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Hasta el cuello
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Libro electrónico255 páginas3 horas

Hasta el cuello

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Información de este libro electrónico

Cuando Steve Collins, un periodista expatriado y desilusionado, viaja para cubrir un accidente de avión en medio de la selva amazónica, no sospecha de qué manera esta asignación va a cambiar su vida. Presionado por su editor, Steve acepta que se sume Jennifer Strand, una joven periodista adscrita a la Embajada de los EE. UU., sumamente bella y llena de valor. Ella lo acompañará en una aventura en la cual él descubrirá una verdad desconcertante sobre la política exterior estadounidense, y también sobre seguir ciegamente los dictados del corazón.

Hasta el cuello es el primero de los dos libros que componen la galardonada serie Evil's Root.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento11 ene 2024
ISBN9781667468358
Hasta el cuello

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    Hasta el cuello - Michael Segedy

    Esta novela está dedicada a mi amada esposa, Úrsula, y a nuestra hermosa hija, Paloma. Sin su ayuda y su confianza en mí y en mi trabajo, nunca habría existido.

    «Lo único que necesita el mal para triunfar es que los hombres buenos no hagan nada». Edmund Burke

    1

    El despegue en el bimotor Cessna 340 fue suave y sin incidentes. El día se abría diáfano y despejado sobre Lima, Perú, y el informe meteorológico que el senador David Kursten recibió de la Embajada de los Estados Unidos prometía un vuelo agradable. Como presidente de la Comisión Judicial del Senado sobre Crimen, Narcotráfico y Terrorismo, el propósito oficial del senador en Perú era determinar hasta qué grado el gobierno peruano había implementado medidas para reducir la producción de coca.

    El coronel Luis Antonio Vargas, sentado al otro lado del pasillo del senador, se dedicaba a darle cátedra sobre la enérgica campaña antidroga que estaba llevando a cabo el gobierno peruano. Se jactaba de que, en el último mes, Perú había destruido más de cien hectáreas de coca. En una operación encubierta, la policía nacional había detenido un envío de cuatrocientos kilos de cocaína a los Estados Unidos. Esto había sido una gran noticia en todo el mundo y, en Washington, los senadores antidroga más acérrimos que formaban parte de la Comisión habían utilizado la redada de cocaína para ilustrar el éxito de la «Guerra contra las drogas» en el extranjero.

    El senador, un hombre alto, con una poblada cabellera gris y un físico como el de un gran oso de peluche, escuchaba educadamente, pero necesitaba algo más que las palabras del coronel para convencerse de los esfuerzos del gobierno peruano. Quería ver por sí mismo los campos de coca erradicados. El coronel tenía que demostrar que los peruanos estaban cumpliendo en serio. Si no, el senador estaba decidido a hacer todo lo posible a fin de que en el Congreso fracasara el proyecto de ley que autorizaba ayuda adicional a Perú para su guerra contra las drogas. Kursten sospechaba que la CIA estaba usando el dinero de la DEA para combatir la insurgencia de la izquierda en esta nación asolada por la pobreza, y que el programa de erradicación de la droga era solo una fachada. Incluso se había atrevido a plantear su opinión durante una de las audiencias del Congreso.

    —Lo que ve abajo, senador —dijo el coronel, señalando una gran franja de selva deforestada—, es una de las plantaciones de coca que erradicamos la semana pasada.

    El coronel, un hombre de mediana edad y cara redonda, con gruesos lentes, abrió su maletín de cuero, sacó un par de prismáticos y se los pasó al congresista.

    El senador Kursten ajustó el enfoque mientras miraba por la pequeña ventanilla ovalada una porción de selva despojada de vegetación que se encontraba a cinco mil pies debajo de ellos. Estuvo a punto de llamar al copiloto, el mayor Spanchek, horticultor del ejército estadounidense, para pedirle que echara un vistazo a la zona desmontada, pero decidió esperar y escuchar lo que tenía que decir el coronel. El mayor Spanchek había acompañado al senador con el fin de identificar los campos de coca y proporcionarle asesoramiento técnico en relación con su cultivo.

    —Como puede ver, senador, esta hacienda es grande. Tiene alrededor de diez hectáreas de tierra dedicadas exclusivamente al cultivo de coca. Tenía, en realidad. Los campesinos han accedido a sembrar café y soja. También van a plantar bananos. —Una sonrisa de satisfacción se formó en el rostro del corpulento coronel mientras presumía los logros del gobierno.

    Antes de que el senador Kursten pudiera responder, la cortina que los separaba de la cabina de vuelo se abrió y un hombre alto, con uniforme de mayor, entró en el estrecho pasillo empuñando una semiautomática Browning de nueve milímetros. Con una leve sonrisa en el bien afeitado rostro, se irguió ante los dos caballeros de mediana edad mientras estos lo miraban con total asombro e incredulidad.

    Al coronel se le escapó un «¡Qué te pasa!» mientras el congresista de cabellos grises se quedaba congelado en su asiento, sin saber si lo que estaba presenciando era real o si se trataba de una extraña broma.

    —Tendrán que disculparme, caballeros, por la interrupción —dijo la alta figura vestida con un uniforme recién almidonado—. Espero que no se tomen nada de esto demasiado personal. Son solo negocios. Nada más.

    Sonriendo irónicamente, apretó el gatillo. Una bala salió disparada de la pistola e hirió al coronel en el pecho, justo encima del corazón, arrojándolo hacia atrás en su asiento.

    La alta figura observó cómo el cuerpo del coronel parecía ponerse rígido y luego relajarse, mientras la cabeza le caía hacia atrás contra el reposacabezas y los ojos vacíos miraban al techo. La boca le había quedado abierta, como si hubiera estado a punto de hacer una pregunta, pero se hubiera detenido en medio de la frase.

    Presa del más absoluto pánico, el senador soltó los documentos que descansaban en su regazo alzando las manos ante sí en un intento fútil y algo cómico por protegerse.

    El mayor hizo otro disparo. La bala atravesó la mano levantada del congresista y lo alcanzó entre los ojos. Su cabeza se inclinó hacia atrás durante una fracción de segundo antes de caer hacia adelante, contra el pecho. Cuando el voluminoso cuerpo se deslizaba hacia un lado y estaba por desmoronarse en el pasillo, el mayor levantó la pierna y le dio una fuerte patada que lo devolvió al asiento.

    Luego, como por respeto al senador, se inclinó sobre el cadáver del coronel, agarró el cuerpo desplomado del senador por las solapas y lo acomodó derecho en su asiento. Sacó el pañuelo del bolsillo del traje del senador y le limpió el pequeño chorro de sangre que le corría por la frente, donde había entrado la bala. Cuando terminó, dobló con esmero el pañuelo ensangrentado y lo volvió a colocar en el bolsillo del muerto. Ladeando la cabeza, admiró su trabajo sonriendo burlón, mientras apreciaba los rasgos congelados del rostro del senador, esos ojos azul pálido que lo miraban fijo y esa boca apenas entreabierta, como en una plegaria sin palabras.

    Girando sobre los talones, el mayor dio un decidido paso adelante y entró en la cabina de vuelo. En el asiento del piloto había un joven capitán peruano derrumbado hacia un costado, la parte delantera de la camisa empapada de sangre, el líquido rojo y brillante aún brotando de la herida abierta en la garganta. El mayor tomó un paracaídas de detrás del asiento y se lo ajustó con celeridad. Estirándose sobre el cadáver, presionó un interruptor en el panel de control y apagó el motor izquierdo. Al instante, el avión empezó a inclinarse hacia un lado. Ajustó un flap del ala para enderezar el avión y luego empujó ligeramente el volante de control para poner el avión en un descenso gradual.

    Segundos después volvió a la cabina de pasajeros, tiró con brusquedad de la manija de la puerta y la abrió de un empujón. Un torrente de aire ingresó con fuerza al interior de la aeronave, haciendo flamear sus ropas y enviando los documentos empapados de sangre, que yacían a los pies del senador, hacia el fondo de la cabina.

    Se estabilizó contra la ráfaga de aire que entraba por la trampilla abierta y se dirigió en español a sus dos pasajeros muertos.

    —Adiós, amigos.

    Luego, sujetándose de los lados de la abertura, se impulsó hacia adelante y saltó al espacio azul de abajo.

    2

    El embajador Wenton se encontraba detrás de su gran escritorio de caoba hojeando un montón de documentos que había recibido de la DEA. Era un hombre alto, de unos sesenta años, que medía más de dos metros y seguía estando en forma. Había sido embajador de los Estados Unidos en Perú durante casi tres años, y también había oficiado como embajador en Nicaragua varios años después de que terminara el asunto de la Contra y el país hubiera iniciado su largo y arduo camino hacia la recuperación. El día de hoy prometía ser un infierno. Acababa de hablar por teléfono con el ministro del Interior de Perú y, a primera hora de la mañana, también había mantenido una conversación telefónica con el subsecretario de Estado en Washington, D.C. En los próximos minutos, esperaba recibir a Bill Henkly, el jefe de la DEA, quien debía proporcionarle informes.

    No tenía ganas de reunirse con Henkly. No le caía muy bien, ni tampoco los espías como Singler, el compañero de Henkly. En opinión del embajador, Henkly se dedicaba más a servir a su ego que a su país. Aunque no se podía decir lo mismo de Singler, pensó que este le gustaba aún menos. El comportamiento sombrío y burocrático de Singler le desagradaba por completo. Al menos, Henkly sonreía de vez en cuando. Aparte de su falta de alegría, Carl Singler era un imbécil distante con un exterior frío y duro que lo irritaba. Tal vez fuera el resultado de ser espía. Seguramente se había esforzado en proyectar ese comportamiento de tipo duro. Durante sus años en el cuerpo diplomático, el embajador había conocido a una buena cantidad de esos. Los tipos como él se veían a sí mismos como guardianes fríos y duros de la democracia, guardianes que luchaban contra los imperios del mal que amenazaban la existencia de los Estados Unidos. Necesitamos guardianes, reflexionaba Wenton, ya que los Estados Unidos tienen que protegerse de gobiernos despiadados y terroristas desquiciados. Pero a nuestros servicios de inteligencia les vendrían bien agentes más refinados, quizá con un toque de James Bond. Agentes dotados de mucha más humanidad de la que Singler jamás demostró. Por supuesto, Singler no era James Bond. Era tan suave y encantador como Arnold Schwarzenegger en Terminator.

    A la hora de negociar, Henkly y Singler veían a cualquiera que se opusiera a los intereses de los Estados Unidos como mierda de perro en la suela de sus nuevas Reeboks. Aunque Wenton amaba mucho a su país, le costaba ver todo como blanco o negro. Como un «nosotros contra ellos». Había comenzado su carrera siendo académico, no funcionario o figura política. Durante años había enseñado Historia Latinoamericana en la Universidad de Virginia. Poco después de ganar las elecciones, el presidente Clinton lo nombró embajador en Nicaragua. Pasó tres años allí y luego se convirtió en embajador en Panamá, donde estuvo siete años antes de aceptar la Embajada en Perú. Después de más de una década de servicio en el cuerpo diplomático, le seguía costando acercarse a su personal, la gente de carrera del Departamento de Estado, y en especial a los que habían servido en el ejército. A veces pensaba que sospechaban que su patriotismo no era lo suficientemente firme. En el último tiempo había empezado a preguntarse por qué había abandonado su carrera académica en la Universidad de Virginia para convertirse en diplomático. O por qué había seguido siéndolo durante tanto tiempo cuando su verdadero amor era el conocimiento, no la política ni los negocios.

    La ensoñación del embajador Wenton se interrumpió de repente cuando Henkly entró en su despacho. Saludó al embajador y luego se sentó en una silla de cuero negro justo delante del escritorio del embajador.

    —Bueno, señor Henkly, ¿qué novedades hay? —preguntó Wenton, mirándolo por encima de sus lentes.

    —Ayer se informó de la presencia de un grupo reducido de insurgentes de Sendero Luminoso a ochenta kilómetros al noreste de Tingo María —comenzó Henkly, sentado con las piernas cruzadas, mientras golpeaba su bolígrafo contra el bloc de notas amarillo que descansaba en su regazo—. Eso está relativamente cerca de donde cayó el avión que transportaba al congresista Kursten y al mayor Spanchek, señor embajador.

    —Es demasiado pronto para determinar lo que ocurrió —dijo Wenton, adivinando a dónde se dirigía Henkly—. No obstante, Washington quiere algunas respuestas. Y pronto. He hablado por teléfono con el subsecretario de Estado hace unos minutos. Le gustaría recibir una actualización tan pronto como tengamos algo sólido. ¿Qué tenemos, en concreto, sobre lo sucedido con el avión, señor Henkly? Me refiero a hechos precisos que pueda comunicar a Washington.

    —Tenemos razones para creer que la extradición de Rafael López a los Estados Unidos puede estar relacionada con el derribo del avión —ofreció Henkly.

    Wenton sabía que no debía dejarse provocar por Henkly.

    —Preferiría no utilizar la expresión «derribo del avión» —replicó Wenton, perturbado por el poco sutil intento de manipulación de Henkly—. Todo este asunto podría convertirse en algo más grande de lo que deseamos. En este momento no hay ninguna razón para establecer una conexión directa entre el avión estrellado y los terroristas.

    —Ha habido amenazas —continuó Henkly con obstinación, imperturbable— y la proximidad de los guerrilleros al lugar donde se produjo la caída de la aeronave no es casualidad, señor embajador. Nuestros informes de inteligencia confirman que Sendero Luminoso ha adquirido misiles tierra-aire Javelin LML. Son perfectos para derribar aviones que vuelan a baja altura. Según nuestros informes, a principios de año desaparecieron media docena de Javelin de un arsenal peruano. Supuestamente, unos oficiales de seguridad corruptos le vendieron estos misiles a Sendero Luminoso.

    —¿Pero dispararle a un avión con un senador estadounidense a bordo? ¿Por qué los terroristas se arriesgarían a una intervención militar estadounidense? No parece probable. Ahora bien, los señores de la droga sí son una posibilidad. Es cierto que hoy en día Sendero Luminoso está involucrado con narcotraficantes, pero no lo suficiente como para que esto justifique que asesinen a un senador estadounidense. Solían cobrarles a los narcos una cuota por sus servicios, pero eso fue hace años, en el apogeo de la insurgencia de Sendero Luminoso. Hoy tenemos un puñado de senderistas operando en el valle del Huallaga en complicidad con los narcos. Usted dijo que se informó de la presencia de un grupo reducido de ellos cerca del sitio donde cayó el avión. ¿Qué tan reducido era el grupo? ¿Una media docena?

    —No se mencionó la cantidad exacta —respondió Henkly con desgana.

    —Derribar un avión estadounidense con un congresista de dicho país a bordo e invitar a una costosa represalia militar por parte de los Estados Unidos tan solo para complacer a los señores de la droga es algo muy cuestionable —continuó, a todas luces agitado por el endeble argumento de Henkly.

    —Pero sabemos con certeza que los terroristas están activos en la zona donde se estrelló el avión —insistió Henkly, jugando la única carta que tenía.

    —La proximidad de unos cuantos guerrilleros al lugar del impacto no es suficiente. Se necesita más que eso. El valle del Alto Huallaga ya no está plagado de terroristas. Al menos, esa es mi lectura según los informes de su sector. Por el amor de Dios, no estamos en los ochenta o los noventa. El movimiento de Sendero Luminoso ha sido prácticamente derrotado. Unos pocos terroristas en la cercanía...

    El embajador Wenton notó que el intercomunicador parpadeaba. Frustrado por la tenaz persistencia de Henkly en construir un caso contra los rebeldes, arrojó los documentos que tenía en la mano sobre su escritorio, se acercó y pulsó el parpadeante botón rojo.

    —Señor embajador, el señor Brinton está aquí. Dice que es urgente —anunció la voz con estática que provenía del intercomunicador.

    —Gracias. Por favor, hágalo pasar.

    John Brinton, el jefe de misión adjunto, empujó la puerta y entró en el despacho del embajador. Su función correspondía a la de segundo al mando en la Embajada estadounidense. También era un viejo amigo de Wenton y había trabajado con él en Managua. Era un hombre bajo y fornido, de reluciente coronilla, de la misma edad que Wenton y también exprofesor. Llevaba un gracioso bigotito corto que terminaba romo a cada lado. Muchos de los empleados de la Embajada estadounidense se referían a ellos dos como Laurel y Hardy. Esta mañana en particular no había nada ni remotamente gracioso en su aspecto. La expresión de su cara regordeta era seria, y la forma en que apretaba los dientes producía la impresión de que tenía un caso grave de indigestión o de acidez estomacal.

    —Buenos días, señor embajador —dijo carraspeando. Miró a Henkly, que estaba sentado rígido en la silla frente al escritorio del embajador y lo saludó con un movimiento de cabeza diciendo—: Buenos días, señor Henkly.

    —¿Lo son, señor Brinton? —le preguntó Wenton con escepticismo.

    Rara vez los pequeños ojos azules de Brinton mostraban tanta emoción y, en ese momento, la expresión de dolor en ellos no anunciaba buenas noticias.

    —Acaba de llamar el coronel Montero, el coronel peruano a cargo en Tingo María. Ha ido esta misma mañana al lugar donde se estrelló el avión. —Brinton hizo una pausa y volvió a mirar a Henkly.

    —¿Sí? —preguntó Wenton.

    —El coronel ha dicho que han encontrado fragmentos de un misil alojados en uno de los paneles del fuselaje.

    —¡Mierda! Eso no es lo que quería oír. ¿Algo más?

    —Sí, han encontrado lo que quedaba de los cuerpos de los cuatro que iban a bordo —Brinton se mordió el labio y bajó la mirada antes de continuar. Luego, aclarándose garganta, agregó—: El coronel Montero dijo que había recibido una llamada de un rebelde de Sendero Luminoso adjudicándose el atentado.

    Wenton dirigió una rápida mirada a Henkly. En su rostro se dibujaba una expresión arrogante que decía: «¡Te lo dije!». El embajador sintió deseos de estrangular a ese bastardo.

    —¿Hubo algún testigo del suceso? ¿Algún campesino que pudiera haber visto lo ocurrido?

    Si bien para Henkly el hecho de que el coronel afirmara que Sendero Luminoso había derribado el avión constituía una prueba más que suficiente de la participación de los rebeldes, no era así para Wenton, quien no se fiaba necesariamente del coronel Montero. Después de lo que había leído en el Informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, concluido en 2003, tenía razones para dudar de los informes militares peruanos sobre la actividad rebelde.

    —Le hice la misma pregunta —respondió Brinton—. Me dijo que no. No había nadie a kilómetros del lugar donde se estrelló el avión cuando ellos llegaron. —El rostro de Brinton parecía tan pálido como el informe que sostenía en su mano.

    —Bueno, si Sendero Luminoso derribó el avión —suspiró Wenton—, es seguro que las cosas se van a calentar. Se lo va a considerar un acto terrorista contra los Estados Unidos. —Con mano insegura, se estiró despacio sobre el escritorio y pulsó el botón del intercomunicador.

    Henkly ya se había levantado de su silla, ansioso y listo para actuar.

    —¿Sí, señor embajador? —respondió la voz de su secretaria.

    Wenton miró directamente a Henkly, que estaba parado frente a él, con los brazos cruzados, tan atento como un pitbull que espera que le lancen un hueso.

    —Dígale al subsecretario que necesito hablar con él a la mayor brevedad posible, que tenemos una novedad importante sobre el incidente del avión. Gracias.

    —Sí, señor embajador. Lo haré enseguida.

    —Veré qué noticias puedo obtener de

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