue esperando y, mientras tanto, hace lo que ha hecho desde crío: leer y escribir con voracidad. Entre bolos mal pagados y locales deficientes, siempre a salto de mata, las estancias en su casa de Sitges permiten a Sabino Méndez empezar a escribir el libro que tienes en las manos, que acabará publicando en el año 2000. El ex-Troglodita no quiere elegir entre ser músico y escritor porque para él no existe ese desgarro. Simplemente espera a saber qué le ofrecen uno y otro mundo para elegir sin contrato de exclusividad.

    Nuestro hombre se pone a estudiar Filología y, en la facultad, Anna Caballé, de la Unidad de Estudios Biográficos de la Universidad de Barcelona, lee el capítulo de Corre, rocker titulado «Las llaves de la ciudad» y queda entusiasmada. Ese entusiasmo hace que se lo pase a Arcadi Espada, y, ya que ambos trabajan por esas fechas como lectores de Planeta, Corre, rocker acaba siendo publicado por Espasa.

    El mencionado entusiasmo es entendible. Las virtudes del libro eran y son muchas. Por un lado, constituye el testimonio de unos años esenciales para nuestra modernidad, a cargo de alguien que estuvo ahí, que participó de aquello y lo cuenta todo de primera mano, sin escribir desde la condescendencia del padre o del hermano mayor, ni desde la del columnista que adapta la realidad a su ensayo sociológico, sino con la energía del mocoso que asaltó el Palacio de Invierno: la de la turba que no se resignó a lo que el destino había pensado para ella. Nos hallamos ante la enésima revisitación de la figura del arribista, pero aquí con ese punto indomable del joven cachorro tan íntegro como asilvestrado. El autor de Corre, rocker estuvo, participó, marcó una época y lo explica. Y da nombres y no escatima valoraciones y retratos, a veces amargos, siempre honestos en su subjetividad. No había ni hay tantos libros así en el mercado español. Pero es que además quien lo escribió no se limita a redactar sino que es –¡oh, sorpresa!– un escritor. A ratos se le nota la adoración por el Nabokov de Pálido fuego, por ejemplo, o lo bien que entendió la picaresca en sus clases universitarias (el Loco y él no dejaban de ser, también, una actualización de esa misma picaresca), su gusto por la mirada desenfocada de Hunter S. Thompson, la farsa de Mendoza, el tono al abordaje de las Teresa Serrat de Marsé. Pero todo eso que estaba, que podías entrever, que podías señalar no escondía que allí había un escritor de fuste que tenía el oficio suficiente como para organizar unas semblanzas, un dietario, un juego literario de memoria e invención. Burlándose casi a tiempo completo de la nostalgia y la mitificación, gestionando el interés del lector en el cómo te explica lo que te explica tanto como el qué demonios te está explicando. Había más buenas noticias. Además de oficio, tenía talento: una escritura personal, una manera de desgranar acciones y motivaciones, de dibujar cada escena con sus respectivos actores, y a estos con sus rasgos, debilidades y grandezas, en el papel verosímil que su creador elegía para ellos.

    Este libro no fue –o al menos no solo– un ajuste de cuentas. El tiempo ha jugado a favor de esta idea. Hay demasiada autolesión, amargura y decepción que colapsa para que se limite a eso. La prensa –como no podía ser de otro modo– clavó uñas y dientes en sus aspectos más llamativos, y en la figura maltratada de Loquillo. También pudiera ser parte de la jugada editorial. Era comprensible el puteo de aquel que, en 2003, contestó enigmáticamente desde el disco Arte y ensayo con un tema titulado igual que este libro. Pero, a la luz de los años, ese retrato de Loquillo muestra algo que quizás no se supo o pudo ver en su momento: Sabino, al narrar lo que la fama, la vanidad y la sobreexposición puede hacer en dos chavales con ganas de comerse el mundo y ser leyendas, no hizo sino expresar un cariño decepcionado, hacer un reproche antes que cometer una traición justiciera o limitarse al ensañamiento. Y al mismo tiempo hizo algo más: señaló e invistió al vocalista de su banda y examigo de adolescencia como icono del rock patrio. En cierto modo, querido o no, lo legitimó por encima de los demás.

    Corre, rocker también habla de promesas rotas, del precio de los sueños, de la dificultad de madurar en un universo lúdico, destructivo, infantiloide, tan banal como emocionante. Del tedio. De la corrupción. De las tentaciones, del valor espurio de la caída. De la velocidad y de estar decidiendo cada día si apuras el envite o te quedas a un lado. Y habla también de la lealtad, del miedo, del silencio y del ruido. Este es un libro honesto que habla de todo eso en primera persona. Que habla de ello y trata de entenderlo, o al menos de hacerse las preguntas pertinentes sin rehuir las respuestas incómodas.

    Es también un libro de formación. Sin moralejas ni lecciones aprendidas, sin maniqueísmo de buenos y malos, sino escrito por un autor de mirada amoral y compasiva hacia sus criaturas –otros, que no nosotros, o nosotros cuando éramos otros–. Un manual de asalto a los propios sueños, del desmoronamiento; instrucciones sobre cómo destruirse creyendo que, aunque hagas lo mismo que han hecho otros, en tu caso, como eres más listo, no te va a ocurrir lo mismo que a ellos. Y también está la droga, tratada de una manera honesta y directa, manteniendo a distancia cualquier señal de romanticismo o moralina. Esto tampoco va de redención, ni de «no lo hagas tú», eso es el horror; no, esto va de decisiones particulares. Hazlo, si quieres: meterse es divertido, es goloso, es placentero; la cuestión es que el precio siempre es alto y atroz. La recreación de ambientes, desintoxicaciones, compras de droga en los barrios pertinentes tiene ese aliento de lo verídico, sin pintalabios ni maquillajes, sin darle aliento, a vuelo rasante. Eso era, eso fui y punto.

    Sabino muestra hechuras de gran escritor en el modo en que vertebra el libro, evitando que sea una sucesión de anécdotas, un resumen de lo sucedido, con nombres, apellidos, farras y escenas de cama. Muestra lo que sirve al conjunto de la obra, supedita el álbum de fotos a las sensaciones que quiere que se nos queden prendidas. El tono juguetón e iconoclasta, el dibujo desde dentro del vientre de la ballena y, en especial, la forma en que baja poco a poco el nivel de la luz para hacer sombría la estancia que se va llenando de muertos, de derrotas, de incertidumbre y armisticios. Todo eso, intentarlo, conseguirlo, es muy talentoso.

    La ventaja que tiene leer o releer este Corre, rocker casi dos décadas después es que ya sabemos que Sabino no es un autor que solo lleva un libro dentro. Y eso hace que, además de aguardar futuras entregas, podamos volver a hospedarnos en Hotel Tierra o embarcarnos en La nave de los locos.

    3

    Conocí a Sabino demasiado tarde, pero lo suficientemente pronto como para retener su camaradería. Nuestro primer contacto fue en un recital de poesía (Sabino, David Castillo y un servidor) antes de un concierto de Loquillo en la plaza del Rey de Barcelona. Méndez tenía una mirada desconfiada, de gato escaldado; se mostraba cercano en el trato, educado. Emanaba autoprotección. Se guardaba de mí, de todos aquellos para los que significaron tanto sus canciones. De ese que ya no es él pero que le rebotamos una y otra vez. Pero, con todo, parecía llevarlo bien. Hablamos de libros, de canciones, de esto y de aquello. En otras ocasiones intercambiamos grabaciones de Mink de Ville, o coincidimos en una fiesta o un concierto del Loco. Fue la primera persona que me hizo sentirme escritor de verdad al presentar Tarde, mal y nunca como lo hizo, y pude devolverle el favor haciendo lo propio con su oceánica Literatura universal. Siempre me quedan ganas de perder el tiempo con él. Aunque igual después de nuestro último encuentro debamos dejar de vernos por un tiempo. Fue en un congreso de escritorzuelos. Ambos llevábamos un ridículo gorro de plástico, e íbamos buscando chorros de agua cálida, burbujas y otras virguerías dentro de una piscina para gente fetén. En un momento dado, cruzamos las miradas y no pudimos evitar reírnos. De todos modos, cuando sepultemos esa última visión, me gustaría quedar con él y decirle que gracias por todo, por la música y también por la letra.

    CARLOS ZANÓN,

    diciembre de 2017

    Corre, rocker

    A Merchuca

    UNAS PALABRAS DEL AUTOR

    Ningún autor quiere releer su obra, pero todos deberíamos hacerlo de vez en cuando. Repasando Corre, rocker (cuya versión original no se titulaba así) compruebo que, en el momento de su publicación, fue un libro muy del estilo Anagrama. Su tono, su conjunto de referentes, tanto literarios como vitales, encajaban con lo que representaba la editorial al final del siglo pasado y principios de este. Es probable que Anagrama hubiera debido ser su destino natural cuando apareció, pero razones absolutamente casuales de amistades y contactos profesionales hicieron que el manuscrito acabara debutando en otra editorial. Ahora, al verlo aparecer reeditado en Anagrama, noto una cálida sensación por dentro, como si de alguna manera Corre, rocker (que, por cierto, ¿he dicho ya que originalmente no se titulaba así?) hubiera vuelto a casa.

    Lo ideal sería que lo autobiográfico tuviera una precisión y una frialdad de prosa casi cirujana, pero, a causa de nuestra subjetividad, los humanos siempre, en mayor o menor medida, experimentamos la realidad de una manera romántica. Dado que la gente real que me rodea ilumina con los colores de la pasión sus emociones y las convierte en sentimientos, sospecho que para pintar, describir, representar o reflejar a gente real debo hacerlo en cierto modo románticamente. Será real porque es novelesca, porque para narrar hay que capturar la naturaleza humana y contarla con la propia exageración de los humanos. Así es en buena parte como percibimos lo que nos rodea, y puede que ese sea el único camino. Porque la vida, tal como la vivimos a diario, siempre nos termina resultando un asunto de héroes y villanos, probablemente nada épicos y sí muy domésticos, pero héroes y villanos al fin y al cabo. Que le pregunten si no a un hater de internet. Es fácil leer la vida de los demás como un documento de interés humano, pero siempre hay momentos en la vida propia que indefectiblemente experimentamos como un melodrama. Solo cuando NO importa demasiado a nuestros prejuicios puede la vida traducirse radicalmente como comedia psicológica o diagnosis científica. Chesterton lo expresa mejor que yo en su ensayo sobre Dickens.

    Han sido esas las razones por las que he preferido no remendar el texto original, conservar esa voz exagerada y a ratos desapegada, encogiéndome de hombros ante algunas de sus chapuceras y discutibles soluciones. La impaciencia del autor maduro ante las torpezas del joven que fue es lógica. Es inevitable experimentar en algún momento la tentación de pulir, retocar, cambiar cosas, mejorar otras ante un manuscrito antiguo. Hay fragmentos que hoy no habría redactado igual, pero he decidido dejar intacto Corre, rocker (que, ya saben, no se titulaba...), tal como apareció en el primer año del siglo. Prefiero que el lector lo tenga exactamente como fue publicado, con la clara pronunciación de ese duende bastardo, con su tono pomposo (que no pedante) y pícaro. Una entonación también sardónica e idealista a la vez.

    El título no guardaba ninguna relación con John Updike, como algunos creyeron entender equivocadamente. Fue elegido por la primera editorial entre una docena de alternativas que les brindé cuando pusieron objeciones al que encabezaba el manuscrito original (no me van a decir a estas alturas que eso constituye una sorpresa). Por supuesto, ya se habrán dado cuenta de que no he dicho (ni pienso decir) cuál era ese título primero, lo cual puede significar muchas cosas pero, incidentalmente, me da la sensación de que ante todo significa, con total seguridad, que el pequeño duende bastardo sigue por ahí dentro dando guerra, vivo y en forma.

    SABINO MÉNDEZ,

    Sitges-Barcelona, diciembre de 2017

    PRÓLOGO

    Antes de que se encendiera la llama que alumbra estas páginas, existían para mí solo las tinieblas. Cuando el fósforo, sangre y grasas cuya combustión alimenta este fulgor se agoten, la situación se restablecerá en su orden habitual y volverá la oscuridad. Es cuanto sé del ser humano por el momento.

    La cuna y el ataúd son dos formas inquietantemente similares al modo de ver de mi modesto sentido común. A mitad de camino entre ambos recipientes se nos ofrece una hostería más acogedora y elástica que camina, se mueve y a la que lavamos, peinamos y cortamos las uñas de los pies.

    Debo decir que siempre he tenido problemas para enfrentarme a la noción de tiempo. Desde niño he sido un insomne crónico que no reconocía días o noches, una especie de prueba viviente que refutaba todas las teorías sobre el reloj biológico de los humanos. Gracias a ello, he visto innumerables amaneceres solitarios, tranquilos y cromáticamente excepcionales. No contribuye en nada a remediar esa especie de tara temporal que me aqueja el hecho de que se me ofrezca redactar un texto autobiográfico. Para mí, no existe pasado, presente o futuro. Existe recuerdo, percepción e inferencia; y luego, el salvavidas del sentido común para conjuntarlos.

    Me refiero a que resulta extraño encontrarse aquí, a las tres de la madrugada de una enérgica primavera que empieza, en el piso superior de mi casa de Sitges, intentando extraer del archivo mental de mi percepción más lejana una serie de recuerdos de hace tres lustros. Y todo eso sin haber cumplido aún los cuarenta años.

    Quizá en estos tiempos se vive de una manera demasiado premiosa y la mejor manera de terminar este recuento fuera saltar por la ventana y estrellarse contra el suelo exterior de lajas, después de poner el punto final a una selección de recuerdos que atendiera a los episodios más escabrosos. De esa manera, el valor mítico de lo escrito aumentaría veinte enteros, lo cual no estaría nada mal como negocio de cara a mis herederos. Pero eso sería faltarle al respeto a un montón de gente que quise y quiero. Además, tengo mucho miedo y mucho trabajo pendiente.

    Gran parte de ese trabajo es lo que entendemos por grosera cotidianidad; es decir, conseguir dinero para alimentarse, gasolina para desplazarse, ropa de abrigo y una lista interminable de tareas banales, de esas que, curiosamente, terminan resultando tan entretenidas. Para mi yo más verdadero (el artístico, el artesano), todo eso solo significa una cosa: que aún dispongo de una indeterminada cantidad de esa preciosa sustancia llamada tiempo para seguir ordenando cuidadosamente las palabras.

    No es poco. Otros protagonistas de estas páginas ya no pueden hacerlo. Y, teniendo en cuenta la aprensión con que observamos esos dos infinitos océanos de nada que rodean la cuna y el ataúd, mi conclusión es que prefiero estar aquí, de madrugada, con la primavera sobre las palmeras, en el escritorio de persiana del piso de arriba y con esa luna negra iluminando todos los recuerdos.

    El texto que sigue es, por tanto, una crónica de emociones subjetivas acumuladas principalmente durante la década de los ochenta. Intentos como este reciben en la actualidad nombres como autoficción o egodocumentalismo en los gabinetes de estudios universitarios. Yo prefiero decir que me gustan las historias y los viejos cuentos. A partir del momento en que aparece el verbo en el sintagma «contar una realidad», nos adentramos ya en el pantanoso terreno de la ficción. Por otra parte, sin el verbo contar el concepto de realidad nos rinde escaso servicio. Podemos intentar palparla o sentirla, pero difícilmente transmitirla o compartirla. De ahí lo indefinible de la palabra emoción, que siempre apela a realidades más que a abstracciones. No será este, de tal manera, un recuento cronológico de encuentros en la agenda histórica.

    El manuscrito nació por sugerencia directa de Pere Homs, joven editor de revistas musicales. En ese momento, yo estaba trabajando en mi segundo disco en solitario. Valorando el proyecto, concebí la idea de diseñar un pequeño mecanismo de relojería. El disco se construiría a la vez que el libro y cada una de las canciones coincidiría con el título de un capítulo. Así, de una manera curiosa, las imaginarias notas a pie de página tendrían, en este caso, un inesperado carácter de documento sonoro.

    Pere había sido seguidor adolescente de Loquillo y Trogloditas, banda de punk y rockabilly en la que participé y que fue considerada representativa de lo que se dio en llamar nueva ola española o movida madrileña. Desde el momento de su fundación, mi labor en el grupo fue la de tocar la guitarra rítmica y escribir las canciones que servirían de vehículo a nuestro cantante para alcanzar la fama. Abandoné la formación justo cuando conocíamos el momento álgido de nuestra trayectoria comercial. Un sector de nuestro público interpretó esa partida como la inevitable fractura entre el idealismo artístico y los compromisos comerciales. Todo ello coincidió con el talante, crepuscular en libertades, de la década que terminaba. A pesar de sentirlo como un esquema maniqueo, no fui inocente sino cuidadosamente beligerante en esa polémica.

    Tras esa marcha, a través de mis trabajos en prensa alternativa y música independiente, entablé buenas relaciones con ese sector sagaz y desconfiado de la audiencia que sospechaba en el fenómeno de los ochenta una mezcla agridulce de impostura y heroísmos domésticos.

    Fue para ese público minoritario y cómplice para quien se concibió en principio este manuscrito, que debía

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