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Die Glocke
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Die Glocke

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II Guerra Mundial, el Reich de los mil años está muy cerca de vencer, pero Hitler sabe que no le bastará con sus campañas bélicas triunfales, necesita de sus mayores ingenios científicos: las Wunderwaffen, las armas maravillosas, para alcanzar la tan ansiada victoria.
Un grupo de científicos trabaja a marchas forzadas para hacer realidad los sueños del Führer. Pero incluso en su base más secreta, situada en el confín del mundo: la Antártida, y a pesar de estar protegida por soldados de elite nazis, no están solos y nadie es quien parece. Quien controle las Wunderwaffen se convertirá en un Dios viviente tras la guerra y la muerte del Hitler.
La base está bajo el control del mariscal Goering, pero Himmler y sus SS no lo van a permitir. El Reichsführer lo quiere todo y para conseguirlo infiltrará a su mejor espía en Nueva Suabia. Los accidentes y sabotajes pondrán en riesgo todo el proyecto, pero a pesar de todo, el arma definitiva está casi lista: Die Glocke (La campana), por la que todos arriesgaran su vida, está en juego mucho más de lo que nos han contado.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 oct 2020
ISBN9788418552069
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    Die Glocke - José Luis Tarazona

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    © Del texto: José Luis Tarazona

    © De esta edición: Editorial Sargantana, 2018

    Email: info@editorialsargantana.com

    www.editorialsargantana.com

    Primera edición: Marzo, 2018

    Impreso en España

    Los papeles que usamos son ecológicos, libres de cloro y proceden de bosques gestionados de manera eficiente.

    ISBN: 978-84-16900-67-1

    Depósito legal: V-534-2018

    DIE GLOCKE

    JOSÉ LUIS TARAZONA

    Capítulo I

    NUEVA SUABIA

    Llevaba allí casi una hora esperando a su interlocutor. La única luz que podía verse en kilómetros a la redonda era la de su cigarrillo. Había llegado muy pronto. La persona a la que tenía que ver no era la clase de cita a la cual se le podía hacer esperar. Además, el ir con tanta antelación le permitió comprobar que la zona fuese segura.

    Su coche estaba aparcado a unos trescientos metros del lugar de reunión. Lo había dejado en el interior del bosque, lejos de la indiscreta mirada de cualquier vehículo que se le ocurriese pasar a esas horas de la madrugada. Incluso había borrado las huellas sobre la tierra del arcén y cubierto con unas cuantas ramas la parte más visible de su Volkswagen KDF60.

    Toda precaución era poca. Aunque no creyese que nadie fuera a pasar a las dos de la madrugada por aquella carretera secundaria, no se podía permitir dejar nada al azar. Demasiados camaradas de profesión habían perdido sus vidas por detalles más ínfimos que ese.

    Unas finas gotas de lluvia empezaron a empapar su abrigo. Casi sin importarle, se ajustó el sombrero para proteger su rostro de aquella llovizna. Dio un par de caladas rápidas a su pitillo y lo apagó en el tronco del árbol bajo el que se había resguardado. Luego introdujo la colilla en su bolsillo izquierdo, junto con las otras tres. Una colilla podía decir mucho de su propietario: sexo, estatus social, nacionalidad…

    Era improbable que alguien husmease en la profundidad de aquel bosque bávaro, pero no iba a arriesgarse lo más mínimo. El premio por ganar en aquel juego era una vida de lujos y placeres; la derrota significaba la muerte, y no pensaba morir. Aún no.

    La desconfianza extrema y la meticulosidad eran parte de su trabajo. Eran secuelas perniciosas a la vez que una necesidad y una virtud. La clave: encontrar el equilibrio entre el miedo al fracaso y la autosuficiencia. Había que tener siempre el control, en él radicaba la diferencia entre vivir o morir.

    El ronroneo de un motor sonó en la lejanía. Su cita llegaba con diez minutos de retraso. Las luces de los faros del vehículo aparecieron entre los troncos de los abetos situados a su derecha. Estas hicieron varios giros, haciendo aparecer y desaparecer la oscuridad. Por fin, el Mercedes se detuvo y paró su motor no muy lejos de donde había dejado su «escarabajo». Los faros se apagaron y dejaron, de nuevo, el bosque a oscuras y en silencio. Solo el cri-cri de algunos grillos interrumpía la quietud del lugar.

    Un nuevo resplandor iluminó el horizonte, esta vez con menor potencia. La luz empezó a descender monte abajo, zigzagueando entre los robustos troncos, con el claro objetivo de encontrar el lugar acordado. No tardó mucho en hacerse audible el crujido de las ramas al ser aplastadas y el de los arbustos al ser apartados.

    Las luces de dos linternas aparecieron frente al árbol donde se cobijaba. Había dejado de llover, y salió de la penumbra en dirección al centro del claro. Los dos hombres ya se encontraban en las lindes del mismo. El primero, al parecer, no se había percatado de su presencia. No lo culpaba, una de sus virtudes era «volverse invisible» cuando lo necesitaba. Pareció asustarse y dirigió el foco de luz justo a sus ojos, haciendo el gesto de desenfundar su Luger. La segunda figura, más pequeña que la primera, alargó con calma su brazo y sujetó con firmeza la muñeca del primero.

    —Disculpe a mi chófer, creo que se ha asustado —empezó la conversación el más menudo.

    Sus ojos aún estaban cegados por el resplandor de la luz y no podían distinguir al hombre que le hablaba y tenía enfrente. No le hacía falta. El enorme chófer, Kiefer, se relajó y dejó de apuntarle a los ojos.

    —La culpa ha sido mía. No debí aparecer tan de súbito —le respondió.

    —Supongo que si no fuese así, no seguiría con vida, ¿verdad?

    Asintió con la cabeza mientras trataba de acostumbrar sus ojos a la penumbra. Seguía viendo lucecitas de colores en sus profundos ojos azules. Avanzó varios pasos hacia la voz. No le hacía falta verlo para saber quién era, le conocía a la perfección. Se trataba del hombre más poderoso y temido de aquella Alemania de mil novecientos cuarenta y uno: Heinrich Himmler, el todopoderoso reichsführer y comandante supremo de las SS.

    De él decían que nada ni nadie escapaba a su control. Ni el mismísimo Führer. Iba vestido con su negro uniforme de las SS y arropado por un largo abrigo de cuero marrón oscuro. Bajo el brazo derecho llevaba un portafolios, también pardo. Dedujo que en su interior se encontraría el dosier de su nueva misión. Incluso en penumbra y escondida tras aquellas diminutas y redondas gafas, su mirada quemaba el alma.

    —¿Le apetece dar un paseo, agente? —le ofreció, aunque era obvio que no esperaba una negativa.

    —Por supuesto, Reichsführer —le contestó, alargando la mano y cogiendo la linterna que le ofrecía.

    Himmler se giró y le hizo una seña a su guardaespaldas, indicándole que no les siguiera. Obedeció sin rechistar, pero no dejó de vigilarles desde cierta distancia. Si le pasaba algo a su protegido por un error suyo, sería la última equivocación de su vida. Aunque, en verdad, lo hacía por pura devoción, y se podría decir que fanatismo, hacia su comandante. Tras un breve intercambio de frases y preguntas de cortesía, el líder nazi dirigió la conversación hacia el motivo del encuentro.

    —¿Qué sabe sobre Neuschwabenland? —le preguntó a su espía.

    —Que son los territorios antárticos reclamados por el Führer. Según tengo entendido, en los últimos años hemos enviado varias expediciones a dicho territorio. La primera, de un tal Ritscher… —Se quedó pensando un rato, buscando en sus recuerdos, pero no encontró nada de relevancia—. La verdad es que no tengo mucha más información al respecto.

    Himmler asintió con la cabeza, pero se quedó en silencio. Siguieron paseando por el bosque, seguidos, a una discreta distancia, por su perro fiel. Era evidente para K-27 que el poderoso hombre meditaba sobre qué información debía proporcionarle y cuál debía reservarse. No tardaría en averiguarlo, no era hombre que se anduviese por las ramas ni al que le gustara perder el tiempo. Por fin, el poderoso nazi se decidió a continuar la conversación, pero sin estar dispuesto aún a llegar al fondo.

    —¿Qué sabe de su importancia estratégica?

    —La verdad es que desconocía, hasta hace una semana, que tuviera relevancia alguna.

    —¿Hasta hace una semana?

    —Si ha hecho venir al mejor agente nazi que hay en Inglaterra para encargarse de este asunto, cuando apenas se ha iniciado la invasión a la URSS…, debe ser de máxima prioridad —razonó K-27.

    El Reichsführer sonrió sin decir palabra. A muchos, aquella aseveración les hubiera resultado engreída y pretenciosa, nada más lejos de la realidad. Era innegable, y un hecho, que no había ningún agente del Reich como K-27. «No, del Reich no, mi agente», se dijo a sí mismo. La mejor prueba de ello era que incluso los agentes de la Abwehr en Inglaterra desconocían su existencia.

    Iba a ser difícil ocultarle la información que no quería que tuviese; estaba convencido de que la leería entre líneas, y eso era peligroso. K-27 sería la única persona con información comprometida sobre él, pero debía arriesgarse. No llevar a cabo sus planes sería conceder a sus rivales por el poder un jaque al rey… con amenaza de mate. Así que no dudó y confió en su espía personal.

    —El capitán Alfred Ritscher fue el tercer alemán en explorar los territorios antárticos con el buque Suabia y el que nos abrió una ruta definitiva a los territorios polares en 1939. ¿Qué sabe sobre el lugar?

    —Casi nada. Es una región inhóspita e inhabitable al sur de la Patagonia.

    —Eso es cierto. Pero, sobre todo, es una región recóndita y de difícil acceso.

    —¿Vamos a montar alguna base en aquel lugar? —quiso saber.

    Una vez más, una sonrisa se dibujó en los labios del Reichsführer. Su agente no había tardado ni un segundo en deshilvanar la madeja.

    —Esa es la idea. Como bien sabe, el Führer tiene mucha fe, y si he de ser sincero, yo también, en las nuevas armas secretas que nos permitirán alcanzar la victoria total en menos de dos años, y...

    K-27 no confiaba tanto en una victoria rápida. Se había iniciado la invasión rusa sin haber acabado antes con Inglaterra. A su entender, ese era un error muy grave: otra vez dos frentes, y el ruso no era ninguna tontería. Todos afirmaban que se tomaría Moscú en seis meses, pero la URSS era enorme y contaba con millones de posibles combatientes. Además, Napoleón conquistó la capital moscovita pero no le sirvió de mucho, los rusos no les dejaron nada y tuvieron que retirarse… Y perecer.

    Luego estaba la situación aliada. Los ingleses y las islas no eran una amenaza en esos momentos, pero si los americanos entraban en guerra… La tensión entre estos y los japoneses iba en aumento, y K-27 ya no dudaba de que aquella escalada acabaría en conflicto. Con una potencia industrial y humana como la americana, el Reich estaría acabado. Gran Bretaña sería usada como un enorme portaviones desde el que aniquilarían toda esperanza de victoria. Pero estas reflexiones se las guardó para sí y contestó sin dudar sobre la victoria.

    —Y necesitamos un lugar «tranquilo» donde nadie pueda molestarnos en nuestros proyectos —acabó la frase—. En la Antártida sería imposible para un comando dar un golpe de mano, amén de un ataque terrestre. Supongo que dicha base será subterránea y aunque una flota de portaviones lograra atacarla, sus bombas serían inútiles. Un lugar inexpugnable.

    —Yo no lo hubiera expresado mejor. También hay que tener en cuenta que los países más cercanos a la base serían Chile y Argentina, ambos germanófilos. Esto nos asegura, más aún si cabe, la invulnerabilidad de las instalaciones… y su discreción si detectan en la zona más movimientos de lo habitual.

    —Será difícil ocultar algo así a los ingleses. Se necesita gran cantidad de material y mano de obra…

    —No lo crea. De hecho, su construcción está casi completada —le interrumpió.

    El Reichsführer se alegró al comprobar que, por primera vez, había logrado sorprender a su agente. Por los gestos de su cara se podía leer que desconocía por completo aquellos planes. Le explicó que no era necesario el transporte de tanto material por el grosor de la capa de hielo antártica, que en algunas zonas era de kilómetros. Se estaba excavando una base subterránea cuyas paredes serían el propio hielo y la roca de una sólida montaña.

    La idea surgió cuando fue tomada la decisión de ir a la guerra, es decir, unos meses después de que Hitler asumiera el poder absoluto y muriera la República de Weimar. Le contó que, ya en la propia expedición de 1939, se establecieron los pilares de lo que sería la nueva capital de los territorios antárticos: Nueva Berlín.

    —El material más ligero y el personal necesario se ha transportado mediante los U-Boote. El resto se ha llevado mediante discretos viajes de nuestros acorazados corsarios.

    —Han hecho un trabajo magnífico ocultándolo —dijo, felicitándoles de profesional a profesional—. En Londres nadie sospecha, ni en sus peores pesadillas, que estamos construyendo una base secreta antártica.

    —Me alegra oírlo —le contestó orgulloso, tras lo que se quedaron unos minutos en silencio.

    —Lo que no acabo de entender… —continuó K-27—, es por qué me necesita a mí. Supongo que cualquier agente de la RSHA podría informarle de forma regular de las actividades de la base… ¿Por qué yo?

    —La base, por los proyectos que desarrolla, está bajo el mando de Dönitz y Goering, y por lo tanto, son ellos quienes la controlan ahora… Y cuando finalice la guerra... —le explicó.

    —Empiezo a comprender…

    Si esta llegaba a estar operativa al cien por cien, aquella base en los confines del mundo sería la punta de lanza del Reich y de su ejército. Quien controlase Nueva Berlín, controlaría la tecnología y, por lo tanto, ostentaría el poder. Todo empezaba a tener sentido. Goering sería el principal rival de Himmler fuera de las SS en la lucha por la sucesión de Hitler cuando este muriese. Aquella base era la dama de las «blancas», y esta amenazaba con dar un peligroso jaque al «rey negro», Himmler. El Reichsführer iba a mover una de sus torres —K-27— para neutralizar y acabar con aquella amenaza.

    Esto también explicaba el silencio de su superior respecto a su último y más urgente informe. K-27 había logrado acceder a un dosier del servicio de espionaje británico en el que se barajaba, de forma muy seria, organizar un atentado contra Reinhard Heydrich, jefe de la Gestapo y lugarteniente de Himmler.

    La única lacónica respuesta que obtuvo fue un «lo tendremos en cuenta». Poco después, se le pidió que regresase a Alemania. Ahora encajaban todas las piezas. El Führer mostraba ciertos tics muy ligeros, imperceptibles para la mayoría, y sobre todo, si no se tenían ciertos conocimientos médicos. Himmler debía estar al corriente de cuál era la enfermedad que afectaba a Hitler, y esta parecía ser grave, ya que su jefe estaba empezando a hacer movimientos para ser el sucesor. A K-27 ya no le quedó ninguna duda de que su líder no llegaría a la vejez.

    Si había alguien a quien el Reichsführer temiese, ese era Heydrich, su mano derecha. Era uno de los hombres más inteligentes que conocía y lo suficientemente maquiavélico como para amenazar la posición de Himmler. Este no haría nada respecto a su informe. Dejaría que los ingleses hiciesen el trabajo sucio por él y eliminasen a un formidable rival.

    —¿Tiene alguna pregunta? —le preguntó su superior.

    —Ninguna —fue su escueta respuesta.

    El dirigente nazi se ajustó sus gafas con la mano con la que sujetaba la linterna, y asintió con su cabeza a la respuesta de su agente. Le tendió el dosier y K-27 lo recogió sin abrirlo.

    —Ahí tiene todo lo que necesita. Todos los documentos legales, cartas de referencia, el dosier sobre su nueva identidad, punto de reunión…

    K-27 abrió la cremallera del portafolio y extrajo con cuidado un sobre blanco con el emblema del águila del Reich en una de sus esquinas. Echó un vistazo a su interior y comprobó con satisfacción que no habían dejado nada al azar. No esperaba menos. Del fondo del sobre sacó un fajo de billetes usados y contó por encima la cantidad.

    —No es mucho dinero, lo sé. Pero es el que se esperaría que tuviese una persona de su posición. Lo contrario haría levantar sospechas —le explicó.

    —Será suficiente, no se preocupe. Además, veo que ya han comprado los billetes de tren y pagado el hospedaje —confirmó, ojeando el resto de la documentación.

    —Sí. Todos los detalles se han cuidado de manera minuciosa. Esta vez, al ser un encargo… especial, se le abonará el doble de sus honorarios habituales. Se hará como siempre, se depositará el dinero en su caja de seguridad en Suiza.

    —Reichsführer… —K-27 dudó en continuar, ya que iba a contradecir al jerarca nazi; pero se armó de coraje—. Agradecería que esta vez el pago se hiciera en oro, y no en francos suizos.

    Anduvieron unos cuantos pasos más. El todopoderoso hombre se mantuvo en silencio, meditando la respuesta. Pero no tardó en decidirse, se jugaba mucho en esto y no iba a arriesgarse lo más mínimo, menos aún por una cuestión de dinero.

    —Está bien, como desee. Se le entregará la cantidad estipulada en oro. Mañana daré la orden.

    —Gracias, Reichsführer —suspiró de alivio.

    El jerarca levantó su mano izquierda indicando que no tenía importancia, pero para K-27 sí la tenía. En su misión en Inglaterra había caído en sus manos un dosier que no había remitido a Berlín. En él, los aliados temían que los alemanes inundaran su economía con billetes falsos, dando así un golpe mortal a su economía de guerra. Si aquello era cierto¹, nadie le aseguraba que no le pagasen con moneda falsificada.

    De nuevo, el gran hombre guardó silencio durante un buen rato. Esta vez, unas casi imperceptibles arrugas en las comisuras de sus labios y en su frente le indicaron que esta vez sí estaban llegando a la parte más delicada de aquella entrevista. El Reichsführer se detuvo y se puso frente a K-27, mirando al interior de su alma con aquellos ojos de halcón.

    —Agente, ¿tengo por completo su más absoluta lealtad? Y no me refiero al Reich. Me refiero a mí.

    Ahí estaba lo que había estado esperando. No dudó ni un segundo.

    —Hasta la muerte, mein Führer —K-27 usó el título que solo Hitler tenía derecho a ostentar en aquella Alemania de 1941, para dejar bien claro que había «entendido» por completo cuál era la naturaleza de su misión: asegurar que Heinrich Himmler asumiera el poder cuando el actual Führer muriese.

    —Bien. No esperaba menos de usted —dijo, satisfecho de lo que había visto en los ojos de K-27—. Los canales de comunicación serán los habituales. Es decir, sus mensajes me llegarán a mí y solo a mí. Solo recibirá órdenes directas mías y de nadie más. Ya sabe la clave que identifica mis mensajes como auténticos. —K-27 asintió.

    —Otra cosa más, agente. Cualquier orden que le dé se ha de cumplir. No admitiré dudas, aunque deba realizar… actos desagradables hacia camaradas.

    «Sabotaje o matar, si es necesario», tradujo en su mente.

    —No habrá dudas. Ni ningún fallo. Haré lo que me ordene, sin preguntas, remordimientos o vacilaciones —aseguró con plena convicción.

    —No me equivoqué con usted. Ni siquiera sé su verdadero nombre, pero es usted en la única persona en la que confío a ciegas. La recompensa final estará a la altura de sus servicios, se lo aseguro.

    —Gracias, Reichsführer.

    —Bien. Creo que es ya muy tarde —dijo mirando su caro reloj—. Mañana deberá partir hacia Hamburgo. Deberíamos regresar.

    Ambos volvieron hacia el claro del bosque conversando sobre el rumbo de la guerra, sobre Stalin y otras cosas más banales. Volvieron de nuevo al punto de encuentro, donde se reunieron con el guardaespaldas de Himmler y se despidieron.

    —Buena suerte, K-27 —le deseó estrechándole la mano—. Recuerde que su fortuna y la mía están ligadas para siempre.

    —No lo olvidaré, se lo aseguro.

    —Lo sé.

    El hombre se giró e hizo una seña a su hombre para que le siguiese. Se marcharon en dirección al lugar donde habían dejado su vehículo. No tardaron en desaparecer entre las penumbras del bosque. K-27 esperó a oír el motor en funcionamiento y el coche partir. Unos minutos después de que ya no se oyese sonido alguno, se dirigió hacia su Volkswagen.

    Eliminó, de forma pulcra, toda la vegetación que había usado de camuflaje y se cambió de botas antes de sentarse al volante. Las primeras las tenía llenas de barro, y no quería que nadie se preguntase dónde había estado y qué había estado haciendo para ensuciarse así.

    Arrancó el motor y salió despacio, marcha atrás. Una vez sobre el asfalto, paró el coche y se bajó para disimular con ramas la zona por donde había entrado al interior del bosque. Una vez estuvo todo a su gusto, se subió de nuevo y se marchó del lugar.

    Condujo un buen rato por aquella solitaria carretera, pero no tenía intención de regresar a su hostal. Llegar a primera hora de la mañana levantaría sospechas por parte de la portera de su edificio, «la señorita Helga», y casi sin ninguna duda llegaría un informe de sus actividades nocturnas a la Gestapo.

    Pero la fortuna estaba del lado de K-27. La señorita Helga tenía costumbres que cumplía como un reloj suizo y que nada ni nadie le hacían cambiar: se marchaba a realizar la compra matutina siempre a las siete y media, y solía tardar unos treinta o cuarenta minutos en regresar. Era simple, solo tenía que aguardar a que se marchase a hacer sus recados y aprovechar ese momento para acceder al edificio.

    Pasó la noche en un lugar apartado hasta que se hizo la hora. Como siempre, su plan no tuvo fallo alguno; la señorita Elga jamás sabría que esa noche no la había pasado fuera de la casa. Una vez en su austera habitación, se acostó sobre la cama y trató de dormir. Solo quedaban unas tres horas antes de tener que levantarse y coger aquel tren a Hamburgo. No lo perdió.


    1 En 1942, Himmler propuso la Operación Bernhard, para la creación de cien millones de libras falsas y así hundir económicamente a Gran Bretaña, al crear una gran desconfianza hacia la moneda de su enemigo. Se reunió a ciento cuarenta y dos de los mejores impresores y falsificadores, la mayoría judíos, en el campo de concentración de Sachsenhausen. La operación tuvo un éxito éxito hasta tal punto, que muchos espías del Reich cobraron con billetes falsos.

    Capítulo II

    HAMBURGO

    Tollerort, puerto de Hamburgo.

    La mañana estaba siendo ajetreada en el puerto fluvial de Hamburgo. El coronel de aviación Maximilian von Mansfeld trataba de llegar hasta la reciente base de submarinos Elbe II². El acceso hasta el complejo estaba plagado de controles, y para más desesperación de su chófer, había un endemoniado tráfico de camiones debido a los trabajos de construcción de la segunda base de U-Boote: la Fink II.

    Por fin, tras lo que le pareció una eternidad, llegaron al puesto de control de acceso. Dos guardias enormes, con cara de pocos amigos, les dieron el alto. Al ver los galones del pasajero, le saludaron con un seco «Heil Hitler»; el coronel les devolvió el saludo al estilo militar. Tras pedirles los pases de acceso y comprobar su validez, levantaron la barrera y les dejaron pasar. Aparcaron el vehículo junto al grueso muro de hormigón del complejo, cerca de las escaleras de entrada. Hans se apresuró a bajarse del vehículo para abrir la puerta de su superior.

    —Gracias, Hans —le agradeció—. Váyase a la cantina a tomar algo caliente, no le necesitaré en un par de horas.

    —¡A sus órdenes, mi coronel!

    Sin esperar más, cada uno de los hombres se encaminó en direcciones opuestas. El día era de perros, la noche anterior había nevado y las temperaturas estaban bajo cero. Una fina lluvia lo hacía aún peor. Maximilian iba bien abrigado, pero las pocas gotas que le mojaban la cara parecían puñales de lo heladas que estaban.

    Aceleró el paso para llegar lo antes posible a la sala de comandancia, situada en el techo de los hangares de cemento. Enfiló rápido por la escalera metálica que le llevaba a la parte superior y resbaló hasta casi caerse. Una fina capa de hielo cubría los peldaños y por poco no se rompió la crisma. Decidió ir con cuidado. Una vez arriba, tuvo que enseñar el pase de nuevo a un sargento, que estaba más interesado en volver a su garita que en comprobar su identidad.

    Accedió al interior del barracón de la derecha exhalando un vaho helado que casi se podía tocar. Se quedó unos segundos de pie en la recepción, disfrutando del agradable calor que envolvía la sala. Cuando logró sacarse de encima el intenso frío, se quitó sus guantes, se desabrochó la gabardina y se dirigió a la mesa situada a su derecha. En ella, un sargento de la Kriegsmarine esperaba paciente a que la visita se desentumeciera, algo que en pleno invierno era habitual.

    El sargento se levantó y se cuadró al aproximarse el coronel de las fuerzas aéreas. El soldado recogió el documento que von Mansfeld le entregaba y lo revisó. Todo estaba en orden.

    —Coronel, le esperan al fondo del pasillo. Penúltima puerta a la derecha.

    —Gracias —le respondió, recogiendo de nuevo la documentación y adentrándose por el pasillo.

    Sus botas resonaban por el corredor y hacían crujir la madera. Se cruzó con un par de hombres que salían de sus despachos para introducirse en otros. Estaba en el ala administrativa del complejo, donde se gestionaba toda la intendencia de la base y de los submarinos. Por fin, llegó frente a la puerta que le habían indicado y llamó con sus nudillos. En ella, un rótulo indicaba que aquel era el despacho del Vizeadmiral Sigmund von Abt.

    —Adelante —una voz grave le autorizó a entrar.

    Maximilian entró y se cuadró ante su superior. Tras recibir su permiso, le entregó sus órdenes y esperó de pie. El vicealmirante echó un ojo y con un gesto de la cabeza, le hizo sentarse. El marino era de la vieja escuela, un prusiano de profuso bigote y, al igual que el coronel, proveniente de una familia de la baja nobleza. Su estatus social hizo que las consabidas rencillas entre la Marina y los pilotos de aviación se quedaran a un lado. La sangre noble estaba por encima de esas tonterías.

    —Veo que fue piloto de guerra en la I Guerra Mundial…

    —Sí, vicealmirante. Pero solo al final.

    —Suficiente para que le hirieran, por lo que veo.

    El oficial de la Marina señaló con la mirada su mano derecha. Aunque siempre la llevaba oculta por un guante, el alto oficial había leído en el informe sobre von Mansfeld que este había perdido su mano y sufrido graves quemaduras en brazos y piernas en un combate aéreo sobre Francia.

    —Por desgracia, así fue. Solo faltaban tres meses para que acabase la guerra cuando me tuve que topar con un as de la aviación británico. Tuve suerte de no morir aquel día.

    —Veo que cayó prisionero —siguió leyendo y repasando el informe.

    —Sí. La verdad es que no me puedo quejar del trato de los aliados: curaron mis heridas. Aunque no pudieron salvarme la mano… Se podría decir que había respeto y caballerosidad, al menos en el aire. Los pilotos británicos se ocuparon de que nos trataran bien. No como en esta guerra…

    —No. Por desgracia, hoy en día nada es como antes… —dijo el viejo oficial—. Ya nada será igual, tampoco la guerra. Ya no hay honor…

    Maximilian asintió con la cabeza. Aquella guerra, y las que la siguieran, serían diferentes. El vicealmirante se había arriesgado con aquella afirmación. Dependiendo de los oídos que escucharan aquellas palabras, podrían considerarlo un traidor. Había supuesto que el coronel, al ser aristócrata, también opinaría igual que él. No se equivocaba.

    También repudiaba a aquella chusma que había tomado el poder. «No se podía caer más bajo», pensó. Pero eran tiempos difíciles y Alemania había renacido con ellos. Cuando ganaran la guerra, ya se ocuparían de aquel «problema». Ambos hombres reconocieron los pensamientos del otro con una mirada directa a los ojos.

    —Bien. Veo que todo está en orden. —El viejo lobo de mar, que tendría cerca de setenta años, cerró el expediente—. Saldrán dentro de tres días en el U-126. Aquí tiene los pases y las normas de comportamiento durante su viaje.

    Abt le entregó una carpeta con los pases impresos para cada uno de los dieciséis miembros que conformaban el grupo que sería trasladado en aquella ocasión. Nadie, ni los miembros de la expedición, ni tan siquiera el capitán del submarino, sabían hacia dónde se dirigían. Solo Maximilian y el oficial de la Gestapo que les acompañaría estaban informados de cuál era su destino. El secreto era máximo.

    —Debe ser importante…

    —¿Perdón? —El coronel se había quedado absorto y fascinado leyendo el enorme listado de normas que deberían respetar mientras viajasen en aquella lata de sardinas.

    —Su misión. Pocas veces el nivel de seguridad ha sido tan elevado.

    —Sí, cierto. Me disculpará si no le hablo sobre ello —le dijo bromeando.

    El marino sonrió. Era obvio que no le diría ni una sola palabra, no esperaba menos. Pero tenía que intentarlo, la curiosidad era uno de sus puntos débiles. Todo lo que rodeaba a aquella misión estaba sumido en tinieblas, ni tan siquiera sus contactos en el Departamento de la Marina sabían nada al respecto. Las órdenes se recibían directamente de Raeder y Dönitz, y había que obedecerlas, sin preguntas ni objeciones.

    —Entiendo. Tenía que intentarlo —dijo levantando ambas manos, como a modo de disculpa, y esbozando una amplia sonrisa—. Por cierto, casi se me olvidaba… —El hombre abrió un cajón de su escritorio y sacó un sobre con el membrete de la Luftwaffe—. Esto ha llegado esta mañana, es para usted. —von Mansfeld cogió el sobre con ambas manos y le dio la vuelta sin abrirlo.

    —No se preocupe, no lo he abierto —comentó Abt divertido, mientras observaba la reacción del coronel.

    —¡Oh, no lo dudo! Solo es que… —dejó de excusarse cuando vio que el vicealmirante le estaba tomando el pelo—. Tampoco lo hubiera podido descifrar —le siguió la broma.

    Abrió el sobre y sacó la única hoja que había en su interior. Las palabras allí escritas no tenían sentido alguno, a menos que se tuviera la libreta de claves adecuada. Tenía que descifrar aquel mensaje; parecía importante, ya que no esperaba ninguno. Pero no podía hacerlo delante de Abt.

    —Mi vizeadmiral, he de… —no hizo falta añadir nada más. El marino entendió.

    —En el pasillo, en la sala justo al fondo, tendrá la intimidad que necesita.

    —Gracias. —Se levantó y saludó, llevándose la mano a la sien—. Señor, si me da permiso…

    —Vaya, vaya.

    Maximilian salió del despacho y cerró la puerta tras de sí. Se dirigió, tal y como le había dicho, a la estancia del fondo. La encontró abierta; entró y cerró por dentro. Era una sala de reuniones, con una larga mesa en el centro, rodeada de sillas. Un enorme mapa del Atlántico dominaba la pared de su derecha, y frente a él, la bandera de la Marina de Guerra. Un enorme cuadro del Führer completaba la decoración de la sala.

    Inspeccionó todo el lugar con meticulosidad y miró a través de las ventanas. Todas, a excepción de una, daban al agua, en el puerto. Cerró las cortinas de la única que daba a la explanada de cemento que, a su vez, hacía de techo del búnker.

    Se sentó en una de las sillas más alejadas de esa ventana, se subió la pernera derecha de su pantalón y empezó a desatarse la bota. De un doble fondo sacó una pequeña libreta envuelta en plástico. Era la agenda con las claves. Miró el reverso del sobre con el mensaje y luego, con más detenimiento, el anagrama con el águila del membrete. En ambos se encontraban pequeños defectos que le indicaban qué combinación de la agenda debía usar para descifrar aquel galimatías.

    Estuvo unos cuantos minutos garabateando sobre un folio, cambiando algunas de las letras del telegrama por otras de su libreta, poniendo y quitando unas palabras sí y otras no. Por fin, logró tener el mensaje completo escrito con su perfecta caligrafía, y lo que leyó le dejó perplejo:

    Vuelo Ju-52 derribado. Todos muertos. Sustitutos en camino. Llegarán mañana a su hotel. Investigue derribo.

    En el vuelo Ju-52 llegaban los últimos ocho miembros del personal que iba a ser trasladado en ese viaje a la Antártida: dos ingenieros aéreos, dos expertos mineros, un especialista en maquinaria pesada, un dinamitero y dos enfermeras. Los otros ocho miembros ya se encontraban en Hamburgo, distribuidos en varias pensiones. Ninguno de todos ellos sabía a dónde se dirigían. Habían recibido la orden tajante de presentarse sin hacer preguntas, y lo habían hecho sin vacilar.

    ¿Derribados? ¿Sobre Alemania? Aquello no le gustaba. El vuelo era secreto, los pilotos supieron la ruta y plan de vuelo en el último instante. ¿Un caza enemigo se había encontrado por azar con el avión de transporte y lo había derribado? No lo creía. Como miembro del servicio de contraespionaje de la Luftwaffe, estaba obligado a no creer en las casualidades.

    Si un caza lo había derribado era porque, de algún modo, los aliados conocían el plan de vuelo y habían lanzado una misión para destruir el avión. Pero ¿por qué? ¿Quién había de relevancia en aquel avión? ¿Los ingenieros? Lo dudaba.

    Habían elegido a dos muy buenos científicos, pero no eran conocidos a nivel internacional. Se había decidido así ya que si von Braun desaparecía, los aliados se volverían locos tratando de localizarlo y al final, darían con la nueva base antártica. El famoso científico alemán programaría los experimentos, y aquellos dos prometedores ingenieros y el resto del personal científico los desarrollarían. Ni tan siquiera von Braun iba a ser conocedor de la localización de la base.

    Si hubiera sido él quien volase como pasajero, lo habría entendido… No, debían conocer quiénes eran, dónde y qué iban a hacer. Eso le alarmó mucho más: la única explicación en ese caso sería la existencia de un traidor al más alto de los niveles.

    No perdió más tiempo. Guardó de nuevo su libreta de claves y se ató la bota. Le costó bastante, pero ya había conseguido perfeccionar una técnica para hacerlo solo: apoyándose con la mano mecánica de hierro. Luego, acercó uno de los ceniceros y quemó, en su interior, tanto la hoja donde había garabateado como el mensaje.

    Se quedó mirando cómo ardían, hipnotizado por las llamas. Cuando estas se apagaron, cogió los restos, abrió una de las ventanas que daban al puerto y lanzó las cenizas al agua. Descorrió la cortina, dejándola tal y como la había encontrado, y salió de la habitación.

    Maximilian entró en el despacho de Abt para excusarse, ya que debía partir a toda prisa. El vicealmirante ya lo había intuido al verle entrar de nuevo en la habitación. Sus ojos, llenos de preocupación, no dejaban resquicios para la duda.

    —¿Problemas?

    —Sí. Y serios. ¿Cómo puedo avisar a mi chófer? Le dije que descansara en la cantina.

    —Pregunte al sargento de la entrada. Él le avisará por teléfono.

    —Gracias, mi vizeadmiral. Le veré en un par de días. —Se despidió con un sonoro taconazo y un enérgico saludo militar.

    —Cuídese, Max —le dijo saltándose las formalidades y tuteándolo. Le había caído muy bien el coronel de aviación.

    —Lo haré. Gracias.

    Salió, cerrando la puerta tras de sí, y avanzó como una flecha en dirección a la entrada. En su carrera tropezó con una esbelta y preciosa rubia que salía de uno de los despachos. El encontronazo fue tan fuerte que tiró al suelo a la chica, que no tendría más de veinticinco años. El pobre von Mansfeld balbuceó unas cuantas disculpas, azorado por su torpeza, y en gran parte también abrumado por su belleza. Al mirarla a los ojos se ruborizó, se había enamorado al instante, como si fuera un colegial.

    Luego pensó que una joven como ella nunca se fijaría en alguien como él. Pero no pudo evitar fantasear con que fuera con ellos a la Antártida, aunque podría causar graves problemas, rodeada de tantos hombres aislados en una base tan remota. Pero le importaría bien poco, con tal de poder tenerla cerca. Ya se encargaría él de mantener a raya a cualquiera que se pasase lo más mínimo.

    —¿Me ayuda, coronel? —pidió esbozando una sonrisa, que hizo que Max se derritiese por dentro.

    —Yo, yo… Claro, claro —dijo trabándosele la lengua y extendiéndole su mano derecha.

    Se arrepintió al instante. El brazo que le tendía era el amputado. Pero no le dio tiempo de ofrecerle el sano y la mujer se asió a su muñón de hierro. La cara de ella reflejó sorpresa y la de von Mansfeld, una vergüenza infinita. La ayudó a incorporarse y, tras murmurar una nueva petición de perdón, se despidió y salió huyendo por el pasillo. Ella, entre divertida y curiosa por la reacción del piloto, se quedó allí de pie, viendo cómo la espalda del coronel se alejaba a toda prisa.

    Max llegó a la mesa del suboficial de la entrada y solicitó, con evidente impaciencia, que avisase a la cantina para que localizaran a su chófer, Hans, y le indicaran que volviese al Mercedes de forma inmediata. Mientras el pobre chico realizaba la llamada, miraba aterrorizado por el rabillo del ojo cómo la esbelta rubia de penetrantes ojos azules se dirigía hacia ellos.

    Empezó a sudar copiosamente y sus piernas empezaron a temblar. «Menudo héroe de guerra estás hecho», se dijo a sí mismo, mientras se llevaba su mano izquierda al cuello. Aquel era un tic habitual en él. Cuando se sentía nervioso, acariciaba la medalla que siempre llevaba colgada para tranquilizarse.

    En aquella ocasión, lo consiguió a medias. Ahora, la mujer sabía que era un lisiado. Y no solo era la mano, también estaban las quemaduras… De forma definitiva debía alejar aquellas ilusiones de sus pensamientos; en unos días ella se quedaría en Hamburgo y él iría rumbo al Polo Sur.

    Por fin el suboficial le indicó que le habían dado el recado a Hans y que ya estaba de camino. Max le dio un seco «gracias», lanzó un vistazo al pasillo y salió a toda prisa al exterior. El frío extremo le golpeó con dureza, obligándole a abotonarse por completo su grueso abrigo de lana, y se dirigió

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