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El INACIPE en las ciencias penales y la política criminal en México
El INACIPE en las ciencias penales y la política criminal en México
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Libro electrónico613 páginas12 horas

El INACIPE en las ciencias penales y la política criminal en México

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Una veintena de destacados académicos y académicas analizan las contribuciones que, desde su creación, se han generado en el Instituto Nacional de Ciencias Penales, y esbozan los desafíos que este Centro Público de Investigación tiene en el horizonte.
Lo anterior, con perspectivas desde la dogmática penal, la criminología, la criminalística, las ci
IdiomaEspañol
EditorialINACIPE
Fecha de lanzamiento1 sept 2021
ISBN9786075600390
El INACIPE en las ciencias penales y la política criminal en México
Autor

Moisés Moreno Hernández

Licenciado en Derecho por la Universidad Veracruzana y doctor en Derecho por la Universidad de Bonn, Alemania. Profesor de diversas materias de derecho penal y política criminal (UNAM, UAM, UP, Universidad Iberoamericana, INACIPE, Escuela Libre de Derecho, entre otras); exdirector del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UV; exsecretario y exdirector académico del INACIPE. Ha dictado más de 425 conferencias. Es autor y coautor de 12 libros en materia penal, político-criminal y de dogmática penal; autor de más de cien artículos publicados en revistas especializadas en la materia, y coautor de múltiples proyectos de Código Penal y de Código de Procedimientos Penales tanto federales como locales. Fue subprocurador de Control de Procesos de la PGR y subprocurador en la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal; es miembro de número de la Academia Mexicana de Ciencias Penales, de la que ha sido vicepresidente y presidente; ha sido miembro de la Comisión Redactora del nuevo Código Penal Tipo Iberoamericano y de la Comisión Redactora del proyecto de Código Penal de Bolivia; presidente y director del Centro de Estudios de Política Criminal y Ciencias Penales, A.C.; secretario ejecutivo de la Asociación Mexicana de Derecho Penal y Criminología, así como miembro fundador de la Asociación Latinoamericana de Derecho Penal y Criminología.

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    El INACIPE en las ciencias penales y la política criminal en México - Moisés Moreno Hernández

    cover.pngMOISÉS MORENO

    Moisés Moreno Hernández

    Licenciado en Derecho por la Universidad Veracruzana y doctor en Derecho por la Universidad de Bonn, Alemania. Profesor de diversas materias de derecho penal y política criminal (

    unam

    ,

    uam

    ,

    up

    , Universidad Iberoamericana,

    inacipe

    , Escuela Libre de Derecho, entre otras); exdirector del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la

    uv

    ; exsecretario y exdirector académico del

    inacipe

    .

    Ha dictado más de 425 conferencias. Es autor y coautor de 12 libros en materia penal, político-criminal y de dogmática penal; autor de más de cien artículos publicados en revistas especializadas en la materia, y coautor de múltiples proyectos de Código Penal y de Código de Procedimientos Penales tanto federales como locales.

    Fue subprocurador de Control de Procesos de la

    pgr

    y subprocurador en la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal; es miembro de número de la Academia Mexicana de Ciencias Penales, de la que ha sido vicepresidente y presidente; ha sido miembro de la Comisión Redactora del nuevo Código Penal Tipo Iberoamericano y de la Comisión Redactora del proyecto de Código Penal de Bolivia; presidente y director del Centro de Estudios de Política Criminal y Ciencias Penales, A.C.; secretario ejecutivo de la Asociación Mexicana de Derecho Penal y Criminología, así como miembro fundador de la Asociación Latinoamericana de Derecho Penal y Criminología.

    temas selectos

    DIRECTORIO

    Alejandro Gertz Manero

    Fiscal General de la República

    y Presidente de la H. Junta de Gobierno del

    inacipe

    Gerardo Laveaga

    Director General del

    Instituto Nacional de Ciencias Penales

    Rafael Ruiz Mena

    Secretario General Académico

    Gabriela Alejandra Rosales Hernández

    Secretaria General de Extensión

    Alejandra Silva Carreras

    Directora de Publicaciones y Biblioteca

    El inacipe en las ciencias penales y la política criminal en México

    © Moisés Moreno Hernández (coordinador)

    © Instituto Nacional de Ciencias Penales

    Instituto Nacional de Ciencias Penales

    Magisterio Nacional núm. 113, Col. Tlalpan,

    Alcaldía Tlalpan, C.P. 14000, Ciudad de México

    Primera edición, 2019

    ISBN libro electrónico: 978-607-560-039-0

    Se prohíbe la reproducción parcial o total, sin importar el medio, de cualquier capítulo o información de esta obra, sin previa y expresa autorización del Instituto Nacional de Ciencias Penales, titular de todos los derechos.

    Esta obra es producto del esfuerzo de investigadores, profesores y especialistas en la materia, cuyos textos están dirigidos a estudiantes, expertos y público en general. Considere que fotocopiarla es una falta de respeto a los participantes en la misma y una violación a sus derechos.

    Las opiniones expresadas en esta obra son responsabilidad exclusiva del autor y no necesariamente reflejan la postura del Instituto Nacional de Ciencias Penales.

    Portadilla

    Escribo —o reproduzco— estas líneas que poco o nada aportarán a los enterados, pero pudieran ser útiles para quienes apenas acceden al tema de esta obra, a solicitud de mi colega, doctor Moisés Moreno Hernández. Sirven como prólogo para la obra colectiva, coordinada por este, para dar cuenta y razón de un organismo valioso, necesario y perseverante en el ámbito de las ciencias —y las prácticas— penales en México: el Instituto Nacional de Ciencias Penales; ampliamente conocido, apreciado y seguido al amparo de las siglas con que lo bautizamos, en el ya distante 1976, y que ha sido identificado en el curso de varias décadas: inacipe.

    El coordinador de la obra colectiva —acompañado por un grupo selecto de tratadistas, a quienes saludo con afecto y respeto— proporciona un panorama detallado y bien documentado en torno al quehacer del inacipe: su origen, desenvolvimiento, aportaciones, su influencia. Todo esto es necesario para ponderar la competencia y excelencia del organismo, que ha sido útil y fecundo; esa apreciación contribuirá a sustentar su futuro.

    Al abordar estos puntos no solo se alude a la excelente obra del instituto —como cuerpo que abarca diversas disciplinas y las atiende y fomenta— sino también, naturalmente, al desempeño de muchos profesionales y académicos; e, igualmente, a la acción de políticos comprometidos con el objetivo de construir un verdadero sistema penal mexicano que, en el curso de sus tareas como docentes, investigadores, funcionarios, aplicadores de la ley, han contribuido significativamente al progreso de las diversas vertientes en las se despliegan estos afanes.

    En tal virtud, la obra a la que agrego estas líneas hace honor a su título y va más allá del subtítulo que la distingue: carga el acento en el papel promotor del inacipe, pero también en la ardua tarea de un gran número de mexicanos y no mexicanos (no me gusta decir extranjeros: nadie lo es en esta obra compartida) que han trabajado para forjar —en nuestro espacio y en otros vinculados a él— la doctrina de las ciencias penales, un conjunto muy amplio, con fuerte raíz en las circunstancias de cada lugar y cada tiempo y en el diseño del futuro plausible. Y mucho más que eso: también en la práctica informada por esas disciplinas, siempre colmada de interrogantes, infortunios, vicisitudes de diversos signos.

    El coordinador, Moreno Hernández, tiene la autoridad que le ha permitido organizar con acierto esta obra y explorar el curso de las ciencias penales en México. En efecto, es destacado penalista, con obra relevante —de la que nos hemos valido a menudo, siempre con provecho—; formador de generaciones de abogados y funcionario público con prominente desempeño, además de haber sido presidente de la Academia Mexicana de Ciencias Penales. Igualmente, conoce bien al inacipe: contribuyó a su desarrollo, prácticamente desde las horas de su fundación, y ha librado muchas batallas para sostener con firmeza y vigor la presencia del instituto, frecuentemente asediado por vientos adversos.

    Cuando el coordinador me reiteró la amable invitación para formular este prólogo, le hice notar que en otros momentos he aportado mi testimonio sobre el instituto, su creación y su marcha. Difícilmente, podría exponer ahora algo diferente de lo que he manifestado en esas ocasiones, a través de foros a los que he sido convocado y publicaciones de las que soy autor. En ellos comenté mi propia experiencia en la generación del instituto —a la que concurrí— y en algunas de sus andanzas.

    Digo esto porque ahora solo pretendo recoger esencialmente —e, incluso, literalmente, con algunos cambios menores— las reflexiones que constan en múltiples publicaciones de las que soy autor, en las que me he referido con frecuencia al mismo asunto que examino en estas líneas: así, las primeras páginas de mi libro La Constitución y el sistema penal: 75 años (1940-2015), editado precisamente por el inacipe en el cuadragésimo aniversario de su establecimiento; los textos denominados Exposición de motivos del Instituto Nacional de Ciencias Penales (en Memoria de Labores, junio de 1976-junio de 1981, Procuraduría General de la República), Origen y misión (en ¿Qué es el INACIPE?, 2003) y Una década en el Instituto Nacional de Ciencias Penales (en 10º Aniversario, 1986); un estudio histórico de mi autoría que apareció en la revista Criminogénesis (No. 7, 2010), bajo el título "La Academia Mexicana de Ciencias Penales y Criminalia. Medio siglo en el desarrollo del Derecho penal mexicano (Una aproximación)", y en mi libro Moradas del poder, publicado por el Seminario de Cultura Mexicana, donde se refiere la relación entre la Procuraduría General de la República y el inacipe, en el periodo 1983-1988.

    Mencionaré algunos nombres y unas cuantas fechas, dichos y hechos. Ahorraré la extensa historia de las propuestas —y acaso los sueños bien informados y a la postre realizables— de quienes supusieron que sería posible, alguna vez y en buena medida, contar con un verdadero sistema de justicia penal, en la vanguardia de las ideas y de la realidad, y dentro de este, con un organismo de clase mundial —para emplear la socorrida expresión— que contribuyese al progreso del penalismo mexicano. Esos promotores pensaron en otros organismos que han dado lustre a la República, en sus ámbitos generosos, por ejemplo, los Institutos Nacionales de Cardiología, Nutrición o Neurología, o El Colegio de México. No debía ser menor la dimensión y trascendencia del Instituto Nacional de Ciencias Penales.

    Se ha manifestado con insistencia —y, además, con absoluta justificación— que el Instituto Nacional de Ciencias Penales es un producto —un hijo, si cabe decirlo así— de la Academia Mexicana de Ciencias Penales, que ha dejado sentir su paternidad tanto en la filiación de aquel organismo como en su mismo nombre. Esto nos lleva hasta las horas de creación de la Academia, precedida por la aparición de la revista Criminalia: oráculo del penalismo mexicano a partir de 1933. Es muy justa la afirmación de Sergio Correa García, autor de una historia de la Academia, cuando señala que en los ideales del instituto "se reflejan los ideales de la Academia Mexicana de Ciencias Penales y de Criminalia".

    La Academia se constituyó en 1940, y ha tenido vida notable y activa desde ese año distante. En las ideas y las propuestas de los padres fundadores de la Academia apareció la propuesta de que México contara con una instancia de investigación y docencia al servicio de las ciencias penales. Esta misma idea animó, en su propio ámbito, la creación del doctorado en Derecho Penal de la Universidad Veracruzana y el establecimiento de la Escuela para Personal Penitenciario en la Universidad Nacional Autónoma de México, durante el periodo rectoral del penalista Luis Garrido, también presidente de la Academia.

    En esa línea de intenciones, la Academia planteó el establecimiento del órgano de Estado que asumiera esa múltiple labor, con buen fundamento y convergencia institucional. Estaba a la vista la sugerencia del profesor Mariano Ruíz Funes —que ingresó a la Academia en la primera sesión formal de esta— a favor de un instituto de estudios penales. Y, en la misma dirección, se pronunciaron Garrido y Javier Piña y Palacios (mi recordado maestro), al proponer la creación de la escuela para personal penitenciario a la que me acabo de referir. Dijeron que ese plantel sería la base para la fundación de un Instituto de Ciencias Penales al servicio del Gobierno Federal y de los Estados, que serviría para estudiar y resolver las cuestiones penales internas. En realidad —dijeron— México necesita con urgencia un instituto criminológico.

    Las condiciones favorables para llevar adelante esta aspiración, materializándola, se incubaron en el proceso de reforma penal y penitenciaria cumplido en el Estado de México, entre 1966 y 1970; y se consolidaron, con alcance nacional, en el periodo político-administrativo comprendido entre 1970 y 1976. Como he dicho antes de ahora, utilizo esta referencia sexenal siguiendo una práctica arraigada —y explicable— en la narración de nuestras historias y para identificar la circunstancia del organismo naciente.

    Si me refiero con cierto detalle a esa circunstancia y a esa etapa en la vida del país, es porque el inacipe fue planeado, organizado y abierto como culminación —deliberada y formal— del trabajo de la República en este campo; frecuentemente, postergado, ignorado, disminuido, pero entonces identificado y atendido. Fue, en cierto modo, el puerto de llegada de una navegación que debía continuar hacia destinos cada vez mejores. Así se menciona, subrayadamente, en las consideraciones del decreto de creación al que me referiré infra.

    El instituto, producto natural de esa circunstancia, surgió al cabo de una intensa etapa de reforma penal y penitenciaria, que siguió a otras que anunciaron la misma intención, pero no lograron traducirla en hechos tan notables y alentadores como los que se sucedieron en aquel periodo. En el germen de esas reformas ha latido siempre una intención particular, a manera de mascarón de proa: la promesa de reformar las prisiones, con la que hemos caminado durante dos siglos, sin llegar a la meta. Por ello es natural vincular la creación del instituto con la reforma penitenciaria, y a la inversa.

    Al cabo de la etapa 1970-1976, período de la presidencia de Luis Echeverría, comenzaron en firme las tareas preparatorias del instituto en dos dimensiones necesarias y complementarias: por una parte, la reflexión académica, que debía proveer proyectos de esta naturaleza, elaborados desde diversas experiencias y perspectivas; y, por la otra, la acción administrativa, que definiera la localización física e institucional del organismo, abriera la puerta a proyectos arquitectónicos y dotara a las ideas (que abundaban), de asiento material, como diré adelante. Todo eso corrió bajo el abrigo de la dependencia federal llamada a orientar y facilitar el camino: la Secretaría de Gobernación, cuyo titular era el abogado Mario Moya Palencia.

    Se dispuso de lo que llamamos voluntad política, sin la cual, las propuestas y los programas naufragan en la ilusión académica o en los archivos de la burocracia: hubo voluntad, pues, del presidente de la República. Es preciso tomar en cuenta estos datos de la fundación, que no siempre figuran en la memoria —frágil o mal informada— de quienes observan el resultado, pero no conocen o no recuerdan sus factores y suponen que para alzar instituciones basta con desearlo.

    En mi oficina de la Subsecretaría de Gobernación —cuyo cargo ejercí entre 1973 y 1976— nos reunimos con frecuencia varios profesores y colegas para aportar los fundamentos académicos del instituto. También ahí se fraguó, esforzadamente, la reforma penitenciaria; y en ese mismo recinto se elaboraron varias propuestas de regulación penal, a veces, con buen ambiente académico, profesional y administrativo, y en ocasiones, sin este: tropiezos propios de la envidia o la discordia.

    En el grupo generador de lo que primero se planeó como Instituto de Criminología y, más tarde, de Ciencias Penales —para integrar bajo un arco común, comprensivo, todas las disciplinas y favorecer la materialización de nuestras sugerencias— figuramos, además del autor de este prólogo y anfitrión de aquellos encuentros, los profesores Francisco Núñez Chávez (entonces director general de Prevención y Readaptación Social), Alfonso Quiroz Cuarón (promotor diligente y respetado, a quien mucho debe el progreso penal de nuestro país), Javier Piña y Palacios, Rafael Moreno González, Héctor Solís Quiroga, Luis Rodríguez Manzanera, Victoria Adato Green, Olga Islas de González Mariscal, Gustavo Malo Camacho y Gustavo Barreto Rangel. En ocasiones, nos acompañaron otros funcionarios y académicos que aportaron ideas y sugerencias a la obra que pretendíamos acometer.

    Siempre conté —me es grato reconocerlo— con la buena voluntad de la dependencia en la que me desempeñaba como subsecretario. Este cargo, con todo lo que implica, dio fluidez al procedimiento. Referiré una anécdota de esas horas. Resuelta la creación del instituto (pero no difundida) recibí una tarde la visita de don Javier Piña y Palacios. Discutimos el proyecto y compartimos la necesidad de actuar con diligencia para concretarlo, antes de que se oscureciera el horizonte o aparecieran en el camino las piedras consabidas, dispuestas para descarrilar el progreso. Desde esa oficina consulté al director general de Administración de la Secretaría sobre el presupuesto disponible para actividades de mi ramo. Lo había, a la medida de una primera etapa. Esto nos alentó.

    Acto seguido, recabé —también rápidamente— la anuencia del secretario Moya Palencia, a quien previamente había comentado el proyecto. Inmediatamente después, me cercioré de que no habría obstáculos en dos ámbitos del gobierno federal cuyo beneplácito resultaba importante: las procuradurías generales de la República y del Distrito Federal. Ya escribí en otras páginas: sirvieron para el fin que nos propusimos tanto el entusiasmo del maestro como la disponibilidad de un teléfono para activar las peticiones, las autorizaciones y el trámite entre aquellas y estas: una red interna y otra del gobierno federal, la negra y la roja, que eran los colores de entonces. A partir de mi oficina, los timbres de ambos teléfonos sonaron en varios despachos del Palacio de Covián y de otras dependencias, con inmediatos y buenos resultados.

    Hubo un momento —también relaté— en el que el subsecretario de Gobernación debió aplicar toda la celeridad a su alcance —que es indispensable cuando se navega en las aguas mansas de la burocracia— para obtener la autorización de recursos presupuestales, emprender la incorporación del predio de Tlalpan a su nuevo destino y salir al paso de cualquier extrañeza, por si acaso.

    Allanada esta parte del camino, proseguimos rápidamente. Había que contar con una localización segura y un buen proyecto arquitectónico. Para erigir el edificio se consiguió una parte del predio en el que se localizaba la Escuela Hogar para Niñas, en el corazón de la entonces delegación de Tlalpan, antiguo San Agustín de las Cuevas: Magisterio Nacional 113. No se causó daño a esa escuela, que alojaba un reducido número de alumnas en un amplio edificio; se conservó este inmueble, rodeado de un jardín extenso y amable. Aledaño al terreno disponible se contaba con un antiguo edificio en el que se pretendían acondicionar alojamientos para futuros profesores visitantes y becarios. No omitiré decir que fue preciso vencer reticencias de la Delegación de Tlalpan.

    Formalizada la asignación del predio al Instituto Nacional de Ciencias Penales, marchó con presteza la obra física de lo que sería la primera etapa de la construcción —proseguida con ahínco en los lustros venideros—, y para ello se requirió de la participación de un competente arquitecto, Mario Sosa, quien trabajaba en varios proyectos de la Secretaría de Gobernación, además de los que se hallaban a cargo de esta en varias entidades federativas dentro del plan de reforma penitenciaria, en el que colaboraba otro arquitecto laborioso: David Sánchez Torres. Dedicamos muchas horas al estudio del proyecto, hasta que se tuvo una versión acabada, que debía contar con el visto bueno de la Secretaría de Gobernación.

    El propio arquitecto Sosa concibió lo que sería —durante cuarenta años— el logotipo del inacipe, insignia con la que se le reconoció en México y en otros países: la figura que ofrecía un núcleo, eje del diseño, del que se desprendía una cauda de varios segmentos. ¿Qué representaba? Hubo varias versiones, alentadas por la reflexión o la imaginación de los observadores constituidos en intérpretes: la compleja vida humana, a partir de una idea o un espíritu, que se despliegan; o bien, las ciencias penales, varias y diversas, que se desarrollan a partir de ciertos puntos de referencia: el delito, el delincuente, la pena. Años después, esta figura fue sustituida por otra, que hoy campea: tres círculos concéntricos, que semejan un blanco al que se arrojará una flecha. En fin, las interpretaciones de ayer y de ahora están sujetas al juicio de quien conoció (o conoce) los animosos logotipos.

    El 21 de junio de 1976, cercano ya el final del sexenio en el que surgió el inacipe, se expidió el esperado Decreto por el que se crea el Instituto Nacional de Ciencias Penales. En los documentos emitidos en aquellas horas constó el objetivo del inacipe como organismo del Estado mexicano, concentrando dependencias de este e instituciones universitarias —entre ellas, por supuesto, la unam, de la que casi todos éramos oriundos; y también la Universidad Autónoma Metropolitana y la Unión Nacional de Universidades e Instituciones de Enseñanza Superior— al servicio de la docencia, la investigación y la difusión. De este centro de pensamiento y enseñanza partirían sugerencias para la definición y el desempeño de la política criminal, siempre al garete. Se contaba, pues, con un propósito necesario, bien estudiado y encaminado, que podría rendir los frutos que anunciaba el decreto de creación.

    En los considerandos de aquel decreto se relataron los pasos del Estado en materia de justicia penal, a los que antes me referí; particularmente, los asociados a la circunstancia en la que se disponía el establecimiento del instituto: ordenamientos para plantear una nueva política en esta área; aparición del Derecho penitenciario y edificación de modernos centros de readaptación social, así como formación de personal calificado; investigaciones científicas; creación y operación de un sistema de acopio y difusión de información. Todo lo que el instituto abarcaría al cabo de muy poco tiempo.

    Fue así como el artículo 1º dispuso: Se crea el Instituto Nacional de Ciencias Penales como organismo descentralizado con personalidad jurídica y patrimonio propios con sede en la Ciudad de México; y el artículo 2º indicó:

    El Instituto tendrá por objeto la formación de investigadores, profesores y especialistas en ciencias penales, la realización de investigaciones científicas sobre estas materias, la información y difusión sobre conocimientos de su área y las demás tareas conducentes al estudio, al desarrollo y a la aplicación de las disciplinas penales.

    ¿Qué se pretendía, a fin de cuentas? Dotar al país de un organismo bien calificado, que nunca se había tenido, indispensable, para ilustrar la política criminal, formar cuadros de alta calificación, llevar adelante investigaciones en el complejo espacio de las disciplinas penales y su aplicación, y difundir hallazgos y sugerencias a escala nacional, siempre en comunicación con las instituciones y los profesionales más calificados de otras latitudes. Habría arraigo en México, pero también apertura de ventanas para recibir todas las experiencias y sugerencias. Ni aldeanismo ni pura recepción: figura propia, eso sí, para enfrentar necesidades propias y formular propuestas adecuadas, exactamente el mismo espíritu que presidió, en 1910, la instalación de la nueva Universidad Nacional de México, según las palabras de Justo Sierra.

    El inacipe inició sus tareas el 25 de junio de 1976, con una ceremonia y la visita del presidente de la República —a la que, en adelante, me referiré de nuevo— quien recorrió detenidamente las instalaciones, conoció las aulas, observó el laboratorio de criminalística y conversó con los funcionarios y los profesores que integrarían parte de la planta docente. Hay un folleto que informa, en varios idiomas, acerca de esa ceremonia y ese recorrido.

    En ese momento, el edificio que alojaba al instituto contaba con un buen auditorio —que se llamaría Alfonso Quiroz Cuarón, en merecido homenaje a uno de los principales inspiradores del progreso penal— y de varias aulas y cubículos para investigadores, además de oficinas administrativas, todo equipado con genuina austeridad. El edificio primordial contaba con biblioteca, centro de documentación y laboratorio de criminalística; asimismo, disponía de una sala de seminarios, en cuyas paredes —como en las del edificio en su conjunto— había foto-murales de famosas películas que evocaban hechos del crimen y la justicia. En sucesivas etapas, la planta física creció notablemente hasta alcanzar la plenitud que tiene en 2019, año en que escribo estos párrafos.

    Había llegado, pues, la hora de poner en marcha el instituto, previa designación de sus directivos: las mentes y las manos en las que se depositaría este nuevo activo del Estado, con la suma de expectativas que despertaba. Los nombramientos dispuestos por el Ejecutivo Federal recayeron en dos prestigiados maestros, autores de obras penales notables en la doble trinchera de la ciencia y de la práctica.

    El profesor Celestino Porte Petit, gran protagonista de una nueva hora de la ciencia jurídico-penal en México, fue nombrado director general; y el doctor Rafael Moreno González, criminalista mayor, fue designado director adjunto. Conviene recordar que otros miembros de la Academia Mexicana de Ciencias Penales también figuraban en cargos directivos del instituto, por acuerdo del Gobierno federal: yo mismo, como presidente de la Junta de Gobierno (función que desempeñé de nuevo muchos años después, 1983-1988); Sergio Vela Treviño, coordinador del área jurídica, y Raúl Jiménez Navarro, coordinador del área criminalística.

    En el esquema de la Administración Pública Federal, la coordinación sectorial —como le llama la técnica de la administración pública— del inacipe quedó a cargo de la Secretaría de Gobernación, entre 1976 y 1983; a partir de este año se confió a la Procuraduría General de la República. El traslado de responsabilidad, resuelto por el presidente de la República, constituyó un factor de continuidad y desarrollo.

    La inauguración del inacipe formó parte de una serie de actos en los que la Secretaría de Gobernación dio a conocer su informe sexenal bajo el título de Seis años de esfuerzo. El programa se cumplió con puntualidad. Llegó el presidente, acompañado —según el rito invariable— por numerosos funcionarios y periodistas, a los que se sumaron los invitados por el instituto. El recorrido inició a la entrada de la dirección general, que ocupaba un local distinto del que hoy tiene.

    Hubo un solo orador, don Celestino Porte Petit, que habló de pie. El maestro se refirió al proceso de novedades que condujo a la creación del instituto, sus motivos y objetivos, su desarrollo y su posible futuro, asociado al desenvolvimiento y al porvenir de la justicia penal en México. Observó que la apertura del inacipe venía a consolidar la obra reformista legislativa e institucional, dirigida a crear un nuevo clima en la respuesta del Estado ante el lacerante problema de la criminalidad; y que la fundación de este organismo obedecía a la promoción de un programa orientado por los avances en las ciencias penales a dimensión nacional e internacional.

    Por supuesto, la reflexión del profesor Porte Petit extendió la mirada hacia adelante, a largo plazo:

    El Instituto tiene ante sí un enorme reto al que debe responder en forma eficaz y generosa. Sólo una estricta selección de sus miembros —tanto alumnos como maestros— lo dotará de la necesaria riqueza intelectual y humana para cumplir en forma digna y relevante con su alta función. Por ello, es que la réplica de todos nosotros al vigoroso esfuerzo de poner en marcha este Instituto, se debe traducir en la creatividad de nuevos rumbos en las ciencias penales, tanto en el campo de la investigación como en los de la docencia y la información.

    En la publicación sobre la crónica inaugural figuran mis propias palabras como presidente de la Junta de Gobierno:

    Un largo camino de necesidades, proyectos y útiles experiencias fue necesario recorrer hasta la final creación del Instituto Nacional de Ciencias Penales (…) El gobierno del país ha entregado el Instituto a la nobleza, a la inteligencia, al esfuerzo de los estudiosos de las ciencias penales.

    De esta manera comenzaron los trabajos de un organismo que ha prestigiado a México y servido con generosidad a los fines que animaron su creación y han determinado su desarrollo. Ya mencioné que, en la primera etapa, la casi totalidad de los directivos del inacipe eran miembros de la Academia Mexicana de Ciencias Penales, que conservó su presencia a lo largo de la vida de la institución, como se reconoce en una placa; pero también en cada capítulo (escrito o no escrito), de la historia institucional colocada en el muro del instituto.

    Desde el primer momento, el inacipe fue promotor y escenario de cursos, congresos, conferencias, seminarios, mesas redondas. Entre los encuentros científicos del más alto nivel a los que el inacipe brindó hospitalidad —y que serían puntos de referencia para la comunidad académica internacional— se contaron, por lo que toca a la época del arranque, el Primer Coloquio de Política Criminal en América Latina, el Coloquio Internacional Setenta y cinco años de evolución jurídica en el mundo (1976) —encuentro jurídico pluridisciplinario, esmeradamente conducido por el profesor Niceto Alcalá-Zamora— y las Terceras Jornadas Latinoamericanas de Defensa Social (1979), que tuve el honor de presidir. A estos encuentros seguirían muchos más, año tras año, lustro tras lustro, en un prolongado desempeño que ilumina la historia penal del país.

    El inacipe fue foro de múltiples reuniones multinacionales o binacionales de alto nivel, como la celebrada entre los procuradores generales de México y Estados Unidos en 1985 (año difícil en la relación entre ambos países en materia de procuración de justicia), y de congresos de procuradores y otros responsables de áreas relacionadas con las disciplinas penales, a cuya reunión nacional en el instituto asistió el presidente Miguel de la Madrid, el 24 de julio de 1986. Desde luego, en el Instituto han laborado numerosas comisiones a cargo de proyectos legislativos. Entre ellas, recuerdo una de las primeras, presidida por Porte Petit, en la que participé. Se trataba de elaborar el código penal para el estado de Veracruz, encomendado al instituto por el gobierno de esa entidad. El proyecto data de 1979, y el código se promulgó en 1980.

    Creo importante añadir un comentario, así sea muy breve, acerca de un importante renglón de los trabajos preparatorios del instituto y de los años iniciales de este. Como he dicho, el patrocinio de la secretaría de Gobernación fue indispensable para el establecimiento del organismo, su puesta en marcha, su sustento en los años de fundación. De ahí que la secretaría adelantase programas —bajo el doble signo de la vigorosa dependencia federal y del naciente organismo descentralizado— en una suerte de anuncio sobre el futuro instituto; o bien, de acompañamiento eficaz de los primeros pasos.

    En este orden conviene recordar los numerosos trabajos de investigación —de excelente factura— que se formularon y publicaron en el curso de los años iniciales, comprendidos en series diversas que iban desde las cuestiones de legislación —histórica o actual— hasta los temas de sociología criminal, régimen de prisiones, genética y delincuencia; por solo mencionar unos cuantos de la extensa relación que abarca las investigaciones y las obras para la docencia publicadas con el doble sello editorial de la secretaría y del instituto, y a menudo, como Cuadernos del Instituto Nacional de Ciencias Penales.

    Entre los autores de esas obras, recordaré a Elena Azaola, Lucy Reidl, Leticia Ruiz de Chávez, José Barragán Barragán, Gustavo Malo Camacho, Javier Piña y Palacios, Héctor Solís Quiroga, Lourdes Schnaas de Garay, José Pedro Achard, Ramón Fernández Pérez, Luis Rodríguez Manzanera, Gustavo Barreto, Josefina Álvarez Gómez, Susana Muñoz Sánchez, Abraham Nadelsticher Mitrani, Jennya Boyadjieff, Alicia González Vidaurri, Augusto Sánchez Sandoval, Gustavo Cosacov Belaus, Klaus Dieter Gorenc, Noemí Clemente Mendoza, Marcia Bullen Navarro. También hubo obras que asociaron el arte y el crimen a través de la literatura epistolar, la poesía o la cinematografía. Las debemos a Tita Valencia, Marco Antonio Montes de Oca y Francisco Rocha.

    No omito destacar las tribulaciones del instituto bajo la presión de los ajustes presupuestales que acordó el Gobierno Federal, acosado por un contexto económico desfavorable, en el sexenio 1982-1988, y en los difíciles días que siguieron a los terremotos de 1985, en la Ciudad de México. Cuando aquel ajuste alcanzó a la Procuraduría General de la República —que lo hizo seriamente y a fondo, sin eludir medidas y consecuencias— aquella dependencia contaba con una dirección a cargo de la selección y la formación de personal, tanto ministerial como policial, y el titular de la procuraduría presidía la Junta de Gobierno del instituto.

    La estrechez del presupuesto aconsejaba máximo ahorro. Para ello, había que concentrar —en la mayor medida posible— renglones de gasto que tenían objetivos similares. Por eso resolví trasladar al inacipe la función que cumplía aquella dirección de la pgr. La medida era necesaria —dolorosa, pero necesaria, se estila decir en la retórica oficial sobre los recortes presupuestales— para lograr el ahorro dispuesto por el Ejecutivo; y, además, constituiría una condición de vida para el inacipe, en el corto o el mediano plazo. Todo esto contribuye a explicar por qué se ocupó el Instituto en la preparación y capacitación de agentes del Ministerio Público, de la policía judicial y de los servicios periciales. Lo hizo en una etapa de necesidad apremiante, sin el propósito —que nunca estuvo en sus fines originales— de asumir tareas que podrían desempeñarse en el espacio de otras instituciones.

    En cuanto al papel del instituto, a raíz de los terremotos del 85, conviene recordar que en Magisterio Nacional nos reunimos los funcionarios de la pgr, desalojados de nuestras oficinas, gravemente afectadas o de plano destruidas por los sismos de septiembre. Ahí se planeó la siguiente etapa de la dependencia federal, y también ahí se brindó hospitalidad —a costa de la comodidad del inacipe— a diversas oficinas de la procuraduría, mientras lográbamos reponer espacios adecuados para reinstalarlas en otros planteles, como luego ocurrió.

    En una crónica de aquellos días referí:

    Para resolver lo que haríamos inmediatamente después de los temblores, me reuní con los funcionarios responsables de las áreas de trabajo. Sesionamos en el que sería uno de los alojamientos de la Procuraduría: el Instituto Nacional de Ciencias Penales. En torno a una larga mesa de trabajo en el comedor del Instituto, revisamos la situación y adoptamos las primeras decisiones. Vimos, por televisión, el mensaje que dirigía el presidente (…) La estancia de la procuraduría en el Instituto se prolongó, a partir de esa noche, más de dos años.

    La vida suele alternar momentos luminosos y horas sombrías, en las que parece perderse, sin motivo y sin razón, todo lo que se ha logrado. Así ocurrió también en la vida del inacipe, agraviado por una clausura tan inesperada como improcedente. Debo mencionarlo aquí, puesto que estoy reseñando los acontecimientos fundacionales del instituto, tanto los gratos y estimulantes, creativos para la ciencia y para México, como las coyunturas amargas que sobrevinieron al cabo de algún tiempo, no mucho. Entre estas, figura, pues, la injustificable desaparición del organismo, que dejó de funcionar durante casi tres años: entre 1993 y 1996. No hubo razón alguna —razón válida, quiero decir— para suprimir una entidad necesaria y exitosa. Es pertinente recordarlo, como también hemos evocado las horas de esforzada construcción.

    El inacipe desapareció bajo el golpe del artículo segundo transitorio del Reglamento del Instituto de Capacitación de la Procuraduría General de la República, del 17 de agosto de 1993. Fue restablecido merced al decreto del 9 de abril de 1996, denominado Decreto por el que se crea el Instituto Nacional de Ciencias Penales; según señala, además, el artículo 1º: Se crea el Instituto Nacional de Ciencias Penales como organismo descentralizado, con personalidad jurídica y patrimonio propios, con domicilio en la Ciudad de México.

    El decreto de 1996 dijo literalmente lo mismo que había expresado —20 años antes— el de 1976. Alguna vez se habló de instauración del inacipe. Esa palabra, instauración, posee diversos significados: establecimiento, fundación, institución; o bien, en acepciones en desuso: renovación, restablecimiento, restauración. En rigor, se trató, evidentemente, del restablecimiento del organismo. Al cabo de este oscuro período, el inacipe fue repuesto en su local y en su misión, de los que había sido despojado. De esta manera se rectificó el desacierto y cesó la acción institucida.

    Deshecho el entuerto, el inacipe ha seguido un camino que se mantiene y es necesario conservar, sostener, engrandecer. Alguna vez, a raíz del entuerto, el nuevo procurador general y presidente de la Junta de Gobierno me invitó a presidir el organismo. Dijo, palabras más o menos: Rescate a su hijo. Fue generoso de su parte, y por ello lo menciono. Pero no. Agradecí y decliné la invitación. Habría —y hubo— personas más adecuadas que yo para encabezar el instituto. Mi propia trayectoria se hallaba —y se halla— más asociada a los pasos que he referido en este prólogo heterodoxo que a los que el inacipe daría en el futuro.

    No dejaré de mencionar la inquietud que apareció en horas recientes, una vez más, para suprimir el instituto. Así lo quiso hacer —diría, mejor: cometer— un oscuro artículo transitorio de la iniciativa de ley orgánica de la Fiscalía General, que planteó el traslado a esta de todos los recursos del inacipe. El instituto se convertiría en una unidad administrativa de la Fiscalía, con radical quebranto de su naturaleza, sus propósitos, sus alcances. Hubo pretextos: no tenía sentido depositar en un órgano descentralizado la formación de personal para la procuración de justicia y la seguridad pública. Para ello bastarían las unidades de la Fiscalía. No haré mayores comentarios sobre esta pasión institucida de años recientes. Ya los hicimos en la Academia Mexicana de Ciencias Penales, que se pronunció vivamente en contra de este proyecto de lesa cultura. La Academia sustentó con buenos argumentos sus puntos de vista.

    Causa extrañeza —por decirlo con un eufemismo— la intención destructora, cuando sería más practicable y, desde luego, más positivo para México retener y engrandecer las instituciones que ha construido. Alguna vez nos percataremos de que no es necesario cavar la tumba del pasado para erigir, sobre ella, el monumento del presente (que pronto será pasado). Luego deploraremos la pérdida de un patrimonio, que no es solo un acervo material, sino un tesoro moral que pertenece a la República.

    No pretendo referirme aquí al trabajo realizado por quienes han tenido a su cargo la dirección del organismo. Creo que cada uno, en su tiempo y dentro del contexto en que le tocó actuar, procuró hacer lo que estuvo a su alcance para la buena marcha de la institución. Su desempeño figurará, sin duda, en la revisión histórica. Sin embargo, no podría ignorar la presencia que tuvieron algunos juristas o criminólogos que ya no se hallan entre nosotros, pero aportaron al instituto buena parte de su vida y entusiasmo.

    Recuerdo en este momento, desde luego, a don Celestino Porte Petit y a mis colegas Gustavo Malo Camacho y Gustavo Barreto Rangel, así como al profesor Fernando Castellanos Tena. Tampoco puedo omitir la referencia a los años más recientes, lo que me lleva a mencionar a los directores Gerardo Laveaga y Rafael Estrada Michel.

    Actualmente, el instituto —al que hace justicia esta obra colectiva— sigue adelante en su nueva condición de centro de investigación, dentro del sistema de estos organismos que debe promover, custodiar y alentar —propósito plausible de una política de ciencia y tecnología, que México requiere— el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología. Ojalá que se conserve la orientación del organismo y salga avante su autonomía, sorteando los acosos económicos y cualesquiera de las orientaciones que subordinen la investigación científica y la formación de cuadros, todo ello con visión de Estado.

    Ha pasado mucho tiempo y han desfilado no pocos vendavales desde el momento de concepción y nacimiento del instituto. Pese a mucho y a muchos —y gracias, por supuesto, a mucho y a muchos— el inacipe ha cumplido su misión genuina. Hay más en su futuro, pero esto será materia de otra obra y de otro prólogo que celebre, dentro de varios años —en una vida larga y perdurable— la madurez y persistencia de una entidad que ha servido a México en el ámbito de su compleja vocación.

    * Exprocurador general de la República, expresidente de la Academia Mexicana de Ciencias Penales y exjuez de la Corte

    idh.

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