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Fragmentos
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Libro electrónico291 páginas4 horas

Fragmentos

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Fragmentos" es una recopilación de relatos de Víctor Blázquez, algunos de ellos inéditos, entre los que se encuentran: "Trigo limpio", un thriller actual de secuestros, robos y conversaciones sobre aviones; "La piel de la laguna", la historia de una mujer que regresa a su hogar y descubre que su pueblo ha sido arrasado y su hermano pequeño ha desaparecido; "La caravana del whisky", un cuento que narra el robo del dinero de la caravana y el proceso para descubrir al culpable entre cinco posibles sospechosos; "Amor es dolor", donde un alcohólico recuerda a su primer amor, una chica a la que culpó de todos sus males; o "Hazle siempre caso a tu madre", el cual ya fue publicado en 2013 por la editorial Universo en la antología de relatos de horror "Leyendas urbanas". Esta es solo una pequeña muestra del enorme potencial imaginativo de un autor que ha repetido en numerosas ocasiones que "la ficción es y será mi única realidad".-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento30 abr 2021
ISBN9788726858273
Fragmentos

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    Fragmentos - Víctor Blázquez García

    Saga

    Fragmentos

    Copyright © 2018, 2021 Víctor Blázquez and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788726858273

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    GULA

    Érase una vez un hombre llamado Angus Carter que, por motivos laborales, y a sus treinta y tres años, viajó desde Londres hasta Camboya en avión. Durante el vuelo, y gracias a que la empresa había pagado, obviamente, un billete en primera clase, le sirvieron la cena en una bandeja de plástico. Lasaña y pescado hervido con patatas panaderas. Angus, que siempre había sido de buen comer, devoró las pequeñas porciones y preguntó si podía repetir.

    Graduado con matrícula de honor en Economía y Dirección de Empresas, Angus fue contratado por una gran multinacional dos días después de cumplir veinticuatro años. Ambicioso y constante, se dedicó a cumplir con su trabajo y a dar siempre el doble de lo que le pedían. Su primer ascenso le llegó un año después y le situó en la órbita de los que cobran tres ceros precedidos de un cuatro. Nada mal para haberse graduado hacía doce meses. Aquello fue el primer escalón de una subida meteórica. Se casó con una abogada tan exitosa como él, tan ambiciosa como él, puede que más, y tan dispuesta a apuñalar compañeros con tal de llegar más alto como él. A ninguno de los dos le interesaba realmente el otro, puede que Angus sintiera deseo en ocasiones y ella siempre se ocupaba de satisfacerle, pero en esencia lo suyo era una unión de poder.

    Volvamos a Camboya, donde Angus fue recibido por el consejero delegado de la compañía con la que su empresa quería fusionarse. Tuvieron una primera reunión ese mismo día, para conocerse y declarar los puntos que abordarían a lo largo de la semana, y cuando terminaron, el consejero delegado, un camboyano de nombre impronunciable, le preguntó si tenía hambre.

    —Yo siempre tengo hambre —aseguró Angus.

    Algo que era verdad, dicho sea de paso. Angus era un tipo hambriento en sentido figurado: de poder, de sensaciones, de dinero, de control. El consejero delegado le presentó a uno de sus empleados, otro camboyano de nombre impronunciable, y le dijo a Angus que sería su guía durante los días que durase la estancia en su país. Pídale lo que sea, le aseguró, porque él conoce esta ciudad mejor que nadie y le ofrecerá lo que desee.

    Lo primero que Angus deseó fue sexo. Le explicó al guía que le habían contado que en Camboya uno podía encontrar cosas que no podía encontrar en Europa. Cosas que se encontraban ligeramente, esa es la palabra que el bueno de Angus utilizó, en el filo de lo moral. El guía asintió, comprendiendo, y cumplió las expectativas de Angus. Ni cuestionó, ni le miró de forma desagradable. Ni siquiera pestañeó al ver que Angus se mordía el labio con emoción cuando la madamme, una camboyana que se presentó con un nombre impronunciable, le enseñó el catálogo de chicas. Todas jóvenes, demasiado, y a buen entendedor, pocas palabras bastan. Antes de meterse en la habitación con olor a velas aromáticas y sábanas de papel, le dedicó una mirada al impertérrito guía y entendió que él no debía ser ni el primero ni el último hombre de negocios europeo que solicitaba aquel tipo de tratamientos.

    Las reuniones funcionaron como la seda, como si siguieran el guion escrito por Angus. Todos los puntos que él necesitaba tratar y dejar aclarados antes de volver a Londres fueron puliéndose y equilibrándose hacia su lado de la balanza a lo largo de la semana. La vida era perfecta y le sonreía. En Londres tenía una muy buena vida y todos los lujos que un hombre pudiera desear. Hay que tener en cuenta que después de aquel primer ascenso que recibió a los veinticinco años le habían seguido unos cuantos más, y que de aquella órbita de los tres ceros con un cuatro delante había saltado a números aún más suculentos. Y por las noches, durante los seis siguientes días, dilapidó una importante cantidad de dinero, una nadería para su cuenta corriente, en realidad, y disfrutó de aquellos pequeños placeres que Camboya podía ofrecerle.

    La última noche, después de vaciarse, le dijo al guía que tenía hambre. Cuando el hombre le preguntó qué quería comer Angus dudó un instante antes de contestar.

    —Sorpréndeme. Algo que no haya comido nunca.

    El guía asintió, impertérrito como si su cara fuera de cera, y le guio hasta un pequeño restaurante que olía a aceite y fritura, de paredes sucias y clientela más sucia aún que le miraron con curiosidad, y tal vez algo de odio, cuando él cruzó el pasillo siguiendo a su guía. Sus zapatos de piel hacían un peculiar sonido al pisar las baldosas, pegajosas y mugrientas, y su traje de dos piezas de Armani desentonaba tanto como un Ferrari en una convención de autocaravanas. Esperó a un lado mientras el guía se entendía con el viejo que regentaba aquel cuchitril. Había comprobado de primera mano que sabía cumplir con las expectativas, así que, si pensaba que en aquel lugar Angus iba a comer algo magnífico, él estaba dispuesto a concederle el beneficio de la duda.

    El plato que le sirvieron, no más de diez minutos más tarde, era un trozo de carne ennegrecida que olía como si antes de cocinarlo hubiera estado nadando en aguas fecales. Ahí, Angus miró a su acompañante y levantó una ceja. El otro hombre le devolvió una mirada tan neutral como lo era el resto de su cara. Angus dudó, estuvo tentado de rechazar el plato con amabilidad y largarse al hotel a pedir un buen bistec con patatas. Pero luego se dijo que, al menos, debía probarlo y comprobar si su sabor era tan desagradable como su olor. Hundió el cuchillo en la carne y le sorprendió comprobar que era muy tierna. Pinchó el pedazo con el tenedor y lo levantó para llevárselo a la boca.

    La palabra delicioso se quedó corta en su vocabulario. Aquello le pareció la octava maravilla del mundo. Un placer para todos los sentidos, que casi le pareció que despertaban con una descarga eléctrica. Magia en su boca. El cielo. El paraíso.

    De camino al hotel, donde pasaría la última noche antes de tomar un vuelo a la mañana siguiente para volver a casa, se animó a preguntarle al guía qué era lo que había comido.

    —Estaba delicioso, eso que vaya por delante.

    La respuesta, sin embargo, le revolvió el estómago. Le hizo querer vomitar. O abalanzarse sobre aquel hombre para estrangularle. Aunque no estaba seguro de si hablaba en serio o se estaba burlando de él, puesto que su expresión seguía tan seria como siempre.

    Carne humana.

    Intentó vomitar en el hotel. Nunca había sabido cómo hacerlo (aquello de meterse los dedos en la garganta no iba con él) y no fue esa noche la excepción. Más tarde cayó en la cuenta de que, aunque fuera verdad que había cenado carne humana, aquello no era ni de lejos lo más inmoral que había llevado a cabo en los últimos siete días. Y se fue a dormir.

    Durante el viaje de regreso siguió pensando en aquello. Recordó el infinito placer que había sentido al masticar, la explosión de sabor que le había anegado el paladar. Incluso se le puso dura al rememorar aquel momento. En un acto impulsivo decidió enviarle un correo a su guía y preguntarle por la receta. Pensó, emocionado, que tal vez podría repetirla con carne de ternera. A fin de cuentas, la carne era carne y eran los condimentos los que proporcionaban el sabor.

    No funcionó.

    Siguió la receta al pie de la letra, compró la mejor carne de ternera que el carnicero pudo ofrecerle, pero el plato resultante ni siquiera le resultó agradable y acabó yéndose a la basura. Y se obsesionó. Se convenció a sí mismo de que necesitaba volver a probar aquel plato, sentir aquello que le había maravillado en aquel restaurante repugnante. Pasaba las horas pensando en ello, intentando rememorar el sabor, la emoción, el orgasmo para los sentidos. Descuidó su trabajo, su higiene personal, su vida en general. Empezó a planear un viaje de regreso a Camboya. Pensaba que podía conseguir días en el trabajo y excusarse ante su mujer con cualquier historia que inventaría en el momento. Tenía dinero de sobra para pagárselo y ni siquiera se notaría demasiado en la cuenta. Valía la pena hacerlo.

    Los planes nunca salen como uno quiere. Un error en un informe que él había pasado por alto, cosa que antes jamás le habría ocurrido, degeneró en una crisis económica para la empresa de la que le hicieron directamente responsable. En honor a todo lo que había luchado y conseguido para la empresa, decidieron darle una segunda oportunidad, aunque en aquel momento aquello le importaba bastante poco. Ahora tenía en mente otra cosa, siempre, a todas horas, cada segundo, y se sentía incapaz de concentrarse en los montones de papeles que esperaban aprobación sobre su mesa. Su inmediato superior concluyó aquella charla con un y por dios, Angus, sea lo que sea lo que estás pasando, soluciónalo cuanto antes; este no eres tú, mírate en un espejo, Angus. Ya ni siquiera te conozco.

    Que curiosamente, fue lo mismo que Cindy le dijo esa misma noche. Mientras ella gritaba en el salón, Angus se miró en el espejo del recibidor y lo que vio fue a un hombre despeinado, con ojeras y la piel de un color cetrino, el traje arrugado y el nudo de la corbata torcido. Ya no te conozco, Angus, y creo que será mejor que rompamos antes de que sea demasiado tarde para que los dos rehagamos nuestras vidas. Lo que, evidentemente, quería decir que ella ya tenía planificado su siguiente paso, tal vez incluso que llevara planificándolo, a buen entendedor pocas palabras bastan, un tiempo. A Angus no le preocupaba que hubiera otro hombre en su vida, sabía que era lo más probable, igual que para él había muchas mujeres más, de pago y de no pago.

    Cindy se acercó a él. En su rostro había una mueca de desprecio. La misma que aparecía en sus labios cuando se le acercaba un mendigo o un negro.

    —No sé qué te pasó en Camboya pero desde que volviste de ese viaje has iniciado una senda de autodestrucción, Angus. No puedo permitir que me arrastres contigo.

    Angus asintió, por varias razones. Primero, porque lo entendía. Segundo, porque era verdad que había cambiado en Camboya. Tomó conciencia de ello, admitió que tenía un verdadero problema desde que había vuelto a Europa, y decidió que debería tomar al toro por los cuernos si quería solucionarlo y recomponer su vida. Se hizo a un lado para dejarla pasar. Ella había hecho las maletas y ahora la estaban esperando junto a la puerta. Cindy cruzó por delante de él y Angus estiró el brazo para coger el brillante pisapapeles de aluminio que la empresa le había regalado después de que cerrara aquel contrato millonario con una petrolera americana el año anterior. Lo levantó hasta que sus brazos no dieron más de sí y lo dejó caer sobre la cabeza de Cindy con todas sus fuerzas. El crujido fue espantoso y sonó como una inmensa rama al partirse. Ella se desplomó y él se quedó de pie mirando su cuerpo y el charco de sangre que iba formándose alrededor de su cuello.

    Luego arrastró el cuerpo hasta la cocina y preparó los ingredientes.

    Se dio el banquete de su vida.

    Guardó las sobras en tuppers.

    Volvió a comer un par de horas más tarde.

    Se despertó en mitad de la noche, hinchado de placer y satisfecho, pero necesitando volver a comer. Como un yonki que lo único que quiere es volar de nuevo. Una y otra vez hasta que estuvo seguro de que una cucharada más le haría explotar.

    El cuerpo le duró menos de una semana y para entonces ya no podía parar. Comía de forma metódica y constante, sin pausa, inconsciente de que su cuerpo no estaba tolerando aquella ingesta sin control. No le importaba porque era más feliz de lo que había sido nunca. Y en cuanto se metió el último pedazo en la boca, con la grasa del caldo resbalando por la barbilla y los ojos inyectados en sangre, varios kilos más gordo de lo que había estado durante aquella catártica estancia en Camboya, empezó a planificar su siguiente comida. A quién engañaría y cómo.

    Tenía hambre. Y no era en sentido figurado.

    PRIMERA PARTE

    TRIGO LIMPIO

    MÚSICA, UNA FURGONETA Y UNA FINCA AISLADA

    1

    La aguja recorría el disco de vinilo, por los altavoces surgía la voz profunda de Leonard Cohen y, gracias al sofisticado sistema de sonido que Darío hizo instalar el verano anterior, la música podía escucharse en toda la casa. Para un amante de la música como Darío Ballester, eso era perfecto. Entraba en el salón nada más despertarse, colocaba un vinilo en el tocadiscos (siempre vinilos, porque todo el mundo sabe que el vinilo suena mejor y captura la esencia de la música en todo su esplendor, los CD son un invento del diablo y básicamente la punta de lanza que nos ha guiado hasta donde estamos hoy, con cosas terribles como el reguetón y el techno. Si pudiera, Darío se haría instalar un tocadiscos en el coche, pero como no puede, se ha rendido a la tecnología y lleva conectado un mp3 con tropecientas canciones que le pidió a su hija que grabara en aquel aparato. Un aparato blasfemo, si le preguntan a él. Otra cosa es que además de blasfemo sea útil. Para el coche, lo es, y Darío puede ser tiquismiquis cuando la cosa se refiere a la música, pero es un hombre práctico también), y después iniciaba su rutina matinal moviéndose con libertad por la casa sin perder ni un solo acorde.

    Se afeitaba, se duchaba, se vestía, desayunaba y se preparaba al ritmo de la música. Tarareaba a menudo, en algunas ocasiones incluso canturreaba en voz baja. Era, como ya se ha comentado, una verdadera maravilla. Para él, claro. Su hija Elia no opinaba lo mismo. Ella bien podría dormir media hora más que su padre, pero por mucho que intentaba quedarse en la cama, la música hacía que abriera los ojos y ya no podía volver a conciliar el sueño. Si todavía fuera buena música, pues tendría un pase, pero todo eran rollos antiguos. Los discos de su padre estaban todos llenos de viejas glorias, cantantes y grupos que ella no dudaba que fueran buenos en su época y llenaran estadios y portadas de revista, pero que estaban desfasados. Leonard Cohen le parecía el colmo del aburrimiento, con esa voz que parecía que se había fumado siete cajas de cigarrillos antes de entrar al estudio de grabación. Los Beatles tenían un pase. Elvis era el equivalente musical a comprarse un seiscientos y meterse en un circuito de Fórmula 1. Los Rolling eran unos ancianos que intentaban ir de rockeros. Janis Joplin, Bruce Springsteen, David Bowie, Stevie Wonder y Marvin Gaye le resultaban cansinos y aburridos. Por más que había intentado modernizar los gustos musicales de su padre, lo único que había conseguido era que él protestara sobre el devenir de la música actual y el desastre al que estaba abocada la raza humana si seguían por ese camino.

    En ese incipiente día de finales de mayo, Darío bajó las escaleras mientras mascullaba un improperio al notar la suave vibración en la muñeca. La pantalla de su reloj le mostró que era Tobías Fernández el que estaba llamándole. Suspiró, dando por perdida la canción que estaba sonando en ese momento, y se ajustó el manos libres en la oreja derecha.

    —Dime que no son los chinos.

    —Son los chinos —respondió la voz de Tobías al otro lado de la línea telefónica. Se le notaba cansado, como si no hubiera pegado ojo en toda la noche, cosa que era bastante probable.

    —Qué tocapelotas son. —Darío entró en la cocina, rodeó la isleta central y abrió la nevera para buscar una botella de zumo de naranja—. Hay que intentar venderles el proyecto sea como sea, no podemos dejar escapar esta oportunidad.

    —Ya lo sé, ya lo sé. —Tobías debía estar manipulando algunos papeles porque se escuchaba el roce de las páginas entremezclado con su voz.

    —Podemos negociar precio, por supuesto, pero hay que forzar la fecha de entrega. Si nos acortan, estamos jodidos.

    —Pues están presionando con todas sus fuerzas —aseguró Tobías—. Están jugando a volvernos locos, no tengo un solo interlocutor, a lo largo de la noche he hablado con cinco o seis personas diferentes, les explico lo mismo una y otra vez, cada uno de ellos expone un argumento diferente…

    Darío escuchaba la diatriba del otro hombre sin dejar de moverse. Bebió un vaso entero de zumo y dejó el vaso en el lavavajillas, se acercó al recibidor y se miró en el espejo para asegurarse de que el nudo de la corbata estaba bien puesto. El reflejo de un movimiento a su espalda le hizo girarse a tiempo de ver a Elia entrando en la cocina, y fue tras ella.

    Elia tenía dieciocho años y, aunque Darío era capaz de percibir algunos de sus rasgos en ella, lo cierto era que había sacado la mayor parte de su madre. No era orgullo de padre, que también; lo cierto es que era una niña guapísima. El pelo rubio y brillante lo llevaba en ese momento recogido en una bonita trenza. Tenía unos ojos verdes que parecían dos piedras preciosas, una nariz delicada, unos labios finos que solían curvarse en una sonrisa dulce. Era uno de esos rostros que podrían estar en cualquier catálogo de modelos si ese hubiera sido su deseo. Además, era alta, delgada y estaba en forma.

    En ese momento iba vestida con unas mallas deportivas y un top que le dejaba el ombligo al aire. De pie junto a la encimera, tenía la pierna izquierda levantada hacia atrás y se agarraba el tobillo con una mano para estirar. En el brazo derecho llevaba una funda en la que había otro de aquellos aparatitos del demonio. Los auriculares le colgaban del cuello.

    —Que no te cuenten milongas, Toby. —Al escuchar la voz de su padre, Elia giró el cuello para mirarle y le dedicó una sonrisa a modo de saludo—. Estos son unos listos. —Tocó un botón en el auricular para silenciar el micrófono—. Buenos días, cariño. ¿Vas a salir a correr?

    —Han cancelado la clase de la mañana, así que voy a aprovechar.

    —Perfecto. ¿Mamá sigue en la cama?

    —Es increíble que pueda seguir durmiendo con este tío gruñendo. —Levantó un dedo hacia el techo, en una crítica clara a la música que sonaba.

    —Usa tapones, cariño —admitió Darío, y luego volvió a activar el micrófono—. No, no, eso lo tiene que diseñar Ángel. De hecho, tendría que haberlo entregado ayer. Llámale y cágate en sus muertos. Sí, sí, te espero…

    Elia liberó su pierna y empezó a estirar los brazos por encima de la cabeza. Darío se acercó a la nevera, la abrió y volvió a sacar la botella de zumo. Abducido por la cavernosa voz de Cohen (dijera lo que dijera su hija, aquello era atemporal), desenroscó la botella y se la llevó a los labios. Se detuvo un instante antes de dar un trago.

    —Ni una palabra de esto a tu madre.

    —Mis labios están sellados, papá.

    —Me corta los huevos si se lo dices.

    —Seamos compañeros de crimen —murmuró ella con el tono de quien está contándole un secreto a otro, o conspirando. Le quitó la botella y bebió un trago largo antes de devolvérsela—. Ea, ya está. Tu secreto está a salvo conmigo. Si caes tú, yo caería contigo.

    Darío sonrió mientras bebía. Luego volvió a taparla y la devolvió a la nevera. Antes de salir de la cocina, le dio un beso en la mejilla a su hija.

    —Que tengas un buen día.

    —Espera, que salgo contigo.

    Darío, con su traje de Armani impoluto, camisa azul de sastre con sus iniciales bordadas y corbata de Benson & Clegg, salió de la casa acompañado por su hija, vestida con mallas de Oysho y top de Le Boxeur des rues. Hacía una temperatura ideal, una mañana de mayo que auguraba un verano cada vez más próximo.

    Mientras abría la puerta del Cayenne aparcado en el camino de entrada, la voz de Tobías regresó a su oído.

    —La madre que lo parió —dijo Darío en respuesta—. Joder, hay que tenerlo listo a mediodía, ni un minuto más tarde. Si no se lo mostramos a los chinos van a seguir mareando la perdiz porque saben que tienen la sartén por el mango.

    —¡Adiós, papi!

    Darío levantó la mano a modo de despedida, pero Elia ya no lo vio. Se había colocado los cascos y empezado a trotar hacia la calle. Sin dejar de hablar, Darío se subió al coche y arrancó el motor.

    2

    Correr le resultaba relajante. Era una de sus actividades favoritas porque le permitía dejar libre su mente, no pensar en nada y concentrarse únicamente en mantener la respiración controlada. De la misma manera en que su padre se abstraía con la música de viejos que insistía en poner a todas horas, ella se desconectaba de su propio cuerpo mientras corría. Ajena

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