Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Víctimas y justicia penal: Hacia un modelo punitivo favorable para las víctimas
Víctimas y justicia penal: Hacia un modelo punitivo favorable para las víctimas
Víctimas y justicia penal: Hacia un modelo punitivo favorable para las víctimas
Libro electrónico342 páginas5 horas

Víctimas y justicia penal: Hacia un modelo punitivo favorable para las víctimas

Calificación: 5 de 5 estrellas

5/5

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

En sus orígenes, el Derecho penal excluyó a las víctimas del delito. No fue sino hasta dos siglos después que el derecho internacional de los derechos humanos se construyó en torno a las víctimas, sobre todo, aquellas que surgieron del periodo histórico del Holocausto. Es a partir de ese momento
IdiomaEspañol
EditorialINACIPE
Fecha de lanzamiento28 abr 2022
ISBN9786075601212
Víctimas y justicia penal: Hacia un modelo punitivo favorable para las víctimas
Autor

José Zamora Grant

JOSÉ ZAMORA GRANT Doctor en Derecho con mención honorífica por la UNAM, Master en Criminología Crítica por la Universidad de Barcelona, España y Licenciado en Derecho por la Universidad Autónoma de Tlaxcala. Por 25 años ha sido profesor en la Universidad Autónoma de Tlaxcala y, desde el año 2000 a la fecha, en el Instituto Nacional de Ciencias Penales, así como también en diversas instituciones académicas del país. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores nivel II. Es autor de diversos libros relacionado con los temas de justicia penal, derechos humanos y victimología. Ha desempeñado diversos encargos públicos de nivel directivo en el orden Estatal y Federal. Entre otros reconocimientos, recibió el Premio Extraordinario Cátedra Antonio Beristain Ipiña de Victimología a la Excelencia Académica, Humanística e Investigadora 2015, otorgado por la Fundación Española de Victimología.

Relacionado con Víctimas y justicia penal

Libros electrónicos relacionados

Derecho penal para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Víctimas y justicia penal

Calificación: 5 de 5 estrellas
5/5

1 clasificación0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Víctimas y justicia penal - José Zamora Grant

    capítulo i

    Justicia penal moderna

    La sociedad y el delito

    as relaciones entre las personas, en las muy diversas formas de organización social que la historia de la humanidad arroja, se han caracterizado generalmente por la definición de ciertos intereses comunes que hacen posible la vida organizada; definiciones que son reflejo de una forma particular de entender la realidad y la vida social misma y definen a su vez lo que es considerado necesario para que aquello sea posible. Tales definiciones son de sí reflejo de manifestaciones culturales en épocas y lugares determinados y se han adoptado en forma de reglas, escritas o no, que limitan el actuar humano para evitar lesiones y conflictos, hacer posible la vida en común y también prosperar.

    Las fórmulas y los mecanismos para imponer y hacer valer las reglas, sin embargo, han ofrecido en la historia de la humanidad infinidad de variantes que, si bien son difíciles de sistematizar, muestran comunes denominadores posibles de identificar, como su evolución y transformación en el devenir de la historia, su imperatividad, su recurrencia al castigo, la legitimación que ello supone y su inclinación al control, entre las principales.

    En efecto los sistemas de reglas, o sistemas jurídicos en latu sensu, evolucionan y se adaptan a las transformaciones sociales que, si bien son cambiantes a capricho, evidencian progresividad; esto es, la sociedad evoluciona y con ella las reglas de la vida cotidiana. Esta adaptación de las reglas a las transformaciones sociales, si bien es permanente, no siempre sucede a la par, sino que puede suceder que las trasformaciones sociales se den, pero la adaptación de las reglas no se dé al mismo tiempo y tarde en acaecer; pero también sucede que las propias reglas motiven los cambios y las transformaciones sociales o, por el contrario, sean un obstáculo para ello. La relación entre derecho y sociedad es de sí compleja, por lo que un recuento sociohistórico a detalle podría dar cuenta del cómo de estas transformaciones tanto sociales como jurídicas.

    La facultad de imperio para quien aplica las reglas es sin duda otra de las variables que las caracterizan. Todo sistema jurídico y toda ley están revestidos de su coercitividad y, por ende, de la facultad de sanción. Aplicar por la fuerza las predicciones del derecho, si es necesario, garantiza su respeto y cumplimiento en todos los casos —al menos debería—. De la mano de esta posibilidad de coerción, cuando de delito se trata, el castigo es también una variable omnipresente en las normas jurídico-penales que ha pretendido ser el mecanismo idóneo para el imperio de estas; sin duda, una fórmula sobrevaluada en las expectativas de su respeto, pero recurrente en el devenir histórico de las sociedades, incluso en la era moderna. Apelar al temor del castigo, con o sin razón, siempre ha sido un argumento de impacto y aceptación generalizada⁴ y, por tanto, legitimante de su uso indiscriminado y de su creciente severidad en aras de la siempre pretendida ejemplaridad. El uso del castigo como muestra de poder ha estado estrechamente relacionado a la protección de altos valores mayoritariamente aceptados y, también, con el bienestar social. En palabras de Nils Christie, No hay razón para dudar que la severidad de las medidas penales está en gran medida enraizadas en ideas sobre el bienestar y la necesidad de proteger a los más débiles.⁵

    La imposición de reglas también ha mostrado una constante difícil de obviar: el control de unas personas respecto de las otras. Las definiciones que las propias reglas imponen distinguen generalmente entre quien las impone y quien las debe obedecer; algo siempre recurrente en las organizaciones premodernas, como las monárquicas, donde la servidumbre y el esclavismo dejaban claro quién mandaba y quién debía obedecer. Así, de la mano del control, siempre se ha necesitado su fuente de legitimación, generalmente fundada en un sinfín de razones en donde las reglas de imperio han jugado —como lo hacen— un papel preponderante, pero las justificaciones para su legitimación, un papel fundamental.

    De entre las reglas, aquellas que dotan al poder político de fuerza sancionadora, como en la era moderna las jurídico-penales, han sido y son las más utilizadas, pero también las más lesivas. Para que estas reglas operen ha sido necesario definir desde las propias reglas las acciones que deben ser consideradas delitos y por ende merecedoras de represión y de sanción; pero los conceptos —definiciones— de lo que es considerado delito tienen consecuencias … dado que el delito no existe como una entidad estable, el concepto de delito es fácilmente adaptable a cualquier tipo de propósito de control. Delito puede ser tantas cosas y, al mismo tiempo, ninguna.

    Las sociedades en el devenir de la historia han tenido modos distintos de ver y entender al delito, formas distintas de definir y decidir qué debe ser considerado delito y con ello definir y decidir también la manera de reaccionar. Todo ello ha llevado a construir una determinada cultura en torno al delito, una determinada cultura de la criminalidad que se refleja en el cómo de la reacción social y desde lo público a la comisión delictiva.

    Una variable más no puede escapar a esta reflexión. Siguiendo a Raúl Zaffaroni,⁷ la cuestión criminal de la que se habla en todo el planeta suele verse como un fenómeno local, un problema provincial, municipal e incluso nacional, pero pocos se dan cuenta de que se trata de un problema global. En palabras del autor:

    … se trata de una cuestión mundial, en la que se está jugando el meollo más profundo de la forma futura de convivencia e incluso quizá del destino mismo de la humanidad en los próximos años, que puede no estar exento de errores fatales e irreversibles.

    La complejidad de la realidad social actual, por las aceleradas transformaciones sociales, exige procesos complejos de interpretación de la realidad —también la criminal— para encontrar explicaciones y alternativas también complejas al problema del delito. Pretender —como suele suceder— encontrar soluciones en las siempre recurrentes políticas represivas y respuestas planteadas para sociedades menos complejas de las que ya no existen más o cada vez existen menos no parece siquiera sensato.

    Ius puniendi. Los orígenes del discurso punitivo

    Ius Puniendi. El derecho a castigar

    El origen del derecho penal como lo conocemos, en la naciente modernidad, supuso el establecimiento de reglas fundadas en la igualdad y se legitimó precisamente en ellas; esto es, todas las fórmulas equivalentes de punición o castigo premodernas se habían fundado —principalmente— en leyes consideradas divinas y por ende eran los designios de Dios expresados en ellas los que legitimaban el castigo.⁹ Con el advenimiento de la modernidad y del derecho penal fundado en preceptos legales no ligados a Dios, sino en principios igualitarios, sería la propia ley —y el principio de legalidad— la que legitimaría el ejercicio del poder; leyes escritas para el futuro que darían certidumbre a quienes, en posición de gobernados, podrían ser castigados. Una organización política ya no vertical sino horizontal que debía mantener el orden social establecido requeriría de una normatividad de capacidad vinculante y de coerción que hiciera posible su cometido; una fuente de poder, legitimada para el castigo, como potestad pública fundada en reglas, sí, pero lesiva por excelencia a diferencia de cualquier otra fórmula del derecho no punitiva. El castigo, por tanto, si bien se mantendría —quizá— más humano y apelaría como antaño a los así reconocidos castigos corporales para entonces ya centrados más en la privación de la libertad que en la pena de muerte y los azotes personales, estaría anclado todavía en la retribución como pago por lo ocasionado, principalmente.

    El derecho a castigar se fundaría y legitimaría en la propia ley, y los ideales del castigo arraigados en la cultura de la época se verían satisfechos bajo los preceptos jurídico-penales y legitimados al imponerse, sin distinciones clasistas —en el papel, al menos—, por jueces obedientes a la ley y no a Dios.¹⁰

    El ius puniendi, en tanto potestad pública, se ejercería por las autoridades en detrimento de los así llamados gobernados a quienes, sin embargo, se dotaría al mismo tiempo de derechos que implicarían contrapesos reales para evitar el uso arbitrio de tal potestad.

    La potestad punitiva es esencia del derecho penal y permanecería a él anclada como su principal herramienta y garantía de eficacia desde entonces y hasta la fecha. El devenir histórico, sin embargo, arrojaría diversas formas de expresarla y también de ejércela con mayores o menores limitaciones y, por ende, con mayores o menores intensidades, según el modelo de política criminal al que se adhiriera y las legitimaciones ideológicas que para ello se encontrarían. Devenir que, en análisis crítico, mostraría vaivenes indispensables de identificar. Las lentas pero paulatinas transformaciones culturales acaecidas y los procesos de democratización de los Estados-nación dejarían hasta cierto punto en desuso la categoría ius puniendi por la incompatibilidad de hablar de derechos para el Estado; facultades o potestades, por el contrario, serían las categorías por utilizar para aludir a la fuerza empleada en la preservación de los intereses colectivos y la paz social.

    Aquellas muchas formas de ejercer las potestades punitivas en épocas y lugares determinados en el devenir de la modernidad apelarían a las también muy diversas formas de legitimarlas, ya sea bajo argumentos utilitarios o prevencionistas; sin embargo, la idea de castigo, en tanto retribución, se arraigaría en la cultura punitiva y en las justificaciones respecto de la represión excesiva.

    El castigo, luego entonces, estaría —como lo está— en el imaginario colectivo por décadas y también siglos arraigado en los espacios del poder político y reflejado en el quehacer público, pero también en la sociedad en general, apelando siempre a la necesidad de reprimir con dureza la siempre creciente criminalidad, como si ello fuera una fórmula inequívoca de disminución de la criminalidad y sin conceder que violencia siempre genera violencia, y más violencia para reprimir la acrecentada violencia siempre producirá un crecimiento exponencial de la misma, cada vez más difícil de controlar. La criminalidad es siempre creciente, las variables a las que ello responde están presentes en toda sociedad en mayor o menor medida, como la creciente densidad poblacional y el desarrollo tecnológico, pero también con las desigualdades sociales; variables que hacen que las relaciones sociales sean cada vez más complejas y que la conflictividad se eleve. Los intereses se diversifican y los problemas se agudizan y se muestran cada vez más complejos.

    La teleología originaria del castigo apelaba siempre a la expiación como pago por el mal causado, paralela a la penitencia por los pecados cometidos. Ese sentimiento, que es propio de los ánimos de venganza por el mal sufrido, llevaría a martirizar e infligir dolor sin sentido y sin medida; reacciones severas que apelarían también a la intimidación como mecanismo de prevención y ejemplaridad, la cual es una intensión siempre presente en el devenir punitivo, aun cuando su eficacia disminuiría considerablemente en comparación con su eventual eficacia en la premodernidad o en la naciente modernidad.

    Pretender que fórmulas añejas tengan eficacia en el control y la disminución de la criminalidad actual, con la complejidad con la que ahora se presenta, no resulta ni sensato ni congruente. Paulatinamente, el ius puniendi empezaría a perder eficacia en el devenir de una modernidad cada vez más compleja, donde además se acentuarían los problemas latentes de un acceso diferenciado a derechos en el que no todas las personas tienen las mismas posibilidades de goce y ejercicio de los mismos, aun cuando estos se hubieran legislado para todos sin distinción de circunstancias no relevantes para ejercerlos, como el ser mujer o tener discapacidad, o por el origen étnico o racial, por las preferencias o por las condiciones de salud, etc. Lo único que mantiene a la apuesta por el castigo, por sobre muchas otras maneras de reaccionar al delito, es su arraigo y aceptación cultural. Fórmulas como el perdón del ofendido no alcanzan aún la recurrencia deseada, bajo el argumento de tener que dejar el castigo de lado; y, como esta, muchas fórmulas que protegen y ayudan más a las víctimas que a la satisfacción del ius puniendi hoy día no tienen la difusión, consagración ni la aceptación necesaria, al oponerse al interés público de sanción por sobre el de reparación. De ello se ha padecido desde el origen del derecho penal y hasta la fecha.

    La progresividad con la que, sin embargo, fórmulas alternativas que compensan más a las víctimas se irían legislando paulatinamente pondría —como lo hace— en tela de juicio las prácticas represivas, más en los ámbitos académicos y del activismo social que desde los ámbitos públicos del ejercicio del poder.

    El discurso punitivo

    El despliegue de la fuerza respecto de quien ejerce el poder, ya sea para la represión del delito, para el control, el dominio o la preservación de determinados intereses o incluso para el castigo, siempre ha necesitado de una narrativa que le legitime. Ello no sería diferente ni en distintas épocas ni en las diversas culturas y civilizaciones. Las justificaciones para el ejercicio del poder —y, por su puesto, su consecuente aceptación— en la era moderna, a través del despliegue del así reconocido ius puniendi, ha requerido de un soporte ideológico que lo justifique.

    La manera en cómo se despliegan las potestades punitivas, pero también cómo se justifican, engloba un modelo punitivo en alguna época y lugar determinado. Vistas desde esta perspectiva, las narrativas del derecho penal y las teorías de la criminalidad podrían ser tomadas como una colección de justificaciones respecto del quehacer punitivo para su legitimación; cuando un discurso o narrativa jurídico-penal entra en crisis,¹¹ esto es, pierde la capacidad de legitimar la reacción punitiva, otra narrativa tomará su lugar, pues entrará en crisis la justicia penal misma. Entender ello supone entender que cada modelo responde a una particular concepción de la realidad y de lo social. Por ello, el estudio de determinado modelo punitivo exige entender el contexto sociocultural, con todas aquellas variables que de él derivan, como las de tipo económico, por ejemplo. Entender las definiciones respecto del delito y de las formas de reacción estatal y social supone, luego entonces, entender esa cosmogonía que pretende dar sentido y razón a las mismas.

    En palabras de Zaffaroni, estas justificaciones legitimantes del poder punitivo desde el derecho penal se han caracterizado por su indeterminación o por su determinación, ya sea porque se reconozca o no la libertad de afectar intereses hegemónicos o se les asigne una causa patológica anclada en el ser y no en el hacer. Justificaciones ambas, sin embargo, legitimantes del control de unas personas por otras y lesivas sin excepción de su dignidad y a las que se les niega su condición de personas.¹²

    En la historia de la humanidad se debaten siempre estas dos variantes de legitimación del control que a la postre darían forma a dos modelos punitivos, epistémicamente antagónicos, pero legitimantes al fin de la misma pretensión: el control de los otros, de los diferentes, de los que están al margen del desarrollo y de la riqueza, de los que contravienen los intereses hegemónicos o simplemente no cumplen con las definiciones de quien encasilla y, en consecuencia, discrimina.

    Las narrativas se han ensañado, en el devenir de la era moderna, con las personas diferentes en la medida en que los modelos punitivos, con sus muy marcadas diferencias, han tenido en común siempre la protección de la sociedad y lo que ello implica: los intereses sociales como intereses públicos, la cohesión y los valores sociales —universalizados y soportados bajo un argumento de atemporalidad—. Ello llevaría al amparo de la ideología de la defensa social, a la construcción de definiciones de lo que está bien y de lo que no, de lo que debe protegerse y lo que debe sancionarse, de quién debe ser reprimido y quien no; definiciones que, a la postre, excluirían a quienes por su condición personal no encajaban en las definiciones mayoritarias impuestas por el derecho y, en gran medida, por la cultura.

    Las narrativas en torno al delito irían construyendo una particular cultura de la criminalidad que, finalmente, arraigaría aquellas definiciones en el sentir particular y social; arraigo cultural que permitiría su reproducción, tanto en las narrativas jurídicas y saber penal en particular como en la sociedad en general.

    Las teorías de la criminalidad, reflejo de las explicaciones en tormo al delito —sus orígenes y causas, las razones de quienes los cometen y porqué, etc.—, no serían más que narrativas discursivas que, una vez teniendo aceptación en la comunidad científica, se reflejarían en las normas y en las prácticas punitivas con una aceptabilidad garantizada tanto por el discurso en sí como por su reflejo en la ley penal y en la operatividad de esta.

    El discurso punitivo se habría arropado siempre de su soporte ideológico: las narrativas se construyen por teorías que, por aquella aceptabilidad creciente, a la postre se constituyen como ideologías y corrientes de pensamiento, las cuales sin duda obedecerían siempre a la situación y los contextos de la época y lugar de donde emergieron, pero influirían en otros muchos.

    El papel de tales ideologías, quizá el más importante, sería la legitimación de la reacción punitiva y de sus términos y contenidos. El discurso punitivo habría hecho su labor de definir —y a la postre decidir— los porqués de los delitos y, con ello, los porqués de la reacción punitiva y de sus formas, contenidos y magnitudes. Legitimación propiciada por el discurso mismo, que también daría contenido a una reacción social, generalmente correspondida con aquellas formas públicas de ejercicio del ius puniendi.

    Las transformaciones paulatinas de las sociedades siempre cambiantes motivarían nuevos procesos de interpretación de la realidad social y del delito que construirían nuevas narrativas, nuevas justificaciones y fuentes de legitimación a través de nuevas teorías y corrientes de pensamiento; para el caso, las criminológicas. La crisis del discurso en turno motivaría la crisis del modelo punitivo que requeriría de nuevas explicaciones para nuevas formas de reacción.

    Los procesos de transformación social, la evolución de las sociedades, han exigido procesos de interpretación de la realidad también distintos, de metodología acorde y de actualidad, que consideren la acelerada realidad y su permanente cambio. Por ello, el discurso punitivo es cambiante o, al menos, debería serlo.

    Un análisis minucioso de las teorías de la criminalidad, cambiantes por las dinámicas y trasformaciones sociales, arroja conclusiones interesantes en torno a su viabilidad y compatibilidad social, pero también respecto de la preservación de determinadas fórmulas por determinados intereses que no cambian en esencia sino solo en el discurso. Así, los discursos punitivos podrían haber estado cambiando la narrativa, pero no la esencia del actuar punitivo; esto es, hacer en esencia lo mismo desde el despliegue punitivo, pero narrado como si fuera algo completamente diferente. Ello evidenciaría el poder del discurso punitivo en la construcción de la realidad criminal y de su impacto en la construcción, a su vez, de una determinada cultura de la criminalidad.

    Este análisis lleva a identificar cómo se iría construyendo un paradigma punitivo que, con sus múltiples manifestaciones y diversas fórmulas, se centraría en la protección de la sociedad como el bien superior por encima de intereses particulares, como los de las víctimas. Decidir en qué consistiría el bienestar social, cuáles serían las prioridades sociales y los valores universales atemporales e irrefutables y, por su puesto, lo que atentaría contra ello sería trabajo del discurso punitivo, contenido en la legislación, sí, pero también difundido mediante mecanismos idóneos para su aceptación cultural y subsecuente legitimación.

    No se debe menospreciar la capacidad del discurso punitivo en la legitimación del quehacer punitivo, como tampoco se debe menospreciar el poder de la ley —para el caso la ley penal en todas sus modalidades— de construir el discurso, arroparlo y preservarlo.

    El discurso punitivo cumpliría así una función primordial en la construcción de una particular cultura de la criminalidad, en la que por alrededor de dos siglos la represión y el castigo permanecerían como una de las principales apuestas de la reacción al delito; una fórmula discursiva que no permitiría el paso a los reclamos de intereses particulares como los de las víctimas y, por ende, al reconocimiento de sus derechos sino hasta el final del siglo

    xx

    , cuando aquel paradigma,

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1