Yo tuve un sueño
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Las historias de diez niños centroamericanos que emigraron a Estados Unidos. Una crónica de una espectacular fuerza literaria.
«Yo tengo un sueño», dijo Martin Luther King en su célebre discurso sobre la igualdad racial pronunciado en 1963. Yo tuve un sueño se titula este libro sobre otros sueños americanos del siglo XXI: los de los inmigrantes que cruzan sin papeles la frontera entre México y Estados Unidos. Juan Pablo Villalobos cuenta aquí diez historias centradas en los más vulnerables: los niños. En 2016, el autor entrevistó en Nueva York y Los Ángeles a diez inmigrantes que habían entrado en Estados Unidos entre 2011 y 2014 para reunirse con sus familias. Cuando cruzaron la frontera tenían entre diez y diecisiete años y procedían de Honduras, El Salvador y Guatemala. Este es un «libro de no ficción, aunque emplea técnicas narrativas de la ficción para proteger a los protagonistas», y pretende dar voz a quienes no la tienen, poner rostro a las frías cifras de las estadísticas y contar las historias personales que hay detrás de las escuetas noticias. Sus páginas hablan de pobreza, miedo, explotación, violencia, pandilleros, sicarios, calabozos, familias separadas, un tren al que llaman la Bestia..., pero también de esperanza, entereza y dignidad.
Yo tuve un sueño aúna lo mejor de la crónica periodística comprometida con una realidad que debe explicarse y la solidez narrativa de uno de los más estimulantes escritores mexicanos actuales. El resultado: una obra sobrecogedora, necesaria y de una asombrosa fuerza literaria.
Juan Pablo Villalobos
Juan Pablo Villalobos nació en México en 1973 y vive en Barcelona desde 2003. En Anagrama ha publicado todas sus novelas, traducidas en más de quince países: Fiesta en la madriguera: «Divertida, convincente, asombrosa» (Ali Smith); «Una estupenda fábula de final cruelmente feliz que se lee como una novela iniciática carbonatada» (Laura Fernández, El Mundo); Si viviéramos en un lugar normal: «Una obra que juega con las nociones del realismo mágico. Un estilo poco convencional y lacónico que impresiona y define a Villalobos como un escritor excepcional» (Lucy Popescu, The Independent); Te vendo un perro: «Uno de los libros más ingeniosos, juguetones y disfrutables que se han publicado en español en mucho tiempo» (Alberto Manguel); No voy a pedirle a nadie que me crea (Premio Herralde de Novela 2016 y llevada al cine por Fernando Frías de la Parra): «La inteligencia del autor se impone… Una valiosísima propuesta literaria» (Francisco Solano, El País); La invasión del pueblo del espíritu: «Muy divertida, ágil como un paseante feliz, una celebración de la amistad, de la esperanza» (Nadal Suau, El Mundo); Peluquería y letras: «Una novela sobre la épica doméstica, sobre los gestos banales que se van engarzando unos a otros para acabar componiendo un intenso cuadro familiar, personalísimo, repleto de escenas disparatadas, cuando no surrealistas» (Ricardo Baixeras, El Periódico); «Como si Buster Keaton por fin se animara a esbozar una sonrisa. Una novela sin conflicto, sobre la felicidad» (Daniel Fermín, Zenda) y El pasado anda atrás de nosotros. También ha publicado el libro de no ficción Yo tuve un sueño: «Una crónica desoladora de las migraciones centroamericanas a USA... Sobresaliente» (Luisgé Martín).
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Yo tuve un sueño - Juan Pablo Villalobos
Índice
Portada
Advertencia
¿Dónde están tus hijos?
Voy a dormir un ratito yo
El otro lado es el otro lado
Allí hay culebras
Era como algodón, pero cuando lo toqué era puro hielo
Prefiero morirme en el camino
Él y yo nos caímos muy bien
Cómo nos íbamos a ir
La cabuya
Antes y después
Hasta el sol de hoy
Epílogo: Miedo. Huida. Refugiados
Los protagonistas
Glosario
Agradecimientos
Créditos
Notas
ADVERTENCIA
Este es un libro de no ficción, aunque emplea técnicas narrativas de la ficción para proteger a los protagonistas. Todos los relatos se inspiran en los testimonios de diez menores recabados en entrevistas personales llevadas a cabo durante el mes de junio de 2016 en Nueva York y Los Ángeles.
Se han cambiado los nombres de los menores para preservar su anonimato.
¿DÓNDE ESTÁN TUS HIJOS?
Cuando el agente de migración me llamó por teléfono, me dijo:
–¿Tienes hijos?
–Sí –le dije–, tengo dos.
Eso fue a finales de febrero de 2014, en aquel entonces Kevin tenía dieciséis años y Nicole estaba chiquita, tenía diez años.
Y me pregunta:
–¿Dónde están?
–En Guatemala –le dije, porque yo ahí los tenía, los había dejado con su abuela cuando me vine a los Estados Unidos, en el 2007.
–¿Con quién viven? –me preguntó.
–Con mi hermana –le dije.
Vivían con mi hermana desde que a mi mamá la mataron. Sí, a mi mamá la mataron. La mataron en su casa. Los mareros* le pedían el impuesto que cobran en Guatemala. Mi mamá lo daba y lo daba hasta que un día se cansó y dijo que ya no lo iba a pagar. Y ellos se lo cobraron, con la vida de mi mamá. Mataron a mi mamá. La mataron en su casa. Y luego mataron a mi cuñado, al que mis hijos veían como si fuera su papá.
–¿Has hablado con tus hijos en los últimos días? –me preguntó el agente.
–No –le dije–, mi hermana me avisó que les había dado permiso, que salieron para una excursión.
–¿Una excursión?
–Sí –le dije–, una excursión de la escuela.
Se quedó callado un ratito y se alcanzaba a escuchar como que revisaba unos papeles. Entonces repitió el nombre de mis hijos y me preguntó si eran ellos. Le volví a decir que sí y se volvió a quedar en silencio otro momento.
–No –me dijo por fin–, tus hijos no están en Guatemala.
–¿Cómo? –le dije.
–Tus hijos están aquí –me dijo–, los tenemos aquí, en la frontera de San Ysidro.
VOY A DORMIR UN RATITO YO
No se puede saber muy bien qué hora es cuando estás en la hielera. Ni si es de noche o de día. La hielera es la celda a la que te meten después de que te agarra migración.* Le dicen hielera porque es un cuarto donde hace mucho frío y lo único que te dan para cubrirte es una cobija como metálica. Hace tanto frío que me están dando calambres en las piernas, aunque más bien los calambres han de ser por estar todo el tiempo parada. Cuando me encerraron ya no había espacio para poderme sentar, para poderme acostar a dormir, porque ya todas las muchachas estaban durmiendo acostadas en el piso y no había más lugar.
–Tch, oye, no te vayas a caer –me dice una de las muchachas.
–¿Cómo? –pregunto, porque no entendí qué quería decir y porque no vi quién fue la muchacha que dijo eso.
Hay muchas personas en esta celda, como sesenta u ochenta, todas muchachas como de mi edad, o hasta menores, también hay niñas. En esta hielera estamos divididos y solo hay muchachas, aunque yo estuve antes en otra hielera y ahí estábamos todos revueltos, hombres y mujeres, y tampoco había espacio para sentarse o acostarse porque estaba bien lleno, también había bastante gente ahí.
–Se te cerraron los ojos y te vas a quedar dormida parada –dice la muchacha que está acostada a mis pies.
Me froto los ojos para espantar el sueño y aprovecho que la muchacha se sienta para estirar las piernas a ver si se me quitan los calambres.
–Siéntate –me dice.
La obedezco antes de que se arrepienta. Sentada me duele la espalda, pero al menos puedo descansar las piernas. Me quedo de frente a la muchacha, morena como yo, con el pelo todo despeinado y sucio porque aquí no nos podemos bañar ni tan siquiera asear. Debe de tener la misma edad que yo, o cuando mucho quince años.
–Me despertó el hambre –me dice–, ¿tú no tienes hambre?
Le digo que no, que cuando tengo miedo se me quita el hambre. Ahora pienso que en todos estos días, desde que salí de la casa de mis abuelos, he comido muy poco. Pasaron algunos días en que creo que ni comí, cuando íbamos en el autobús y no parábamos ni para comer. Luego en la casa donde estábamos esperando para cruzar la frontera me empaché, me enfermé, de comer esa comida mexicana.
–¿Faltará mucho para que traigan la comida? –me pregunta la muchacha.
Le digo que no sé, que yo llegué aquí apenas hace unas horas y que desde entonces no nos han dado de comer.
–¿Te agarraron ahora? –me dice.
–No –le digo–, me agarraron hace dos días, pero me mandaron primero a otro lugar.
–¿Qué les daban de comer allá? –me pregunta.
–Una cajita de leche y una manzana –le digo.
–¿Nada más?
–Nada más –le digo–, a la mañana y en el almuerzo y en la cena lo mismo. Eso es lo único que nos daban.
–Aquí nos dan un sándwich –dice–. Y un jugo. ¿Cuántos años tienes? –me pregunta.
–Catorce –le digo.
–Yo también –dice.
Por la manera de hablar ya vi que también es de El Salvador, aunque creo que es de la capital.
–Me llamo Kimberly –le digo.
–¿De qué parte eres? –me pregunta.
–De Ahuachapán –le digo–, ¿y tú?
–¿No quieres acostarte? –me dice–. Si quieres yo me quedo parada un rato para que puedas descansar. Pero al rato me dejas acostarme.
Se pone de pie y me hace la seña para que me acueste.
–Oye, muchacha, oye, me toca.
Abro los ojos y veo el techo de la hielera. La muchacha está agachada sacudiéndome de los hombros. Me levanto para sentarme y ella se acomoda sentada a mi lado.
–¿Cómo me dijiste que te llamabas? –me pregunta–. Perdóname, de tanta hambre que tengo se me olvidan las cosas.
–Kimberly –le digo–, pero me dicen Kim, si quieres dime Kim. ¿Dormí mucho? –le pregunto.
–No sé –dice–, aquí no hay manera de saber el tiempo, pero se me hizo largo porque ya me duelen las piernas.
Nos quedamos las dos calladas y yo trato de despertar para poder levantarme. Bostezo y la cabeza me da vueltas, como que me falta el aire. Estoy tan cansada que casi ni sé cuándo estoy despierta y cuándo dormida. La primera noche, en la otra hielera, no dormí nada, después sí, por ratitos me quedaba dormida.
–La otra hielera donde estuve antes estaba peor –le digo para ganar tiempo, si nos ponemos a hablar a la mejor me puedo quedar otro rato sentada–. El lugar se había puesto como un basurero, porque aventaban los pedazos de manzana ahí mismo y no limpiaban ni nada. Y también tiraban los botes de