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De General a Particular: Historia de un rescate
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De General a Particular: Historia de un rescate
Libro electrónico469 páginas5 horas

De General a Particular: Historia de un rescate

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Información de este libro electrónico

El “General”, en misión diplomática, es detenido por la policía londinense respondiendo a una orden de captura internacional emanada desde España. Una vez enteradas, las Fuerzas Armadas chilenas no se quedan de brazos cruzados. A espaldas del gobierno idean un ingenioso plan de rescate: La Operación Crisálida, para eso se valen del programa de mantenimiento en Alemania de su submarino SS-21 y consiguen el apoyo de un espía inglés de primer orden.
DE GENERAL A PARTICULAR es el producto de un trabajo de tres años, recopilando y estudiando toda la información disponible de este episodio de la historia de Chile, por parte del autor. Es fruto del ensamblaje de hechos tan reales como curiosos, sin significado alguno por sí solos, pero que juntos encajan a la perfección para dar vida a una novela explosiva, llena de intrigas y aventuras, que intenta dar respuesta a las posibles razones de la inesperada liberación de “El General” y su rápida salida desde Inglaterra, cuando todo el mundo daba por hecho su extradición a España.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 sept 2017
De General a Particular: Historia de un rescate

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    De General a Particular - Rodrigo León Cortés

    León

    PREFACIO

    Un avión Twin Otter, enviado a Inglaterra como primera alternativa de transporte del General ante un eventual regreso a su país, es finalmente reemplazado por un Boeing 707 conocido como El Águila. ¿Qué sentido tenía enviar un pequeño avión de baja autonomía y vuelos de corto alcance, a todas luces inadecuado?, ¿por qué no se envió inmediatamente el avión apropiado, el cual se encontraba totalmente operativo?

    El primer juez inglés nominado para dirigir el juicio al General renuncia en pleno proceso aduciendo un cansancio extremo. Designa él mismo a un segundo juez que, curiosamente, dicta sentencia reincorporando cientos de causas que ya habían sido desestimadas por la Alta Corte inglesa y por el primer ministro. Este segundo juez se acoge a retiro en un brevísimo plazo, apenas hubo dictado sentencia, quedándole aún, unos diez años de ejercicio. ¿A qué se debe la renuncia del primer magistrado en pleno proceso?, ¿qué razones tuvo el segundo juez para reconsiderar esas causas y aumentar así los cargos contra el General? ¿Por qué se acogió a un retiro anticipado?

    El comandante en jefe del Ejército chileno visita al General en Virginia Waters y ambos caminan por los jardines anteriores de la casa, donde son observados por cientos de manifestantes que los insultan y abuchean sin miramientos durante todo el paseo. ¿Por qué el comandante chileno se expone a una situación de esta índole?, ¿no podía conversar con el General en la tranquilidad y comodidad del living de la casa?, ¿acaso no deseaba ser escuchado por nadie más, que no fuera el General?

    La Baronesa visita al General en Virginia Waters y por órdenes suyas, se le permite a un solo canal de televisión cubrir el evento. Todos los otros medios de comunicación permanecen en el patio, detrás de la barrera policial. A la vista de cualquier analista esto carece de sentido, si el mayor interés de la Baronesa era conseguir una amplia difusión de la crónica. Por otro lado, el único canal televisivo autorizado, permanece dentro de la casa por un lapso de veintinueve minutos y la Baronesa se retira cuarenta y un minutos después. ¿Por qué el periodista debió salir antes?, ¿qué hizo la Baronesa durante ese tiempo restante?

    Estos hechos reales mencionados y otros tantos, encadenados en un hilo conductor fidedigno, dan vida a este primer libro que intenta una respuesta novelada a todas estas interrogantes, con una historia entretenida, sin colores políticos, que podría ser perfectamente verdad.

    El autor

    1

    El viejo general dejó su gorra militar sobre el escaparate y se internó por el largo pasillo en busca de Lucila. Solo el día anterior había pasado a retiro y no podía dejar de sentirse extrañamente desnudo y vulnerable. Avanzó por el oscuro pasadizo hacia la cocina.

    –¡Lucila! –su llamado se escuchaba cansado.

    ¿Dónde se habrá metido?.

    Era tarde y reinaba el silencio. Afuera la luna llena iluminaba la apacible noche de fines de verano.

    –Aquí estoy, Román –le dijo su esposa.

    Apareció con un vaso de leche en una mano y los remedios para su diabetes en la otra.

    –¡Ya deberías estar acostado! –le recordó con cierta dureza.

    Ugalde puso una a una las pastillas en su boca, hizo un movimiento de cabeza hacia atrás y las ingirió. Le devolvió el vaso y abandonó el salón hacia su dormitorio sin emitir palabra. Una imponente escalera de mármol rojo lo condujo hacia sus habitaciones privadas que ocupaban gran parte del segundo piso.

    2

    Se levantó temprano. No deseaba llegar tarde a Valparaíso. Antes de las ocho de la mañana emprendió el rumbo hacia el puerto impecablemente vestido de traje gris claro.

    La comitiva, integrada por tres vehículos Mercedes Benz y su resguardo policial, rodaba velozmente por la ruta 68. El auto del general Ugalde, al mando de su chofer de confianza, ocupaba la segunda posición. El par de policías motorizados que le abría paso por la concurrida avenida le recordó con nostalgia sus mejores años al mando de la nación. Paseó su vista de lado a lado del camino y se recostó nuevamente. Los vidrios polarizados del vehículo atenuaban el ingreso de la luz lo que le facilitó dormitar el resto del trayecto. Hacía ya tres semanas había anunciado que se convertiría en senador vitalicio de la república de acuerdo a la Constitución del año 1980, que él mismo propiciara.

    Diez largos años habían pasado desde que dejase la presidencia de la nación.

    Sabía que su decisión de entrar a la arena política, una vez abandonado el Ejército, cogería por sorpresa a la opinión pública la cual esperaba su retiro definitivo a los cuarteles de invierno.

    3

    El ingreso a Valparaíso fue dificultoso. Una gran marcha de protesta avanzaba lentamente por el medio de la calzada de la avenida Argentina en dirección al Congreso, en medio de gritos de consignas, tambores y sonoros pitos, provocando un atochamiento vehicular de grandes proporciones. Tras ellos, el concierto de bocinazos generaba el caos total. El ruido ambiental era ensordecedor.

    –¡Ugalde, escucha…!, ¡ándate a la chucha!

    Cientos de voces coreaban una y otra vez cánticos de repudio a la situación que se estaba viviendo.

    Ugalde frunció el ceño, preocupado.

    ¡Lo que me faltaba, por la cresta...!.

    –¡Eviten inmediatamente el contacto con esos huevones!

    La caravana tomó una vía alternativa e ingresó raudamente al subterráneo del edificio del Congreso por un acceso secundario. Era media mañana y la fresca brisa marina mantenía una agradable temperatura ambiental.

    Al llegar, descendió con parsimonia del vehículo y recorrió sin apuro la distancia que lo separaba del ascensor, seguido muy de cerca por sus escoltas en uniformes de campaña y armas en ristre. Al asomar al segundo piso, un grupo de periodistas le salió al encuentro. En forma inmediata sus hombres cerraron filas formando un círculo impenetrable en torno a él. Sus pasos retumbaban en un eco ahogado sobre la alfombra roja del pasillo que lo condujo directo a la sala del plenario. Mientras avanzaba podía escuchar gritos aislados de rechazo a su persona, sin embargo, él parecía ajeno a todo y sonreía permanentemente. Su lento desplazamiento fue resguardado en todo momento, hasta la entrada principal del hemiciclo.

    La imponente puerta de madera nativa llamó su atención. Se quedó unos segundos observándola con detenimiento, pues no lograba comprender el significado del tallado que lucía.

    –¿Qué representa eso? –terminó por preguntar al tiempo que hacía un arabesco en el aire con una de sus manos.

    –La semilla de la nueva democracia, mi general –se atrevió a contestarle una voz en un susurro.

    Volvió a sonreír, en realidad, le importaba muy poco. De frente a la puerta alzó su mano y el jefe de su escolta dispuso a sus hombres en la entrada, de punto fijo.

    Tenía claro que la recepción en la sala no sería amistosa, pero era una situación que estaba dispuesto a enfrentar. Sabía que era capaz de generar grandes pasiones así como también enormes odiosidades. Sus cercanos siempre decían ver en él a dos personas cohabitando, una de ellas de carácter endemoniado, dominante e irascible, muchas veces burlesca, que afloraba indefectiblemente bajo su uniforme de militar y lejos de Lucila, y la otra, cariñosa y de trato amable que aparecía solo en su círculo más cercano.

    Finalmente, respiró hondo y la abrió. El lugar era imponente con sus muros alfombrados de pared a pared, ampliamente iluminados. Su sola presencia en el dintel de la puerta detonó el caos. En cuestión de unos pocos minutos pudo verse a partidarios y detractores discutiendo a gritos, unos pidiendo orden y otros exigiendo su expulsión del lugar, con fuertes epítetos en su contra.

    –¡Lárgate de aquí, asesino!

    –¿Hasta cuándo?

    En la sala, sus opositores, exhibiendo una gran cantidad de carteles, le gritaban sin miramientos. Parte importante del Congreso le era francamente hostil.

    –¡Fuera de aquí!

    –¿Diecisiete años te parecen poco, infeliz?

    En la calle, la columna de protesta se había apostado frente al edificio y continuaba con sus manifestaciones mientras era custodiada férreamente por numerosos piquetes de carabineros que la flanqueaban por sus cuatro costados. A lo lejos, carros lanzagua permanecían a la expectativa. El enfrentamiento entre manifestantes y carabineros parecía inminente. Valparaíso estaba totalmente convulsionado.

    En el salón, en medio de la trifulca, el viejo general permanecía en las graderías superiores rodeado de un grupo de simpatizantes, excamaradas de armas y políticos de su tendencia, quienes pretendían brindarle protección y apoyo moral ante el difícil momento que estaba viviendo. Le llovían los improperios, pero nada de lo que pasaba parecía preocuparle. Ugalde, inmóvil y en silencio, lucía sereno.

    ¡Griten todo lo que quieran, señores!.

    La aspiración de terminar su vida pública como senador vitalicio de la república de Chile era francamente una decisión personal inverosímil para sus opositores y se lo estaban haciendo saber.

    –No se preocupe, general, si estos tipos siguen con sus gritos lo más seguro es que hagan desalojar el lugar.

    Las palabras provenían de uno de sus partidarios, ubicado relativamente cerca. En medio del bullicio apenas lo escuchó. Efectivamente, solo bajo reiteradas amenazas de desalojo con fuerza pública, el presidente del Senado logró restablecer el orden. Poco a poco, un tenso silencio se fue adueñando del lugar.

    Aquel día, se realizó la ceremonia de investidura del octogenario militar quien levantó su mano y juró ante la mirada complaciente de sus partidarios y la incredulidad e impotencia de sus detractores. La ceremonia incluía a otros veinte nuevos senadores a los que nadie parecía ver. Al ser llamado a jurar, el general Ugalde se levantó lentamente de su asiento y caminó con parsimonia para ubicarse frente al presidente del Senado. La máxima autoridad de la sala no pudo evitar mirarlo con desdén.

    –Señor Román Ugalde –le dijo con voz grave–. ¿Jura usted como senador vitalicio de la república de Chile?

    Ugalde percibió el desprecio en la entonación de la frase pronunciada, sin embargo, no se inmutó. Tenía claras sus prioridades y estaba allí para cumplirlas. Se limitó a responder.

    –¡Sí, juro!

    Una imperceptible sonrisa asomó en su rostro mientras firmaba el documento oficial. Al finalizar, levantó la vista hacia el sector de la tribuna que le era hostil y sostuvo por unos instantes su mirada desafiante. El viejo y astuto general aquilataba muy bien la importancia política y legal de la ceremonia. Estaba plenamente consciente de que desde el mismo instante en que estampara su rúbrica, quedaba bajo protección parlamentaria. Solo un día antes, al pasar a retiro, había perdido el fuero militar. Recordó fugazmente la extraña sensación de la noche anterior. Tras la firma, esta había desaparecido como por encanto.

    4

    La mansión, encumbrada en los faldeos del cerro Manquehue, era apoteósica. Su ubicación le permitía disfrutar de una vista privilegiada hacia el valle del Maipo. Desde los balcones del sexto piso podía verse el hermoso jardín anterior, luego la alameda y un poco más allá las plantaciones de almendros y nogales que ocupaban gran parte de la propiedad de más de ochenta hectáreas. En el horizonte era posible apreciar el río Maipo y su loca carrera bajando desde la imponente cordillera de Los Andes.

    La ausencia de vecinos, propiciada por él mismo, le otorgaba una peculiar tranquilidad que era de su agrado. En su casa se sentía seguro al saber que contaba con protección permanente. Su guardia personal, alojada en los dos subterráneos, operaba día y noche las cámaras de vigilancia ubicadas estratégicamente por todo el contorno de la parcela. De noche, guardias armados recorrían sin cesar el perímetro de la residencia.

    Desde su retiro, este apacible lugar se había transformado en su preferido. Le gustaba pasar largas horas contemplando el horizonte desde el balcón superior.

    Decidido a reencontrarse con los suyos, había tomado por costumbre almorzar en el comedor principal acompañado de Lucila y, a veces, de alguno de sus hijos.

    Lucila era una mujer de carácter firme y con gran habilidad para manejar los hilos de la familia. Sabía muy bien llevar a su marido. Quien la conociera lo suficiente, podría aventurar que buscaba la consecución de sus propios intereses a través de él.

    El general Ugalde la adoraba.

    –Esther, venga por favor.

    A los pocos segundos se apersonó la empleada con su acostumbrado delantal de color verde claro y su pelo tomado en un diminuto moño que la hacía ver más alta.

    –¿Diga, señora?

    –Lleve el agua de yerbas de don Román a la terraza, por favor.

    El general cogió su bastón y se incorporó del asiento. Al caminar apareció nuevamente esa rebelde molestia en la zona de la espalda.

    ¡El nervio ciático otra vez!, pensó contrariado.

    Ya instalados en la terraza, le fue fácil percibir la molestia que evidenciaba su esposa, molestia que solo él podría adivinar porque la conocía muy bien. Se parecía mucho a su madre. La miró de soslayo y buscó su mano.

    –Tranquila, mujer, que las cosas no están tan mal.

    Ella lo miró con frialdad. Dando un respingo, le respondió duramente.

    –Román, ¿en qué mundo vives?, ¿no te das cuenta de que últimamente se ha generado una efervescencia política en tu contra en Chile y fuera del país que puede tornarse peligrosa?

    El tema de su seguridad se había vuelto francamente una obsesión para ella y Ugalde se sentía continuamente emplazado.

    –Estoy muy preocupada por lo que pueda suceder. Siento que quieren acorralarte –le continuó diciendo– y… ¡ya no tienes el control de todo lo que quisieras!

    Lucila lanzó esta última frase en un tono irritante. No era la primera vez que lo hacía pero el general volvió a contenerse, aunque se sintió tocado en su fibra más íntima.

    –Pero, Lucila, hasta cuándo con lo mismo. ¿Qué me puede pasar a mí?

    –Román, no puedes asegurarlo. ¡Ya estás hablando leseras! –le contestó sin variar el tono de reproche.

    Fastidiada, se incorporó del asiento sin ánimo de seguir discutiendo. Al pasar frente a su esposo, depositó el diario que traía en sus manos sobre la mesita de vidrio y se retiró del lugar.

    Molesto, el general permaneció inmóvil con la vista perdida hacia el horizonte. Casi ni respiraba. Al rato, inclinó la cabeza y no pudo evitar que sus ojos se posaran sobre el diario abandonado. La intención soterrada de su esposa no había pasado inadvertida. Al verse solo, de mala gana inició la lectura, poco después, de un manotazo arrojó el periódico al suelo.

    –¡Comunistas leninistas de mierda! blasfemó irritado.

    Cruzó la terraza en dirección a las escaleras y descendió al primer piso. Quería un poco de aire fresco, definitivamente lo necesitaba. Abrió la puerta principal y apareció ante él un hermoso jardín, rodeado por una alameda que le daba un frescor muy agradable. Destacaba al centro, una singular pileta de mármol cuya agua cristalina reflejaba los escasos rayos del sol de media tarde.

    En la soledad de su paseo una sombra de duda, que no quería reconocer, volvió a asomar respecto a su futuro. Hacía mucho tiempo que no experimentaba una sensación similar. Le recordó sus años de juventud cuando esperaba la respuesta a su petición de ingreso a la Escuela Militar a la que estaba postulando por tercera vez.

    Levantó la vista oteando hacia el balcón en busca de la comandante en jefe, como la llamaba cuando se enojaba con él, pero ella no estaba. Siempre recordaría a esa joven colegiala que le prendió con un alfiler una pequeña estampilla en el ala de su chaqueta de teniente, mientras realizaba el tradicional paseo en la plaza de armas de San Bernardo. Ese pequeño alfiler le llegó directo al corazón. Quedó prendado de por vida.

    Una ráfaga de viento fresco lo trajo de vuelta. Siguió caminando a la sombra de la frondosa alameda.

    En la primera página del diario que yacía en el suelo de la terraza, podía leerse en grandes titulares:

    "POZO ALMONTE, SERGIO BETERSEN Y CRUZADA DE LA MUERTE.

    Todas bajo la misma causa entablada contra el general Ugalde".

    5

    El clima primaveral tardó en llegar. Las temperaturas agradables se dejaron sentir tan solo bien adentrado el mes de agosto. Ese era un día particularmente asoleado. El teléfono sonó repetidas veces en la sala de recepción. Lucila cogió el auricular:

    –¡Es para ti, Román!

    ¡Seguro que es por el famoso viaje!.

    –¡Te llaman de la Escuela Militar!

    Ugalde tomó la llamada en el segundo piso. Afirmando la toalla que rodeaba su abultado abdomen, se dejó caer en el sillón del pasillo.

    –¡Aló!, ¿quién?

    –Mac Namara, mi general.

    –¡Ah!, mi querido sucesor, dígame usted! –se le oyó decir.

    –Mi general, lo llamo para informarle que ha llegado recientemente una carta desde Inglaterra que lo invita a una visita de inspección de las tres fragatas que estamos comprando para la Armada.

    –¿La Royal?

    –Efectivamente, general, la Royal Ordenance.

    Ugalde se enderezó en el asiento. El asunto era de su interés. Desde el otro lado de la línea le seguían informando.

    –Me señalan que estarán listas dentro de un mes.

    –Estaba esperando esa invitación, comandante. Me gustaría estar viajando a fines de septiembre. Necesito tramitar el permiso para salir del país y el pasaporte diplomático, así que le pido que converse con quien corresponda para ver eso.

    –¿Qué le parece que nos veamos este martes? –le preguntaron.

    –¡Excelente, comandante!

    –¿Nos vemos en su casa?

    –No, comandante. Yo voy a la Escuela Militar.

    Acto seguido, se despidió y colgó el teléfono. Al incorporarse, el frío mármol rosa de Alicante que su esposa había insistido en instalar en el pasillo le recordó que no llevaba puestas las zapatillas.

    Lucila escuchaba a los pies de la escala, y tras esperar un rato, decidió encarar nuevamente a su marido.

    –¡Román, realmente eres porfiado!, te he dicho tanto que no insistas con ese viaje, sabes de sobra que puedes tener serios problemas de seguridad.

    Ugalde volvió sobre sus pasos y se apoyó en la baranda.

    –Mira, Lucila, te prometo que será el último. Es importante para nosotros. Nadie mejor que tú sabe por qué –se atrevió a agregar.

    Ugalde titubeó. No le gustaba pelear con ella.

    –Lucila –le dijo en tono conciliatorio–, para tu información salgo de Chile con pasaporte diplomático y pretendo estar exclusivamente en Inglaterra. Allá siempre me han recibido bien. Además, Margot sabría cuidarme ante cualquier problema de seguridad que pudiese tener.

    Sin esperar respuesta se encerró en su habitación.

    –¿Margot?

    Lucila quedó traspuesta de rabia, sabía muy bien quién era ella y no podía soportar que su marido la nombrara con tanta cercanía. Alzó la voz para tener plena seguridad de que su esposo la escucharía.

    –¡Quédate en Inglaterra, entonces, con tu Margot!, ¡infeliz!

    6

    Ugalde se desplazaba con lentitud en dirección a las oficinas de la comandancia por los amplios corredores del edificio central de la Escuela Militar, su asistente personal lo seguía de cerca.

    Eran las diez de la mañana y su llegada al recinto castrense causó cierto revuelo entre la joven oficialidad presente. Más de alguno, en señal de respeto y admiración, se le acercó y se cuadró enérgicamente ante él.

    El general Mac Namara salió a su encuentro.

    –¡Mi capitán general! –la voz resonó fuerte y clara en el corredor de la antesala de su despacho–, qué gusto tenerlo por aquí, lo estaba esperando.

    Mac Namara hizo ademán de cogerlo del brazo con la intención de otorgarle apoyo. Ugalde no se lo permitió.

    –No gracias, general. Estoy bien –le dijo amablemente, palmoteándole la espalda en señal de agradecimiento.

    Ambos ingresaron al despacho privado del comandante en jefe. Su asistente cerró la puerta por fuera.

    Era una amplia oficina de enormes ventanales con vista a un hermoso parque, al centro del cual podía verse a lo lejos la estatua de mármol del libertador de la patria.

    Dirigieron sus pasos a una pequeña sala de espera. Una vez instalados, Mac Namara le informó de sus gestiones. Podía apreciarse en el tono de su voz el profundo respeto que le tenía.

    –Bueno, mi general, yendo a lo que nos convoca, hemos sido informados desde Inglaterra de que las tres fragatas se encuentran prácticamente listas y hay que ir a cerrar esa entrega.

    El viejo militar no terminaba de acomodarse en el asiento. El comandante en jefe hizo una pausa en sus palabras para esperarlo, luego prosiguió.

    –Estoy gestionando su permiso, el gobierno me ha confirmado que autorizará su salida y dará su beneplácito para que usted viaje con pasaporte diplomático, entendiendo que va en una misión militar de mucha trascendencia para las Fuerzas Armadas, la Marina en este caso –acotó–. Sepa también, que saldrá de Chile en una misión especial, avalado por un decreto de la Cancillería, para mayor seguridad.

    El general Ugalde esbozó una leve sonrisa, complacido con las noticias. Sus párpados caídos le daban un aspecto de cansancio permanente. Parecía dormitar en una actitud de total relajo.

    Mac Namara le siguió informando:

    –La próxima semana enviaremos un representante a Inglaterra para que solicite al gobierno inglés que nos facilite el sector VIP del aeropuerto Heathrow de Londres, de modo que su llegada sea lo más reservada y cómoda posible.

    El viejo general asintió. Mac Namara abandonó su asiento y se le aproximó.

    –Mi general, quisiera serle sincero…

    Ugalde levantó la vista, intrigado. Mac Namara respiró hondo y siguió hablando:

    –La verdad es que existe mucha inquietud en el mundo militar por su salida del país –su tono de voz dejaba entrever una enorme preocupación–. En realidad yo preferiría que esta vez fuera una comisión militar.

    –¿Y eso por qué?

    El general Mac Namara se enderezó y se alejó lentamente un par de metros. Quería ordenar su cabeza y pensar detenidamente cada una de sus próximas palabras. Se volteó nuevamente hacia su viejo antecesor.

    –Mi general, sabemos que la justicia española lleva más de dos años investigando la supuesta desaparición de ciudadanos españoles en Chile y que estarían esperando la primera oportunidad para solicitar su detención.

    Ugalde lo miró con extrañeza, Mac Namara no podía ocultar su nerviosismo.

    –Roberto, tú sabes que debo viajar a Inglaterra. Además, he ido muchas veces y nunca he tenido un problema serio.

    Mac Namara levantó ambas cejas.

    –Mi general, lo tengo claro, pero ahora la situación es diferente. Inteligencia militar tiene información suficiente para recomendarle que no viaje. Los españoles han pedido una comisión rogatoria internacional a la Fiscalía General de Estados Unidos para que esta aporte información a sus investigaciones.

    Ugalde pareció despertar.

    –¡¿Qué tienen que meterse esos gallos en asuntos internos de otro país?! –dejó escapar intempestivamente.

    Su voz gangosa retumbó entre las cuatro paredes.

    Mac Namara no cejaría en su intento de convencerlo. Se sentía moralmente obligado a transmitirle sus aprehensiones. Volvió a su asiento.

    –Mi general, un tal Garcés-Castillo, juez español, es el que está desarrollando estos trámites. Comenzaron en el mes de febrero del año pasado, o sea hace diecinueve meses –le insistió.

    Ugalde espetó:

    –¡¿Y ese juez está coludido con el famoso Baltazar Garzón?!

    Luego, en tono de sorna, no pudo contener el comentario.

    –¡Hasta nombre de santo tiene el muy metido!

    Ugalde se notaba ya visiblemente contrariado. Mac Namara respondió con prontitud:

    –No, mi general, ese tal Garcés-Castillo está trabajando solo. Es juez titular del Juzgado Central de Instrucción de la Audiencia Nacional española que viene a ser como la Fiscalía acá en Chile. Este personaje fue el que acogió a trámite una querella interpuesta por la Unión Progresista de Fiscales de España el año pasado. Como ve, general, este asunto está avanzando en varios frentes y usted entenderá que, obviamente, está fuera de nuestro control.

    Mac Namara se incorporó nuevamente y buscó apoyarse en el borde de su escritorio.

    –Esta situación hace que nos preocupe su seguridad si usted sale del país, por eso le estoy pidiendo personalmente que, por esta vez, permita usted que vaya una comisión de la Marina a recibir esta entrega.

    Se produjo nuevamente un profundo silencio. Ugalde permaneció inmóvil y pensativo por varios segundos. Se le veía concentrado. Mac Namara no podía siquiera imaginar su próxima reacción y golpeaba nervioso con la yema de sus dedos la cubierta de su escritorio. La espera se le hizo eterna.

    Ugalde se enderezó y le contestó resueltamente:

    –No se preocupe, general. Esos señores no van a llegar a nada. Que presenten lo que quieran y donde les parezca. He pasado ya por esto un par de veces y aquí me tiene, además, tengo razones personales muy poderosas para viajar. Lo que sí le voy a pedir, general –continuó diciendo–, es que se asegure de tenerme un pasaporte diplomático. Eso servirá de escudo ante cualquier intento estúpido contra mi persona.

    Tomó aliento.

    –¡Y ese decreto de la Cancillería es una buena idea también! Eso es todo, general, no se preocupe más.

    Mac Namara comenzó a pasearse por la habitación. Se le veía contrariado. Ugalde separó su espalda del asiento. Su pesado cuerpo hacía esfuerzos por mantenerse erguido.

    –Roberto, para su tranquilidad le confiaré un asunto que he mantenido en reserva por muchos años…

    Ugalde lo miró de arriba abajo, queriendo adivinar si su instinto no le iría a jugar una mala pasada. Mac Namara se sintió traspasado por ese par de ojos penetrantes que lo auscultaron sin miramientos. El viejo general le habló pausado:

    –Sepa usted que desde la guerra de Las Malvinas, Margot Thayer y yo hemos mantenido en privado una larga y provechosa amistad.

    El general Mac Namara movió su mano derecha en un intento por interrumpirlo.

    –General, déjeme terminar. –Ugalde reinició sus palabras–: Una relación sincera y de mucha confianza. Cada vez que voy a Inglaterra la paso a saludar a su propia residencia y conversamos temas que no he tratado con nadie más. Apenas llego, acostumbro enviarle un ramo de flores y bombones junto a una tarjeta personal de presentación. Le gustan mucho, ¿sabe?

    ¿Las flores o los bombones?. Mac Namara sonrió. Jamás le hubiese preguntado. Permaneció de pie apoyado en su escritorio.

    –Tengo decidido viajar y nada me hará cambiar de opinión, así que, ante cualquier problema que pueda tener en Inglaterra… –hizo una pausa y respiró hondo– usted hará lo siguiente…

    El comandante en jefe del Ejército percibió estas palabras como un emplazamiento ante el cual no cabía discusión alguna. A pesar de los años, su predecesor no perdía esa capacidad de transformarse en alguien que podía infundir, de un momento a otro, miedo y respeto a su total antojo. Entonces lo vio extraer de entre sus ropas lo que parecía ser un pliego de papel y luego se lo extendió con un lento movimiento, como si le costase desprenderse del amarillento sobre que aprisionaba entre sus dedos.

    Mac Namara adelantó sus pasos y lo recibió con presteza.

    –General Mac Namara –le dijo en un tono de voz que pocas veces le había escuchado–, he tenido ese papel en mis manos por muchos años. Es un secreto militar bien guardado y se lo estoy entregando a usted por la confianza que le tengo.

    Mac Namara agradeció sus palabras con un leve movimiento de cabeza.

    –El sobre que tiene en sus manos contiene un documento escrito y firmado de puño y letra por Margot Thayer.

    El comandante en jefe del Ejército no se sorprendió. Lo que acababa de escuchar era un viejo secreto a voces.

    –Ella lo redactó durante su mandato como primer ministro de Inglaterra, en él señala su apoyo irrestricto hacia mi persona por los servicios prestados a su país durante la guerra de Las Malvinas. Sepa usted que también incluye apoyo militar si fuera necesario, pero en esta situación puntual eso no tiene ninguna importancia. Margot me lo entregó personalmente en uno de mis primeros viajes a Inglaterra, después de la guerra. –Ugalde lo miró fijamente–. ¡Se lo estoy pasando a usted para que ante cualquier eventualidad que pueda comprometer mi seguridad allá en Inglaterra, se lo haga llegar! –Remarcó cada una de sus palabras–. Es verdad –reconoció– que hoy ya no está en el poder, pero sus influencias son aún valiosas. Usted quédese tranquilo y siga con lo planificado –terminó diciendo.

    Mac Namara comprendía la importancia del documento, pero lamentó de todos modos la decisión tomada. El general Ugalde se incorporó de su asiento. Estaba claro que la reunión había llegado a su fin.

    El comandante en jefe del Ejército se dirigió a la puerta y lo acompañó por los pasillos centrales de la Escuela Militar hasta su vehículo.

    –Hasta luego, mi general.

    El vehículo salió raudo del recinto. A pesar de no haber logrado su objetivo se sentía más tranquilo, puesto que había hecho su mejor esfuerzo para que el general Ugalde cambiara de opinión. Ahora, todo lo que pudiese depararle Inglaterra no sería su responsabilidad. Ninguno de los dos sospechaba que volverían a verse en circunstancias muy diferentes.

    7

    A fines de septiembre, un vuelo procedente de Frankfurt solicitó autorización para iniciar su aterrizaje en el aeropuerto Heathrow de Londres. La nave se posó sin dificultad sobre la losa y se desplazó por la pista hacia los túneles de desembarco.

    Eran las diez y media de la mañana, llovía a cántaros y el frío calaba los huesos. El general Ugalde se desplazaba lentamente

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