Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Vámonos [para poder volver]: Acordes y discordias con Wilco, etc.
Vámonos [para poder volver]: Acordes y discordias con Wilco, etc.
Vámonos [para poder volver]: Acordes y discordias con Wilco, etc.
Libro electrónico323 páginas4 horas

Vámonos [para poder volver]: Acordes y discordias con Wilco, etc.

Calificación: 5 de 5 estrellas

5/5

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Con franqueza, cercanía y un humor que a veces se tiñe de nostalgia y melancolía, Tweedy nos narra todos los hitos importantes de su peculiar singladura: sus visitas devotas a las tiendas de discos del lugar, el descubrimiento del punk, las primeras amistades con el rock como catalizador, el nacimiento y traumático desmantelamiento de su primer proyecto, Uncle Tupelo, que desembocó en la posterior fundación de Wilco. Con enorme honestidad, Tweedy revela con gran detalle lo que ha ocurrido tras bambalinas, tanto desde el punto de vista del proceso creativo y musical, como en el personal: desde los problemas de adicción a los opiáceos que lo llevaron a internarse en una clínica de rehabilitación, hasta los desencuentros con otros miembros de la banda que en su momento fueron esenciales.
IdiomaEspañol
EditorialSexto Piso
Fecha de lanzamiento2 dic 2019
ISBN9788417517618
Vámonos [para poder volver]: Acordes y discordias con Wilco, etc.

Relacionado con Vámonos [para poder volver]

Libros electrónicos relacionados

Música para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para Vámonos [para poder volver]

Calificación: 5 de 5 estrellas
5/5

1 clasificación0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Vámonos [para poder volver] - Jeff Tweedy

    Vámonos [para poder volver]

    Vámonos [para poder volver]

    Acordes y discordias con Wilco, etc.

    JEFF TWEEDY

    TRADUCCIÓN DE ESTHER VILLARDÓN

    Todos los derechos reservados.

    Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida,

    transmitida o almacenada de manera alguna sin el permiso previo del editor.

    Título original

    Let’s Go (So We Can Get Back)

    Copyright © Jeffrey Scot Tweedy, 2018

    Cómic de páginas 133-138

    © George Eckart, 2018

    Publicado por acuerdo con Lennart Sane Agency AB

    Primera edición: 2019

    Traducción

    © Esther Villardón

    Imagen de portada

    © Paul Bergen/Redferns

    Copyright © Editorial Sexto Piso, S. A. de C. V., 2017

    París 35–A

    Colonia del Carmen, Coyoacán

    04100, Ciudad de México, México

    Sexto Piso España, S. L.

    C/ Los Madrazo, 24, semisótano izquierda

    28014, Madrid, España

    www.sextopiso.com

    Diseño

    Estudio Joaquín Gallego

    Conversión a libro electrónico

    Newcomlab S.L.L.

    ISBN: 978-84-17517-43-4

    Índice

    PORTADA

    INTRODUCCIÓN

    LA AVENIDA PRINCIPAL MÁS LARGA DEL MUNDO

    BOTAS DE AGUA

    FILM TRANSPARENTE

    CÓMO TERMINA

    PRODUCTOS DE PAPEL

    MÁS KÉTCHUP DEL QUE PUEDAS IMAGINAR

    LAS FLORES DEL ROMANCE

    BR-UENO

    TOBY EN UN FRASCO DE CRISTAL

    SUKIERAE

    UNA Y OTRA Y OTRA VEZ

    EPÍLOGO

    AGRADECIMIENTOS

    NOTAS

    A Susie, Spencer y Sammy

    INTRODUCCIÓN

    Nadie quiere comerse los ojos del gato. No soy una persona especialmente supersticiosa, pero lo entiendo. Si aparece misteriosamente una tarta red velvet con el retrato glaseado de un gato en el backstage en medio de la gira, y después inexplicablemente reaparece la noche siguiente, y cinco días y dos ciudades más tarde la tarta sigue ahí, con uno o dos trozos cortados, pero la cara del gato y los ojos están casi intactos, no creo que sea irracional ser cauteloso. ¿Y si es una tarta maldita? Seguramente no lo sea, pero nadie en la banda se hace responsable de ella, ni se explica cómo nos ha seguido hasta aquí, así que ya no puedo descartar la posibilidad de que sea una especie de postre sobrenatural.

    Estoy en el vestuario del Kings Theatre de Brooklyn, sentado en un sofá, rasgueando la guitarra sin pensar y evitando establecer contacto visual con la tarta del gato. Nels Cline, el guitarrista de mi banda, Wilco, se ha ofrecido con valentía a ser el primero de nosotros en probar un bocado.

    –No sabe para nada como el disco –anuncia.

    Eso me tranquiliza.

    El gato de la tarta es el mismo gato persa blanco que aparece en la portada de nuestro álbum de 2015, Star Wars. O tal vez sea un británico de pelo largo. No sé mucho de gatos. Es también el mismo gato de un cuadro que hay en la cocina del Loft, el estudio de Chicago que ha sido nuestra segunda casa desde el año 2000. Es un cuadro fascinante. El gato está sentado sobre un cojín de terciopelo negro, delante de un jarrón lleno de rosas pálidas ¿Quién pone a posar a un gato así? Es ridículo. La expresión del gato no es la típica mirada felina mezcla de desprecio y de aburrida indiferencia. Este gato tiene una expresión que parece querer decir: «Soy Coco. Soy tu nuevo dios». Todos los gatos son arrogantes, pero creo que éste lo es en grado superlativo.

    Desde que lanzamos el álbum, hemos ido descubriendo que hay reproducciones de este mismo cuadro colgadas en las paredes de las casas de algunos padres y abuelos de nuestros seguidores. Así que fue algo inesperado, aunque agradable y flipante, que pudimos ofrecerles como bonus a algunos fans con suerte. Hemos intentado dar con la artista (y con ese «hemos» me refiero a Mark, mi amigo y gerente de estudio, que también hizo la primera maqueta de la portada). Está firmado por una persona llamada Tamara Barett, pero nadie con ese nombre reclama la autoría del retrato del gato. Contactamos con media docena de Tamaras Baretts, con la esperanza de que alguna de ellas se atribuyera el mérito, ninguna de ellas sabía nada. Incluso intercambiamos correos electrónicos con Tamara Burnett, una retratista de mascotas cuyo estilo es casi idéntico al de Tamara Barett. Burnett nos dijo que teníamos a la Tamara equivocada, pero admitió que «se parece a algo que hubiera hecho yo».

    Supongo que esperábamos que poner su cuadro en la portada de un álbum podría atraer su atención (la de la verdadera Tamara), al menos lo suficiente para que llamara a un abogado y nos amenazara con denunciarnos por usar su obra sin su permiso. Así podríamos pagarle. Pero no funcionó. No oímos ni pío. (Ni siquiera recibimos noticias de George Lucas, y eso que estaba convencido de que al menos recibiríamos una carta de cese y desistimiento por llamar a nuestro álbum Star Wars. Incluso habíamos pedido un artwork alternativo para poder cambiar el nombre del disco a Cease and Desist en el caso de que se nos echaran encima. Nop. No tuvimos esa suerte).

    A estas alturas probablemente te estés preguntando: «¿Va a ser todo este libro así? ¿Se va a pasar casi 282 páginas hablando de cuadros kitsch de gatos?». Tal vez. Es muy pronto para saberlo, la verdad. Siento que no sea lo que esperabas. (Y si sí era lo que esperabas, pues… felicidades, me dejas impresionado).

    También puede que estés pensando: «Hablando de gatos, apuesto a que hay una explicación muy profunda e interesante a por qué Wilco puso un gato persa –o puede que británico de pelo largo– en la portada de un álbum». Antes que nada, gracias por suponer eso. Déjame responder a tu pregunta sin responderla en realidad. Como mencioné, tenemos el cuadro del gato en el Loft, adonde los miembros de Wilco y yo vamos a tocar y a veces grabar, por lo que es algo que vemos, si no todos, casi todos los días.

    Pero el Loft es un gran espacio con mucho arte. El cuadro del gato está en la cocina, por lo que sólo lo vemos cuando hacemos un pausa para almorzar o picotear algo, entre las jam sessions. (Sí, así es como hablamos los músicos profesionales. «¿A alguien le apetece hacer una jam?». «Por supuesto, hagamos una jam». «¡Pues hagamos una jam!»). En el estudio de grabación, expuestas en una consola, hay fotografías en blanco y negro, enmarcadas y firmadas, de Bob Newhart y Don Rickles. Son el centro de atención de la habitación. Ambas están firmadas A Wilco, pero ya sólo es visible la firma de Don. La firma de Newhart ha desaparecido. No estoy diciendo que se haya borrado. Se ha ido. Esfumado. Su letra ha sido destruida por la fuerza del triste tempo medio del rock. Sé que no es una explicación muy satisfactoria, pero no tengo otra.

    Entre los retratos de Newhart y Rickles, hay una foto también increíble (igualmente firmada) de Rich Kelly & Friendship. Si no conoces este conjunto de Nueva Jersey, quiero que hagas algo por mí. Deja este libro, ve al dispositivo más cercano con conexión a internet, entra en YouTube y busca «Rich Kelly & Friendship» y «I’d Like to Teach the World to Sing». Ahora, míralo. Entero. Pero si tienes prisa, salta al minuto 1:35, cuando el bajista se marca un feliz solo de pie. Todo en este vídeo, pero en especial el baile, me hace feliz. Me encanta cómo el guitarrista aparta el pie del micrófono, dando a entender que el gran desmadre de pies felices del bajista está al caer. Me encanta cómo gritan su nombre cuando acaba, «¡Tom Sullivan!», confirmando una vez más que sí, que eso fue un «solo», y no sólo el momento en el que las pastillas para adelgazar se le subían a la cabeza a Tom Sullivan. Esto no es sólo un vídeo granuloso del mejor baile de salón cuya existencia desconocías hasta ahora. Es puro realismo mágico. Nunca estudié teoría del arte, así que no sé si esto que digo es técnicamente preciso. Pero lo cierto es que me parece realismo mágico: es algo que efectivamente sucedió, y es puta magia.

    Esa foto enmarcada de Rich Kelly & Friendship trajeados a juego, apretujada entre los retratos de Don Rickles y Bob Newhart, contribuye al retablo característico del Loft. Incluso se podría considerar la Santísima Trinidad del estudio. No puedes ignorarlo ni pretender que no está ahí, no con todos esos pares de ojos siguiéndote. Sería como entrar en la Iglesia Basílica de Santa Clara de Italia y no reparar en la Cruz de San Damiano. Por supuesto que la ves. ¡Es un crucifijo enorme e históricamente significativo en la pared! Ésa es la misma sensación que queremos que la gente tenga cuando entra en el Loft. Contemplas a Bob, Don y Rich como si lo hicieras con la Cruz de San Damiano, con silenciosa reverencia y boquiabierto, sobrecogido por la increíble e inescrutable infinitud del universo.

    Eso fue lo que tuvimos ante nuestros ojos cuando hicimos el álbum de Star Wars. Cada canción, cada nota fueron creadas bajo sus benévolas miradas. Recuerdo haber cantado la letra «Orchestrate the shallow pink refrigerator drone»* y, al levantar la vista, pensar que Don Rickles me estaba mirando como si me estuviera diciendo: «¿Un zumbido de un frigorífico rosado? Tío… ¡estás pirado!».

    A lo que iba: no hay una razón fascinante o estéticamente enrevesada que explique por qué pusimos un gato en la portada del álbum y lo llamamos Star Wars. El álbum necesitaba un nombre y una cubierta. La pintura del gato podría haber sido fácilmente Don Rickles. Y en lugar de Star Wars, podríamos haberlo llamado Jerry Maguire o E.T. y hubiera tenido el mismo sentido. Sólo estoy intentando contextualizártelo. Es completamente plausible que Wilco hubiera hecho un disco llamado Wrath of Khan con una portada que fuera sólo una foto vieja en blanco y negro de Don Rickles con esmoquin.

    Todavía podría suceder.

    Para mí es difícil no estar cohibido por muchas razones que espero revelarte más adelante, pero es aún peor escribir un libro sobre uno mismo. Básicamente, eres el personaje principal de tu propia narración. Cómo hacer para no preocuparse, «¿quién me creo que soy?», y «mírate, escribiendo un libro, ni que fueras especial». No es ficción, así que supongo que mi única obligación es decir la verdad. Pero también soy sumamente consciente de que no puedo ser completamente objetivo. No es que pueda darle al personaje principal un defecto fatal que todos sabemos que será la causa de su ruina en el capítulo final. Bueno, a ver, con suerte. Tal vez haya un defecto fatal y soy el único que no lo está viendo. Tal vez esté describiendo un colapso emocional y sea el último en saberlo. De hecho, ése sí que sería un gran libro.

    Pero siendo como soy, me resulta muy difícil no suponer que algunos de vosotros simplemente estáis hojeando las primeras páginas del libro, intentando decidir si merece la pena gastar el dinero que cuesta. ¿Estás seguro de que quieres gastarte veintiocho dólares en un sinfín de capítulos tipo «Esto es lo que me pasó por la cabeza durante el solo de guitarra de tres minutos y medio en At Least That’s What You Said»? Como Tuli Kupferberg de The Fugs me dijo cuando lo conocí y le confesé que era mi héroe, «Oy,* son tiempos difíciles para todos». A nadie le sobra el dinero como para derrocharlo en las memorias de un «incondicional» del indie rock que alcanzó un éxito moderado si éste no va a ofrecerle algo lo bastante entretenido.

    Voy a revelar algunos spoilers antes de hacerle perder el tiempo a alguien.

    1. En este libro aparecen dos tipos diferentes que se llaman Jay.

    Necesitarás estar atento para no confundirte. He escrito bastante extensamente sobre ellos y algunas veces incluso aparecen en la misma sección. He hecho todo lo posible para dejar claro a quién me refiero cuando escribo Jay, pero, como he dicho, cuidado. No bajes la guardia.

    2. No se mencionarán los calmantes recetados.

    Si elegiste este libro buscando historias de drogatas y sobre mi adicción a los opiáceos, mala suerte. Quiero dejar esos años atrás. Y francamente, tampoco hay mucho que contar. Cuando tomas mucho Vicodin, tu vida no es una incesante mesa redonda de Algonquin. Hay una gran cantidad de insensibilidad y mucha tristeza por no poder sentir. Eso es todo.

    Dejémoslo así: tuve algunos problemas de adicción que luego superé. Todos estamos bien ahora. ¡Gracias por preguntar! Ah, y las canciones que escribí durante ese período son sólo exploraciones musicales de lo feliz que era en ese momento. Pido disculpas si ha podido haber algún malentendido.

    3. Esta última parte es broma.

    Por Dios, por supuesto que voy a escribir sobre las drogas. Te estaba tomando el pelo. ¿Habrías creído a Keith Richards si hubiera arrancado sus memorias diciendo: «Escuchad, chicos, cuanto menos cuente sobre mis experiencias con la heroína, mejor. Preferiría centrarme únicamente en describir lo que supone ser abuelo»?

    4. Ojalá este libro se centrara en The Raccoonists.

    Si no conoces a The Raccoonists, no sé cómo te atreves a llamarte fan. ¿Cómo puede ser que no hayas oído hablar de la banda que formé con mis hijos, Spencer y Sammy? Oficialmente, sólo publicamos una canción, «Own It». La incluimos como cara B en un vinilo de siete pulgadas, un split con Deerhoof. También grabamos el material de un álbum completo, incluyendo algunas de las mejores versiones de George Harrison, Teenage Fanclub y Skip Spence que jamás haya cantado un chico de quince años. (Personalmente creo que una letra como «Un ojo cortado satisfaría mi alma, debo confesar» suena más convincente cuando la canta un chico con los deberes de Álgebra sin hacer). Todavía no hemos publicado nada de eso, porque la misión musical de The Raccoonists consiste en ser lo más enigmáticos posible. Es como esas estrofas de la canción de Wilco, «The Late Greats»: «Tan bueno que nunca lo sabrás / Nunca lo oirás en la radio». Éste podría ser un libro sobre The Raccoonists. No lo es. Ni un poco siquiera. Pero podría serlo

    La única razón por la que he escrito este libro es porque quería contar la historia del mejor trío de rock –yo a la guitarra, acompañado de un batería adolescente y un vocalista apenas adolescente–, que nunca lanzó un álbum oficialmente, ni fue de gira, y al que nadie oyó tocar nunca fuera de los cuatros muros del sótano donde ensayamos): casi nadie ahí fuera sabía de nuestra existencia. Tenía la intención de que fuera como el libro de Michael Azerrad, Nuestra banda podría ser tu vida, pero sin hablar tanto de bandas como Black Flag y Minutemen, y sí mucho más de The Raccoonists. Hubiera compartido todos los detalles escandalosos, como que el nombre original de la banda era The Rockingest, pero no entendí a Spencer y pensé que decía The Raccoonists, y dije: «Ése es el mejor nombre de banda que he escuchado nunca», y él no me lo discutió, así que tiramos para delante con The Raccoonists, aunque se podría decir que The Rockingest es mejor nombre.

    Me hubiera gustado contar la historia del momento en que casi nos separamos porque era muy tarde y al día siguiente había que ir a clase, y Susie dijo: «Tienes que parar ahora. No me hagas ser la bruja aquí. Jeff, diles que se pongan el pijama». Y tenía la intención de explicaros, hasta el último detalle, cómo fue el final de The Raccoonists, cuando Spencer nos dijo: «Voy a ir a la universidad», y Sammy y yo dijimos: «¿En serio? ¿Así es cómo termina? ¿Et tu, Spencer?». Pero luego la banda Tweedy surgió de sus cenizas cual ave fénix, y más tarde hicimos una gira por Japón, y llegó Sammy y lo convencimos para cantar «Thirteen» en los conciertos de Tokio y Osaka, y parecía como una minirreunión de The Raccoonists, con la salvedad de que a nadie parecía importarle, porque aparte de esa cara B en ese siete pulgadas antes mencionado, nadie sabía que The Raccoonists había sido una banda de verdad. Lo cual hizo que fuera más rollo «Late Great», aunque esa canción (no puedo enfatizar esto lo suficiente) no habla en absoluto de The Raccoonists. Bueno, eso es de lo que yo quería escribir. Pero mi editorial siguió editándolo y yo seguí colándolo discretamente, y entonces comenzaron a usar palabras como «denunciable» si me obcecaba en escribir sobre la banda con mis hijos, obviando el resto de bandas en las que estoy o he estado.

    Quince minutos antes del concierto en The Kings, el estado de ánimo en el backstage es como el de un pícnic de verano. Han acompañado afuera a todas las personas ajenas a la banda e invitados y quedamos sólo los chicos y yo, charlando, picando algo de comer y trasteando con los instrumentos. Todavía tengo en mente a David Bowie, así que veo si puedo sacar «Space Oddity». Poco a poco, los demás comienzan a unirse, cogiendo las guitarras y pidiéndose los unos a los otros cambios de acordes, cantando armonías, o simplemente tocando la batería en cualquier superficie plana que esté a mano. Cualquier cosa para contribuir. Es así de orgánico y natural. Nadie dice: «Toquemos algo de Bowie». Comienza con una nota, que a ciegas se topa con una melodía reconocible, y luego, poco a poco, se transforma en una canción. Es como la escena de la cafetería en «Fame». El almuerzo caliente «David Bowie» está servido.

    Ésos son los mejores momentos de las giras con Wilco. Lo que hacemos en el escenario significa mucho para todos nosotros, pero cuando somos sólo la banda en una sala, sin público, nosotros seis, y redescubrimos una canción juntos, sin otro afán que ver si podemos hacerlo, ahí es cuando estamos más agradecidos de poder hacer lo que hacemos. Esos momentos nos recuerdan, más que ningún otro, qué fue lo que nos llevó a querer hacer música por primera vez. La música es magia.

    LA AVENIDA PRINCIPAL MÁS LARGA DEL MUNDO

    Crecí en un lugar llamado Belleville, una ciudad de unos cuarenta mil habitantes al sur de Illinois, a media hora de St. Louis. Es la «capital-estufa del mundo», o al menos lo era a finales de siglo. Bueno, eso era lo que nos decían. También es el hogar de Jimmy Connors y Buddy Ebsen (el tío Jed de The Beverly Hillbillies), y cuando yo era niño, producían Stag Beer allí. Ya puedes imaginar lo mágica que fue mi infancia.

    En realidad, era bastante deprimente. Deprimente y deprimida de la misma manera que lo eran todos los núcleos de producción del medio oeste que están en proceso de extinción: una gran cantidad de edificios viejos vacíos y muchos taburetes ocupados en los bares. Era difícil emocionarse con las cosas que hacían que nuestra ciudad fuera única y especial. Belleville tiene (supuestamente) la avenida principal más larga de EE.UU., la cual se extiende 148,06 kilómetros y termina en algún lugar por el oeste de St. Louis. Un tramo de carretera y muchas oportunidades para ponerse ciego, pero casi ninguna para perderse. No sé cuántos bares habría en la avenida principal, pero deben de haber sido muchos, porque otra de las cosas famosas que se decía de Belleville era que tenía el mayor número de bares per capita. Más tarde descubrí que no era cierto, lo que fue una especie de alivio, porque no me parece que sea algo de lo que alardear. Como si beber todo el día fuera un lujo que hubiéramos podido haber exportado y vendido al resto del mundo.

    Vivía a media manzana de la Main Street saturada de bares, en una calle bordeada de árboles con un nombre que parecía salido de una pintura de Norman Rockwell: Fortieth. Nuestra pequeña casa unifamiliar, con entramado de madera, un porche y un columpio, terminó siendo el último hogar que mi familia tendría, ya que mi madre la compró de forma impulsiva por dieciséis mil dólares en una subasta a comienzos de la primavera de 1967. Al parecer, ella sabía que estaba embarazada de mí, pero no se lo había dicho a mi padre. Me tenía como un as en su ya conocida manga para mitigar el más que lógico cabreo que sabía que él se cogería por su irresponsabilidad fiscal. El propietario anterior había muerto en esa casa, y eso me aterrorizaba cuando era niño; pues bien, resultó que mis padres también murieron allí. Así que todos los que alguna vez fueron propietarios de la casa en la que crecí murieron en ella.

    Y ésa es, creo, la razón principal por la que ni mis hermanos ni yo fuimos excesivamente sentimentales con la idea de aferrarnos a ella después de enterrar a mi padre en 2017. Aparte de toda esa historia de fondo, el lugar era bastante insulso. ¿Qué palabra podría describir mejor mi infancia? Malva. Había un montón de malva. Alfombras de color malva, papel pintado de color malva, muebles malva. Todo era malva. Piensa en una versión de mí más pequeña, y luego imagina el color malva, y podrás evocar mi infancia en pocas palabras.

    No estoy seguro de que mis padres hubieran planeado tenerme o no. He escuchado diferentes historias al respecto. La más popular es que fui un accidente. En cualquier caso, llegué tarde a la fiesta familiar. Mi hermana mayor, Debbie, que es quince años mayor que yo, nació cuando mi padre tenía sólo dieciocho años. Tuvieron dos hijos más, Steve y Greg, y para cuando yo llegué, mi padre estaba en la mitad de su treintena, una edad en la que la mayoría de los hombres de su generación consideraba que ya se les había pasado la hora de fabricar bebés. Mi padre cambió su historia con el tiempo. Una vez me dijo: «Recuerdo que tu madre me llamó al trabajo y me dijo: Quiero tener otro, y antes de que ella colgara, yo ya estaba en casa». No sé si eso es verdad. Siempre que contaba esa versión llevaba ya al menos un pack de seis birras en la panza, por lo que no puedo asegurar su veracidad. Puede que estuviera intentando evitar herir mis sentimientos. ¿Quién quiere ser un accidente? Ésa es una manera difícil de venir al mundo, ser concebido sólo porque las partes responsables no estaban prestando atención. Pero por otra parte, ¿no somos todos un accidente? Lo siento, dejo el tema…

    Mi padre se llamaba Bob, pero por fines narrativos, nos referiremos a él como Padre. Trabajaba en el ferrocarril (sí, todo santo el día). Abandonó el instituto después de dejar embarazada a mi madre cuando tenía quince años y consiguió un trabajo como mecánico de locomotoras diesel en Alton and Southern Railway. A principios de la década de los sesenta, algunos superiores descubrieron que mi padre era mucho más inteligente de lo que parecía, pese a no tener el título de educación secundaria, así que lo enviaron a Arizona para que estudiara informática y aprendiera a programar con tarjetas perforadas. Finalmente fue ascendido a superintendente del patio de maniobras. Eso es casi todo lo que sé sobre lo que mi padre hacía durante todo el día. Sólo fui a verlo al ferrocarril una vez, si la memoria no me falla. Nunca tuve mucha curiosidad por su trabajo. Él, por su parte, tampoco parecía tener curiosidad por mí, y por eso nunca me sentí presionado para que me interesaran los trenes. Lo que es raro porque ¿a qué niño no le gustan los trenes?

    Sin embargo, mi padre tenía un disco que sí me fascinaba, Sounds of Steam Locomotives.* Era un recopilatorio de grabaciones de locomotoras de trenes. Eso es todo: el sonido rítmico y metálico de ruedas de acero sobre vías de acero, el pesado chú-chú de vapor caliente empujado a través de la chimenea de una locomotora, el silbido quejumbroso de un tren que siempre me sonó como si fueran voces. Era un disco raro, más aún porque era de mi padre, que pasó la mayoría de sus horas de vigilia rodeado de trenes. ¿No tendría que ser eso lo último que querría escuchar al llegar a casa? ¿Pasaría alguna vez, antes de que naciera yo, que después del trabajo se sentara con una cerveza junto al equipo de música y escuchara canciones como «2-8-2 N.º 2599, Chicago Northwestern» y «4-8-4 N.º 801, Union Pacific» y sacudiera la cabeza como si fueran canciones pop? Supongo que cuando pienso en ello cobra total sentido cómo empecé a sentir cariño por casi cualquier sonido grabado. Quizá indirectamente (porque mi padre y yo nunca lo hablamos abiertamente), aprendí de él que uno puede encontrar música en casi cualquier lugar.

    No era hijo único, pero crecí como si lo fuera. Como mi hermana y mis hermanos eran mucho mayores, la mayoría de las veces sólo estábamos mis padres y yo. Mi padre hacía guardia en el ferrocarril las veinticuatro horas del día, por lo que nunca estaba o se iba temprano a la cama. Estuve bastante solo en la casa que me vio crecer.

    La mayoría de las noches me quedaba con mi madre (que vino al mundo como JoAnn Werkmeister) mientras ella veía la televisión y fumaba cigarrillos en el sofá. Era lo mejor que podía hacer. Había sido madre durante tanto tiempo de su vida que, cuando yo llegué, ya había dejado de lado la crianza. Bueno, tal vez no, pero tampoco estaba interesada en ser una figura de autoridad. No me pusieron ni muchos límites ni reglas. No tenía hora de ir a dormir. Cuando me iba a la cama era, normalmente, por decisión propia.

    Era noctámbula, solía echarse siestas durante todo el día, como un gato, así que siempre se quedaba despierta hasta tarde y me dejaba quedarme con ella. Veíamos a Johnny Carson, y luego, en el programa nocturno, Bijou Picture Show, del canal 4, los Turner Classic Movies de la época, pelis

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1