Fuegos, hornos y donaciones: Alimentación y cultura en Rapa Nui
Por Sonia Montecino
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Fuegos, hornos y donaciones - Sonia Montecino
Agradecimientos
En primer lugar quiero expresar mi gratitud a Soledad Hidalgo por su apoyo constante y por su sensibilidad hacia el conocimiento antropológico y las preguntas que abre al campo de la alimentación. Ella, junto a Rodrigo Vega, Director de la Fundación para la Innovación Agraria, han hecho posible la materialización de este libro, así como la investigación de terreno y bibliográfica en la que se basa.
A Paloma Hucke, mi especial agradecimiento por haber abierto en mí la pasión por el estudio de su pueblo, por haberme asesorado en las distintas fases de esta aventura insular y en la escritura de este texto, así como por brindarme su afecto.
A Carolina Franch, Florencia Muñoz y Bruna Truffa debo su amistad y el compartir el trabajo de campo, así como mucho del material de entrevistas y testimonios que se incluyen en la parte final de este texto.
He dedicado también este libro a Rolf Foerster. Sin su ayuda historiográfica y de archivos no habría sido posible escribir el segundo capítulo de esta obra. También su lectura crítica del manuscrito me ha permitido precisar ideas y conceptos.
No puedo dejar de mencionar la generosidad que en Isla de Pascua tuve de parte de don Alberto Hotus y sus hijas, así como de Pedro Edmunds, de la actual alcaldesa Luz Sazzo, de la directora del Colegio Lorenzo Vega Jackline Rapu y de la arqueóloga Lilian González. De Ana María Arredondo, Francisco Torres y Ximena Ramírez la acogida y las conversaciones que me permitieron aprender de los saberes sobre la cocina pascuense. A mi colega Riet Delsing debo su desinteresada y oportuna contribución bibliográfica.
A Alejandra Araya, mi gratitud por el trabajo compartido en el Archivo Central Andrés Bello, que ayudó a la finalización de la escritura de Fuegos, Hornos y Donaciones. También a Richard Solís y Rosita Pacheco, solidarios en esta labor.
A Susana Herrera, debo como siempre su invaluable apoyo en las pesquisas textuales y en la amistad.
Asimismo a José Miguel Ramírez se lectura del manuscrito y datos oportunos.
Como siempre a Cristian, Margarita, Verónica, Arturo, Rodrigo, Silviana y Roberto, entrañables comensales de las mesas antropológicas y a mi ahijado Mateo que se inicia en estos dominios.
Por último, mi gratitud a todos y todas las personas que en Isla de Pascua nos ayudaron con sus conocimientos, entrevistas, consejos y hospitalidad: Eliana Araki, Jennifer Carrasco, Inés Figueroa, Soledad Gazmuri, Francisco Haoa, Berta Hei, Daniel Hucke, Javier Ica, Leyda Labrada, Macari, Sebastián Moreno, Angie Pont, Carmen Tepano, Ximena Tepano, Ema Tuki, José Tuki, Laura Tuki, Raúl Teave, Mike Rapu, Ursula Rapu, Lucía Riroroko, Sara Roe, Paula Rossetti, Luis Tarragó y Ximena Trengove.
Introducción
Este ensayo aborda una dimensión poco estudiada en Isla de Pascua, y en general poco atendida en el registro antropológico nuestro. Me refiero a la alimentación en su sentido cultural y simbólico, en sus aristas políticas y sociales, en su singular peso dentro de la reproducción de las comunidades. Quizás por demasiado naturalizado
, el lenguaje de la cocina –es decir, de los medios que permiten la transformación de los productos en alimentos digeribles– pasa desapercibido, incluso su estudio es relegado a zonas menores
del ámbito reflexivo. Tal vez por los hilos de poder que la cocina porta –en tanto expresión de las distinciones y diferencias– y por haber estado en casi todas las sociedades en manos de las mujeres, la interrogación por sus sentidos no ha sido tocada con la fuerza que debiera.
Se trata esta de una primera aproximación a los saberes culinarios y al sistema alimentario rapanui, por ello no pretende ser un tratado sistemático sobre su cocina. Mal podría serlo, cuando mi experiencia de terreno y reflexión sobre la ínsula no ha sido permanente, sino recién iniciada. A pesar de ello, me he aventurado en este desafío escritural y de indagación teniendo como eje los soportes teóricos de la antropología de la alimentación y mi práctica investigativa sobre materias culinarias a lo largo del país. Este intento se ha nutrido de tres viajes a terreno durante el 2008 y el 2009, de abundante material de entrevistas, de observación participante y de revisiones bibliográficas. Quizás una de las ventajas que tienen las labores de campo en el ámbito alimentario es que todas las personas poseen un saber al respecto, y que las situaciones en las que se come son tan ordinarias y frecuentes, que no es difícil disponer de un amplio repertorio de datos. Por otro lado, el lenguaje de la alimentación posee ciertos sentidos universales como el comensalismo (los(as) que comen juntos(as) constituyen una comunidad); construir fuertes vínculos afectivos a través de él es un elemento clave para aprender y aprehender los variados elementos que confluyen en la definición de una cocina. Por ello, este libro se define como un ensayo antropológico que se vale de una multiplicidad de materiales (orales, visuales, textuales, literarios) para construir un campo de hipótesis, de preguntas y para esbozar un marco posible de análisis sobre la alimentación en Isla de Pascua. Así, se trata más bien de una escritura que persigue rozar los múltiples pliegues de la cocina rapanui, sin fijarla en una verdad
historiográfica o etnográfica, sino más bien en abrirla como espacio conjetural y reflexivo.
Pero, también es un ensayo que persigue dar cuenta de cómo una mirada hacia la cocina de una sociedad nos permite conocer sus singularidades simbólicas, sus conflictos socio-políticos y sus resoluciones. Nos interesa así que tanto los(as) lectores(as) especializados(as) y los(as) no conocedores de las materias antropológicas y culinarias, se abran a escuchar lo que un ámbito de conocimiento poco trabajado, como es el campo de la alimentación, pueda decirles sobre las relaciones sociales y su anclaje ineludible en la cultura. Lo que se ilumina, desde una mirada a las operaciones de transformación de los alimentos, es una historia que habla de vínculos interculturales, de adopciones, mantenciones, rechazos y, sobre todo, de un conjunto de significaciones que portan los alimentos porque existen mujeres y hombres que los han seleccionado y los consumen en un determinado escenario temporal y espacial.
A cambio de la variedad de técnicas y de productos alimenticios, la comida se transformó en Isla de Pascua en un marcador relevante no solo en las ocasiones ceremoniales y festivas, sino en los actos de la vida cotidiana. La complicada trama de la vida social rapanui se hilvanó en base a la reciprocidad y al juego constante de dones y contradones², no sólo con los(as) antepasados(as) –muchos de ellos representados en su moais– y divinidades –como Make Make– sino entre los distintos grupos, familias y personas. Esto se aprecia de manera prístina en la mayoría de los relatos y la literatura oral pascuense, y puede observarse hoy en día en la continuidad de ciertas prácticas, como los umu (curanto) colectivos, que ofrecen algunas personas en la Isla en ciertas fechas que corresponden a días de Santos y Vírgenes, así como los que realizan los residentes en Santiago. En el caso de los primeros, una suerte de potlatch³pone de manifiesto el poder de algunas familias y el nexo del alimento con lo religioso; en el segundo, la reificación de la identidad pascuense en la ciudad. En ambos la más antigua receta hecha en el denominado horno polinésico
es el centro de un congrecionalismo que hace estallar desde el fondo de la tierra el periplo de la lenta cocción en que la misma cultura rapanui va urdiendo su sobrevivencia, su pertinaz lucha por mantenerse como diferencia.
Podremos seguir en este ensayo el protagonismo de esta técnica del umu y el proceso de rapanuización que sufren los alimentos que se introducen luego de la colonización y anexión de la isla a Chile. Los complejos y muchas veces tristes episodios de la imposición de un orden distinto siempre tendrán un correlato en el ámbito de la alimentación, una respuesta donde la fuerza de la cultura rapanui se deja ver de manera prístina y aleccionadora. Tal vez, sea esta la finalidad inconciente, lo que subyace a Fuegos, Hornos y Donanciones: traer a escena una deuda que no hemos zanjado como chilenos(as): la del desconocimiento de nuestros nexos con Pascua, del olvido que durante años hemos hecho de su realidad, incluso del egoísmo que muchos de los(as) estudiosos(as) de su historia y arqueología han hecho evidente al no constituir escuela
–me refiero con ello a no ensanchar sus estudios a nuevos(as) y jóvenes investigadores(as) rapanui y no rapanui–. Una de las enseñanzas claves y admirables que se puede extraer analizando la cocina de Pascua, es justamente la lección de profunda humanidad implícita en la reiteración de los patrones de la reciprocidad alimentaria.
Cuando la nua Graciela Hucke nos decía que nos integráramos a la larga fila de isleños que esperaban recibir comida en ocasión de un umu a la Virgen del Carmen, no podíamos creer que también una familia del conti
, posiblemente visualizados como turistas, podía ser depositaria de los preciados manjares de poe, carne, plátanos y camotes. Recibir y, ¿qué dar a cambio? Un ejemplo de magnanimidad absolutamente extraño para nuestros paradigmas. Tal vez un nguillatún mapuche pueda ser lo más cercano a ese umu colectivo y religioso, con la diferencia de que es en el acto mismo del ritual sureño cuando las familias intercambian de manera profusa y abundante cazuelas, asados, papas y tragos. En Pascua la reciprocidad no es inmediata, pero sí indefectible y hay siempre clara conciencia de las deudas y de que estas deben ser zanjadas. Anhelo con esta escritura, la cocinería de las palabras, devolver algo de todo lo que comí en sentido literal y figurado, y al mismo tiempo involucrar a los(as) lectores(as) en este ejercicio de conocer, desconocerse y reconocerse en los visajes culinarios rapanui. De todos modos, siempre habrá una deuda de la isla Chile
–en el sentido metafórico que se desprende del epígrafe de Fuegos, Hornos y Donaciones– hacia Isla de Pascua, una deuda que se debe comprender en el juego infinito de dones y contradones que hacen posible nuestra vida social más allá del mercado y más acá de las diferencias.
Tunquén, primavera 2009.
Conceptos de la antropología de la alimentación
Cocina y cultura bien pueden ser sinónimas. Entendida como lenguaje, la trama de la alimentación humana nos arroja a una densa materia en la cual el cuerpo, las técnicas y los símbolos se entreveran para producir en las distintas comunidades una urdimbre que, deshilada, habla –a veces de manera prístina, otras velada– del devenir social, de la historia, de los cambios y las continuidades, de la tolerancia y del rechazo, del afecto y el rencor. Comer es un acto tan naturalizado que es difícil dilucidar de manera conciente todos los gestos, la memoria, las técnicas y los signos que entraña. Comer, como ningún otro ademán humano, supone incorporar en el cuerpo determinadas sustancias que hacen posible el movimiento y la energía vital. Introducción que, por otro lado, activa toda la maquinaria orgánica en un proceso de homeostasis que retiene y deshecha, que aprovecha y expulsa.
Es sabido –como varios autores han planteado– que lo que cada sociedad considera como alimento no solo tiene un correlato nutricional y de selección dentro de un medio ambiente, sino de manera dominante un sentido simbólico: de allí las prohibiciones, los modos de consumo, las ideas sobre las propiedades de los productos que se ingieren y los principios que rigen su deglución. El principio de incorporación, invariante en todos los sistemas alimentarios (Poulain, Fischler) se liga de manera indisoluble a las características y definiciones que los grupos otorgan a sus alimentos, ya sea a la composición organoléptica (medida en elementos químicos, vitamínicos, grasos, etc.) ya sea a sus asociaciones con la salud y la enfermedad, o en algunas sociedades a sus vínculos con lo sagrado. A partir de esos principios de incorporación las comunidades construyen lo que se denominan ideologías nutricionales
, es decir, un conjunto de nociones, ideas y símbolos sobre las cualidades de los alimentos, sus aspectos benéficos y nocivos, así como las formas (cantidades, tiempos, espacios, etc.) en que deben ser consumidos.
Por otro lado, debemos señalar que el cuerpo como receptáculo de la incorporación alimenticia tiene a la boca como el principal espacio de ingreso y a la succión y la masticación como sus posibilidades de ingesta. La primera remite –como sostiene Poulain (2002)– al primer y arcaico (en la ontogénesis) modo de acceder a la leche materna y supone la inundación placentera del líquido alimento. La segunda marca el estadio de la trituración, de la actividad y del trabajo
mandibular y se inaugura con el destete definitivo. Durante el resto de la vida, succión y masticación conformarán parte del movimiento cotidiano del alimentarse. Poulain dirá que hay sociedades más ligadas a una acción que a otra. Unido a ello, los contenidos negativos y positivos asociados a la incorporación darán cuenta de los lenguajes más o menos elaborados, de las marcas sociales y personales que entraña el comer.
El cuerpo como receptor del comer restituye la pregunta por lo biológico, por el equilibrio nutricional que los alimentos deben tener, y el juego de estos con lo simbólico como lo hemos señalado. Pero también, y de manera relevante, el alimento se liga al placer sensorial y a la búsqueda de ese placer. Sin duda, lo que se tiene como delicioso está entretejido de costumbre y subjetividad personal, de, como dice Garin …una lectura individual de eso que es considerado como sabroso en el cuadro de una cultura
(1998: 13), pero la tendencia general es que los humanos, en esa conquista de placer gastronómico jueguen con su adaptabilidad biológica, pues siempre prefieren comer grandes cantidades de productos animales, azúcares y grasas⁴. Por otro lado, muchas sociedades aprecian sobremanera el comer en abundancia hasta lograr la sensación de estar harto(a)
, lleno(a)
, saciado(a) a plenitud; sobre todo más se valoriza el digerir en común y en una euforia general. Ello sucede cuando la comida es sinónimo de fiesta y …el placer nace de una experiencia compartida y verbalmente comunicada
(Garin, Op.cit: 14).
Ligado a lo anterior, el sentimiento de afecto urde el consumo alimenticio y las experiencias personales y sociales, ya sea a través de la transmisión de platos (de recetas y de gustemas) por generaciones, ya sea por medio del don alimenticio
entendido como entrega afectiva. En el primer caso, es relevante la carga emocional que existe en el consumo repetido de un tipo de receta. En ello se puede leer lo que sostiene Garin en relación al sentido de la repetición de comer un alimento base, o el denominado ‘pan cotidiano’ que polariza los valores simbólicos y emocionales agregados a los alimentos
(Op.cit: 16). Esta comida, que rememora y sintetiza el gesto arcaico de los(as) antepasados(as) que la legaron, produce seguridad y, al mismo tiempo, un sentimiento afectivo común⁵.
Por otro lado, el consumo de esas preparaciones nos confronta de manera permanente a las distinciones, jerarquías y diferencias sociales. Las cantidades, las maneras de mesa, quiénes comen juntos y quiénes no, la distribución y el tipo de alimentos, la posición en el espacio donde se come, constituirán un sonido que, escuchándolo, susurrará el lugar que hombres y mujeres, niños y niñas, viejos y viejas ocupan o transitan en la vida social y familiar. Así, el género, la generación y la clase se esbozarán en el consumo de las recetas cuyo recuerdo se asienta en las antiguas genealogías de los grupos humanos, en su mayoría transmitidas transgeneracionalmente por las mujeres.
Un aspecto clave de la alimentación y de la cocina ha sido el comensalismo, es decir, la relación de solidaridad y hermandad
que une a quienes comen juntos. El comensalismo está enraizado en la primera reciprocidad que los humanos establecimos con los(as) dioses(as). Los espíritus tutelares, las divinidades, los(as) antepasados(as) entregan dones de diversa índole, los cuales deben ser recompensados, produciéndose como sostiene Kurnitzky (1978) el primer intercambio, la primera economía sacrificial. Por otro lado, el juego de los dones alimenticios ha ido de la mano con el concepto de reciprocidad, en términos de Marcel Mauss (1979), la búsqueda del necesario equilibrio entre quien da y quien recibe. En la mayoría de las sociedades la comunicación con las divinidades y espíritus ha tenido a los alimentos –las primicias, muchas veces– como materialidad e indicio de lo recíproco: las fuerzas sobrenaturales dan fertilidad a la tierra, entonces se les devuelve con los primeros brotes de las cosechas o con el producto del trabajo humano. Esta primera reciprocidad inaugura, como dice el ya citado Kurnitzky, esa economía sacrificial que evoca y trae a escena los productos
primarios del contradon: los cuerpos humanos generados por el trabajo
reproductivo del vientre femenino. Es decir, el sacrificio humano y su ingesta real o simbólica que tiene como correlato el canibalismo o la antropofagia.
Esos sacrificios y reciprocidades rituales se estructuran y estructuraron, como sabemos, en torno a banquetes en los cuales se consumía parte de las ofrendas. El banquete hacía posible que la idea de comunidad en torno al alimento reforzara y reificara la noción de hermandad
del comensalismo y la mantuviera unida en torno a la labor humana de transformación de lo natural en cultural; pero, al mismo tiempo el banquete dejaba al descubierto las jerarquías en cuanto a quiénes eran beneficiarios de las mejores porciones –casi siempre de carne– y quiénes comían primero y quiénes después.
Así los humanos se relacionaron, y aún lo hacen, con sus dioses(as) y entre sí por medio del alimento estableciendo una delicada trama que fue tejiendo un vínculo entre el cuerpo de las divinidades y el propio. El consumo simbólico del cuerpo de Cristo en la cultura occidental a través de la ostia, da cuenta de esa fina hebra que une, a través de la comida, a los seres divinos con los mortales. Seguramente, la primera ingesta del antepasado sacrificado y luego convertido en espíritu tutelar, constituye una memoria indeleble de esa arcaica incorporación del otro (otra) divinizado(a) en el propio cuerpo.
Tanto como el producto no elaborado (primicias) formó parte de esa economía
con los(as) dioses(as), los rituales alimenticios profanos
ligados a grandes festines en los que se hace ostentación en cantidad y calidad de los alimentos –llamados potlatch– funcionaron y, sin duda, todavía lo hacen, como modos en los cuales las comunidades comunican sus estructuras de prestigio y poder y toda la compleja maquinaria para establecer la reciprocidad que hace posible que el sistema social funcione, ya sea para establecer la igualdad o ya sea para verificar las jerarquías⁶. El centro de estas ceremonias es la comida, su dominancia se torna evidente si pensamos, como ya lo dijimos, que la cocina supone una elaborada estructura de signos, técnicas y saberes, y sobre todo, porque está constantemente asociada al trabajo productivo y reproductivo. Se observa que en la gran mayoría de las sociedades ese trabajo es femenino, si bien no en todas las fases de la cadena alimentaria (producción, preparación, consumo y deshecho), sí en gran parte de ella. Este dato no es menor, pues nos conduce a inferir y poner de relieve que las artífices de esas formas, en las cuales los grupos expresan y reproducen el ansiado equilibrio de sobrevivencia social que da la reciprocidad, es en la gran mayoría de los casos producto del trabajo y de los saberes que las mujeres han acumulado y transmitido secularmente. Este hecho casi siempre permanece velado y conforma, desde nuestro punto de vista, uno de los aportes contundentes de las mujeres a la construcción de las culturas y las identidades sociales.
Pero no solo en el consumo y en los productos alimenticios elegidos hay una gramática, sino en las técnicas que hacen posible que un producto se convierta de crudo en cocido. Como lo ha demostrado Lévi Strauss, hay un conjunto de operaciones –de recetas– que caracterizan e identifican la cocina de una sociedad y cuyas fórmulas dan cuenta de saberes y de la verificación constante, a través de la preparación de platos, del paso de lo natural a lo cultural. Desde su triángulo culinario (1968) y sus aportes en el plano comparativo de las cocinas, hemos aprendido también que la cuisine (el consumo) debe ser también analizado desde otras oposiciones ligadas al género, la clase, lo sagrado y lo profano, lo económico y lo pródigo, etc. A partir de estas nociones puede esperarse descubrir, para cada caso particular, en qué sentido la cocina de una sociedad constituye un lenguaje en el cual traduce inconscientemente su estructura
(Op.cit: 32)
Pero, la estructura no se manifiesta explícitamente sino a través de sus conflictos, roces y tensiones. Desde ese supuesto nos interesa, en el análisis que proponemos de la alimentación en Isla de Pascua, desarrollar y ampliar el punto de vista de Weinsmantsel (1993) cuando utiliza el concepto de gastropolítica
para referirse a las dimensiones del poder económico y social de la cocina en los Andes. Retomaremos este término entendiéndolo como un conjunto de operaciones ligadas a la cocina –en cualquiera de sus fases– tendientes a producir fenómenos de resistencia, negociación y aparición de las identidades ya sea a nivel doméstico, local, regional o nacional. La gastropolítica expresa movimientos de distinción
, en el sentido de Bourdieu (2002), a través del principio de incorporación: somos lo que comemos (Fischler, 1995) pero también a través de la apropiación de saberes y/o de su transmisión transgeneracional. En ese sentido, la posesión de los saberes de las recetas como discursos organizados (oral y textualmente) que registran conocimientos y técnicas de preparación de alimentos, opera como el dispositivo que permite la negociación permanente de una determinada posición en el entramado familiar o público. La gastropolítica se liga entonces a una suerte de patrimonialización de las técnicas que conformarán un tipo de propiedad
que se enuncia como diferencia. Quién y cómo se transmite ese discurso devela las marcas de género, clase y etnicidad presentes en la incorporación devenida en prestigio y poder en el acto de consumo, así como las tensiones que esas marcas implican en un determinado tiempo y espacio.
Si la cocina constituye un lenguaje, no lo es menos el gusto. Nuestras pesquisas genealógicas⁷ ponen de manifiesto la relevancia de lo que podríamos denominar la construcción social del gusto. Boutad (1997) distingue al interior del gusto tres niveles, el natural, el cultural y el cultivado. El natural se refiere a la manipulación de los elementos naturales y el cultural a la manipulación de los códigos sociales, y su paso supone una operación de selección de lo natural a una operación de distinción social. Es esencial en este paso el sentimiento de placer (la necesidad de comer da lugar a la necesidad de sentir lo que se ingiere) que abrirá las puertas a la necesidad de gustar, es decir, al tiempo de saborear, devorar primero con los ojos y luego con la boca. Este es el gusto cultivado, el que adquiere una dimensión estética y social. De este modo el gusto funciona en un espacio orgánico (el cuerpo) y en un espacio simbólico (el cuerpo social).
En ese desplazamiento entre los gustos culturales y los gustos cultivados, Bourdieu (2002) hará la relación entre éstos y el habitus
. Para él, el gusto es el operador práctico de la transformación de las cosas en signos distintos y distintivos que nos permite acceder a las diferencias inscritas en el orden físico del cuerpo al orden simbólico (los significados y representaciones sociales). A esa perspectiva hemos incorporado la noción de genealogías del gusto, referidas a las líneas concretas mediante