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Yamanote
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Libro electrónico360 páginas5 horas

Yamanote

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No sabemos su nombre, pero sabemos quién es...

No sabemos su nombre, pero sabemos quién es. Es el vecino del cuarto que saluda con tanta amabilidad, es el cliente asiduo de las mañanas a primera hora, es el novio fiel que después deja de serlo, es el hermano y el hijo de una familia rota, el amigo que influye sobre nosotros aunque pase por nuestra vida casi de perfil. También es la persona que en un momento crítico de nuestra vida acude en nuestra ayuda sin ser consciente de estar ayudando, o el enemigo equivocado sobre el que volcamos un odio injusto.

Es todo eso y más, alguien que se reproduce tantas veces como personas lo conocen, alguien que va mucho más allá de un nombre y de un aspecto físico, alguien que para cada uno de nosotros es diferente, alguien que ni siquiera es el mismo para sí mismo.

Yamanote es una historia de historias, es la rutina en la que se desarrollan nuestras vidas, es la vida misma, lavida de nosotros y la de ese él, que para cada cual es diferente.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento24 jul 2020
ISBN9788417856793
Yamanote
Autor

Miguel Ángel Buenestado Grande

Miguel Ángel Buenestado Grande nació en Córdoba en 1978. Allí adquirió su formación académica, licenciándose en Administración y Dirección de Empresas, y comenzó una carrera profesional que poco tiene que ver con la literatura. Pero esta realidad siempre fue compatible con su verdadera pasión por el mundo de los libros. Comenzó a escribir con dieciocho años cuentos y relatos cortos, descubriendo poco a poco que, además de ser un lector empedernido, tenía vocación de escritor. Esta vocación se ha visto confirmada con la publicación de Memorias improbables de una bestia, su primer libro.

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    Yamanote - Miguel Ángel Buenestado Grande

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    Cuando Julia recibió en casa aquella llamada, estaba dormitando el almuerzo en el sofá, sus piernas cansadas sobre el brazo derecho y mullido, apoyado su torso sobre aquel extraño respaldo que se combaba discretamente hacia su interior como si pretendiera llamar al abrazo de su morador. El teléfono vibraba sobre la mesilla de madera a su lado, la lámpara de piedras blancas apagada abrigando la intimidad del marco de plata en donde una fotografía de sus dos hijos en Granada le recordaba con paciencia y frecuencia su condición de madre. Supo, sin explicarse el motivo, que aquel timbre requería una atención que no podía obviar, como otras impertinentes llamadas, dejar que suene. «Ya se cansarán. Y si se ponen pesados, desconecto el cable y a correr».

    Pero hay llamadas que te persiguen, que no puedes evitar por más que las pospongas, hoy puedes ver los números del emisor y puedes distinguir lo importante de lo accesorio, lo urgente de lo habitual, lo esporádico de lo frecuente, y tarde o temprano estarás desprevenida y la voz al otro lado te dirá lo que no esperas ni quieres oír, lo sabrás nada más descolgar, la respiración airada, nerviosa, el primer tono de voz, esa voz tan familiar, inéditas palabras en boca de lo familiar. No quiere oír nada, no ahora, no cuando tan plácida yace en cuerpo y alma, no después de todo lo atribulado de su vida en los últimos meses, cuando al fin se ha acostumbrado a su cómoda ausencia.

    No era tarde, después de la espera, cuando al fin descolgó el teléfono.

    1

    Gustavo Ramírez recuerda aún su paso fiel y constante por la frutería, casi cada mañana a primera hora, apurando el cigarrillo antes de entrar, el olor a café recién bebido. Recuerda su sonrisa levemente forzada, su mirada perdida cuando le hacía algún comentario fuera de la conversación rutinaria: «¿Qué te pongo? Hoy no están buenas las manzanas, mejor llévate peras de agua». Hay personas que sienten necesidad de romper barreras, que no soportan el frío de las miradas casi ignorantes de sus presencias, y entonces hablan sin parar para sentirse arropados, como si las palabras pudieran abrazarlos y hacerles sentir algo común con ese cliente o ese amigo de un amigo. Como si no bastara con tu vida, tienes que hacer que otros amplíen la suya sin saber siquiera si así lo desean. Gustavo trataba de ser amable y lo hacía de un modo que a él no parecía incomodarle, ni entusiasmarle. Lo llamaba por su nombre, él a Gustavo por su supuesto, no al revés, lo contrario sería un exceso de confianza incompatible con la educación que, junto con el negocio, heredó de su padre. Solo en muy contados casos sentía Gustavo que podía traspasar esa línea tan sutil, personas con las cuales podía equipararse, personas más humildes, menos educadas, pensaba, lo uno es consecuencia de lo otro. También heredó de su padre una cierta conciencia de clase y, aunque era una persona aparentemente desprovista de prejuicios, sabía qué lugar ocupaba en su barrio.

    Gustavo Ramírez parecía un hombre feliz. Alegre por naturaleza, dispuesto a trabajar horas y horas en su propio negocio, disfrutaba realmente del trato con sus clientes, casi siempre los mismos, unos días unos, otros días otros distintos, pero siempre los mismos. Gente trabajadora, jóvenes estudiantes, abuelos jubilados, solos o acompañados, algún niño haciendo recados. Gustavo sabía hacerlo. Su instinto le decía qué lenguaje utilizar con cada uno de ellos para vender lo más posible, para llenar las bolsas hasta que no cabía nada más. Se había criado en aquel modesto local que consiguió ampliar y reformar con el tiempo y su propio esfuerzo. Su mirada, con aquellos ojos verdes bajo unas cejas grises muy pobladas, inspiraba confianza. Su rostro era la imagen de alguien sano y feliz, la piel sonrosada, la barba siempre afeitada a la perfección, vestido con camisa de cuadros y vaqueros. Tan solo cambiaba el color del delantal con su nombre cosido en el frontal. A veces gritaba en exceso, lo hacía cuando algún cliente entraba en su juego, y lo ocultaba cuando al frente se encontraba él, o gente como él. De nuevo el instinto.

    El último día que lo vio se le quedó grabado en su memoria para siempre. Estaba terminando de colocar las cajas en los mostradores de fuera, como hacía cada mañana, con la delicadeza y el mimo que tan buenos resultados daba a la imagen de limpieza y frescura intacta que no todos apreciaban. Nos acostumbramos a todo de forma un tanto ingrata, como si lo bueno, también lo malo, aunque carezca de mérito alguno, se diera por descontado, como si fuera parte del precio que pagamos. El frío comenzaba con el alba en ese otoño temprano y entró a por el batín que utilizaba en esos días. Cuando se dio la vuelta, él ya estaba dentro del local. Le dio un buen susto y fue entonces la primera vez que dijo su nombre. Lo sabía porque en alguna ocasión iba con su hermana y ella no parecía emplear ningún apelativo, al menos en público, para dirigirse a él. Dijo su nombre sin querer, sin la intención de llamar su atención, tan solo una exclamación impulsiva, acompañada de un «Coño, ¡qué susto me has dado!» y de una disculpa rápida. Por qué se disculpaba era un misterio para Gustavo, pero sentía constantemente la necesidad de hacerlo si estimaba que el trato se asimilaba en cualquier momento con el que empleaba con sus «otros» clientes. Él se disculpó a su vez, educadamente, pero con una voz apenas audible que el frutero dio por entendida más por el contexto que por las palabras pronunciadas. Algo extraño había en su rostro, una palidez amarillenta, una expresión ausente, como si estuviera enfermo y aturdido por algo reciente, algo que muy probablemente no le había dejado dormir bien. Su mirada era esquiva y parecía querer ocultarse en las cajas de fruta que tenía frente al mostrador, evitando un cruce que provocaría preguntas que no quería responder. Hay preguntas que se vislumbran sin palabras, un gesto, una mirada excesivamente curiosa, preguntas que perturban tu intimidad aun sin ser formuladas, preguntas que reclaman una respuesta sabiéndose ganadoras, como si solo el hecho de pronunciarlas garantizara su éxito. Pero es que hay respuestas que se muestran solo para ser preguntadas, respuestas vírgenes, respuestas que reclaman con ansia la libertad de mostrarse tal y como son, a veces tímidas, otras, las más, impúdicas, desvergonzadas.

    Gustavo entendió, sin embargo, que no debía entrometerse, ni siquiera con la mirada. No era difícil intuir que algo iba mal aquella mañana y él, ocultando sus ojos, le estaba diciendo que abreviara la conversación, que se limitara a servirle lo que quería, que le cobrara el dinero que debía y que le dejara marchar sin más. Y así lo hizo no sin sentir algo extraño. Sabía que había hecho lo que debía; es decir, no entrometerse, pero al mismo tiempo sentía una leve pesadumbre por aquella indiferencia que se vio obligado a mostrar. Era como si hubiera visto a alguien en apuros y él, interiorizado aquel «Tú a lo tuyo» que tantas veces pronunciaba su difunto padre, hubiera pasado de largo aun sabiendo que algo podría haber hecho, por insignificante que fuera, un gesto cálido, una muestra mínima de solidaridad: «Estoy aquí para lo que haga falta», para hacer más liviana la misteriosa carga que él parecía soportar en aquel momento. Y pensó, como rara vez lo hacía, que la complejidad que sabía ver en otras personas también estaba presente en él, ¡cómo no!, por muy sencillo y campechano que se considerara a sí mismo.

    2

    Miriam fumaba tabaco de liar, al contrario que su hermano, que lo hacía de cajetilla. Ambos la misma marca, ambos diciendo que no sabía igual: él, que se apagaba continuamente, que no era capaz de captar el aroma que sí obtenía de la rápida combustión del papel blanco de sus cigarrillos; ella, que el otro le sabía como artificial, como si estuviera fumando detergente, que se consumía muy rápido, que prefería la combustión lenta y amable del papel de arroz. «¿Ves? Si no estoy, me espera», decía siempre. Terminaban la discusión siempre igual, cada cual fumando lo suyo y acudiendo al otro solo en caso de emergencia.

    «Miriam fuma mucho», decía él. «Menos que tú», decía ella. «Qué sabrás lo que yo fumo si estás siempre fuera», decía él. «No hace falta ser ningún adivino, solo saber contar», decía ella. «Fumo lo que me apetece», decía él. «Pues yo igual, pero sin meterme en lo que otros fuman», decía ella. «Bueno, llevas razón», decía su sonrisa. «Qué tonto eres», decía la sonrisa de ella. «Me voy, te veo a la hora de cenar, después, ¿vale?», decía ella. «Vale —decía él—, ten cuidado y mira por dónde cruzas, que ya sabes lo que pasa con los coches que gritan».

    Pero por mucho cuidado que ella tuviera, por más discreta que quisiera parecer, sabía Miriam que hay cosas que no están bajo su control, que escapan del espacio o ámbito de confort en que cada cual se mueve. Era bella, muy bella. Y, consciente de ser bella, trataba de ocultar su belleza cuando salía a la calle, tan aburrida estaba de las miradas de los hombres, de las palabras y pensamientos contenidos de los más educados, de los gritos indecentes de los más desvergonzados. Sus intentos no siempre alcanzaban el resultado satisfactorio que ella esperaba. «Tus ojos te delatan, Miriam. Ese prístino verde y acuoso, ese contorno exótico que hacía preguntarse a muchos si no tendrías ascendencia oriental, filipina o tailandesa; qué sabrán ellos. Tu pelo negro profundo, liso y largo, brillante y limpio, lo mismo da que lo lleves recogido en una cola o lo dejes hondear al viento, tu elegancia es misteriosa. Tu rostro es blanco, levemente sonrosado en los pómulos, tu piel tersa y limpia de manchas, libre de los pliegues más comunes en las mujeres de tu edad, tu nariz inocua, presente pero invisible, todo es perfecto y cuando miras al espejo, a cualquiera, también a los cristales de los coches aparcados, o a los escaparates apagados, no ves mácula alguna que perturbe la perfección completa de tu aspecto».

    Pero Miriam es mucho más que una fachada impecable, o al menos eso piensa él, y su madre, Julia, que la adora con una pasión que va más lejos, mucho más lejos del amor que una madre, cualquiera, debe sentir hacia sus hijos. También lo pensaba Moisés, su compañero, como a ella misma le gustaba llamarle. Miriam era reticente a llamar novio a Moisés, no porque no lo amara, aunque de eso tampoco estaba del todo segura. Hay sentimientos que necesitan ser confirmados con el tiempo, con la experiencia, no por la razón, aunque esta juegue siempre su propio papel también en esto. Se sentía ella demasiado joven para coserse ataduras innecesarias y prematuras, y la palabra novio le tensaba los músculos si la escuchaba en labios de terceros, o en su propio interior, en los frecuentes lapsus que invadían sus pensamientos.

    Prefería sentirse y saberse independiente, libre, aunque esa libertad puede ser en muchos sentidos un acto egoísta. Queremos la libertad renegando del compromiso, queremos entrar y salir a nuestro antojo de casa, de la facultad, queremos evitar la incomodidad de tener que informar a nadie de nuestros movimientos o modificarlos si estos no se ajustan o acomodan a los de otros. Pero al mismo tiempo queremos sentirnos parte de algo, de una familia, de un grupo de amigos o de un club, sentirnos parte importante en la vida de alguien con quien sentimos una afinidad especial, la vida es fría en soledad. Y Miriam era consciente de la dificultad de bascular entre aquellas dos opciones.

    Pero ella no era mujer que reniega de lo difícil, sino más bien al contrario. Como su hermano, era obstinada hasta un límite que aún, dada su juventud, no había siquiera atisbado y lo que se proponía lo conseguía, peleando, trabajando, sudando y chillando si era necesario, pero alcanzando al final la meta. Y su propia libertad era un premio demasiado importante para darlo por perdido tan joven, pensaba ella. Le decía a él que Moisés era un santo varón, que sería probablemente el hombre de su vida, ya que nadie podrá hacer nunca tantos méritos como los de este, su compañero. Le replicaba él que, al igual que algunos deportistas de élite que entran en depresión cuando alcanzan la cima del éxito, igual le podía ocurrir a Moisés cuando al fin acceda ella a comprometerse. «Qué listo eres, chaval», decía ella. «No tanto como tú crees, pero sí», decía él. «Pues yo creo que el amor no es comparable a ningún otro sentimiento; de modo que tu afirmación no tendría valor alguno», decía ella. «Cada uno se consuela como mejor le conviene», decía él. «¡Idiota!», decía ella. «Niña mimada», decía él. «Anda, vete a tu cuarto con tus libros, que ya has agotado mi paciencia por hoy», decía ella. «Me voy encantado con mis libros. Adiós, princesa rebelde». «Adiós, gato pardo», finaliza ella.

    3

    A Paco el Perdigones le gustaba el pueblo más que a nadie en su pueblo. Y le gustaba no porque no conociera otra cosa, como a otros muchos les ocurre —la ignorancia oprime gustos y ambiciones por doquier— que al salir del pueblo nadie, excepto los que marcharon, le superaba. A Paco el Perdigones le gustaba su pueblo, pero también le gustaba salir de él a Madrid, a Sevilla, a la capital o a Portugal, por cambiar de país; pero lo que más le gustaba era volver, porque nada hay como anhelar aquello que está al alcance de la mano. Al salir, se reafirmaba una y otra vez, y con mayor convencimiento cuanto mayor se hacía, de que la vida que tenía en su pueblo era la auténtica, no solo para él, sino más allá, para el hombre como especie. La ciudad era una perversión de la evolución, pensaba, forjada probablemente por el invento de la economía de mercado, que concentraba las fábricas en ellas y obligaba a los trabajadores a residir también en ellas —era sesudo Paco—. Pero no, eso no iba con él. Se decía, cada vez que volvía de Madrid, que prefería alimentarse de castañas y hierbajos del bosque antes que trasladarse a ese hormiguero contaminado que achaparra los cuerpos de los hombres. Su mujer, Amparo, lo escuchaba aburrida y resignada, pues cada vez que volvía decía exactamente lo mismo y en el mismo tono de voz: «¿Qué sabrás tú del hambre?».

    A Paco el Perdigones, decíamos, le gustaba su pueblo y sabía bien el motivo. O, más bien, los motivos, porque eran muchos los que era capaz de enumerar. Pero aquellos motivos, que siempre comentaba a cualquier paisano con ganas de discusión, eran más bien ventajas en comparación con la ciudad; es decir, no eran virtudes propias lo que ensalzaba, sino las ausencias ajenas: «No hay atascos, llegas a cualquier parte caminando, no necesitas coche para ir a comprar pan, no hay contaminación, ni hay estrés por llegar tarde a ningún sitio, conoces a todo el mundo y todo este mundo te conoce a ti». Pero eso no es nada y lo es todo al mismo tiempo. Lo que sí eran virtudes propias era todo aquello que Paco había aprendido desde que era un niño y, quizá por esa razón, las obviaba cuando enumeraba uno tras otro aquellos motivos que tantas vueltas daban en su cabeza mientras conducía de vuelta de cualquier viaje. La ciudad le parecía otro mundo, futurista, artificial, sonámbulo y peligroso; una apisonadora de vidas; un pozo invertido lleno de almas envenenadas.

    Paco era un hombre robusto, no muy alto, más bien achaparrado, aunque la anchura de sus espaldas le hiciera parecer más alto de lo que en realidad era. Con el paso de los años, el pelo liso y negro de su cabeza se fue retirando, dejando al descubierto una frente ancha y risueñamente redondeada. Las profundas cuatro arrugas de su frente le dibujaban unos surcos que él asemejaba a la tierra arada por un buey antes de la siembra. Sus ojos eran clásicos, marrón oscuro, grandes y profundos escondidos bajo unas añejas cejas. Su voz era grave y gutural, y sonaba siempre alegre y educada, aunque era una voz capaz de graduarse en función de la confianza de su interlocutor, y podía enfriarse hasta un punto gélido cercano a lo desagradable si lo estimaba oportuno, casi sin esfuerzo. Son las dualidades de las personas, las fracciones en que el tiempo y la experiencia nos transforman.

    A Paco el Perdigones le gustaba por encima de todo la caza: liebres, perdices, zorzales, faisanes; pero también venados, corzos y jabalíes. Aunque la caza mayor estaba más lejos de su alcance. Madrugar, pantalones de pana, botas engrasadas, chaqueta verde oliva, boina militar, café con leche caliente, un mendrugo de pan y un buen trozo de lomo, o de chorizo, o de salchichón, bota de vino cruzada al hombro. Su Land Rover estaba viejo, pensaba en cambiarlo a veces, pero le daba lástima, tantos años llevándolo por los caminos bacheados, la pintura se conservaba casi intacta, sin brillo, pero sin manchas. Le gustaba accionar el estárter, sentir la bocanada de combustible quemándose frenéticamente, oler el aire caliente que se colaba por los conductos de ventilación y las rejillas del salpicadero. El motor aún parecía joven, la combustión era uniforme, no se transmitían vibraciones al interior; y aunque consumía mucho, era potente y podía con todas las pendientes que se le ponían por delante.

    Desde que su amigo Fede murió, el asiento del acompañante permanecía siempre vacío, excepto cuando alguno de los perros se colaba desde la parte trasera y su buen humor le permitía observarlo cómodamente sentado, mirando alternativamente a Paco y al parabrisas. Con Fede no solía llevar perros, pensaba que era cosas de señoritos o de gente comodona. Pero cuando empezó a salir solo, mejor solo que mal acompañado, decía, pensó que perdería muchas piezas, pues sus reflejos ya no eran tan precisos como antes, el paso del tiempo. Dos chuchos, raza indefinible, quizá tuvieran algo de pastor belga uno y de galgo el otro, sin amaestrar, pero con un instinto puro para la caza, pues se ponían nerviosos solo de ver la escopeta de su dueño.

    Desde que construyeron la autovía, a dos kilómetros al norte del pueblo, procuraba alejarse de su recorrido, pues odiaba el ruido de los coches rodando a toda velocidad por el asfalto. Pensaba que ese ruido espantaba a los zorzales y a las perdices, no así a los conejos, que transitaban por cualquier lugar. Además, consideraba la caza como un rito casi ancestral, incompatible, por tanto, con la modernidad de una carretera de paso a ningún lugar en aquellos parajes. Lo del Land Rover era diferente. Antes hubiera ido a caballo, ahora se hace motorizado, es solo un medio de transporte para un mismo fin. A Paco le gustaba más el campo en otoño, cuando más puro y sublime se mostraba, cuando se sentía más intensamente la vida que en él residía, flora y fauna.

    Un día de aquel otoño de hacía dos años, volvía Paco el Perdigones de una mañana de caza muy productiva, una docena de perdices y cuatro liebres, atadas a un alambre metálico como en ristra. Caminaba por la calle empedrada que desemboca en la plaza, los balcones de piedra y madera esperando elegantes las miradas de propios y ajenos, donde otro Land Rover exhibía un jabalí atado a la tapa de un remolque viejo. Parecía estar crucificado si no fuera por la leve apertura de las patas traseras. El bar de Fermín estaba lleno de paisanos, muchos con el mismo aspecto de Paco: camuflaje de arriba abajo, barro en las botas, voces graves, olor a coñac, colillas por el suelo, en la entrada. Paco gustaba de exhibir sus trofeos, y esa era su intención; pero ver a Julia al otro lado de la plaza, vestida con elegancia, observándolo desde la distancia, le frenó en seco. Pudo verlo a él en su rostro y una profunda tristeza invadió su ánimo.

    4

    Un día llegaron al arroyo con las bicis: él una Motoretta roja que le regalaron por Navidad; Emilio Bolancé una BH azul más vieja, las ruedas gastadas, aunque mejor decoradas, trozos de tubos de goma naranja con los que se conectaban las bombonas de butano en la cocina de su casa. Los cortó uno a uno, delicadamente y con paciencia, buscando distintos largos según el radio de la rueda en los que irían colocados, buscando crear el efecto más llamativo cuando la bici fuera a toda velocidad. Los abría con una navaja para poder colocarlos en los radios de las llantas. Su madre se enfadó cuando lo hizo, pues no pudo cocinar aquella noche, él lo negó hasta que no tuvo más remedio que confesar, las pruebas eran evidentes. «Para mentir bien hace falta más experiencia», le dijo su padre intentando relajar la tensión. Él envidiaba aquella decoración y le pidió a Emilio que le hiciera lo mismo a la suya. El problema era conseguir más tuberías de goma naranja: tenían que ser esas porque eran flexibles y se podían cortar con facilidad; además, el color era llamativo y hacía un efecto muy bonito cuando las ruedas giraban, parecía la imagen de la velocidad en los dibujos animados. Él le propuso ir directamente al butanero y pedirle un trozo que ya no le sirviera, pero Emilio decía que aquel hombre no le gustaba, que le daba mala espina. Él no entendía el porqué, pero Emilio era un año mayor que él y parecía más hombre. Se sentía protegido en su compañía y su criterio tenía para él casi la altura de las opiniones de su madre, y eso era mucho decir. Emilio le inspiraba seguridad, firmeza, parecía no tener miedo a nada, aunque tampoco era un loco como aquel Jordi con cara de malo que tanta aprensión le causaba. Emilio era bueno con él y con todo el mundo, inspiraba una seguridad de esas que no necesitan de barrera ni de contrapunto, no como otros que atacan antes, sin motivo, para hacerse los fuertes y granjearse la reputación de peligrosos. Aunque todo eso fue antes de la iglesia.

    El arroyo era su sitio. Todos tenemos uno, o al menos deberíamos tenerlo o haberlo tenido en esa infancia que tanto añoramos tiempo después, como si con el paso de los años necesitáramos de un asidero en el que apoyar nuestros recuerdos, situar en un escenario real nuestra propia historia. Emilio se desenvolvía bien en ese escenario, en el campo, en aquella parte salvaje de un mundo aún no del todo civilizado, el mundo de los pueblos en los años en que este país despertaba lentamente del letargo. Aquel paraje estaba rodeado de tierras de secano en un llano en el que se perdía la vista. Solo en los días claros podían apreciarse las suaves colinas a lo lejos, a los pies de las sierras que protegían el valle. El arroyo era una quiebra en la uniformidad de aquellas tierras, serpenteando en su cauce poblado de chumberas, eucaliptos y cañaveral. Emilio solía pasar por su casa por el camino de tierra a las afueras del pueblo. Era una casa nueva, alquilada por su madre. Entonces le parecía un lujo comparado con las típicas casas encaladas, estrechas pero profundas, con dos puertas de acceso, la primera siempre abierta para dejar al aire refrescarlas y ventilarlas en los días de calor. Su casa era moderna, ni grande ni lujosa, pero diferente, con piscina propia, patios enlosados, garaje cubierto, ventanas enrejadas en extraños rombos. Tocaba la bocina atornillada al manillar y esperaba.

    Pero aquel día se vieron directamente allí. Se lo dijo su madre, él había salido algo enfadado cinco minutos antes y Emilio supuso que estaría en el arroyo, lanzando piedras o cruzando sin parar de una orilla a otra, entrenando para ganarle un día de aquellos; lo hacía ya en solo tres saltos, aunque Emilio solo necesitaba dos. Su madre le dijo que no volvieran tarde, que tenían cosas que hacer. Antes de colocar de nuevo los pies en los pedales, observó muchas cajas de cartón en el garaje al fondo del patio, ocultando casi aquel Talbot azul que tanto le gustaba. Cuando llegó al arroyo, Emilio se sentía extrañado y levemente inquieto. Lo vio nada más llegar: la Motoretta roja estaba tirada en el suelo, a los pies del eucalipto, en lugar de apoyada en el tronco. Más abajo, al borde del agua, sentado en la piedra redonda estaba su amigo. Lo vio de espaldas y entendió entonces por qué le gustaba estar con él. No era como los demás niños de su edad, rudos como bestias, simples, agresivos, siempre recordándole que su padre estuvo en la cárcel, como si aquello lo definiera como persona, un estigma imborrable que nada de lo que hiciera su padre o él mismo en adelante, por excepcional que fuera, lograría borrar las consecuencias de una rebeldía que nadie era capaz de perdonar. Pero a él eso no le importaba, tampoco a su madre, que siempre se mostraba con él de forma amable y educada. Era mayor que él, pero era una diferencia que al poco de conocerse se limitaba exclusivamente a un desarrollo físico que solo en esa edad puede ser percibido. Él era alto de todos modos, no tanto como Emilio, pero alto, al fin y al cabo; también era fuerte y lograba seguirle el ritmo de pedaleo incluso subiendo las cuestas del camino de tierra de su casa hacia el pueblo.

    Era el único en quien confiaba, el único al que le contaba los problemas en casa, el único en quien confió la verdadera historia de su padre, aquella historia que tanta confusión le generaba entonces.

    La Guardia Civil le sorprendió una noche, sentado en el asiento del acompañante de un Mercedes plateado, el único que había en el pueblo, el de don Mariano, el motor y las luces apagados. Estaba agachado, la cabeza apoyada en las piernas del conductor, balanceándose lentamente de un lado hacia el otro, no quería que su cabeza asomara mucho por encima de la ventanilla. De repente una luz que asoma por el cristal, unos nudillos que chocan contra la rigidez de la oscuridad, su padre, aterrorizado, avergonzado, el corazón a punto de estallarle, abrió la puerta del otro lado y salió corriendo. No recordó que el coche estaba aparcado cerca de una acequia. Cayó al agua y secó su piel entre rejas, en el cuartelillo, solo y triste como nunca lo había estado.

    Años más tarde, cuando el recuerdo de su rostro estaba difuminado por completo en su memoria, Emilio seguía recordándolo siempre que salía del pueblo y tenía que pasar por su calle, ahora asfaltada. A veces giraba y avanzaba los escasos quinientos metros de longitud de la calle, entonces le parecía mucho más larga. Su casa seguía intacta, tal y como la dejaron, el nuevo dueño no cambió la fachada; y si pintó las paredes y las rejas, lo hizo del mismo color, el tejado rojo. Más abajo conseguía distinguir la copa del eucalipto balanceándose con el viento y entonces podía escuchar los miles de hojas bailando y crepitando en el silencio de aquellas tardes tan lejanas, perdiéndose en el horizonte, el agua huyendo de los cantos rodados lanzados con violencia desde la altura del árbol, las ranas saltando histéricas hacia todos lados. Su risa y su mirada satisfechas.

    5

    Don José era un clásico en su colegio, tantos años de profesión bien se merecían aquel adjetivo. Aunque bien mirado, decir de alguien clásico no siempre es un halago o, al menos, no siempre representa una virtud. Porque la realidad era que don José era un clásico, por no decir un castizo, por no hablar de que era como un estertor de la antigua enseñanza amparada por los años, la mayor parte, en su caso, vividos bajo el yugo, liviano seguramente para él, de la dictadura. Sus compañeros del claustro, los más jóvenes, lo apreciaban por ser simpático, jovial, brusco en las formas, pero de buen talante. Era un aprecio que no estaba libre de un oculto desprecio o extrañeza, quizá incluso de una cierta repulsión, por el modo de ejercer la profesión con sus alumnos, por sus excesivos arranques de mal genio, e incluso por la falta de higiene tan descarada en lo que respecta a determinadas partes de su cuerpo. Utilizaba, sin pudor y en público, la llave de su casa guardada en el bolsillo del pantalón para limpiarse con ansia la cera de las orejas, ejerciendo una fuerza insana que, además, alertaba de aquel gesto a todo el que estuviera a un radio de veinte metros a su alrededor. Si

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