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El niño que quería ser un goonie
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El niño que quería ser un goonie
Libro electrónico302 páginas4 horas

El niño que quería ser un goonie

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Podría decirse que esta historia comienza con Yago Arquero viendo "Los Goonies". O tal vez lo hiciera mucho antes, con el sangriento y macabro final de la familia Kostka.Yago Arquero tiene ocho años y un hermano mayor. Los dos van a pasar junto a su madre las vacaciones de verano en un complejo hotelero llamado El Nirvana. Un lugar perfecto para vivir cientos de sueños y correr aventuras, un paraíso donde hacer amigos y crear su propia pandilla de goonies. Pero a veces el paraíso es tan solo la fachada que vela una oscura pesadilla. Yago está a punto de descubrir que bajo la perfección se esconden horrores sin nombre. ¿Por qué una niña escribió en la pared del fondo del armario "No quiero estar aquí"? ¿Y qué es eso que se arrastra por la noche hacia su ventana?Víctor Blázquez nos ofrece una historia conmovedora sobre un niño lleno de imaginación. -
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento19 may 2021
ISBN9788726858303
El niño que quería ser un goonie

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    El niño que quería ser un goonie - Víctor Blázquez García

    Saga

    El niño que quería ser un goonie

    Copyright © 2016, 2021 Víctor Blázquez and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788726858303

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    Para Elia

    Un goonie nunca dice muerto

    LOS GOONIES

    Uno podría preguntarse si esta historia comenzó en el momento en que Yago Arquero pulsó el botón de reproducir de aquella película dirigida por Richard Donner sobre unos niños que salen a buscar un tesoro. Tal vez pudiera decirse que no, que el verdadero inicio está más relacionado con el sangriento y macabro final de la familia Kostka. La realidad, como siempre, esconde muchas más cosas de las que muestra y alguien que buceara de verdad en el pasado podría llegar a descubrir ramificaciones y tentáculos que se extienden mucho más atrás.

    Todo depende de quién cuente la historia, de cómo la cuente y de qué decida contar. Porque al final, el cuento le pertenece al narrador.

    Llevaban media hora en el coche pero Yago ya estaba aburrido. Su madre iba tarareando las canciones que el reproductor MP3 iba desgranando (siempre en función aleatorio aunque por desgracia era mamá quien cargaba de música el aparato así que el noventa por ciento lo componían grupos pop actuales demasiado ñoños para sus dos hijos y un montón de clásicos que a ellos tampoco les emocionaban demasiado), y Toño ocupaba el asiento de copiloto en absoluto silencio, demasiado ocupado moviendo los dedos a toda velocidad sobre el teclado de su móvil, chateando.

    Toño llevaba un par de semanas malhumorado y seco, más o menos desde que Almudena les había contado el plan para esas vacaciones. Desde que se había montado al coche no había dejado de mirar el móvil ni un segundo; no lo había hecho cuando Yago le había preguntado si jugaban a algo, a lo que Toño había contestado con un gruñido, y tampoco cuando Almudena había intentado animarle asegurándole que se lo iban a pasar muy bien, que iban a ser una vacaciones en familia maravillosas (buen intento, mamí, eso es todo lo que un adolescente quiere oír, había pensado Yago con su mejor voz irónica y mental), que Jávea era un sitio precioso, que irían a la playa y, como acto final desesperado, prometiéndole que le dejaría alquilar una moto de agua alguno de los días (y esto era un indicativo tanto de la desesperación de su madre por intentar aplacar la cabezonería de su hijo, pues siempre se había negado de forma rotunda a que sus hijos montasen en una, como del emperramiento de Toño).

    Así las cosas, Almudena conduciendo y canturreando el último éxito de Malú y Toño pegado al móvil, Yago se preguntó si su madre era consciente del por qué su hijo mayor se comportaba como un verdadero gilipollas. No era la edad, ni que el plan vacacional no fuera de su agrado. Yago sabía que la razón del mal humor de Toño tenía más que ver con la persona que estaba al otro lado del chat que con cualquier otra cosa. Mamá no era ninguna idiota, aunque a veces se hiciera la tonta, así que debía saber que su hijo mayor estaba enamorado y sufría aquella separación estival de menos de quince días como si le estuvieran arrancando las entrañas. Toño siempre había sido un poco dramático de más.

    Almudena hizo girar el volante para tomar la salida de la R4 que llevaba a la AP36. Por esa autopista se hacían casi sesenta kilómetros de más pero aquel tipo de la oficina, el señor Garrido, le había asegurado que era la mejor opción para saltarse los atascos de salida de Madrid que se formaban en la A3.

    A Yago no le gustaba el señor Garrido y solo por llevarle la contraria habría insistido en no tomar las autopistas de peaje e ir por la carretera de Valencia aunque hubiera atasco, pero nadie iba a hacerle caso a él en cuestiones de carreteras y conducción, apenas tenía ocho años, así que no había dicho nada. Pero es que no soportaba a aquel hombre; no le gustaban sus manos de dedos hinchados, su traje siempre impoluto, la forma en que miraba a su madre (con algo que alguien más mayor habría identificado de inmediato como lujuria pero que él era muy pequeño para descifrar), ni la forma en la que arqueaba la comisura de los labios cuando se fijaba en él o en Toño, como si en lugar de niños fueran criaturas viscosas y repugnantes. ¿Lo peor de todo? Que el señor Garrido veraneaba en Altea y Yago le había escuchado decirle a su madre que tendrían que quedar algún día ya que iban a estar a un tiro de piedra. Por supuesto, Yago no quería que el señor Garrido les enseñara nada en absoluto, antes prefería que le arrancasen las uñas o le hiciesen comer escarabajos vivos. De acuerdo, tal vez Yago también era un poco dramático de más. Pero sobre todo, por encima de todas las cosas, le preocupaba que el señor Garrido quisiera enseñarle cosas a su madre, en solitario, y que ella aceptase y lo tomase como una cita. Yago imaginaba un mundo de pesadilla en el que él tuviera que llamar Papá a aquel hombre y se le revolvían las tripas.

    —Mamá, ¿puedo ver una peli en el ordenador?

    —Claro, cariño.

    Yago sacó el portátil de su madre y se lo colocó sobre las piernas. Dejó a un lado los cascos mientras el sistema operativo arrancaba. Después de que el logotipo de Windows apareciera en la pantalla y apareciera la imagen del escritorio (una fotografía en la que aparecían Toño y él, muy sonrientes y tres años más jóvenes, montados en la lanzadera infantil del parque de atracciones), Yago enchufó los cascos y abrió la carpeta PELIS.

    —Te he bajado una que te va a encantar, Yago.

    —¿Cuál?

    —Los goonies.

    Yago buscó el título entre los archivos que le aparecían dentro de aquella carpeta y lo localizó en un par de segundos. Frunció el ceño.

    —¿De qué va?

    —Te va a gustar, enano —murmuró Toño sin dejar de pulsar teclas en el teléfono.

    —Pero, ¿de qué va?

    —Tú ponla. No le quites la gracia queriendo saber —insistió Almudena.

    En la carpeta de PELIS también estaba la última de Los vengadores. Yago ya la había visto pero no le importaba volver a hacerlo. Sin embargo, esa palabra tan extraña, goonies, se le quedó enganchada en el cerebro. Nunca la había escuchado antes, no sabía lo que significaba (y eso que se le daba bastante bien el inglés, claro que… ¿era una palabra inglesa?), pero tenía una cadencia que invitaba a seguirla. Si solo hubiera sido una recomendación de su madre tal vez habría dudado más, incluso se hubiera lanzado a por los superhéroes sin dedicarle un instante más de su tiempo a valorar la opción, pero Toño había dicho que le iba a gustar y Toño solía acertar con esas cosas.

    Con el coche enfilando la AP36 y cuatro horas de viaje por delante, Yago Arquero apretó el botón de reproducir. Tras un momento en negro, el segundero empezó a moverse, la música de Dave Grusin se instaló en la mente del niño y Los goonies abrió esa puerta dentro su corazón que ya abriera en tantos y tantos niños desde que se estrenara en el 85. Una puerta a la imaginación, a la sed de aventuras, a la emoción. Se echó a reír cuando Bocazas tradujo lo que no tenía que traducir a la señora Rosalita, soltó una nueva carcajada cuando Gordi bailó el Supermeneo, se mordió los labios soñando con tesoros piratas cuando descubrieron el mapa en el desván, se estremeció cuando Mamá Fratelli les aseguró que la cena de esa noche sería lengua, y soltó un grito de pánico cuando Sloth hizo su primera aparición.

    Ahí sí, Toño separó la vista de la pantalla de su móvil y le miró, murmurando un "eres un cagueta, enano" que Yago ni siquiera escuchó, absolutamente inmerso en la película.

    Para cuando la película terminó hacía un rato que habían dejado atrás la AP36 y ya estaban en la carretera de Valencia. El tráfico era fluido aunque se notaba que la gente estaba empezando a irse de vacaciones. Yago se quedó un rato mirando la pantalla mientras los créditos se deslizaban hacia arriba, sin verlos en realidad, soñando con ser parte de aquel grupo de niños y vivir una aventura tan fantástica, perseguir tesoros piratas y descubrir túneles llenos de trampas que solo él y los suyos serían capaces de descifrar. Vencer a los malos y tener un amigo fiel y poderoso como Sloth. Levantar la mano sujetando la espada de un viejo pirata que hubiera surcado los mares aterrorizando a cada barco que se cruzara en su camino, mirar la vieja bandera negra, la calavera y las tibias, y no tener miedo a enfrentarse a los problemas.

    Luego, con el corazón aun bombeándole con pasión en el pecho, y la sensación de desear que nunca terminase la aventura, volvió a poner la película desde el principio y la vio entera por segunda vez, tan absorto en ella como lo estaba su hermano en el intercambio de frases y emoticonos que tenía lugar en su teléfono móvil. Probablemente, de hecho, bastante más absorto.

    NIRVANA

    Eran las dos de la tarde cuando llegaron a Jávea. Habían parado a comprar unos sándwiches antes de tomar el desvío hacia la AP7 en Valencia por lo que no tenían hambre. El ordenador estaba apagado y guardado en su funda y Yago miraba por la ventana viendo pasar el pueblo a su alrededor. Se respiraba el ambiente de sitio playero y Almudena bajó la ventanilla para que pudieran oler el mar. El cielo estaba azul y limpio, sin rastro de nubes, y la temperatura era de casi treinta grados. A Toño se le fueron los ojos detrás de dos chicas con el pelo tan rubio que casi parecía transparente, extranjeras sin duda, que caminaban por la acera ataviadas con un pareo y la parte de arriba de un bikini. Yago les dedicó un segundo de atención antes de perderla en favor del entorno. Parecía un lugar agradable, de casas bajas y colores claros, con mucha presencia de extranjeros y comercios donde los textos no necesariamente aparecían en grande en español.

    Pasaron por delante del club de tenis y Almudena les contó que David Ferrer, el famoso tenista, era de allí.

    «El famoso tenista», pensó Yago, «como si aparte de Nadal ninguno de nosotros conociera a algún tenista».

    Así que supuso que su madre se había quedado con aquel dato anecdótico mientras buscaba información sobre el sitio en el que iban a veranear.

    El Nirvana. Ese era el nombre del complejo hotelero en el que su madre había reservado apartamento. Ven a pasar tus vacaciones con nosotros y vuelve a casa transformada en una persona nueva. Eso rezaba la página web, en cuya portada aparecía la fotografía de una piscina digna de vacaciones en el Caribe. Larga, con un par de cascadas en los laterales, zona infantil a un lado y un área separada por un pequeño bordillo en el que los adultos podían estar metidos en el agua y tomando un cóctel junto a una barra de bar. Todo rodeado de una amplia zona de césped con tumbonas y sombrillas donde, en la imagen promocional, se veía a una pareja de mediana edad, estupendos y bellísimos los dos, dios bendiga el Photoshop, disfrutando de maravillosas copas con sombrillita de papel y colores estrambóticos.

    Aparte de ser un complejo vacacional de alta categoría, el Nirvana ofrecía a los adultos un tratamiento revitalizante lleno de masajes, circuitos de spa, cremas exfoliantes, velas relajantes y terapias de nombres rocambolescos que, aseguraban, convertirían la estancia en el Nirvana en una experiencia sin igual. De ahí el nombre, mamá, había dicho Toño cuando ella les había enseñado el panfleto. Yago había tenido que mirar en internet un par de horas más tarde para entender que Nirvana en este caso no hacía referencia al grupo de rock, sino a algo parecido al paraíso.

    Como fuera, la promesa de una experiencia extraterrenal era la razón por la que Almudena se había decidido por aquel lugar; necesitaba descansar y recargar las pilas más que nada en la vida. Y Yago lo comprendía, lo aceptaba, y después de ver la impresionante piscina de la fotografía (y las imágenes de la zona de juegos que se encontraban en el submenú galería de la página web) había pensado que aquellas iban a ser unas vacaciones cojonudas.

    Por eso en parte le parecía que Toño estaba siendo demasiado gilipollas. Vale que estuviera enamorado, vale que le fastidiara separarse de su novia (y Yago, a pesar de tener ocho años podía entender el miedo a que esos quince días pudieran agriar una relación debido a la distancia, a fin de cuentas quince días en el universo de un adolescente eran como veinte años en la vida de una persona normal, eso lo había leído en algún sitio, como lo de que los años de perro no son iguales a los años de humano), pero joder, Toño también podía pensar un poco en mamá y no ser tan tocapelotas.

    Sus padres se habían divorciado hacía nueve meses. A ninguno de los dos niños les había sorprendido en realidad, los dos últimos años ambos habían escuchado las constantes broncas, gritos y lloros a través de unas paredes que no eran todo lo insonorizadas que deberían ser. En muchas de esas ocasiones, Toño se había tumbado con su hermano en la cama y le había intentado distraer con juegos o historias inventadas. Yago, de hecho, pensaba que aquello les había unido como hermanos más que la sangre que pudieran compartir. Pero sí, finalmente sus padres habían decidido separarse y Almudena había tenido que sobrellevar la carga de criar a sus dos hijos al mismo tiempo que resistía una presión cada vez mayor de la empresa para la que trabajaba (al parecer, esto lo había escuchado Toño en una conversación que su madre había tenido con una vecina y después se lo había contado a Yago: la empresa había tenido pérdidas el año anterior, habían despedido a media plantilla pero seguían queriendo sacar adelante la misma cantidad de trabajo con la mitad de gente y Almudena se había visto obligada a hacer más horas sin esperanza de verlas retribuidas jamás y siempre con la guillotina rozándole el cuello, temiendo que en cualquier momento decidieran que también podían prescindir de ella).

    ¿Y papá Arquero? Si te he visto no me acuerdo. Pasaba a por ellos un fin de semana al mes, aunque en Abril se había olvidado y había puesto una mala excusa. Yago le quería; porque, cojones, era su padre, pero estaba un poco dolido porque cada vez que le veían su padre sonreía como si la vida fuera maravillosa y él estuviera sobre la cresta de la ola mientras que su madre cada vez tenía más marcadas las ojeras y seguía llorando por las noches cuando creía que no podían oírla.

    —Papá se ha echado una novia, enano —le había asegurado Toño en una ocasión—. Tiene veinticinco años y casi parece su hija.

    —¿Tendremos que llamarla mamá o hermanita? —había preguntado él intentando ser gracioso.

    Toño había torcido el gesto, contrariado, y Yago no había vuelto a bromear sobre el tema.

    —Tienes que jurarme que no se lo vas a decir a mamá.

    —¿Por?

    —Porque lo digo yo, enano —y le había señalado con el índice, amenazador—. ¿Quieres que tenga un motivo más para llorar o qué?

    Yago no quería que su madre tuviera más motivos para llorar, así que lo había prometido y no había dicho ni mú. Y en parte por eso ahora le gustaría decirle a Toño que se aguantara un poco y pusiera buena cara, por mamá, y que si no quería pasarlo bien pues que no lo hiciera pero que al menos delante de ella intentara aparentar que sí lo hacía.

    Siguiendo las instrucciones del GPS Almudena salió de una rotonda por una calle muy empinada, Travessera de les Cansalades, que estúpidamente a Yago le hizo pensar en lechuga y tomate, y pasaron por delante de multitud de casas y chalets que invitaban a pensar en gente con dinero. El Nirvana estaba a tres kilómetros, alejado del bullicio del centro del pueblo y de la zona de playa, ubicado entre montañas y árboles casi como si quisiera estar escondido, un paisaje que resultaba sencillo relacionar con descansar y disfrutar. La entrada al complejo estaba vallada y un hombre vestido con pantalones cortos blancos y polo del mismo color salió a recibirles cuando se detuvieron ante la garita de entrada. Su piel estaba bronceada, el pelo rubio peinado con raya perfecta al lado derecho, y exhibía una sonrisa agradable.

    —Buenos días, ¿son huéspedes o visita?

    —Huéspedes —le contestó Almudena, sonriéndole también—. Almudena Villas. Reservé un apartamento doble.

    El hombre miró una Tablet (no una libreta, ni un papel, una Tablet ultrafina de última generación que hizo que Toño babeara un poco y que indicaba así de buenas a primeras la clase de sitio en el que estaban entrando. Por primera vez, Yago se preguntó cuánto le habrían costado aquellos quince días a su madre, si le habría cargado parte del gasto a su padre, o si Almudena habría tenido que pedir alguna clase de crédito o ayuda. Acto seguido supuso que no, que su madre no se habría metido en semejante jardín para costearse unas vacaciones a todo tren por mucho que necesitase relajarse y ponerse las pilas para superar el divorcio). El hombre tocó un par de veces la pantalla, deslizó el dedo con la pericia de quien está acostumbrado, y un par de segundos después levantó la vista y volvió a sonreír.

    —Aquí la veo. Almudena Villas, apartamento 3, una quincena con tratamiento revitalizante para uno. —se agachó para mirar a través de la ventanilla, primero a Toño y después a Yago—. Vuestra madre va a salir de aquí con la vitalidad de una adolescente, chicos. Y algo me da en la nariz que vosotros lo vais a pasar fantásticamente bien también. Aquí hay muchos chicos de vuestras edades. ¿Cuántos tienes tú, pequeño? ¿Ocho?

    —¡Exacto! —exclamó Yago. Aquel tipo le cayó bien de inmediato.

    —Tengo buen ojo —dijo sonriente, y luego miró a Toño—. ¿Y tú? ¿Catorce?

    —Quince.

    —¡Uy, maldita sea, he quedado en entredicho! —ladeó la cabeza y volvió a centrar la atención en Almudena—. Su apartamento está siguiendo esta carretera unos trescientos metros, a la derecha. —Sacó una tarjeta blanca y brillante del bolsillo de la camisa—. La llave. Si necesitan más copias pueden pedirlas en recepción. —Señaló al edificio más alto del complejo, a la izquierda, una casona de tosca grisácea y tejado anaranjado, grandes ventanales y tres pisos de altura—. La piscina está al lado así que imagino que la vais a conocer pronto.

    —Esta misma tarde —aseguró Yago desde el asiento trasero, entre emocionado y ansioso por salir del coche de una vez, embutirse el bañador y lanzarse al agua.

    —También hay pistas de tenis y pádel, una zona de juegos, un campo de futbol siete y una explanada donde los críos juegan y a veces algunas familias hacen picnic. Aquí en el Nirvana vais a encontrar todo lo necesario para disfrutar de vuestras vacaciones. No seré yo quien os diga que no visitéis el pueblo, pero ya lo veréis, en unos días no vais a querer marcharos de aquí nunca más. ¿Os gusta el cine, chicos?

    —¡Sí! —exclamó Yago, mientras Toño asentía con menos emoción que la expresada por su hermano pequeño.

    —En la explanada montamos un pequeño cine de verano para los residentes. Os va a encantar. —Les guiñó el ojo y después se puso en pie—. Como le he dicho, señorita Villas, a unos trescientos metros a la derecha, apartamento 3. Avisaré a recepción de su llegada y el señor Curtis pasará a saludarles y darles la bienvenida en persona.

    —Muchísimas gracias.

    —Es un placer. ¡Pasadlo bien!

    La barrera se levantó y Almudena enfiló la carretera principal del complejo. Una pareja de ancianos que paseaba por el césped que bordeaba la carretera sacudió la mano, saludándoles. Yago alcanzó a ver la piscina junto al edificio principal y más allá la explanada que había mencionado el tipo tan amable de la garita. Había un grupo de chicos jugando con una pelota de fútbol en el césped, y le pareció ver también a un grupo de niños más pequeños correteando por allí, persiguiéndose entre ellos. Más allá, al fondo, una enorme pantalla blanca colocada junto a la valla y rodeada por un par de torres de altavoces. Y Yago, que aún tenía la melodía resonando en la cabeza, y al que la idea de ver una película tumbado en el césped mientras el cielo se llenaba de estrellas le parecía algo romántico y apasionante, pensó que ver Los Goonies en aquella pantalla, en aquel cine de verano, sería la cosa más genial que podría pasarle en la vida.

    —¿Qué? —preguntó Almudena—. ¿Tiene buena pinta o no?

    —Está genial, má —aseguró Yago, que casi no podía contener las ganas de salir y empezar a explorarlo todo. Como haría un goonie.

    —Mola —dijo Toño en el mismo momento en que el móvil le vibraba en la mano y le robaba la atención, devolviéndosela a la conversación del chat.

    —Espero que no te pases los quince días mirando el teléfono, cariño.

    —Sí, mamá… —murmuró Toño.

    Yago estaba seguro de que ni siquiera había oído lo que le habían dicho.

    El coche se detuvo junto al apartamento y los tres abrieron las puertas al mismo tiempo. Almudena salió del coche estirando los brazos por encima de la cabeza y arqueando la espalda. Toño lo hizo mirando el teléfono. Yago saltó a la acera, mirando con ganas hacia el edificio principal y pensando ya en el chapuzón que quería darse cuanto antes. Almudena abrió el maletero y les pidió ayuda para meter las cosas en la casa. Yago corrió hasta allí, sacó una de las maletas menos pesadas y antes de empezar a moverse su vista bailó hacia el lado contrario y se encontró con el apartamento 6, a unos cincuenta metros de donde estaban ellos. Había un coche aparcado junto a la puerta y una familia sacando las cosas del maletero tal y como estaban haciendo ellos. En ese caso eran papá, mamá, hijo mayor (más mayor que Toño, de hecho) e hija menor; y fue ella quien se robó la atención de Yago casi con la misma absorción como lo había hecho la película durante el viaje. La niña debía tener diez años, era delgada y llevaba un vestido de verano que parecía flotar en el aire. Llevaba el pelo, de un color rojo apagado, recogido en dos trenzas y tenía uno de esos rostros dulces y redondos que podrían aparecer en cualquier anuncio de televisión, con unos ojos grandes y verdosos y una sonrisa…

    Toño empujó a su hermano y Yago tropezó con la maleta y estuvo a un tris de caer al suelo.

    —Ponte un babero, enano, que se te está empapando la camiseta.

    —¿Eres tonto o qué te pasa? —preguntó él, revolviéndose y sintiendo que se le encendían las mejillas por la vergüenza—. ¡No me empujes!

    —Anda, enano, que poco más y se te pone tiesa aquí mismo.

    —Gilipollas.

    —¡Esa boca! —exclamó Almudena—. ¡Tengamos la fiesta en paz, chicos! ¡Vamos!

    Yago volvió a mirar hacia el apartamento 6, con los ojos rabiosos y a punto de llorar. Alcanzó a

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