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El Generalísimo: La Novela
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Libro electrónico495 páginas15 horas

El Generalísimo: La Novela

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Información de este libro electrónico

El 30 de mayo de 1961, cuando los dominicanos dormían, incluyendo al presidente y los más altos oficiales del estado, el avión del presidente John F. Kennedy se detuvo en Francia, de su camino a Bruselas, e informó que Trujillo había sido eliminado. El hecho había sido testificado por el agente responsable de la operación. Los dominicanos fueron los últimos en enterarse de lo que había ocurrido.

En medio de la feroz dictadura, dos jóvenes enamorados luchaban contra el poder para salvar su amor y no perder sus vidas. La dictadura se interponía a que consumaran su relación. La dictadura no sólo atacaba a los opositores.

Basada en documentos fidedignos localizados en los archivos de la Central de Inteligencia Americana, en archivos del gobierno de Cuba y en informaciones fehaciente, suministradas por participantes extranjeros y locales que guardaron un silencio temeroso por muchos años. Ahora se desentraña la verdad.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento11 ene 2021
ISBN9781506535869
El Generalísimo: La Novela
Autor

Carlos Agramonte

CARLOS AGRAMONTE Estados Unidos. Nació en R.D. Durante más de 25 años se dedicó a la enseñanza universitaria, conjuntamente con su vocación de escritor; que ahora ejerce a tiempo completo. En la primera etapa de su vida de escritor la dedicó a la poesía, destacándose los títulos: Raíz, Descubriendo mi Propio Viento, Pequeña Luna, La Cotidianidad del Tiempo y El Silencio de la Palabra. Desde hace años se ha consagrado a escribir novelas de gran formato. Entre los títulos publicados se destacan: Definiendo el Color, El Monseñor de las Historias, El Generalísimo, El Sacerdote Inglés, El Regreso del Al Ándalus, Memoria de la Sombra, Secreto laberinto del amor y, Inminente ataque. Desde sus primeras novelas, las cuales obtuvieron buena acogida por parte del público, Carlos Agramonte demostró que dominaba el género y se revelaba con una gran imaginación. Sus novelas han provocado los más calificados elogios por parte de sus fieles lectores.

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    El Generalísimo - Carlos Agramonte

    Copyright © 2021 por Carlos Agramonte.

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.:   2021900252

    ISBN:   Tapa Blanda            978-1-5065-3585-2

                  Libro Electrónico   978-1-5065-3586-9

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coin-cidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido uti-lizados en esta obra de manera ficticia.

    Fecha de revisión: 11/01/2021

    Palibrio

    1663 Liberty Drive, Suite 200

    Bloomington, IN 47403

    824593

    CONTENTS

    Capítulo I

    Capítulo II

    Capítulo III

    Capítulo IV

    Capítulo V

    Capítulo VI

    Capítulo VII

    Capítulo VIII

    Capítulo IX

    Capítulo X

    Capítulo XI

    Capítulo XII

    Capítulo XIII

    Capítulo XIV

    Capítulo XV

    Capítulo XVI

    Capítulo XVII

    Capítulo XVIII

    Capítulo XIX

    Capítulo XX

    Capítulo XXI

    Capítulo XXII

    Capítulo XXIII

    Capítulo XXIV

    Capítulo XXV

    Capítulo XXVI

    Capítulo XXVII

    Capítulo XXVIII

    Capítulo XXIX

    Capítulo XXX

    Capítulo XXXI

    Capítulo XXXII

    Capítulo XXXIII

    Capítulo XXXIV

    Capítulo XXXV

    Nombres Propios

    Al doctor Porfirio García Fernández

    Prueba de la amistad por encima de las diferencias.

    CAPÍTULO I

    C uando Marvin E Taylor entró a la oficina del jefe de las operaciones de la Central de Inteligencia Americana para el Caribe, no pensó que la reunión prevista no había comenzado, debido a que él se había retrasado. Hombre de una sonrisa fácil y de trato amable, saludó de mano a los dos hombres que lo esperaban. La secretaria le había dicho que lo estaban esperando y lo dejó pasar de inmediato, y eso le pareció extraño.

    —¡Hola, Brad!, ¿cómo has estado?

    —¡Hola, Lear! Perdone el retraso, pero hasta hace algunos minutos fue que mi secretaria se comunicó conmigo para informarme de esta reunión. Estaba organizando las cosas para salir hacia Sacramento, donde voy a visitar a un amigo que tenemos planificado hacer un negocio.

    Los dos hombres asintieron al saludo del recién llegado. El rostro de Brad H. Wilson no parecía muy contento. En su frente se veía la preocupación reflejada en las arrugas. Se sentó en el extremo de la pequeña mesa de reunión, de su oficina privada, y abrió un maletín de donde extrajo algunos papeles. Miró inquisidoramente al recién llegado. No le agradó la tardanza del agente.

    E. Taylor comenzó a preocuparse por la actitud que tenían sus compañeros de trabajo. Eran amigos que habían participado en muchas misiones de la agencia. Brad había logrado ascender, debido a su amistad con el anterior jefe de la agencia de investigación del Gobierno de Estado Unidos. Siempre había tenido talento para los trabajos de Gabinete. En la parte burocrática era excelente. No tenía mucha experiencia en los trabajos sucios de la CIA. Una vez fue asignado a una misión en África para el derrocamiento de un gobierno y lo logró muy precariamente.

    Los tres hombres eran agentes experimentados de la Agencia, y estaban convocados para el único fin que se convocaba a los agentes premiun era para cuando tenían un trabajo duro, sucio y difícil.

    Lear J. Reed permanecía en silencio. Por un momento se hizo un silencio absoluto en el lugar.

    —Tenemos un problema, y creemos que tú eres el hombre indicado para ayudarnos a resolverlo. El Caribe está convulsionado y lo que se avecina no parece bueno para Washington —dijo Brad, mientras organizaba algunos papeles que tenía en el tope de la mesa—. El comunismo parece que va en ascenso, y nuestros aliados están en grave crisis. Eso preocupa a Washington. Tenemos un grave problema en Santo Domingo. Todo parece indicar que los agentes de Castro, en la República Dominicana, tienen cercado al General Trujillo y lo pueden eliminar en cualquier momento. Los mismos agentes de seguridad del gobierno parecen no estar enterado de la gravedad de lo que puede ocurrir. El Gobierno de Estados Unidos no permitirá que esto suceda. No queremos otro país de la órbita soviética en el Caribe. Demasiados problemas tenemos con los barbudos de Castro.

    —Yo pensaba que en el Caribe todo estaba bajo control, con excepción de Cuba, naturalmente. Ese barbudo parece que tiene más vida que un gato —comentó E. Taylor—. Los planes que hemos hecho para derrocar a Fidel Castro han fracasado. Mientras diseñamos un plan que tenga éxito en La Habana, no podemos permitir otro gobierno socialista en el Caribe.

    —Marvin acaba de llegar de la República Dominicana, y ha traído un informe detallado de lo que está ocurriendo en Santo Domingo. El jefe ha querido actuar y quiere asignarte una misión para Santo Domingo. Quiero que escuches el informe de parte de Lear, para que después tomemos las decisiones necesarias —comentó Brad H. Wilson—. Todo lo que tratemos en esta reunión es de absoluto secreto. No quiero confiar ni siquiera en todos mis hombres. Algunos, en el pasado fueron sobornados por el dictador Trujillo. Para poder tener éxito, debemos tener las informaciones en el más absoluto secreto, para salvarle la vida a nuestra gente.

    E. Taylor miró fijamente a Lear y se dispuso a escucharlo en silencio. No le era muy conocido, aunque sabía de sus trabajos en Latinoamérica. Se acomodó en el confortable sillón de color negro y de amplio espaldar. Era todo oído.

    —La situación de Santo Domingo es muy explosiva —comenzó diciendo, con cierta parsimonia, el agente Lear J. Reed—. Tú conoces muy bien lo que ha estado ocurriendo. Desde la expedición de jóvenes revolucionarios en el año 1959, la situación del régimen de Trujillo es de dificultad. Aun cuando eliminó a los insurgentes, la situación política del país cambió radicalmente. La estupidez de querer asesinar al presidente Rómulo Betancourt, de Venezuela, le granjeó la enemistad de todos sus amigos en el Continente, incluyendo el nuestro. Trujillo quiere salvar la crisis que tiene ahogando en sangre al pueblo dominicano. En estos momentos, existen en el interior del país más de diez grupos que traman matar al dictador. Algunos de los grupos son gente que depende de nosotros; pero existen otros grupos que reciben ayuda y las orientaciones de La Habana. He puesto en el informe, que creo que los grupos comunistas tienen más probabilidad de matar al General Trujillo y con un pequeño ejército que tiene entrenado, tomar el Poder. Si nosotros no actuamos con celeridad, es muy posible que tengamos otra Cuba en el Caribe en muy poco tiempo. Debemos ser nosotros quienes eliminemos al dictador, con la ayuda de los dominicanos que son nuestros aliados. Tenemos que extirpar un cáncer del tejido social del pueblo dominicano; pero es con la condición de que la República siga siendo parte de nuestro control. La República Dominicana es muy importante para los intereses de Estados Unidos, y haremos todo lo que se tenga que hacer para que siga bajo nuestro control.

    E. Taylor abrió los ojos, más de lo normal, al sentirse impactado por las palabras de Lear. Se rascó la barbilla e hizo un intento de hablar, pero se contuvo. Permaneció en silencio, algo raro, porque era muy parlanchín. Tenía que guardar silencio para conocer lo que dirían las palabras de los convidados, principalmente del agente Lear J. Reed, para conocer lo que se callaría el oficial de la agencia. Era el momento de conocer si entraba a una trampa o era enviado a una misión segura. Había llegado el momento de entrar en el juego psicológico. Todo era importante, las palabras y los gestos.

    —Si le agregamos a ese informe, que el régimen ha comenzado a asesinar a mujeres y a personas inocentes, nos dice que se caerá en cualquier momento —comentó Brad H. Wilson, con su voz de locutor de noticias—. Acaban de asesinar a tres jóvenes mujeres, por ser opositoras al régimen. Ese hecho va a provocar el derrumbe del régimen de Trujillo. En estos momentos, en Santo Domingo, están conspirando contra el General Trujillo, hasta gente de su propia seguridad personal. La crisis parece insalvable; que no sea eliminando físicamente al dictador y colocando a gente nuestra a dirigir el país.

    —Todo eso está muy bien, y creo que el informe de Lear no exagera nada; pero ¿qué pinto yo en este problema? —se extrañó E. Taylor—. En estos momentos estoy solicitando mi retiro de la Agencia, cuando menos para trabajos fuera del territorio nacional. Conozco muy bien el Caribe, y sé que enfrentarse al Generalísimo Trujillo conlleva demasiados riesgos. Esa es una misión muy peligrosa.

    —La Agencia quiere que tú te hagas cargo de la operación para eliminar al General Trujillo —dijo sin ambages Brad H. Wilson—. Necesitamos un trabajo limpio y hemos llegado a la conclusión de que tú eres el hombre indicado para hacerlo. Conoces la situación y tienes experiencia en trabajos de este tipo. Sabes cómo operamos en la Agencia en estos casos. No tenemos muchos expertos en trabajo de este tipo. Tú sabes cómo hacer el trabajo y eres uno de los pocos que tiene un doctorado en historia del Caribe, dentro del personal de la Agencia. Sabemos que has estado solicitando tu jubilación de los servicios de la agencia, pero queremos que te ocupes de este caso. El Gobierno norteamericano no puede darse el lujo de permitir otra revolución socialista triunfante en el Caribe. Tendrás todos los recursos que necesites para la operación. La delegación consular que tenemos en Santo Domingo estará bajo tu mando y a tu discreción.

    E. Taylor hizo una mueca con los labios, de cierto disgusto. Era un hombre de unos 55 años, de color muy blanco y de ojos azules. Su cabello comenzaba a encanecerse y una incipiente calvicie le desnudaba la frente, principalmente en el extremo izquierdo, lo que hizo que asumiera el peinado con los cabellos hacia los lados. Llevaba un pantalón negro y una camisa de color azul claro. Una chaqueta sport de cuadrito gris, que lo hacía lucir un tanto juvenil. Usaba un reloj dorado y unos lentes recetados para leer, que lo movía de una mano a la otra, con cierto tic nervioso. De manos anchas y de 5.8 pies de estatura. Siempre tenía una sonrisa a flor de labios. Esta vez, la sonrisa desapareció de su rostro. Por momento se colocaba los lentes y se los quitaba, como si fuera un juego de su personalidad.

    —Por los informes que tengo, en República Dominicana no hay seguridad ni para los agentes del Gobierno de Estados Unidos —comentó E. Taylor—. Incluso, hace algunos años, el propio régimen de Trujillo secuestró a uno de nuestros agentes, que vivía en la ciudad de New York. El trabajo que ustedes quieren que yo haga no es muy fácil; tiene sus complicaciones —frunció el ceño.

    —¿Tú sabes por qué estás aquí? Te lo explicaré. Eres el mejor para este trabajo —dijo Brad—. En toda la agencia no tenemos un hombre con la experiencia y la capacitad que tú tienes.

    —Díganme cual es el plan que tiene la Agencia para esta operación —preguntó E. Taylor dando por aceptado la misión. Él sabía que no se podía negar.

    —Lear tuvo que salir de Santo Domingo, porque los agentes de la seguridad del Gobierno lo estaban siguiendo. Eso imposibilitó que hayamos avanzado más en el plan. Te vamos a asignar a la oficina consular que tenemos en Santo Domingo, con un cargo menor, para evitar sospecha desde el primer día. En este maletín tenemos todos los informes de las personas y de los grupos que están conspirando; y quiénes son nuestros aliados y quiénes que no lo son. Tu trabajo será el de organizar dos grupos para la operación del plan. Tendrás poder y libertad de operación, y serás el único depositario del secreto de los planes. Estamos poniendo todos los huevos en una canasta. Debes tener mucho cuidado en Santo Domingo. En el territorio de Trujillo la vida no vale nada.

    —¿Dos grupos? —preguntó extrañado, Marvin—. Nunca es bueno que muchos grupos de personas conozcan los planes que se tienen. Tú, más que nadie, sabes de lo que te estoy hablando. Mientras menos personas conozcan los planes, será mucho mejor para nosotros. No queremos que el Gobierno ni otros sectores se enteren de nuestros planes. Es más, con los hombres que tratarás en Santo Domingo, no deben tener una información confiable del verdadero plan que se está ejecutando.

    —Sé lo que estás diciendo, pero tienes que dejar que te explique. El plan está dividido en dos acciones: una será el grupo que se encargará de ejecutar la acción de eliminar físicamente al General, y la otra será el grupo que se encargará de controlar el Gobierno. No queremos sorpresas en la operación. Los dos grupos deben permanecer lo más aislados uno del otro. Aun cuando tenga algún tipo de contacto, no queremos que la acción de uno interfiera con el otro. Es más, el plan está diseñado para que los implicados que entren contigo en la acción no se conozcan todos entre sí. El plan está perfectamente diseñado. Tu problema mayor será el de convencer al secretario de Estado de la Fuerzas Armadas para que entre en los planes nuestros. El propio presidente títere que tiene Trujillo tendrás, también, que abordarlo con el tema. Si no aceleramos la ejecución de los planes, es muy probable que los pupilos de Fidel Castro se nos adelanten. Uno de los grupos de orientación comunista se debe eliminar, para que no ejecute su plan, que parece que es efectivo. Tendremos que trabajar con el régimen para eliminar los brotes revolucionarios y, al mismo tiempo, ejecutar el plan de la eliminación física del dictador Trujillo.

    —¿Cuándo comenzamos a trabajar? —preguntó E. Taylor, al sentir la premura que se tenía para la operación—. Después de escucharlo, creo que debemos comenzar de inmediato.

    —En este maletín tienes las instrucciones y el pasaje de avión para que partas mañana para Santo Domingo. Esta noche te entregaré una documentación para el encargado consular nuestro en Santo Domingo. Te esperaré a la 7:30 en esta misma oficina —dijo Brad, dando por terminada la reunión.

    A pesar de las palabras finales del jefe de la CIA para el Caribe, Marvin E. Taylor permaneció sentado. Miró a la lejanía que se le presentaba por el amplio ventanal de la oficina de la elevada planta donde estaba y respiró profundamente. <>, se dijo para sí. Se levantó y se despidió. Tenía que arreglar sus cosas para salir a matar un gran pez en las aguas turbulentas del Caribe.

    CAPÍTULO II

    U na fresca brisa cruzaba por el conjunto de edificios que conformaba la ciudad universitaria. Los jóvenes estudiantes, vestidos informalmente, llegaban deprisa a las facultades. Comenzaba la jornada académica del día. El cielo estaba nublado y parecía que llovería antes del mediodía. El bullicio de los jóvenes, previo a la entrada a las aulas, llenaba de energía a todo el campus universitario. Ezequiel González se detuvo en medio de la escalera que conducía hasta la segunda planta de la Facultad de Ingeniería, al escuchar la voz de una joven estudiante que voceaba su nombre. Giró la cabeza y vio a Carmen José Hernández que le hacía señas para que bajara. Titubeó por un momento, pero se decidió y bajó rápidamente las escaleras.

    —Tú deberías estar en clase, a estas horas —dijo al acercarse a la muchacha, después de romper con la pequeña multitud de estudiantes que subían deprisa las escaleras para llegar hasta las aulas.

    —¡Ezequiel, estamos muy tarde, el profesor está en el aula! —le clamó uno de los compañeros al verlo devolverse.

    —Sólo te tomaré un minuto —dijo Carmen mientras estampaba un furtivo beso en los labios de Ezequiel—. Mis padres estarán esta noche en casa y quiero que vayas para que los conozcas. No quiero que se enteren de nuestra relación por otra vía.

    Ella dejó de hablar y le miró como si implorara. Esperaba ansiosa la respuesta.

    Ezequiel se turbó por un momento. No había pensado en ir a conocer a los padres de Carmen hasta el final del año docente. Desde hacía seis meses se habían hecho novios, pero todo su contacto era en la universidad. De hecho, la vida de los dos jóvenes transcurría entre las paredes universitarias. Apenas iban a sus respectivas casas a dormir.

    Carmen José Hernández era estudiante del tercer año de la carrera de Derecho. Tenía 20 años y sobre su espalda caía, como si fuera una cascada de agua, un frondoso cabello rubio oro. De sonrisa fácil y de ojos escrutadores de colores cambiantes, de muy claros a marrones. De labios finos y boca expresiva. Su rostro, un poco redondo, siempre llevaba los pómulos un tanto enrojecidos. De nariz perfilada y proporcional a su cara. Cuando cerraba los ojos parecía un maniquí. Era muy bella.

    —¿A qué hora quieres que esté en tu casa? —preguntó, después de sortear la inicial turbación que tenía—. Tengo muchas cosas que hacer en el día de hoy —habló deprisa, atropellando las palabras. Parecía un poco nervioso.

    —Llega a las 7:00 de la noche, que todos estaremos esperándote. Yo les dije a mis padres que tú irías en el día de hoy. No te preocupes, que todo pasará muy bien. Mis padres son muy buenos —dijo acariciándole la espalda, con un pequeño toque de ternura, al notar que tenía cierto temor.

    —No hay problemas. Nos vemos en la noche. No nos podremos ver en el transcurso del día, porque tengo una reunión muy importante y no sé a qué hora voy a terminar. No te preocupes, que estaré a las 7:00 de la noche —dijo afirmativamente y corrió por las escaleras para alcanzar el aula antes de que el profesor iniciara la docencia, porque de lo contrario, se quedaría afuera.

    Ezequiel González, estudiante de Ingeniería Civil en la Universidad de Santo Domingo. De color blanco y de cabello negro abundante. Siempre llevaba patillas hasta debajo de las orejas; a media cara. Con cejas de abundantes matas de pelos y de sonrisa espontánea. De 23 años y cursa el último año de la carrera. De seis pies de estatura y 170 libras. Desde hacía un año había entrado a una célula universitaria del movimiento de la resistencia política en contra de la dictadura del Generalísimo Rafael Trujillo, que gobernaba la República Dominicana con manos férreas y que había teñido de sangre todo el territorio de la nación caribeña. Hijo de dos españoles que habían llegado al país como exiliado de la guerra civil española, los cuales eran profesores universitarios. Su militancia revolucionaria era tan clandestina que no lo sabían ni sus propios padres. Se enteraron el día que le informaron que su hijo fue apresado por los agentes del Servicio de Inteligencia del Estado. En esa ocasión, Ezequiel fue apresado y torturado. Pudo salir con vida, debido a que el propio rector de la universidad intervino con las autoridades militares y del Servicio de Inteligencia Militar, conocido como el SIM, aparato de represión criminal del régimen.

    I

    Carmen José caminó dejando atrás el edificio de la Facultad de Ingeniería. Era un edificio de tres plantas con un gran vestíbulo, donde los estudiantes pernotaban entre una y otra hora de clase. Miró el enorme mural del pintor español José Vela Zaneti, en el que se mostraban todas las actividades de las ciencias de la ingeniería y sonrió sosamente. Estaba feliz. Por fin, su novio iría a su casa para que sus padres lo conozcan. Ella sabía que Ezequiel necesitaba formalizar un noviazgo. Talvez era la única forma de protegerlo de los agentes de la seguridad del Estado que lo vigilaban. Aun cuando compartía los ideales que defendía Ezequiel, no estaba de acuerdo que se expusiera demasiado en los trabajos políticos. Pero estaba feliz. Si formalizaban su noviazgo, ella podría impedir algunas imprudencias que hacía Ezequiel. Caminaba como si no tocara los pies en la tierra. Sus pensamientos la envolvían en una nube que la convertían en la persona más feliz de la ciudad universitaria. Un golpe de brisa le descompuso el cabello y sintió frío. Sonreía complacidamente, cuando las compañeras la saludaban, antes de llegar al aula.

    II

    Ezequiel González era hijo, como ya hemos dicho, de dos refugiados españoles que llegaron al país, producto de la guerra civil española, a finales de la década del 1930. Se integraron a las cátedras universitarias, donde habían hecho carrera. Tenían dos hijos: Ezequiel, que era el mayor, y Luisa, que estudiaba la carrera de Farmacia. Los padres españoles no habían incursionado en ninguna actividad política y, por lo tanto, el régimen dictatorial del país no los había molestado nunca. Pero su hijo Ezequiel, desde hacía algún tiempo comenzó a integrarse a las luchas clandestinas en contra del régimen de Trujillo. Desde el momento que su hijo fue detectado en su militancia revolucionaria, la familia había sido asediada por los esbirros del régimen. Estaban en los preparativos, esperando que Ezequiel terminara su carrera universitaria para sacarlo del país. Si dejaban que su hijo permaneciera en el país, era casi seguro que terminaría cumpliendo una larga condena de cárcel, en el mejor de los casos, o lo más probable, una muerte en mano de los agentes de la inteligencia militar. Los mismos padres habían restringido sus salidas de la casa, y apenas, salían a cumplir con sus labores docentes y las actividades imprescindibles de la compra de los alimentos y los pagos de los servicios.

    III

    El cielo había perdido el último hálito de luz y las sombras caían sobre la ciudad de Santo Domingo. Ezequiel González caminaba muy apresuradamente por la calle Las Mercedes de la ciudad colonial. Estaba un poco retrasado para llegar a la casa de Carmen José, su novia. Sus zapatos martillaban las piedras de la calzada, y algunos transeúntes lo miraban con cierta extrañeza. Las luces del alumbrado público comenzaban a encenderse. Se sentía un poco nervioso. Nunca había pasado por el trance de pedir la mano de una muchacha y había sido emplazado por Carmen José y no tenía otra alternativa que ir a su casa. Sus padres no sabían que él estaba en camino de comprometerse con la muchacha que había ido algunas veces a acompañarlo a su casa. Aun cuando les había dicho a sus padres que pensaba pedir la mano de la muchacha, no lo tenía pensado para que sucediera tan rápido. Iba vestido con la misma ropa que había llevado a la universidad. Unos pantalones vaquero de color azul y una camisa amarilla pálida. Unos botines que lo hacían verse más alto de lo que era, eran los que calzaba. Su cabello negro brillaba en la noche. Llegó hasta la puerta y levantó la mano para tocar. Se detuvo por un momento. Necesitaba respirar un poco. No estaba seguro de que estaba haciendo lo correcto. Debió venir con su padre para que le sirviera de garantía. Ya no tenía alternativa. Dejó que sus nudillos golpearan la madera centenaria de la puerta de la casa colonial. Esperó unos minutos para que le abrieran la puerta. Sintió deseos de que la puerta no se abriera nunca y que no estuvieran los residentes de la casa en ese momento. Estaba absorto en sus pensamientos cuando se abrió la puerta y apareció Carmen José.

    —¡Hola, Ezequiel! —dijo la muchacha, al momento de darle un beso en la mejilla, después de sonreírle tiernamente—. Pasa, pasa, no te quedes ahí parado —invitó al ver a Ezequiel un tanto torpe para entrar a la casa.

    Ezequiel la besó en la mejilla y le dio un abrazo breve.

    Sin hablar entró a la casa. Ella lo condujo hasta la sala. Un juego de mueble de caoba con pajilla dominaba el espacio. Era una casa colonial, de dos niveles y con modificaciones modernas; pintada de color crema y blanco. Las paredes estaban adornadas con algunos diplomas, algunas pinturas de escaso valor y un enorme retrato del Generalísimo Rafael Trujillo. Ezequiel observó uno de los diplomas que correspondía a la aprobación de un entrenamiento militar de contrainsurgencia. Sintió un escalofrío, y Carmen José no lo percibió. La turbación se apoderó de su cuerpo y hacía algunos movimientos torpes.

    —No hay problemas, mis padres vendrán en unos minutos para que los conozcas. Les he dicho que un amigo de la universidad los quiere conocer. No les he hablado de nuestra relación —comentó Carmen José, mientras despojaba a Ezequiel de los libros y se los colocaba en una pequeña mesa que estaba en una esquina de la sala. Ella lucía feliz y no notaba el nerviosismo del joven estudiante.

    El estudiante de Ingeniería respiró profundamente, tratando de tranquilizarse. El ambiente encontrado en la casa no le era relajante; todo lo contrario, lo hacía sentirse molesto. Pero tenía que dejar que pasara el tiempo y terminar con lo que había venido a hacer.

    —Mi hermano no va a estar en la casa. Está terminando el bachillerato y está estudiando con unos amigos. Él quiere entrar a la academia militar, este año; no quiere ir a la universidad.

    —No hay problemas, mi amor —dijo finalmente Ezequiel, después de tomar cierto control de sí mismo—. Me alegro de que no les hayas dicho lo nuestro a tus padres, porque el día que tengamos que oficializar nuestra relación, quiero que lo hagamos en presencia, también, de mis padres. Me alegra mucho venir a conocer a tu familia. Sabes que te quiero mucho —expresó rociándola con una mirada cargada de ternura. Ella cerró, por un momento los ojos, y le acarició la cabeza.

    —Siéntate, que voy a avisar a mis padres que llegaste, para que vengan a saludarte —dijo ella y se perdió por la rampa que conducía a la habitación de sus padres, que estaba en la parte alta de la casa. Una pequeña escalera, muy estrecha, la condujo hasta su destino.

    Ezequiel se quedó solo en la sala. Miró los cuadros, de nuevo, y sintió un extraño escalofrío. Observando detenidamente la mayoría de los cuadros que colgaban, notó que eran certificados de cursos militares. Carmen José nunca le dijo que su padre había sido militar. Se sentía sorprendido de estar en un lugar donde vivía uno que fue o que era un jefe militar. Conocía de la brutalidad de los militares cuando estuvo detenido. Muchos de sus compañeros habían sido asesinados. Él conocía de muchos militares que no eran asesinos, sino que eran víctimas del propio régimen y de la situación que vivía el país; pero no sabía si el padre de Carmen José era o no era uno de los militares inocentes.

    Estaba absorto en sus pensamientos cuando fue despertado por los pasos de personas que bajaban en fila por la estrecha escalera. Miró hacia arriba y vio a Carmen José y, después, a un fornido hombre; luego, a una mujer que esbozaba una cándida sonrisa.

    —Papá, él es Ezequiel, mi amigo de la universidad —indicó la anfitriona con rebosante alegría.

    —Mucho gusto en conocerlo, joven. Soy el coronel Andrés Hernández y ella es mi esposa, la madre de Carmen José, la señora Diana Bretón —dijo el fornido hombre, mientras le daba un fuerte apretón de mano.

    Era un hombre de unos cincuenta y cinco años. De color blanco y mirada penetrante. Su cabello lo traía cortado casi al raspe, por lo que no se le notaba la proliferación de canas. Vestía una camisa color caqui y un pantalón del mismo color. Estaba vestido con uniforme militar. En el cuello de la camisa llevaba la insignia del rango militar. Su calzado era de color negro y brillaba como si fuera de charol. De seis pies de estatura y de cara ancha y cuadrada. Corpulento y de manos poderosas. Sus ojos eran inquisidores y la voz era de trueno.

    La madre era una mujer de color blanco y de tierna mirada. Vestida con un vestido holgado y que escondía cualquier encanto que tuviera. Debía tener unos cuarenta años. Su rostro preservaba una serena belleza, y su porte era distinguido. No se atrevía a mirar con definición cuando estaba presente el marido. Parecía que era una mujer muy sumisa y el marido era dominante. Sólo atinaba a sonreír y abrazar a su hija. Parecía muy orgullosa de la estudiante de abogacía.

    —Mucho gusto en conocerlo, señor —dijo Ezequiel estrechando la mano del hombre y sintiendo el fuerte apretón.

    —El gusto es mío. Mi hija me ha hablado mucho de usted. Parece que usted es una gran promesa para la ingeniería de este país. El hombre que estudia ingeniería y no se busca problema con el Gobierno es seguro que llega a tener una gran riqueza en poco tiempo —dijo con un timbre de autoridad y como quien estaba autorizado a aconsejar.

    Ezequiel no comentó las palabras del oficial del Ejército Nacional. Prefirió soltar la mano del hombre y saludar con un beso en la mejilla a la madre de Carmen José. No reconocía el rostro del hombre; pero en su interior, el timbre de voz del hombre lo martillaba. Era una voz que había escuchado en algún lugar. Prefirió olvidar el asunto y tratar de pasar el tiempo lo mejor posible. Un malestar íntimo lo perturbaba; pero no sabía qué era.

    La madre se excusó y fue hasta la cocina para preparar un café para el recién llegado. Andrés Hernández se sentó y con su voz de trueno, preguntó:

    —¿Quiénes son sus padres, Ezequiel?

    Ezequiel se acomodaba en el pequeño sofá con capacidad para dos personas. Miró al anfitrión con cierta timidez y desaliento.

    —Mi padre es el profesor Pedro González y mi madre es la profesora María Olózala. Ellos son inmigrantes españoles, que vinieron al país después de la guerra civil española. Los dos son profesores en la universidad. Espero que con el tiempo pueda conocerlos —habló con soltura para que no se notara su incomodidad.

    Carmen José estaba sentada en una butaca al lado de su padre, correctamente y en silencio.

    —En estos días, los profesores y los estudiantes de la universidad le han estado dando muchos dolores de cabeza al Gobierno. Esos muchachos, en vez de estar estudiando para hacerse de un gran futuro, lo que están es metiéndose en líos. ¡Los jóvenes no saben lo que hacen! —exclamó lamentándose. Mantenía su porte militar.

    Ezequiel guardó silencio a la opinión del coronel. No podía entablar una conversación, sobre ese tema, con un oficial del Ejército Nacional que desconocía, aunque fuera el padre de la mujer que amaba. Debía mantenerse con cautela.

    Carmen José permanecía en silencio. Con la llegada de su padre, parecía que le habían cortado la lengua. La autoridad que imponía el hombre era casi aterradora. Apenas miraba, furtivamente, al joven visitante.

    La madre regresó a la sala y trajo un brindis de café. Todos degustaron la aromática bebida. El olor de la bebida inundó todo el lugar.

    IV

    Pasó una hora, cuando Ezequiel se despedía de Carmen José y de sus padres. Estaba muy confundido y apesadumbrado. El hogar de Carmen José era una especie de dictadura férrea. El padre era un verdadero tirano. Caminó hasta su casa y, después de saludar a sus padres y a su hermana, siguió hasta su habitación, donde se tiró en la cama con la puerta cerrada. No estaba feliz de conocer la familia de la mujer que amaba. <>, pensaba al recordar la voz del padre de su novia. Cerró los ojos y buscó en su memoria, pero no lograba recordar. Por un momento, pensó que era una fantasía de su memoria. La voz seguía martillándole en su cabeza.

    —¡Ezequiel, ven a cenar! —escuchó la voz de su madre que lo llamaba.

    —No tengo hambre. Cenen ustedes que yo voy después que me bañe —dijo sin abrir los ojos y saliendo del ensimismamiento en que había estado.

    Como un rayo de luz recordó dónde había escuchado la voz del coronel Andrés Hernández. Era la voz que ordenaba que lo golpearan cuando estuvo en la cárcel. Él no lo reconoció porque su rostro estaba ensangrentado. Pero era la voz que ordenaba a los esbirros que le aplicaran las torturas para que denunciara a sus compañeros. Cerró los ojos con todas sus fuerzas. <>, se preguntó y enterró su rostro en la almohada. No podía creer qué el padre de su novia fuera un verdugo. Por un momento, se dijo a sí mismo que no era cierto que la voz que escuchaba en su interior fuera la del coronel Hernández. Se levantó y caminó hasta el pequeño escritorio que tenía en la habitación y se acomodó en la silla. Colocó sus manos sobre el montón de libros que lo esperaban y pegó su mirada en el techo blanco. Estaba buscando la forma de quedarse en blanco. No quería vivir la realidad. <>. ¿Qué hacer? Se preguntaba, pero se quedaba sin repuesta.

    CAPÍTULO III

    E l primer teniente aviador, Juan Zavala, colocaba las insignias en el saco de color verde oliva que se pondría en la noche para asistir a la celebración del segundo año de su graduación como piloto de combate, de la Aviación Militar Dominicana. En su interior percibía una alegría que lo hacía sentirse nervioso, era la primera oportunidad que llevaría su novia a una fiesta oficial de la Base. El jefe de la Unidad militar le ofrecía una fiesta en el Club-Cine, ubicado en el recinto de la Base Aérea de San Isidro, a unos quince kilómetros del centro de la ciudad de Santo Domingo.

    El joven piloto tenía alquilado una pequeña casa, que no era más que un anexo, en la calle Beller, de la zona colonial, de la Ciudad Primada de América. Sus padres vivían en las montañas de San José de las Matas, en el centro del país. Era el único hijo que pudo salir del campo y logró que lo aceptaran en la academia militar. Sus padres eran muy pobres y la esperanza que tenían era él, para salir del laberinto de la miseria extrema. Había iniciado la carrera de Finanzas, en la Universidad de Santo Domingo, donde conoció a Patricia Acosta, una joven estudiante de Medicina, la cual lo cautivó desde el mismo momento, y pocos meses después, se comprometieron. Toda su ilusión era casarse con su novia y formar un hogar para llenarlo de retoños que le colmaran la vida de felicidad. Todos los planes se estaban ejecutando sin ningún tropiezo. En cuestión de unos seis meses se casaría con su novia. Los planes se habían adelantado porque el jefe de Estado Mayor de la institución le prometió que, inmediatamente, después de casarse, le asignaría una casa en el barrio para oficiales de la institución. Si no se casaba, no podía optar por la vivienda. Si se casaba podría traer a sus padres a vivir con él, debido que no tendría que pagar casa, y así, el salario que devengaba como piloto le alcanzaría para los gastos de la familia.

    Parsimoniosamente, le colocó las insignias de primer teniente piloto a la solapa del saco militar. Después le colocó las charreteras que hacía lucir más elegante el traje de gala militar; era de color azul con ribete en oro y dos pinos. Eran las 6:00 de la tarde, y quedó de recoger a su novia a las 8:00 de la noche, pero la ansiedad lo mataba. Había logrado graduarse de piloto y tener una novia que sería médica en poco tiempo. El futuro parecía sonreírle. Había trabajado duro para lograr el grado de piloto y, ahora, estudiaba mucho para tener una profesión que le asegurase dotar a su futura esposa de todo lo que necesitara. Colgó el saco y lo miró, buscándole alguna falla, pero no la encontró. El traje estaba preparado para asistir a la fiesta. Miró por la ventana y observó a la gente que caminaba deprisa hacia sus hogares, a medida que la sombra de la noche se aproximaba a la ciudad.

    La casa estaba pintada de color rosado, en la parte exterior, y de color marfil, en el interior; tenía de una sola habitación. Contaba además con una pequeña cocina y una sala que servía, también, de comedor. Para un soltero o un recién casado era un buen lugar para vivir. Se sentía a gusto, viviendo en la pequeña residencia.

    Se tendió en la cama boca arriba y clavó su mirada en el techo blanco de la pequeña habitación. Deseaba que pasaran las horas para ir a buscar a su novia y llegar a la fiesta. Estaba seguro de que sería una gran noche. No podía pedir más felicidad.

    Cerró los ojos y comenzó a recordar todo lo que había ocurrido en su vida hasta ese momento. De pequeño había tomado la decisión de estudiar una carrera universitaria, pero la situación de pobreza de sus padres lo obligaron a ingresar a la Aviación Militar Dominicana. Era un lugar donde tenía techo y comida, además de una escuela. Con el tiempo se encariñó con el pilotaje de aviones. Tuvo que resistir la presión de sus padres para no ingresar a la milicia con un octavo curso. Él había tomado la decisión inquebrantable de graduarse de bachiller y, después, ingresar a la milicia. Para poder estudiar en el liceo público de la ciudad más cercana, tuvo que trabajar como dependiente de un colmado de uno de sus tíos. Trabajaba desde la seis de la mañana hasta la una de la tarde, en la primera tanda. Tomaba una hora para bañarse y prepararse para llegar hasta el liceo. Regresaba a las cinco de la tarde y volvía a trabajar en el colmado hasta las once de la noche. Toda la paga que le daba el tío era un lugar donde dormir

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