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No fui yo
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Libro electrónico299 páginas4 horas

No fui yo

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Blanca, abogada, comparte su vida entre dos ciudades: Logroño ,donde reside con Juan, su pareja; y Pamplona, de donde él es natural, aunque trabaja también en la capital riojana como Policía Nacional. Ambos, sin quererlo y por distintos motivos, se ven inmersos en una serie de sucesos que comienzan con un asesinato y que une aún más las dos localidades. Pero nada es lo que parece; todos tienen algo que esconder. Nadie dice la verdad. Lamentarán cada día el haber aceptado el trato que a cada uno les ofrecen.

Novela negra centrada en desenredar una trama de acontecimientos y en resolver un asesinato que dejará al descubierto las verdaderas vidas de los protgonistas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 abr 2023
ISBN9788411448222
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    No fui yo - Rosa María Sandín Romano

    1500.jpg

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Rosa María Sandín Romano

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1144-822-2

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    CAPÍTULO 1

    ¡Qué pereza! No sabía si salir ese día a andar o no como hacía la mayoría de las ocasiones sobre todo siendo vacaciones y haciendo el sol que el meteorólogo de la tele prometía. Una afición sana, pero que, además, le ayudaba a respirar aire limpio, mantener cierto contacto con la naturaleza y sentirse libre, aunque solo fuera por un rato, lejos del ruido, el bullicio, las inagotables prisas y los quehaceres cotidianos que empezaban a desanimarla, lo que provocaba en ella una falta inmensa de motivación como nunca antes había tenido. El trabajo ya no llenaba su satisfacción ni su orgullo personal.

    Claro que, si fuera sincera, reconocería que su mayor y más profunda motivación para salir al campo era ir por la ruta de las fincas, a las afueras de Logroño, que siempre iba, por donde mantenía la esperanza, en cada ocasión, de encontrarse con Álvaro.

    Era una senda poco atractiva en sí, la única belleza radicaba en observar, eso sí, con cierto disimulo, las fincas donde se alzaban las espléndidas casas, cada una diferente, con su variada arquitectura y sus parcelas de jardines conformados de forma aleatoria en el contexto, sin tener un equilibrio entre todas, más allá del gusto particular de cada uno de los dueños. Pero sí que resultaba un paseo agradable, relajado. Y suponía, sin lugar a duda, un oasis de silencio tras salir escasos kilómetros de la ciudad. Aunque, en realidad, se encontraba a un paso de la civilización más pura.

    Lo que todavía hacía más atractivo el paseo, por si los datos aportados no fueran suficientes, era la posibilidad que ofrecía a todos los sujetos animados a la actividad deportiva suave pero natural, a lanzarse a superar sus propias marcas y poder subir al monte. No suponían gran esfuerzo, ya que no eran de gran altura por la zona, no superaban ni con mucho llegaban a los 1000 m. los picos más altos como el Pico del Águila; pero sí ofrecían unas vistas espectaculares de la ciudad, que en días soleados aumentaba significativamente su ya singular y natural belleza. Era una disculpa perfecta y limpia para realizarse selfies y fotos diferentes desde un paraje único. Por tanto, las posibilidades eran variadas: bici, senderismo, pequeña montaña, running o simple paseo con meditación incluida si te aparecía la inquietud.

    Pues, a pesar de todo ello, solo servían de disculpa a Blanca para salir y pensar si el destino le daría la oportunidad, casualmente, de reencontrarse con la persona que más le hacía vibrar de todas las que había conocido en su vida. Ciertamente no eran muchas, pero las suficientes para saber distinguir los sentimientos y emociones que cada encuentro le producían. Cada temblor, cada palpitación, cada palabra cada mirada le despertaba un despliegue de euforia en forma de atracción y deseo que, en ocasiones, no podía controlar. Bueno, en realidad sí podía, pero no quería frenar el más antiguo y necesario de los instintos humanos. Aunque luego, muchas veces, se arrepentía. Incluso lo lamentaría.

    Esa mañana no iba a ser diferente a otros momentos en los que tenía que tomar la decisión de salir o no. Sopesó rápidamente las opciones y se engañó a sí misma diciéndose que debía hacerlo por salud, porque el día era precioso y daba pena desaprovecharlo encerrada entre cuatro paredes con quehaceres insulsos, por mantener las marcadas curvas que dibujaban su cuerpo y que disimulaban perfectamente su edad; por tomar la tan famosa y ansiada vitamina D que los médicos siempre recomiendan, tan necesaria para el organismo; porque no tenía otra cosa más urgente que hacer… Un sinfín de excusas, donde no figuraba la realidad que era «por encontrarse con él, por mirarlo a los ojos, por sentirlo cerca, por ver su reacción al cruzar las miradas, por intercambiar unas palabras embaucadoras y zalameras la mayoría de las veces (eso ella lo sabía). En definitiva, por permitirse sentir, al menos por unos instantes, algo que luego le costaba olvidar y le duraba en la piel el resto del día.

    Salió. Al final salió. Intentando mostrarse a sí misma despreocupada y sin mayor interés. Pero lo hizo.

    Su vestimenta no fue casual, aunque se esforzó en que lo pareciera. Las mallas eran las que mejor marcaban la cadera, pero sin ser demasiado atrevidas; la camiseta técnica lo suficientemente holgada para no pegarse al cuerpo, pero que dejara libertad a la imaginación para intuir un pecho que rozaba los cánones de la perfección; unas deportivas y un maquillaje sutil, ligero, pero fino y atractivo. Un toque de aroma frutal en el cuello para dar un punto sensual. Cronómetro en marcha. Y a andar.

    Su paso era firme y bastante ligero, no se puede decir que fuera de paseo. Su idea siempre fue darse caña para hacer ejercicio, no para pasear; quería sudar y quemar. Salía a eso… entre otras cosas.

    Gafas de sol oscuras con cristal de espejo en esa ocasión y montura plateada, melena suelta, auriculares conectados, música activadora para la marcha en modo play y… ¡adelante! No lo piensa dos veces; no se plantea otra posibilidad, aunque exista. No da marcha atrás. Adelante.

    Los primeros dos kilómetros son tranquilos, hasta tomar la senda de las fincas, parcelas pobres y sencillas, pero sorprendentemente bien aprovechadas y lucidas.

    Ya empieza la zona roja, la zona de peligro. El camino donde la posibilidad del encuentro puede convertirse en realidad.

    El ritmo se aceleraba, el movimiento de cadera se hacía más marcado pero tenue. El riego sanguíneo aumentaba por todo el cuerpo y las miradas se agudizaban para intentar encontrarlo hasta en donde no es posible verlo. O, al menos, poco probable.

    Tres kilómetros. Sin novedad.

    Cinco kilómetros. Nada.

    La finca en propiedad de Álvaro estaba cerca. Y no había señales. «¿Estará en casa? ¿Se habrá ido? ¿Y si no lo veo?». Podía dejarlo estar. Sin más. Olvidarlo.

    No.

    Ni hablar.

    ¿Desaprovechar la oportunidad?

    Ese día no.

    Pasó de largo el cruce de la continuación del Camino Viejo, subiendo hacia el Monte de La Pila. No lo vio. Había que elegir entre dos opciones: seguir adelante y olvidarlo ese día… o buscar rápidamente una excusa para llamarlo.

    No necesitó mucho para encontrar un motivo para ponerse en contacto. El niño. Álvaro tenía un hijo cuya custodia era suya, aunque la madre mantenía el derecho a visitas durante algunas semanas sueltas, cuando le permitían salir del centro de internamiento psiquiátrico si se encontraba bien y controlaba ella de forma autónoma la medicación. Para el niño, esos cambios eran duros, pero se estaba acostumbrando.

    Blanca conocía perfectamente el caso, a pesar de que no era de uno de los que había llegado a su bufete. Pero él sí le había contado todos los detalles y pormenores de la situación. Lo conocía tanto como cualquiera de los expedientes de su oficina. De hecho, así fue como lo conoció cuando el serio trabajador de banca apareció por su despacho para hacerle unas consultas, tras pedirle hora por teléfono, número encontrado aleatoriamente en el listín telefónico, ya que solo quería ver otra opinión al caso.

    Con ello lo tenía fácil y solo debía preguntarle qué tal estaba su hijo para poder establecer el contacto inicial que tanto anhelaba. Luego contaba con que la conversación fluyera por el camino deseado. Y si no era así… haría que lo fuera. Él no contestó rápidamente. De hecho, no contestó. Ella, decepcionada, siguió su camino. Aunque fue en vano. Segundos después, Álvaro le devolvió la llamada.

    —Buenas, señorita, ¿qué pasa? ¿Por dónde andas? ¿Estás bien? —dijo Álvaro en un tono que podía denotar cierta preocupación, ya que ella no le solía llamar, por lo que, en esta ocasión, le sorprendió y asustó un poco.

    —Hola, no pasa nada, tranquilo. Estaba andando y he pasado por la finca y me he acordado del nene, que hace mucho que no te pregunto qué tal está —respondió ella intentado parecer convincente, aunque, en realidad, no sonó, ni siquiera parecido a su intención.

    —¡Que has salido a andar y estás por aquí! —A lo que continuó un leve silencio por parte de él—. ¡¡¡Pues entra!!! —gritó.

    —No, no, que sigo el camino, no quiero parar —respondió Blanca.

    —¿Vas a subir a La Pila?

    —Sí, esa es la intención… Veremos…

    —Pues al bajar entras y descansas un poco, que empieza a hacer calor, te tomas algo y luego sigues —insistió él.

    —Bueno, no sé, no quiero que se me haga tarde… —dudó ella.

    —Bien. Pasas y ya está. Ahora te preparo un zumo que esté fresco para cuando vengas —concluyó él.

    Blanca sabía que era capaz, que lo iba a hacer. Sabía que en ese mismo momento cogería las naranjas o la fruta que tuviera a mano y le prepararía el zumo que había prometido, porque él no amenazaba, cumplía. Eso por una parte le gustaba, esa firmeza, esa decisión, esa fortaleza. Pero, por otra, le incomodaba la falta de libertad que le otorgaba que otra persona decidiera por ella. Al final, se sintió más obligada a pasar por las molestias que las ganas de entrar con la libertad que ella prefería. Siempre le pasaba lo mismo con esta relación. Siempre tenía dudas sobre la forma de ser de él, esa dominancia le gustaba porque le aportaba fortaleza y le permitía dejarse llevar y no estar controlando y organizando todo. Pero, a la vez, sentía cierta opresión y hasta sumisión de alguna manera. Lo que ya dejaba de gustarle.

    Blanca estaba segura de haber batido su propio récord de velocidad en alcanzar los escasos 670 metros de altura máxima de uno de los picos más visitados que rodeaban a la ciudad de Logroño, desde donde además se podía avistar el parque de La Grajera, de gran belleza y amplitud, con su pantano y campo de golf que se abrían bajo los pies de todo el que quisiera hacer el pequeño esfuerzo de subir hasta allí para disfrutar de esas vistas imposibles de otra manera.

    Volvió sobre sus pasos a la finca de Álvaro, agotada, acalorada y exhausta casi, pero con las fuerzas mínimas para controlar cada emoción que le afloraba a medida que se acercaba para no aventurarse a meter en algún momento la pata y estropear lo que pudiera pasar. Solo quería sentir.

    Le avisó mediante un mensaje al móvil de que estaba en la puerta, frente a la verja negra que protegía la propiedad. Él, sin salir, abrió desde la casa, con el mando. Solo lo justo para que ella pasara. Volvió a cerrar inmediatamente en cuanto estuvo dentro del jardín. Ella se quedó esperando, prudente, sin entrar al no ser invitada, por educación; por respeto.

    Apareció él por el garaje. Con la mirada fija en ella, barbilla ligeramente alzada a modo de satisfacción u orgullo. Paso aparentemente tranquilo, pero firme. Su larga melena por los hombros se movía al compás del movimiento de las piernas. Las ondas de su pelo bailaban al sentir el roce de la brisa. No era el típico hombre de banca y, desde luego, no lo parecía cuando iba con el chándal y las pantalonetas con las que tan cómodo se encontraba. No lo parecía cuando le veías en su ambiente, en su casa; en la comodidad de su hogar.

    Desde el momento en que ambas miradas se cruzaron, la tensión era palpable. Los dos sabían lo que podía pasar. Lo que se arriesgaban a ello. Y ninguno de los dos estaba dispuesto a impedirlo, pero tampoco a provocarlo. Él no quería empezar por miedo a dar una imagen y parecer lo que no quería y podía hacer que con esa actitud la perdiera para siempre. Eso lo tenía claro que no. Ella, desde luego, no iba a ser la incitadora, no iba con ella ese estilo. Se quedaría, por tanto, a manos del destino. Ellos podían aceptarlo… o no.

    —Vienes agotada, ¡eh! —rompió el hielo él.

    —Sí, empieza a hacer ya calor para subir —respondió Blanca como si tal cosa, como si hablase del tiempo con cualquier vecino que se podía encontrar en el portal de su casa, mirando a los caballos que pastaban al otro lado de la valla.

    —Toma —le dijo Álvaro mientras le entregaba el prometido vaso de zumo fresco que le había preparado unos minutos antes.

    Ella cogió el vaso mostrando cara de agradecimiento. Y tras tomar un sorbo, se sentó en la hierba, frente a la casa. Le pareció un lugar ideal para descansar.

    Repentinamente, sucedió lo que ni en un millón de años hubiera pensado que pasaría. Algo mágico que le resultó indescriptible. Algo que le marcó. Él también se sentó en el suelo, despacio, casi con delicadeza se puede decir, como si temiera molestarla, despertarla o aplastar la fuerte hierba que se alzaba ya en junio. Se acomodó detrás de ella, rodeándola con sus piernas a modo de protección, como cuando sientas en medio a los niños pequeños por si se caen a un lado, para que no puedan golpearse con el suelo. Sin más. Sutil. Delicado. Le cogió el vaso de las manos sin mediar palabra. Lo dejó bien colocado a un lado de ambos, lo suficientemente lejos para no golpearlo, pero bastante cerca para alcanzarlo si quería ella seguir tomando la bebida. No articuló palabra o sonido alguno. No mostró ninguna intención ni otro movimiento que hiciera prever el siguiente paso.

    Pudieron pasar diez minutos. Dos horas. Ninguno habló. Solo respiraban y se centraban en escuchar su propia respiración y la del otro. Conectaron con la naturaleza, con los animales y con las plantas. Conectaron entre ellos. Como cuando enchufas un ordenador y, simplemente, esperas a que la corriente pase y todo fluya por sí solo.

    Entonces, él la abrazó con una delicadeza inusitada, despacio y suavemente por la cintura y ella, hipnotizada, se dejó caer la cabeza apoyándola sobre su hombro. De espaldas. Y se recostó. Pasados pocos segundos, se colocó en una postura más cómoda sobre su brazo, dejándose llevar por un instinto que le trasmitía la más absoluta tranquilidad y relajación. Mientras él deslizaba con una delicadeza única, como con miedo a romperla, su mano por su melena lisa morena, como si temiera enredarlo o hacerle daño; como si dudara entrar en zona prohibida.

    Ese momento solo fue roto por algún suave y superficial beso que él le regalaba en el pelo, en la sien, en la frente; en la nariz. Casi sin rozarla. Supongo que esperando respuesta de ella o, precisamente, esperando que no hubiera ninguna reacción que rechazase la actitud.

    No sabía si Blanca llegó a dormirse o solo rozó el límite de la inconsciencia, pero no se movió. Solo sabía y sentía que se podían haber quedado así el resto del día… o de la vida, si él se lo hubiese pedido.

    La brisa les acompañaba. El sol bajó su intensidad para no molestar sin dejar de brillar. Blanca podía sentir la respiración de él por los movimientos ligeros del brazo donde se había recostado. Podía sentir el aire exhalado de sus pulmones cuando le miraba. Y podía notarlo cada vez más cerca cuando iba aproximando su cara a la de ella, que permanecía en todo momento con los ojos cerrados en un sublime estado de paz interior.

    Lo primero que le rozó la cara a la mujer fue la melena de él al caer. Pero la sitió suave, casi como un cosquilleo. Entonces notó más cerca el aire de su respiración hasta que algo le rozó los labios. Algo más intenso que el ligero aire, pero igualmente suave. El roce se hizo más firme y simplemente ella respondió en la misma intensidad. El movimiento se repitió dos o tres veces sin que Blanca abriera los ojos. Su estado de hipnosis era ya definitivo. Entonces ya no hubo nueva separación. El beso fue como haber conectado dos polos opuestos que se adherían con firmeza sin doler, sin dañar, pero sin separarse.

    En un mágico y lento movimiento, él fue pasando la cabeza de su brazo al suelo hasta dejarla tumbada sobre la hierba, pero sin permitir que el aire pasara entre los labios de ambos. Entonces, empezó a notar el peso de un hombre corpulento sobre ella, la presión sobre el diafragma que le hacía más costosa la respiración. Pero, por alguna extraña razón, no le molestaba. Se sorprendió a sí misma por ser capaz de moverse y reaccionar al contexto. Se sorprendió levantando los brazos con cierta dificultad porque se encontraban debajo de él, y llevándolos a su cintura, abrazándolo con más fuerza de la que él quería mostrar.

    El tiempo que así quedaron fue breve porque entonces ella empezó a sentir una pierna de él que se colaba entre las de ella. Y segundos después pasaba la otra pierna para colocarlas juntas, obligándola a separar las suyas. Y entonces sí volvió a la realidad. Sí despertó del letargo y abandonó la paz interior que la embriagaba para recuperar la más absoluta y completa conciencia y cordura.

    Quizá fue la voz de la conciencia o una alarma interior que le avisaba de que no quería tener una relación sentimental con él. Sea lo que fuere, le hizo salir de su letargo y decir:

    —Tengo que irme. —Frase que suena muy de película, pero que siempre es cierta.

    —¿Ya? —preguntó el con voz suave sin querer romper la magia del momento.

    —Sí. Se me hace tarde para volver hasta casa —justificó Blanca sin mucha convicción.

    —¿Te llevo? —se ofreció él, aunque más por darse la oportunidad de pasar unos minutos añadidos con ella que por ser galante y facilitarle una vuelta a su casa más rápida.

    —No, gracias, no te preocupes. He descansado ya un rato y ahora me doy otro paseo —continuó ella mientras se levantaba y se sacudía las hierbas que se le pudieran haber pegado a la ropa.

    Se agachó para recoger el vaso y terminar el zumo. Se lo acercó dándole de nuevo las gracias por su amabilidad. Ninguno quiso forzar más la situación. Aunque ambos se quedaron con las ganas, se conocían desde hacía tan solo dos años, pero era lo suficiente para no dar un paso en falso que estropeara lo que fuera que tenían.

    Quizá al día siguiente continuaran donde se habían quedado.

    Quizá todo fuera a ser muy distinto.

    Quizá empezaría a lamentarlo.

    CAPÍTULO 2

    Blanca llegó a casa. No sabía si emocionada, contenta, sorprendida, cansada, asustada… o simplemente feliz. Seguramente, un poco de todo.

    Cogió la toalla y todo lo necesario para entrar en la ducha. Y una vez allí, se dejó arrastrar como el agua que le caía sobre la espalda. Dejó que fluyera todo el sentimiento que se agolpaba en su interior. Reía, se asustaba y volvía a reír. Un entusiasmo a vista de cualquiera, incomprensible y absurdo. Una ilusión indescriptible. Una relación imposible.

    La relación entre Blanca y Álvaro siempre fue difícil. Comenzó siendo una relación profesional y terminó siendo… algo indefinido. Es que era imposible definirlo. De hecho, también describirlo. Empezó en la consulta en el despacho de Blanca, por referencias que le habían dado a él sobre su profesionalidad. Solo quería consultarle unas cuestiones sobre la custodia de su hijo Alan. De ahí pasaron a un trato más personal, de mayor confidencialidad. Pasaron a verse furtivamente y a quedar. Pero nunca hubo en sí una relación, de lo que se entiende relación sentimental. Era una atracción sin consumar. El carácter de él, a ella no le gustaba; esa rudeza en las reacciones y las respuestas que, a veces, daba a tonterías de las que hacía un mundo; el chantaje emocional que utilizaba constantemente cuando no quedaban porque ella no quería verlo o no era momento. Sabía que eran muy diferentes. Además, no es que fuera un conflicto entre abogado-cliente porque, en realidad, no le llevaba el caso, pero había cierto componente profesional que le frenaba.

    Para ser sinceros, sí se lo planteó alguna vez. Sí quiso imaginarse estando con él, viviendo con él, en la finca, en su casa… Pero no se veía. No terminaba de encontrarse a su lado. No quería otra relación en general y tenía claro que con él tampoco. Estaba convencida de que no iba a funcionar. Y si un principio tenía claro Blanca en la vida, en cuanto a plano emocional nos referimos, es que no iba a empezar lo que no fuera a terminar. Y, desde luego, con él no iba a terminar sus días.

    Había momentos como el que había vivido sobre la hierba, que la deshacían. Simplemente desmontaban toda su coraza y se derretía. Pero había otros turbios, respuestas rudas, gestos oscuros y acciones violentas que no le terminaban de gustar. Tenía claro que no quería en su vida eso. Era posible que el porte de Álvaro tampoco ayudara. Siempre se mostraba firme, frío, casi chulesco y pasota. En las distancias cortas era un embaucador nato; un zalamero con aspecto de conquistador. Y eso no ayudaba a cambiar de parecer. Aun así, le atraía. Era una relación de ni contigo ni sin ti. Tóxica y negativa. No hubiera sabido explicar por qué, pero era lo que sentía. Intentaba alejarse de él precisamente por eso. Lo bloqueó varias veces para evitar todo contacto con él. Pero él siempre la convencía para volver a tener un acercamiento con cualquier buena disculpa. Pero en el fondo sabía que era eso: una disculpa. Le pidió también que la dejara en paz, que no siguiera; pero él insistía siempre, eso sí, de manera delicada; sutil. Ella no tenía suficiente valor y fuerza para cortar la relación definitivamente. Y tampoco encontraba que hubiera motivo de peso para hacerlo. Siempre se portó bien con ella, fue educado y detallista, mucho. Flores no le faltaban, regalos en momentos especiales, pequeños detalles preciosos que a nadie se le hubiera ocurrido, siempre para sorprenderla con lo que podía ser tonterías para cualquiera; pero a ella le llenaban de ilusión y alegría el día, la vida. Hasta ese momento. No iba a tardar en descubrir que su instinto no le fallaba. Solo tenía que escucharlo.

    Al día siguiente él le mandó un mensaje. «Buenos días, señorita, ¿qué haces? Perdón si la molesto». Siempre hacía lo mismo; intentaba resultar suave y delicado, suponía que para provocar una respuesta y ser rechazado. «Tengo una duda que necesito que me ayude a resolver», anunciaba el siguiente mensaje en el móvil.

    «Buenos días, dime», respondía ella. Amablemente apuntaba: «No me molestas», que podía sonar educado y cordial; a la vez que incitador a seguir la conversación según como se mirase.

    Entonces se sucedieron una serie de mensajes que no dejaban lugar a la duda ni a la doble interpretación. «¿Podría explicarme usted, señorita abogada, por qué no he podido dormir en toda la noche?».

    «¿Estabas nervioso, inquieto?».

    «Sí».

    «¿Por qué?».

    «Porque tengo ganas de volver a verte».

    Lo siguiente que enviaba ella, eran algunos de los emoticonos amarillos tan famosos con cara de sorpresa, vergüenza o incredulidad… según como se pudiera interpretar por cada uno. A lo que él insistía lanzando variedad de piropos sutiles y frases emotivas que sabía que a ella la debilitaban lo suficiente para que no le volviera a bloquear. Y para que la consiguiera enamorar.

    De ahí

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