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Comer: Puentes entre la alimentación y la cultura
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Libro electrónico174 páginas2 horas

Comer: Puentes entre la alimentación y la cultura

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Es muy curioso el modo en que empleamos las palabras. Hay un diccionario secreto que cada uno guarda en su corazón, como un eco feliz o sombrío de un sonido que encierra significados difíciles de comunicar. Mientras suponemos que hablamos deslizándonos sobre un código compartido, todos guardamos sentidos propios que los demás ignoran.

Esta sensible percepción impulsó una serie de encuentros convocados por un verbo: "comer", "pensar", "amar". Se invitó a personas de diversas disciplinas a contar lo que esa palabra significaba para ellas. La experiencia resultó de una intensidad impensada, los significados estallaron, y por algún motivo –o por muchos– el encuentro "Comer" fue uno de los más convocantes y de los más intensos. Patrica Aguirre, Mónica Katz y Matías Bruera hicieron detonar muchas certezas, y así nació este libro. Aquí está la palabra impresa para acceder a ella con la pausa reflexiva que la lectura permite, para volver sobre estas ideas todas las veces que sea necesario. Para el disfrute, pues el pensamiento también es una forma de la belleza. Porque aunque tengamos la sensación de que vivimos atormentados por la estupidez, aún hay personas que pueden sustraerse a la trivialidad imperante, y lectores dispuestos a compartir esa vivencia.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 feb 2021
ISBN9789875992658
Comer: Puentes entre la alimentación y la cultura

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    Comer - Patricia Aguirre

    Patricia Aguirre Matías Bruera

    Mónica Katz

    Comer

    Prólogo de Daniel Flichtentrei

    © Libros del Zorzal, 2010

    Buenos Aires, Argentina

    Printed in Argentina

    Hecho el depósito que previene la ley 11.723

    Para sugerencias o comentarios acerca del contenido de esta obra, escríbanos a:

    info@delzorzal.com.ar

    info@intramed.net / Tel.: 0810 - 222 - 4687

    La versión filmada del encuentro Comer puede encontrarse en:

    http://www.intramed.net/50359

    Asimismo, puede consultar nuestra página web:

    Índice

    Prólogo | 5

    La construcción social del gusto en el comensal moderno

    Patricia Aguirre | 8

    Bibliografía | 53

    Comer: práctica individual, práctica social

    Mónica Katz | 56

    Bibliografía | 96

    Diet-éticas modernas Razón, experiencia y resistencia alimentaria

    Matías Bruera | 101

    Bibliografía | 141

    Prólogo

    Hace algún tiempo comenzamos a advertir en el sitio web IntraMed que, mientras creíamos decir una cosa, algunas personas entendían otra. Desconfiamos de nosotros mismos primero, de nuestra capacidad para comunicar. Más tarde nuestra desconfianza alcanzó a las palabras. Comprendimos que habíamos vivido dentro de un ingenuo mundo ilusorio. El lenguaje no designa sino que construye mundos.

    Es muy curioso el modo en que empleamos las palabras. Hay un diccionario secreto que cada uno guarda en su corazón. El eco feliz o sombrío de un sonido que encierra significados que no podríamos comunicar a nadie. Mientras suponemos que hablamos deslizándonos sobre un código compartido todos guardamos sentidos propios que los demás ignoran. La ilusión de transparencia del lenguaje oculta su opacidad y su misterio verdaderos.

    Las palabras son promiscuas, traicioneras, putitas, como gustaba llamarlas Julio Cortázar. Inasibles como mujeres de humo. Siempre le dan la razón a quien las pronuncia. Pero su desgracia es también su virtud. Así son, aunque nos neguemos a esa realidad.

    Desde entonces organizamos una serie de encuentros convocados por un verbo: comer, pensar, amar. Invitamos a personas de diversas disciplinas a contarnos lo que esa palabra significaba para ellos. La experiencia resultó de una intensidad impensada, los significados estallaron, las certezas se disolvieron y todos aprendimos que ignorábamos lo que suponíamos conocer.

    ¿Qué ocurrirá cuando un grupo de personas provenientes desde diferentes marcos teóricos hablan acerca de la misma palabra? ¿Podrán las distintas disciplinas encontrar puntos de confluencia? ¿Será inevitable el histórico divorcio entre ciencia y humanidades? ¿De qué se priva quien mira el mundo desde una perspectiva excluyente? ¿Quién se anima a enfrentar la fragilidad de sus propias definiciones?

    Por algún motivo –o por muchos– el encuentro Comer resultó uno de las más convocantes y de los más intensos. La alimentación humana está presente en la mayoría de los graves problemas que plantea la epidemiología contemporánea. Entre la desnutrición y la obesidad se despliega un espectro enorme de situaciones que amenazan la vida y la salud de hombres y mujeres. El conocimiento científico ha crecido mucho más de lo que hubiésemos podido imaginar jamás. Pero las soluciones no llegan, incluso algunos problemas aumentan. Lo que sucede en el mundo real es siempre más complejo que los modelos de laboratorio. También en este caso el conocimiento fragmentario y descontextualizado resultó insuficiente. Es por ello que los investigadores más lúcidos ya no sueñan con encontrar la clave única que responda a todas sus preguntas. Ellos nos enseñaron que ninguna explicación es suficiente, que el conocimiento debe contaminarse mutuamente, que la ilusión de omnipotencia es un obstáculo epistemológico muy serio, que la arrogancia garantiza el fracaso. También nosotros hemos aprendido esa lección y es ésa la razón de encuentros como el que permitió el nacimiento de este libro.

    Estuvieron allí una antropóloga dedicada al estudio de la comensalidad en las sociedades humanas a lo largo de toda su evolución, Patrica Aguirre; una médica nutricionista que rompe paradigmas respecto del saber establecido acerca de la alimentación y la conducta dietante sustentando lo que afirma en el más riguroso conocimiento científico, la Dra. Mónica Katz; un sociólogo que pone toda su sagacidad y la potencia de su inteligencia al servicio de una mirada crítica sobre la construcción del gusto y las condiciones que lo determinan en el subsuelo de una cultura, Matías Bruera. Ellos hicieron estallar muchas de nuestras certezas, nos movilizaron hasta hacernos pensar en nuestros propios pensamientos. ¿Cómo no iba a nacer un libro de aquella experiencia? Aquí está la palabra impresa para que podamos acceder a ella con la pausa reflexiva que la lectura permite, para volver sobre estas ideas todas las veces que lo consideremos necesario. Para disfrutarlo, porque el pensamiento también es una forma de la belleza. Porque, aunque tengamos la sensación de que vivimos atormentados por la estupidez, aún hay personas que pueden sustraerse a la trivialidad imperante y nosotros, sus lectores, dispuestos a no perdernos esa oportunidad.

    Daniel Flichtentrei

    Jefe de contenidos médicos www.intramed.net

    La construcción social del gusto en el comensal moderno

    Patricia Aguirre

    1. Introducción

    Si bien comer no es un evento exclusivamente humano, la forma en que comemos sí lo es. Ésta delimita nuestra humanidad, porque los humanos somos los únicos que cocinamos para comer, y al hacerlo elegimos, ordenamos, procesamos y damos sentido a los nutrientes que nuestro omnivorismo nos permite metabolizar.

    La cocina sí es propia de los humanos, aunque los cultivos de hongos de las hormigas, las nueces pisadas y las batatas saladas de los primates, amenacen con recetas animales nuestra práctica culinaria. Seleccionar, crear, combinar, lavar, picar, cortar, mezclar, cocer, servir, compartir y transmitir –lo que hace una cocina– es bien humano. Ese comer en comensalidad configura nuestra singularidad ya que une indisolublemente aspectos biológicos (lo que se puede metabolizar) y sociales (lo que se define, se comparte y se transmite como comida). Recuperando a Fischler (1995), comemos nutrientes y sentidos, es decir, comemos los productos que necesitamos para vivir, previa selección de nuestras categorías acerca de qué es lo que es bueno para elegir, para preparar, para compartir y para dejar. El comer para los humanos de cualquier tiempo y cualquier latitud no es sólo ingerir nutrientes para mantener la vida: es un proceso complejo que trasciende al comensal, lo sitúa en un tiempo, en una geografía y en una historia con otros, compartiendo, transformando y transmitiendo –real o simbólicamente– aquello que llama comida y las razones para comerla.

    Comer implica un comensal, una comida y una cultura legitimados como tales. Así, de una manera poco perceptible, en el acto cotidiano de comer se articulan el sujeto y la estructura social. Aquel llamará

    mi comida a lo que una sociedad en un momento histórico produce, distribuye y condiciona diferencialmente para que personas como ese comensal consuman. Y ese comensal reducirá a lo individual –y llamará mi deseo, mi gusto, mi posibilidad– lo que es condicionamiento social (lo que ese grupo, clase, edad, género o función legitima como su comida), cargando con la responsabilidad de reproducir y reproducirse, física y socialmente, de una determinada manera, sin darse cuenta de que su plato fue llenado de estructura antes de que se volcara en él la sopa.

    Siendo un elemento clave de la reproducción, de los individuos y de las estructuras sociales, todas las sociedades han puesto especial énfasis en manejar qué comen los sujetos, construyendo socialmente el gusto del comensal.

    Por eso, en el homo sapiens no encontramos gustos innatos, aunque sí tendencias, como preferir los sabores dulces y grasos. No hay genes o fisiología de la lengua o de la nariz que indique el gusto, porque el gusto es una construcción social. No gustamos sólo porque tenemos la capacidad de percibir y metabolizar ciertas moléculas; la biología impone restricciones y posibilidades que son comunes a la especie, de manera que deberíamos concluir que si el gusto fuera fisiológico todos encontraríamos agradables o desagradables las mismas cosas. No conoceríamos la creatividad de la cocina gourmet, y Parmentier, Savarín y el Gato Dumas hubieran sido desocupados. Afortunadamente aprendemos a gustar a través de las categorías que le dan sentido a la experiencia. Siendo sujetos de lenguaje, reflexivos, sólo conocemos la realidad por las categorías que creamos para describirla, de manera que las mismas manifestaciones del metabolismo del ají chili (salivación, secreción gástrica y movilidad de los intestinos), son leídas como desagradables (por los porteños) y como agradables (por los mexicanos).

    No hay biología que indique qué comer, más allá de las características omnívoras de la especie que nos condenan a la diversidad y a no encontrar todos los nutrientes en la misma fuente. Cuando tratamos de explicar la diferencia de gustos, y sus cristalizaciones, no debemos recurrir a la genética sino a la cultura que crea las categorías y construye colectivamente los sentidos con que son percibidas las señales biológicas. Esas categorías provienen del otro, ya que nacemos en una sociedad que nos antecede; son categorías que tienen una historia y se despliegan en un tiempo y en una geografía. Es por esto último que comer es un evento situado.

    Vamos a analizar cada uno de los vértices de este triángulo culinario: el comensal, la comida y la cultura que los designa como tales, legitimando qué es lo que aquél puede comer para ser un sujeto de ese tiempo, de ese lugar de esa sociedad.

    2. El comensal omnívoro humano

    ¹

    Hace unos 2.500.000 años y coincidiendo con una proporción cada vez mayor de ingesta de proteínas y ácidos grasos en la dieta, se disparan dos procesos simultáneos: crecimiento del encéfalo y acortamiento del intestino (el metabolismo de los vegetales lo necesita largo). De esta manera, las paleoespecies omnívoras que se suceden a partir de los australopitecos afarenses, los mejores candidatos para llamarlos abuelos, tienen todas mayor capacidad y complejidad cerebral, que se evidencia en sus calotas craneanas, pero también en sus logros: herramientas que se suceden con perfección creciente, capacidades de organización y comunicación que transforman su medio y los transforman a su vez.

    Proteínas y ácidos grasos ayudarán a sostener un órgano metabólicamente costoso como el cerebro. Leonard (2002: 108) ha calculado que un australopiteco con un cerebro de 450 cm³ debía destinar al funcionamiento de éste el 11% de su energía basal; en cambio, un homo erectus con un cerebro de 900 cm³ necesitaría un 17% de la misma. Proteínas y ácidos servirán también para reducir el tiempo dedicado a la comida, de 16 a 5 horas promedio. Pero hay algo más importante que brinda el omnivorismo al imponer la variedad: la necesidad de cooperación para obtener carne y la obligación de compartirla. A partir del omnivorismo, el acto alimentario se transforma en un acto colectivo y complementario, en el que predomina la comensalidad sobre otras formas primates de alimentación (como la alimentación en suspensión, propia de los braquiadores, o la alimentación vagabunda, por la que cada individuo recoge y come lo que encuentra).

    Aunque sea un duro golpe para nuestro narcisismo, probablemente nuestro cerebro se desarrolló en gran medida a expensas del carroñerismo oportunista, tal vez porque estas paleoespecies eran pequeñas de contextura, sin garras ni caninos poderosos, y debieron aprovechar la caza de otros para la supervivencia. Este comportamiento coincide con los comienzos de la utilización de la piedra como herramienta y material, y con la aparición de grandes guijarros con filos toscos, más aptos para desgarrar una presa abatida que para cazar una pieza en movimiento. Donald Johanson ha expuesto también otra hipótesis. Sin competir con la megafauna de la sabana africana, bastaría que una banda de homínidos recogiera la médula de los huesos largos abandonados para obtener una ingesta de proteínas y ácidos grasos capaces de dejar las trazas de zinc que hoy hacen que los designemos omnívoros.

    Recién hace 1.500.000 años, con el homo erectus², la caza colectiva crece de la mano del perfeccionamiento de los instrumentos líticos, ahora tallados de ambos lados: bifaces. Con este homo cazador nuestra especie, que había sido presa durante millones de años, se transforma en predadora. Esta nueva ubicación en la cadena trófica cambia la presión selectiva, la que dependerá menos de los predadores que de la cantidad de alimento que se pueda extraer del medio ambiente. También en esta paleoespecie se registra el uso del fuego, que amplió la gama de lo comestible. Cocer los vegetales no sólo los vuelve más blandos, sino también incrementa el contenido energético disponible o elimina tóxicos. En el caso de los tubérculos, nuestras enzimas no pueden digerir las moléculas de los almidones en estado bruto; pero cocidos, estos complejos de hidratos de carbono pueden ser metabolizados y así proporcionan una mayor cantidad de calorías. A modo de ejemplo, la mandioca amarga sólo se puede consumir cocida dado que pierde su contenido de cianuro. Muy probablemente el homo erectus creó la primera economía donde los recursos se producían y se distribuían en común.

    Estos cambios en el comportamiento aumentaron la calidad y estabilidad de la alimentación, y aunque no constituyen de manera exclusiva las razones para que los cerebros crecieran y se complejizaran, desempeñaron un papel decisivo para que esto fuera posible. Una interacción mutua y creciente entre calidad de la dieta y expansión cerebral

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