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Secreto Laberinto Del Amor
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Libro electrónico623 páginas9 horas

Secreto Laberinto Del Amor

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Marina Montoya, una brillante abogada con una carrera ascendente como jueza y un reconocimiento social de primera magnitud, se ve arrastrada a un amor imposible que amenaza destruir todos los logros de su vida. Nunca pens enamorarse del nico hombre que tena prohibido; pero cuando lleg a su vida, con aquella delicadeza potica, saba que no tendra fuerzas para impedir que entrara en su corazn. Aquel hombre prohibido la confinaba en un amor que le era imposible rehusarse. Pero saba que el amor era ilegal y todo lo que poda hacer era llevarla al mismo infierno. Luchar contra ese amor se convirti en la razn de su vida.
Un extrao laberinto del amor la conduce a la perdicin. Ahora Marina Montoya no sabe cmo superar el amor que le enciende cada centmetro de su piel. Pero ella tiene un hijo al que se debe y una extraordinaria carrera como jueza que no desea abandonar.
A la jueza le ha tocado juzgarse a s mismo y sabe que la sentencia que dictar le romper el corazn.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento1 jun 2015
ISBN9781506504698
Secreto Laberinto Del Amor
Autor

Carlos Agramonte

CARLOS AGRAMONTE Estados Unidos. Nació en R.D. Durante más de 25 años se dedicó a la enseñanza universitaria, conjuntamente con su vocación de escritor; que ahora ejerce a tiempo completo. En la primera etapa de su vida de escritor la dedicó a la poesía, destacándose los títulos: Raíz, Descubriendo mi Propio Viento, Pequeña Luna, La Cotidianidad del Tiempo y El Silencio de la Palabra. Desde hace años se ha consagrado a escribir novelas de gran formato. Entre los títulos publicados se destacan: Definiendo el Color, El Monseñor de las Historias, El Generalísimo, El Sacerdote Inglés, El Regreso del Al Ándalus, Memoria de la Sombra, Secreto laberinto del amor y, Inminente ataque. Desde sus primeras novelas, las cuales obtuvieron buena acogida por parte del público, Carlos Agramonte demostró que dominaba el género y se revelaba con una gran imaginación. Sus novelas han provocado los más calificados elogios por parte de sus fieles lectores.

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    Vista previa del libro

    Secreto Laberinto Del Amor - Carlos Agramonte

    Copyright © 2015 por Carlos Agramonte.

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.: 2015907785

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Fecha de revisión: 27/05/2015

    Palibrio

    1663 Liberty Drive

    Suite 200

    Bloomington, IN 47403

    713931

    ÍNDICE

    CAPÍTULO I

    CAPÍTULO II

    CAPÍTULO III

    CAPÍTULO IV

    1

    2

    3

    CAPÍTULO V

    1

    2

    CAPÍTULO VI

    1

    2

    CAPÍTULO VII

    1

    2

    3

    CAPÍTULO VIII

    CAPÍTULO IX

    1

    2

    3

    CAPÍTULO X

    1

    2

    3

    4

    5

    6

    7

    8

    CAPÍTULO XI

    1

    2

    3

    4

    CAPÍTULO XII

    1

    2

    3

    CAPÍTULO XIII

    1

    2

    3

    4

    CAPÍTULO XIV

    1

    2

    CAPÍTULO XV

    1

    2

    3

    CAPÍTULO XVI

    1

    2

    CAPÍTULO XVII

    1

    2

    3

    A mis queridas hermanas Sara, Ramona, Jovita, Dioselina y Juana

    por cuidar tan cariñosamente los últimos días

    de nuestra adorada madre.

    CAPÍTULO I

    E l frío era cortante y Madrid parecía que se vestiría de blanco en las próximas horas. El invierno se resistía a despedirse y darle entrada a la primavera. Marzo seguía con el mismo clima de severo frío que había tenido enero. Aun cuando la ciudad no era pasto de frecuente nieve, ese año había entrado con nevadas novedosas. Marina Montoya, jueza de primera instancia de los tribunales de la Comunidad Autónoma, entró a su oficina totalmente cubierta por un gran abrigo negro que le llegaba hasta los tobillos. Se despojó de los guantes y se frotó las manos para entrar en calor. Dejó el abrigo de piel en el perchero que estaba colocado en el lado izquierdo de su escritorio y se acomodó en el amplio sillón. Se quitó el gorro de lana de color marrón y lo colocó en un extremo de la credenza. Se sacudió el cabello. El escritorio estaba tomado por voluminosos expedientes de los casos que la ocupaban, en ese momento, en el tribunal. Miró a cada una de las paredes de su oficina y expulsó violentamente el aire que tenía en los pulmones, que al salir hizo una nube blanca. Le gustaba sentarse a trabajar en la soledad del estudio. La oficina estaba decorada con fotos de grandes jurisconsultos y grandes pensadores: solamente, en la pared del fondo había una pintura de Jesucristo que cargaba una enorme cruz que parecía incapaz de poder llevar a cuesta hasta su destino. Un gran librero, totalmente lleno, cubría todo el lateral. La magistrada tenía el rostro iluminado por una alegría serena. Esa mañana sentía una alegría que la desbordaba. Cuando se acomodaba para tomar el primer expediente sintió que tocaban la puerta y se mantuvo en silencio. Sabía que era Ana Olea, su asistente y secretaria del tribunal. Conocía el sonido que hacía la puerta cuando ella golpeaba la madera. Era su costumbre traerle una buena taza de café bien cargado para comenzar la mañana. Le agradaba escuchar el sonido de la puerta porque sabía quién era y se sentía en confianza con ella. El tiempo que tenían trabajando juntas había propiciado un afecto que rayaba en lo familiar. Se sentía en confianza y segura de que todo funcionaba bien cuando no estaba. Ana era la pieza que hacía que todo funcionara correctamente en la oficina y en el Juzgado.

    —Doctora, ha llegado este expediente con una nota que debe ser conocida por usted de inmediato. Parece que es un caso muy importante. No he tenido tiempo de leerlo por completo; pero me parece, por lo que dice la calificación del juez de instrucción, que es importante que lo lea para tomar una decisión en un breve plazo —dijo la secretaria cuando le pasaba el expediente que estaba entapado por dos cartones recortados de fólders de color amarillo.

    La doctora Marina Montoya, acostumbrada a las urgencias de los casos, no se sintió intimidada por las palabras de la auxiliar. Mostró su amplia sonrisa y le señaló el lugar donde debía depositarlo en la mesa del escritorio. Tendría mucho tiempo, en el transcurso del día para darle una lectura y ponerlo en la cola de los demás expediente. Estaba acostumbrada a las presiones del cargo y ya era cosa cotidiana. Sabía cómo lidiar con los casos. El tiempo que tenía en la judicatura le daba una buena experiencia, y los años en lo penal, la hacían inmune a cualquier presión. Sabía que la mayoría de los expedientes que llegaban al juzgado traían la opinión para que fueran tratados con rapidez. La palabra urgencia era recurrente en los expedientes.

    —Si voy a considerar como urgente a todos los casos que llegan a este juzgado, no tendría ni un momento para respirar. Todo el mundo quiere que las cosas se hagan a la velocidad que a ellos les conviene, no a la velocidad que debe llevar la justicia. Déjalo, que lo revisaré después que termine de leer los expedientes que debo fallar en esta semana —comentó mientras se inclinaba y abría uno de los expedientes que descansaban frente a sus ojos—. Estoy de muy buen humor y no quiero un contratiempo indeseado. Tengo que redactar dos sentencias, y esa es mi prioridad durante esta semana, además de los juicios que tengo pendientes.

    La magistrada era una mujer de ojos claros y cabellos rubios rojizo que les caían en los hombros; de piel muy blanca y de estatura de cinco pies y diez pulgadas; con senos pronunciados y una mirada melancólica; de boca ancha y labios bien delineados; la nariz perfilada y el rostro un poco angular. Tenía tres años que había sido ascendida a jueza de primera instancia. Sus 38 años le asentaban, dándole una imagen de belleza serena. Parecía más una actriz de cine que una magistrada de los tribunales españoles. Hacía algunos años que se había divorciado y toda su vida giraba en torno a su hijo Samuel de siete años y a su trabajo en el entramado de la justicia. El mundo de la judicatura se había convertido en todo su universo social. El fracaso del matrimonio hizo que se concentrara en su trabajo. Era muy admirada por los demás jueces y se comentaba que llegaría hasta el Supremo.

    —Opino que usted debe fijar una fecha para conocer este caso —dijo la secretaria obviando el desdén de la magistrada—. Creo que es un caso que requiere de un conocimiento rápido. Solamente he leído el dispositivo del juez de instrucción y creo que es muy importante que usted lo conozca en el más breve plazo. Este es uno de esos casos que se conocen en las salas de los juzgados y en el foro público del país, como en los tiempos romanos. Cuando lo leas verás que es importante que lo abordes a tiempo. Este caso estará en los tribunales y en los medios de comunicación de toda España. Estamos frente a uno de esos casos en que la población va a juzgar al juez por su fallo. Tendrá que tener una buena salida para que su carrera de jueza no aborte. Creo que le han enviado este caso para probarla. Lo he leído en parte y creo que debes tener mucho cuidado con él.

    La magistrada miró a su secretaria con una mirada de agradecimiento. Era una secretaria de muchos años en la oficina del tribunal y conocía la maquinaria judicial, además había estado, durante muchos años, al servicio de otros jueces, por lo que tenía mucha experiencia. Era una mujer de unos sesenta años, de cabellos rubios y de piel blanca, que comenzaba a mostrar el cansancio en las arrugas; de una amplia sonrisa y muy diligente en el trabajo. A pesar de los años preservaba una belleza singular. Siempre vestía muy formal y llevaba todo el rigor de la planificación del Juzgado. Para la magistrada ella era un poco su madre. Sentía que ella la protegía más allá de su responsabilidad. Se sentía protegida y valoraba mucho la opinión que formulaba. La confianza que habían desarrollado posibilitaba los comentarios que vertía la auxiliar. En realidad eran un equipo.

    —Le voy a dar una ojeada para ver si tu olfato sigue tan eficaz —comentó en tono afectivo y tocándole las manos, ya con incipientes arrugas, de la secretaria—. Sabes, Ana, eres una gran ayuda para mí. Te estoy muy agradecida. Todo el tiempo de novatada lo he superado con eficiencia por tus consejos. Después de mi madre, eres la persona que más me ha ayudado. No creo que hubiese podido sobrevivir a la jauría del sistema judicial sin tu ayuda.

    La secretaria le agradeció las palabras con una mirada materna. La magistrada era la hija que ella nunca pudo tener. Todo su amor materno lo descargaba en su jefa. Ella nunca se había casado. Toda su vida había transcurrido entre las paredes de las oficinas de la judicatura madrileña. Era muy reservada y la magistrada conocía solamente lo vital de la vida de su amiga secretaria. Ella nunca le trató nada de su mundo íntimo. Lo que sí era muy cierto era que ella era una persona alegre y sin angustias. Siempre mostraba una sonrisa de felicidad. A pesar de no haberse casado, nunca mostraba amargura, por el hecho.

    —Estaré pendiente —dijo la secretaria moviéndose para salir del despacho—. No es a mí a quien debes agradecerle, sino a su capacidad. Usted es muy buena jurista y es una gran jueza. Algún día la veré en el Supremo. El día que eso suceda, será un gran momento para mí. Tengo mucha fe de que no se dejará abatir por los jueces envidiosos y por los políticos inescrupulosos de este país.

    La magistrada le agradeció las palabras con un ligero toque en sus manos que había colocado en el tope del escritorio de caoba centenaria con tope de cristal. Ella sabía del gran sentimiento que le profesaba su secretaria. Ella también la quería como a una madre.

    La secretaria se acercó al aparato de la calefacción y la graduó para que calentara un poco más, el lugar. Sabía que la jueza lo necesitaba.

    —Sé que no tengo sesión en el tribunal, hoy; pero no sé si tengo algo pendiente en el día —dijo en un tono de incertidumbre—. Revísame la agenda porque quiero salir un poco más temprano. Le prometí a mi hijo que iríamos al Centro Cultural Reina Sofía, hoy en la tarde. Debo dedicar más tiempo al chaval. Está obteniendo muy buenas calificaciones y merece un buen reconocimiento.

    El lugar comenzó a calentarse con una temperatura agradable.

    Ana Olea no tenía que ir a consultar la agenda de la magistrada para informarle los compromisos que ella tenía en el día, porque era su principal prioridad en la mañana. Sabía todos los compromisos que ella tenía en cada momento de su vida. Ella tenía más control de las actividades que realizaba en el día, que la misma magistrada. Alguna vez tuvo que ir a cuidar a Samuel para que ella pudiera asistir a una cita muy importante para su carrera.

    —No tiene nada pendiente. No hay cita con abogados ni con nadie más. Puede salir más temprano para que lleve su hijo al Reina Sofía. Ya he revisado la agenda y no tiene nada pendiente para hoy —comentó en un tono de absoluta seguridad.

    —¡Gracias, Ana! —dijo en tono de conclusión de la conversación.

    —Me olvidaba decirle que llamó muy temprano el doctor Javier Aranda. Me dijo que había marcado varias veces su teléfono móvil; pero que no contestó. Se preocupó por no poderse comunicar con usted.

    La magistrada tenía la vista sobre un expediente que había abierto y pareció que no había escuchado la información que le daba la secretaria. Siguió leyendo, como si no le diera importancia a lo dicho por Ana Olea.

    La secretaria hizo silencio esperando la respuesta de la magistrada. Sabía que ella había escuchado muy bien lo que había dicho. Era muy dejada con los amigos.

    —Yo lo llamo más tarde. Él debe estar en algún tribunal a estas horas. Javier está empeñado en que tome unas buenas vacaciones en algún lugar fuera de Europa. Dice que necesito airear mi vida y reflexionarla. Él siempre ha sido muy filósofo.

    —Yo creo lo mismo —dijo la secretaria fijando su mirada en la magistrada.

    —Lo voy a pensar. Desde que nos conocimos en la Facultad, Javier ha sido mi mejor amigo. Me quiere como a sus hermanas. Es un gran tipo. No entiendo porqué no ha sido atrapado por una buena mujer. Es un hombre excelente.

    Parecía hablar de alguien sin interés personal y con desdén. No era más que un viejo amigo, que le servía para compartir algunos momentos rutinarios de su hogar.

    La auxiliar la miró con los ojos de una madre que desea que su hija se case. Ella se quejaba de Javier; pero no evaluaba su situación. Prefirió no abordar el tema. Sabía que no era el momento para hacerlo.

    —Debes pensarlo. Le conviene unas buenas vacaciones para retomar el enfoque de su vida —dijo cuando caminaba hasta la puerta.

    —No te olvides del café —dijo sin levantar la cabeza al percatarse de que la secretaria no le había llevado la aromática bebida.

    Cuando la magistrada escuchó cerrarse la puerta miró hasta el expediente que le había traído la secretaria. Era muy voluminoso y no le provocaba enfrentarse a la lectura de un caso nuevo; pero las palabras de la auxiliar la conminaban a darle una lectura superficial. Con un movimiento parsimonioso tomó el grueso volumen y lo colocó frente a sus ojos. Se colocó los espejuelos de lectura y se dispuso a darle una ojeada. Se sentía feliz y no había nada que le cambiara su estado de ánimo. Ella se había curtido en los casos más crueles de los hombres y ya nada la impresionaba. Tomaba el expediente como se toma una bicicleta para montarla, para después dejarla en un rincón de la casa. Se sentía al margen de los casos, y solamente le importaba aplicar la ley al pie de la letra. Nunca convertía los casos en un asunto personal. Ella era una profesional de la judicatura y su trabajo era aplicar la ley. Nada de lo que hiciera en el juzgado debía interferir en su vida. Algunas veces creyó que el trabajo la deshumanizaba; no sentía muchas emociones en los casos de crímenes y de otras crueldades que le llegaban para su conocimiento. Los sentimientos que podían aflorar en su vida estaban limitados a el encuentro con su hijo Samuel, que le suplía ese afecto que nunca había visto en los ojos de ningún hombre; ni siquiera en Pablo Solbes, su ex marido que se había marchado a México a dirigir una empresa petrolera. Abrió el gran legajo encuadernado con un gancho y comenzó a leer el contenido. Sus ojos se abrieron desorbitadamente con el primer párrafo del expediente.

    El nombrado Sebastiano Martínez asesinó a su esposa, con la que había procreado un hijo y con la cual había estado quince años de casado, de diez puñaladas. Su hijo Alejandro, de diez años, que estaba presente en el hecho, declaró que le gritaba a su padre que no siguiera acuchillando a su madre; pero que éste seguía enterrando el filoso cuchillo con una pasión maligna en el cuerpo de su madre. No dejó de darle estocadas hasta que la sintió sin vida. Después se marchó. Tres días después se presentó ante la policía y se entregó, responsabilizándose del crimen.

    La lectura del expediente la encolerizó. Cerró los ojos al sentir una rabia que le quemaba todas sus entrañas. Sus párpados dejaron salir dos grandes gotas de lágrimas. Hacía mucho tiempo que no lloraba. Su rostro, que siempre tenía la blancura de la leche, se enrojeció. La lectura del crimen la había alterado. A pesar de la temperatura del lugar, sintió que su cuerpo se humedecía de un sudor caliente.

    —¡Maldito…! ¡Maldito…! ¡Maldito…! —gritó con tal desesperación y energía que su voz retumbó en todo el recinto de la oficina del Tribunal de Primera Instancia, alterando a todos los empleados—. ¡Malditos asesinos de mujeres! ¡¿Quién le da derecho a quitarle la vida a la persona que le ha dedicado todo su tiempo a cuidarlo y a darle los hijos?! ¡Esos hombres son malditos y no deben tener ninguna consideración por parte de la sociedad! ¡Son escorias que deben ser eliminadas!

    El grito había estremecido todos los despachos, y la secretaria, alterada, se levantó y corrió al despacho de la magistrada. Algo muy grande había ocurrido para que la jueza rompiera su sobriedad con un grito tan fuerte. Nunca había ocurrido nada parecido en la oficina. Siempre había tenido una conducta de total mesura. Debió suceder algo muy grave para que la jueza Marina Montoya tuviera una conducta tan escandalosa. No era una tarea muy fácil hacer que ella perdiera la serenidad; pero algo había sucedido que lo produjo.

    —¿Qué sucede, doctora? —cuestionó la secretaria al ver el rostro bañado de lágrimas de la magistrada y sus ojos claros, enrojecidos—. ¿Le pasa algo? Escuché que voceaba algo que no entendí muy bien.

    La jueza Marina Montoya permaneció muda, incapaz de volver a articular palabras. Parecía que había entrado en un estado de shock.

    La secretaria esperó algunos segundos para que la magistrada reaccionara. Buscó un vaso de agua en el pequeño refrigerador del despacho y se lo pasó. Tomó un solo sorbo.

    —¿¡Estos malditos machistas creen que tienen derecho a matar a sus mujeres porque se casan con ellos!? Este es un asesino a sangre fría. Debe ser condenado a que se pudra en la cárcel, ni así paga el daño que ha hecho. Este tipo de asesinos, que conviven con sus víctimas, deben ser condenados a la pena de muerte. Para el único caso, que creo que la pena de muerte es poca condena, es para este tipo de asesinos. ¿Qué ser humano es aquel que asesina a la madre de su único hijo? ¿Qué mal nacido es el hombre que se une con una mujer para conformar una familia y después levanta un arma para matarla? No puedo entender tanta maldad en el ser humano. Después de quince años de casados, dos personas han compartido todo en la vida, y no puede ser que el amor que ha recibido lo pague asestándole diez puñaladas hasta dejarla sin vida. ¡Ese maldito no debe salir jamás de una cárcel! —exclamó sentenciosamente y en un estado compulsivo—. ¡Lástima que no exista la pena de muerte en España!

    Su rostro, que siempre fue sereno, se transformó en una mueca de contrariedad. Su mirada nostálgica se había transformado en un rayo de fuego.

    La secretaria se había quedada impactada, escuchando el discurso de la jueza. Era la primera vez que la encontraba tan alterada por la lectura de un expediente. Pero no había dudas de que el crimen cometido por Sebastiano Martínez, en contra de su mujer, la había tocado en sus fibras más sensibles. De alguna manera, ella sentía aquel crimen como si lo hubiesen cometido en contra de ella misma. A pesar de que había escuchado ese tipo de noticas en los noticieros de la televisión, nunca lo había tenido tan cerca como ahora.

    —Sabía que usted reaccionaría al leer el expediente. Es un crimen atroz y debe ser castigado ejemplarmente. Los maridos matan demasiadas mujeres en España. Creo que se debe dar una gran lección a la sociedad con uno de estos asesinos. No sólo mató a la madre sino que destruyó la vida de su propio hijo. Hizo un crimen doble —comentó reforzando el juicio expresado por la magistrada, con una voz afectada, un tanto, llorosa.

    La jueza Marina Montoya tenía las manos crispada sobre el legajo de papeles y evidenciaban un leve temblor. Estaba muy alterada e indignada. Respiraba con dificultad y solamente podía hablar por impulsos.

    Se hizo un silencio entre las dos mujeres. Se miraron, como si fueran un equipo deportivo que tenía que salir al campo a hacer su trabajo para ganar.

    —¡Hay que dar un ejemplo! —dijo apretando los dientes y en voz baja.

    —Estoy muy de acuerdo con usted. No se puede permitir que sigan cayendo mujeres asesinadas por sus propios maridos. Estos asesinos no deben volver a las calles de nuestro país.

    —De éste me ocupo yo. Tendrá que pulgar la más largas de las condenas, por su crimen —expresó acentuando las palabras.

    Ana Olea se acercó y le acarició la espalda. Ella necesitaba un poco de afecto para salir del mal momento que vivía. Al tocarla sintió que su cuerpo se había encolerizado. Necesitaba que ella regresara a la serenidad que siempre le caracterizaba.

    —Estoy informada que, muchas organizaciones de defensa de la mujer, comenzarán con una gran jornada por toda España para repudiar a este asesino y para llamar la atención por la gran cantidad de mujeres que mueren cada año de manos de sus esposos o de sus compañeros. Usted tiene la gran oportunidad de detener este borbotón de sangre de indefensas mujeres que corre, como un río crecido, por la sociedad española —comentó, buscando reforzar el pensamiento de la magistrada; pero provocando que entrara en reflexión.

    La magistrada hizo un momento de silencio para recuperarse de la gran impresión que había sentido al leer el alevoso crimen. Después, sintió que su cuerpo se relajaba.

    —Busca la próxima fecha que tengamos libres para fijar la primera audiencia de este caso. Yo me ocuparé de que este maldito asesino no vuelva a matar a otra mujer —ordenó apretando los dientes, con una cólera que salía por sus ojos enrojecidos.

    Volvió un silencio sin respuesta oral. La indignación era común para las dos.

    —Quiero otro taza de café —ordenó.

    La secretaria volvió a salir de la oficina. Buscaría la fecha más próxima para que se hiciera justicia ejemplarizadora en contra de Sebastiano Martínez, quien había asesinado a sangre fría a su mujer. Esa iba a ser la última mujer que mataría. Ella estaba segura que la magistrada Marina Montoya aplicaría todo el peso de la ley.

    CAPÍTULO II

    M onserrat Peñalva, periodista de la revista La Vida , llegó hasta su automóvil, que ocupaba un lugar reservado para los ejecutivos, en el estacionamiento. Había terminado la jornada del día y se sentía agotada por el trabajo realizado. Se acomodó frente al volante y se dispuso a encender el coche, cuando escuchó sonar su teléfono móvil. Miró la pequeña pantalla del aparato y se extrañó por la persona que la llamaba. La llamada era de Esteban Romero, director de la revista. Frunció el ceño, debido a que le desagradaba que la llamaran del trabajo, las horas que debía ocupar con su familia. Aún estaba frente al edificio que alojaba las oficinas de la revista. Miró de forma lateral, buscando el segundo piso, donde estaba la oficina del director, como si quisiera transmitirle la idea de que esperara para la mañana del siguiente día, lo que quería tratarle. Pero sabía que él conocía que solamente hacía algunos minutos que había abandonado el edificio. Abrió la tapa del teléfono. Se sintió sin alternativa. Debía tomar la llamada porque Esteban sabía que no estaba lejos de su oficina y además, debía ser para algo muy importante. No acostumbraba a llamarla si no era para un asunto de mucha importancia.

    —¡Hola, Esteban! —dijo secamente buscando escuchar de una vez lo que quería decirle el director de la revista La Vida—. Ya he salido de la oficina —apuntó.

    Dejó la llave dentro del encendedor del coche y se dispuso a escuchar el motivo de la llamada. Tenía buen ánimo; pero no quería regresar a las conversaciones cansonas de la rutina diaria. Quería irse temprano a su casa y con tiempo suficiente para detenerse a tomar una copa de vino o una cerveza en algún restaurante, de los muchos que había en la ruta a su casa. Se sentía que necesitaba una copa de vino y una buena conversación para poder llegar a la casa sin la pesadez del día de trabajo. Quería encontrarse con su marido y sus hijos en un estado relajado.

    —Monserrat, espero no molestarte, ¿ya te has marchado de la oficina? —dijo en tono entusiasta desde el otro lado de la línea telefónica, Esteban Romero—. Necesito hablar contigo. Es muy importante.

    La periodista conocía aquella forma de abordar de su jefe. Sabía que algo tenía en mente para llamarla en un horario fuera del trabajo. Además, el tono festivo que le sintió era signo de que tenía una buena idea para ejecutar. En lo que tenía que ver con el trabajo, cuando creía que tenía entre manos un buen proyecto de investigación, parecía un niño con un juguete nuevo. Era muy difícil zafarse de Esteban cuando estaba entusiasmado con una idea novedosa. Sabía que él no saldría del edificio hasta que la localizara y le platicara la idea que le rondaba en la cabeza.

    —Estoy saliendo del estacionamiento. ¿Hay algo importante que quieras decirme? —comentó buscando definir la conversación—. Necesito llegar a casa y tengo que hacer una parada antes de llegar. No me queda mucho tiempo.

    Esteban Romero pareció hacer un breve silencio, como si estuviera saboreando el éxito de tener una idea muy brillante. Monserrat conocía cada gesto y cada forma de actuar de su jefe. Llevaba mucho tiempo a su lado y lo conocía, tal vez más que su propia esposa. Lo sentía muy emocionado. Cosa que no le era muy extraño a ella. Sabía de la vehemencia de Esteban.

    —Hazme el favor de regresar un momento a la oficina. Quiero conversarte un asunto muy importante. Creo que tengo un tema para una investigación que a ti te va a gustar y harás un trabajo que posibilitará ganar muchos premios. Eres la mejor periodista de investigación en toda España y has sido merecedora de los mayores reconocimientos. Estoy seguro que harás un trabajo de antología. Sube un momento, por favor —dijo en forma conminatoria.

    Monserrat se sintió acorralada por las palabras de Esteban. Cuando a él se le metía en la cabeza una idea no dejaba de pensar y de actuar en torno a ella. Sabía que si no subía, tendría que recibir dos o tres llamadas en la noche para darle a conocer lo que tenía en la cabeza. Prefería, si no tenía otra alternativa, escucharlo un momento y no tener la agonía de llamadas a la casa, después que se desconectara de la lógica del trabajo. No quería que el trabajo interfiriera con el tiempo destinado a su familia.

    —¿No puedes esperar hasta mañana? —cuestionó al momento que encendía el motor del vehículo. No deseaba regresar al edificio donde estaban las oficinas de la revista; pero sabía que era muy poco probable que Esteban aceptara dejar la conversación para el próximo día.

    Por un momento no sabía si dejar encendido el motor del coche o apagarlo para subir a la oficina de Esteban. La desconcertaba tener que cambiar la lógica de viaje que había hecho. Estaba ejerciendo la única resistencia que podía hacer.

    —Me gustaría hablarlo contigo ahora. Pero si tienes algún compromiso personal, no quiero que lo fastidie. Pero es importante, muy importante, lo que tengo que decirte. Esto será una bomba periodística. Creo que vamos a realizar la investigación más importante, que jamás ha realizado algún medio de comunicación de Madrid —dijo en un tono con una incipiente molestia. Su alegría inicial había sido menguada por la porfía de Monserrat.

    Lo sintió tan entusiasmado que sabía que no podía negarse a lo que le pedía. Trataría de que fuese lo más breve posible la conversación. No tenía otra alternativa que subir y escuchar la brillante idea del director de la Revista. Además, él era un gran amigo y no deseaba importunarlo. Subiría y trataría que la conversación fuera lo más breve posible.

    —Estoy contigo en unos minutos —dijo cerrando la conversación y apagando el coche.

    Caminó hacía el edificio con pasos rápidos. Sólo tomaría algunos minutos para hablar con Esteban. No deseaba llegar tarde a su casa; pero además necesitaba tomarse una copa de vino antes de llegar para relajarse y no pasarle el cansancio y el estrés del día a sus hijos y a su marido.

    Monserrat Peñalva era la encargada de investigaciones de la revista La vida, que se ocupaba de presentarle a la gran sociedad española los reportajes a profundidad de los temas de debates más controversiales. Tenía 36 años y de porte aristocrático; llevaba el pelo de color pelirrojo y cortado al nivel de las orejas; de ojos azules y de un color de piel tan blanco que se le notaba la sangre en las venas; llevaba un vestido de color turquesa con un escote frontal que lo cubría un collar que se perdía en sus senos voluptuosos; dos grandes argollas le servían de pendientes. A sus 36 años, su belleza se había incrementado. Estaba casada con José Santiago, un funcionario del Banco de España, con el que tenía dos hijos: Alexis de cinco años y Avelino de ocho años. Llevaba una vida con la rutinaria alegría de un hogar normal. Había estudiado filosofía; pero con el tiempo sus actividades se desviaron hacia los medios de comunicación, donde había logrado descollar como investigadora de los temas más álgidos y controversiales del acontecer de España. Sintió que la temperatura le descubría el escote y se cubrió enrollándose una bufanda de color amarillo oro que llevaba.

    Cuando llegó hasta la segunda planta del edificio, notó que solamente la oficina de Esteban estaba con las luces encendidas. Todo el personal se había marchado. No era una cosa rara. Esteban tenía la costumbre de quedarse hasta altas horas de la noche en el trabajo. Era un adicto al trabajo.

    —¿Qué cosa es tan importante que debemos tratarla en horario extra? —cuestionó cuando entraba a la oficina de Esteban. Él la miró y le hizo seña para que se sentara. Estaba terminando de revisar un documento en el computador. Al minuto terminó. La oficina estaba decorada con muebles sencillos, pero muy elegante. Una de las paredes estaba decorada con las portadas de las ediciones especiales de la revista, y en la otra pared colgaban los numerosos premios de que había sido objeto. Un escritorio con base de metal y tope de vidrio le servía de refugio al trabajo de Esteban.

    La miró y su cara expresaba una alegría íntima que deseaba mostrar con orgullo. Su perfecta dentadura artificial evidenció una sonrisa placentera. Se pasó la mano por la pronunciada calvicie y se acomodó el nudo de la corbata. Era como si se estuviera preparando para hacer una presentación pública. Le gustaba actuar cuando se sentía con una idea brillante que ejecutaría en la revista. Estaba muy emocionado y lo mostraba con orgullo.

    —Tengo una misión muy importante para ti —dijo mientras se acomodaba en el sillón—. No es que el tema no pueda esperar para mañana; pero prefiero robarte algunos minutos para que lo escuches y puedas tener, para mañana, una idea de cómo abordar el tema. No te voy a robar mucho tiempo. Sé que quieres llegar temprano a tu casa.

    Ella se complació con la última frase del director.

    —¡Vamos hombre, desembucha! —dijo en tono festivo, como si celebrara la alegría que invadía al amigo director de la revista—. Ya estoy intrigada. Quiero saber esa gran idea que te ha llegado. Por lo emocionado que estás debe ser algo fantástico. No espero menos que algo grandioso.

    Esteban la miró fijamente como si le exigiera total atención, cosa que tenía. Colocó sus manos sobre el tope del escritorio; después las levantó y las abrió para acompañar las palabras con ademanes y gesticulaciones.

    Monserrat le seguía cada uno de los movimientos y de los gestos que hacía. Se sentó y se dispuso a escuchar a su amigo. Se desanimó un poco porque las gesticulaciones de Esteban estaban agotando el poco tiempo con el que contaba para hacer la parada y tomarse una copa de vino tinto, en el camino a su casa.

    —Queremos publicar un trabajo sobre la población de mujeres asesinadas, en España, por sus maridos o sus compañeros. No quiero un trabajo que aborde las estadísticas; eso ya lo han hecho otros, sino que lo que quiero es que podamos llegar hasta la raíz del problema, mostrando las desgracias de las familias y lo trastornador que es para las comunidades. Este tipo de crimen es especial porque se produce como se produce el cáncer en el organismo; es una acción en contra de sí mismo. Es una acción negativa en contra de su misma naturaleza. Tendrás que asesorarte con algunos profesionales de la conducta y de otras áreas del saber. Contrataré la opinión de algunos expertos. Quiero un trabajo de primera calidad y eres la más indicada para hacerlo. Eres muy capaz de tratar un tema, mas como una científica, que eres, que como una periodista investigadora. Tienes todas las herramientas para hacer un trabajo excepcional. Es un privilegio tener a una persona como tú en nuestro equipo.

    Monserrat sonrió al escuchar las entusiasmadas palabras de Esteban Romero. Ese era su trabajo y siempre lo había hecho con la mayor eficiencia del mundo editorial de Madrid. El tema era manido, aunque tenía que reconocer que él trataba de darle un giro muy interesante. Sabía que el asesinato de esposas y de compañeras, por parte de los hombres con los cuales compartían sus vidas, era un tema que la sociedad española no abordaba con suficiente entereza. Todo lo que se hace es llevar las estadísticas y acumular sentencias que se cumplen precariamente, cuando se cumplen. Los asesinos de esposas regularmente tienen un nivel de formación y de capacidad de retorcer las leyes para evadir todo el peso de las sentencias.

    —Nosotros siempre abordamos los temas de forma profunda y no como simples estadísticas frías. Esta revista ha hecho historia por eso —contradijo Monserrat—. Cada número de esta revista contiene los temas que otros no se atreven a tocar, cuando menos en la forma como nosotros lo hacemos. Pero, de primera impresión, me parece bueno el enfoque aunque no lo logró ensartar del todo.

    Esteban levantó las manos solicitando que no continuara hablando. Necesitaba que ella lo escuchara con paciencia y tranquilidad para que pudiera entender la esencia de lo que él quería que ella hiciera. Después que ella escuchara, entonces que presentara su opinión; pero tenía que dejar que le explicara, en detalle, el plan. A él le había costado muchos días llegar hasta el punto donde estaba y a ella no le sería fácil digerirlo de inmediato y con eficiencia.

    —Ya lo sé; pero quiero algo más. Sé que hemos sido pioneros en tratar los temas más controversiales de nuestra sociedad, pero quiero un poco más con esta investigación. Estoy seguro que me entenderás completamente, cuando termine de exponerte.

    Monserrat frunció el ceño. Estaba un poco desconcertada. Al parecer lo que quería Esteban era que se hiciera algo novedoso. La única forma de saberlo era escuchándolo.

    —Explícate, entonces —dijo en un tono inquieto.

    Esteban respiró profundamente y guardó un silencio calculado. Buscaba las palabras precisas para que ella no tuviera ninguna duda de lo que deseaba que entendiera.

    —Quisiera que lleguemos hasta la conducta de los asesinos. Matar a su esposa debe ser un acto de locura, eso creo yo, aunque esa locura tiene comillas. No quiero que vayas prejuiciada a abordar el tema. No quiero que consideres a los maridos como asesinos. Pero tampoco quiero que lo abordes como enfermos mentales. Tenemos que llegar al problema, de forma que pueda aparecer un enfoque que ayude a las mujeres a reconocer a un criminal potencial, en su compañero de vida. No es tan fácil lo que estoy tratando de descubrir. Creo que todos los hombres son capaces de matar a sus mujeres, en alguna circunstancia; pero la forma de convivencia debe dar una luz de aviso del peligro que ellas corren. No lo consideres como asesinos —volvió a decir enfáticamente—. Deberás hurgar en el secreto laberinto del querer de los maridos.

    La periodista seguía sin entender, del todo, lo que trataba de explicarle Esteban Romero. Quería que se investigara a asesinos y no quería que los abordara como asesinos. Todo eso le parecía una contradicción. Necesitaba una explicación más detallada.

    —¿Y cómo quieres que los considere? Son los peores asesinos. Ese grupo de granujas son malditos asesinos y malditos degenerados. No puedo considerarlos como otra cosa que no sea como los peores asesinos de la humanidad. Ni siquiera Hitler, uno de los peores criminales de la humanidad, tomó una acción en contra de su mujer; fue todo lo contrario.

    Esteban le hizo seña con las manos de que no se alterara. Eso era lo último que quería que hiciera su compañera de trabajo. Ella debía tratar el tema de forma profesional y no sentirse afectada por los hechos. Si ella no tenía la serenidad para escuchar el planteamiento, menos la tendría para involucrarse con la investigación. Necesitaba llevarla a la posición que ella siempre había exhibido. La conocía y sabía que podía abordar el tema y llegar hasta el límite que él le pedía. El problema era que no podía involucrar sus sentimientos. Tenía que ser tan fría como un cubo de hielo.

    —Quiero que los consideres como elementos sociales que están involucrados en una conducta destructiva. No creo que ayudemos mucho condenándolos a priori. Eso lo ha hecho todo el mundo. Son asesinos y, condenándolos en los medios de comunicación, no vamos a detener que sigan matando más mujeres. Tienes la capacidad para abordar el tema y tendrás buenas asesorías para aclarar algunos elementos del drama de ese tipo de crimen. Creo, pero de esto no estoy seguro, y la investigación tendrá que arrojar luz, que deben ser las mujeres las que deben tener los mecanismos para defender su vida y no, como se ha estado haciendo, buscando que los hombres tomen conciencia del hecho. Ellas son las que deben tener los instrumentos eficientes para evitar ser asesinadas por sus compañeros. Pero no me creas mucho a mí. Tendrá que ser la investigación la que nos permita abordar el tema con las suficientes informaciones y datos para dar una buena respuesta al problema.

    Monserrat no estaba del todo convencida de querer involucrarse en el tema. La forma y el fondo a donde quería llegar Esteban no la satisfacía.

    —Me será muy difícil poder abordar el tema como lo estás planteando. Detesto a esos malditos machistas —comentó en un tono despectivo—. No puedo considerar a las víctimas como culpables y a los victimarios como inofensivos. Los asesinos son asesinos y no podemos cambiarles su calificación.

    Esteban hizo un gesto de contrariedad. Monserrat estaba respondiendo como mujer y no como una investigadora social. Ella debía comprender que el objeto de la investigación era salvar la vida de las mujeres. Con el tema tratado como lo habían hecho los demás, no lograrían nada.

    —Yo también los detesto. Pero debes comprender la lógica del trabajo que debemos realizar. He contratado a una psicóloga para que te asesore en el tema. Ella es una de las mejores de Madrid y podrá ayudarte mucho. Creo que eres la única periodista de España con capacidad para abordar el tema desde esta perspectiva, sin involucrar tus sentimientos. No eres periodista de formación, sino filósofa, lo que te da una actitud de mayor amplitud para tratar el asunto. Quiero que lo veas cómo una investigación científica, más que periodística. Quisiera que murieran menos mujeres, de manos de sus compañeros de vida. Creo que eso es una lacra de esta sociedad y debemos participar en la solución de ella. Para llegar a un buen resultado, debemos abordar el tema sin ningún prejuicio, y sin involucrar nuestros sentimientos.

    Monserrat hizo un silencio y una arruga pronunciada se dibujó en su frente. No estaba muy segura de poder abordar el tema con el desdoblamiento que quería Esteban. Ella no podía ser insensible al crimen de una madre de manos del hombre al que le había traído hijos al mundo. No podía dejar de considerar como un sujeto social desviado a quien asesina la madre de sus hijos. Ese criminal no puede ser visto de otra manera.

    —No creo poder hacer el trabajo que me estás pidiendo. Me siento vulnerable para abordar, con la suficiente imparcialidad, el tema. Creo que otra de las periodistas puede hacerlo mejor que yo. Ese tema me da urticaria —comentó en un tono desganado—. Sabes que tengo una opinión muy intransigente frente a este tipo de criminal. ¡Es un crimen abominable! —casi gritó.

    Esteban la miró fijamente. Sabía que no era fácil poner a una mujer a tratar ese tema. Pero tenía que ser una mujer con la sensibilidad y la entereza de Monserrat para emprender un trabajo de tal magnitud. Ella era la única que tenía la formación suficiente para llegar hasta obtener los resultados que deseaba tener. Ella estaba impactada con el tema; pero después de algunas horas y una buena reflexión lo entendería completamente.

    —Eres la única a la que le puedo asignar este tipo de trabajo. Aunque eres la encargada de investigaciones de la revista, deseo que seas tú, personalmente, que te ocupes del tema. Estoy seguro de que harás un gran trabajo. Tómate el día de mañana para que elabores un guión provisional del trabajo, para que lo discutamos. Ve a visitar a la doctora Pilar Navarro y trata de que sintonice con la lógica de nuestro trabajo. Ella estará disponible a cualquier hora que la necesites —dijo mientras le pasaba una tarjeta personal de la psicóloga contratada y dejándola sin otra alternativa que aceptar la encomienda.

    Monserrat tomó la tarjeta con cierto desdén. Se tomaría la noche para tratar de elaborar un plan de trabajo, y si no lo lograba confeccionar, le diría en la mañana que ella no podría realizar el trabajo que le estaba asignando. Cuando menos en la forma y el fondo como lo quería Esteban. No se creía en capacidad de desdoblarse, a pesar de su formación, porque no podía tomar otra condición que no fuera la de mujer. Antes que su formación, ella era una mujer y madre de dos hijos.

    —Me pondré a trabajar desde hoy mismo —dijo levantándose para retirarse—; pero si no me creo en capacidad emocional para tratar el tema, te lo diré mañana. No voy a aceptar la encomienda de este trabajo hasta que no lo estudie y me crea capaz. Mañana, a primera hora te diré mi opinión.

    La periodista, apesadumbrada, se levantó del asiento. Su expresión inicial había cambiado de forma radical.

    El director de la revista La vida la miró dubitativa; pero la conocía y sabía que era la única persona que podía abordar el tema con la rigurosidad que demandaba. Estaba seguro de la respuesta que traería el próximo día. No se sintió preocupado por la negativa inicial de Monserrat.

    —Debemos abordar el tema, siguiendo el caso de Sebastiano Martínez, quien va a ser procesado, aquí en Madrid, por haber dado muerte a su mujer. Debemos seguir pormenorizadamente este caso. ¡Suerte, querida amiga! Estoy seguro de que harás un gran trabajo —comentó al momento de verla levantarse para salir.

    Ella lo miró, con una mirada indecisa y un tanto tímida. No tenía mucho entusiasmo con la idea que le había presentado Esteban.

    —Mañana hablaremos —dijo al retirarse.

    Esteban Romero era un hombre alto y de unos 65 años de edad; de calvicie pronunciada y encanado todo el pelo; de ojos claros y de sonrisa fácil; de contextura física atlética a pesar de sus años. Siempre vestía muy formal. Estaba convencido de que su jefa de investigaciones sociales tomaría el trabajo que le había asignado. Ella, cuando tomaba los casos, era muy rigurosa y prefería asignárselo directamente y no a otro de los periodistas de la revista. Pero estaba convencido de que ella era la única persona que podía abordar el tema con el criterio planteado. Esperaría la mañana para afinar los criterios y el enfoque de la investigación.

    I

    Cuando Monserrat llegó hasta el coche, volvió a observar la tarjeta personal de la psicóloga a la que la había referido Esteban. La propuesta le trastocaba los planes que había elaborado para las próximas semanas. Debía tomar una decisión de inmediato. No podía esperar el próximo día. Comenzaría de inmediato a trabajar a fin de aceptar o rechazar la propuesta de Esteban. No estaba decidida a enfrascarse en el trabajo; pero buscaría las informaciones primarias para tener una idea más clara. Decidió comenzar de una vez con el tema. Tomó su teléfono móvil y marcó al teléfono de Pilar Navarro, la psicóloga que le había asignado Esteban. Esperó algunos segundos por la respuesta.

    —¡Hola! —escuchó desde el otro lado.

    En el primer momento se sintió insegura. Debía pensar mejor el tema para después tratarlo con la profesional de la conducta. Pero tenía poco tiempo y debía buscar las informaciones iníciales. Decidió no cerrar el teléfono.

    —Soy la periodista Monserrat Peñalva. El señor Esteban Romero me ha dado su número para que me comunicara con usted referente a una investigación que se me ha asignado —dijo sin esperar la identificación de la persona que le contestaba.

    Hubo un momento de silencio. Parecía como si hubiese interrumpido alguna actividad que estaba realizando la psicóloga. Esperó mientras se miraba en el espejo retrovisor interno del coche, chequeándose el cabello y el delineado de la pintura, de la comisura de los labios, de color rosado.

    —Muy bien. El señor Romero me había informado que usted me llamaría. Estoy a sus órdenes. En todo lo que pueda ayudarla, puede contar conmigo. Mi nombre es Pilar Navarro —expresó como si Monserrat hubiese cometido una falta de cortesía.

    Era una voz suave y se escuchaba como si acariciara las palabras. Hablaba en un tono bajo; pero cuando subía la voz se volvía grave y casi masculina.

    —¿Nos podríamos ver hoy, para definir el trabajo que haremos? —cuestionó Monserrat, que ya había tomado la decisión de llegar un poco más tarde a su casa.

    Debía tener elementos de juicio para tenerle una respuesta definitiva a Esteban el próximo día. El reloj marcaba las ocho de la tarde.

    Si tenía que detenerse en algún restaurante podía aprovechar para conversar sobre el tema con la psicóloga. Lo ideal era que ella tuviera un poco de tiempo para conversar, a esa hora de la tarde. Era la hora de la salida del trabajo y podría ser que tuviera un poco de tiempo. Se creyó el pensamiento.

    —Sí, ya he terminado mi trabajo del día. Por mí está bien. Dígame dónde encontrarnos —dijo la psicóloga en un tono como si hubiese estado esperando la invitación de la filósofa.

    Monserrat se alegró de la disposición de la psicóloga. Ahora podía matar dos pájaros de un mismo tiro. Por una parte, tendría una compañía para tomarse una copa de vino y comer un poco de tapas,

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