Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Una historia tenebrosa
Una historia tenebrosa
Una historia tenebrosa
Libro electrónico488 páginas7 horas

Una historia tenebrosa

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Versa esta obra sobre el primer magnicidio del siglo XX en Colombia, del que se dictó una sentencia que no convenció. Adelina logró develar el misterio que ha plasmado en esta novela histórica, pues si según la versión oficial, dos artesanos mataron a hachazos al general Uribe Uribe porque supuestamente los había dejado sin empleo; pero la historia es mucho más interesante y compleja, se trató de un oscuro complot en el que participaron un grupo de sacerdotes jesuitas, importantes dirigentes políticos, y hasta el entonces director de la Policía Nacional; todo coordinado por un tenebroso personaje que el lector irá descubriendo en la medida que avanza en la lectura.
 
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 oct 2015
ISBN9789584247544
Una historia tenebrosa

Relacionado con Una historia tenebrosa

Libros electrónicos relacionados

Ficción histórica para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para Una historia tenebrosa

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Una historia tenebrosa - Adelina Covo

    cover.jpgimg1.pngimg2.pngimg3.png

    © Adelina Covo - 2014

    Adelinacovo@yahoo.com

    © Editorial Planeta Colombiana S. A. - 2015

    Calle 73 No. 7-60, Bogotá

    EBOOK/EPUB

    ISBN: 978-958-42-4754-4

    Ilustraciones portada y solapa

    Pedro Miguel Covo Camacho

    Corrección de Estilo

    Alberto Ramírez Santos

    Dirección editorial y

    desarrollo de la propuesta

    María Esperanza Peñuela Esteban

    Diseño

    Patricia Díaz Vélez

    Montaje Electrónico

    Martha Díaz Vélez

    Desarrollo e-pub: Hipertexto Ltda.

    Todos los derechos reservados

    Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o por cualquier otro, sin el permiso previo del autor.

    A la memoria de doña Tulia y de doña Amparo. A Gloria,

    a Mariela, a Laura y a doña Margarita...

    todas ellas víctimas de la impunidad.

    Mis agradecimientos a Enrique Santos Molano,

    a Ricardo Plana Danalsy a Rafael Carlos Uribe Uribe

    Primera parte

    La película del crimen

    1

    En noviembre de 1915, cinco mil bogotanos esperaban el inicio de la película El drama del 15 de octubre. Llevaban más de quince minutos sobre la hora anunciada para el comienzo y muchos comenzaron a impacientarse. El filme prometía revelar detalles tenebrosos sobre el asesinato del general Rafael Víctor Uribe Uribe, asesinado por tres brutales cortes de hachuela en su cabeza.

    Comenzó al fin la proyección cuando el público empezó a reclamar con silbidos, zapateos en el piso y abucheos. Todos se calmaron en cuanto se apagaron las luces, los músicos del quinteto de Emilio Murillo iniciaron su acompañamiento y apareció sobre la pantalla un retrato del general Uribe, que arrancó aplausos de la mayoría de espectadores. La ovación se convirtió en gritos de horror cuando, en la segunda escena, la mano de un desconocido impacta con un revólver el retrato del dirigente en el sitio donde Jesús Carvajal le había asestado el hachuelazo mortal al jefe del Partido Liberal.

    —¡Aaaayyyy! —exclamaron al unísono los seguidores de Uribe Uribe, recordando el horrendo magnicidio.

    Siguen horripilantes imágenes que paralizaron de pavor y de indignación a los espectadores. En su cama, el general herido. Su cabeza, una masa sanguinolenta de la que salían hilos que, a pesar de que la película era en blanco y negro, se notaban eran de un rojo espeso que se deslizaban entre los rizos de su pelo. El general estaba irreconocible. Las señoras se revolvieron en sus butacas y comenzaron a gritar y a llorar.

    —¡Ay, no! ¡Qué horror! ¡Es un nazareno! —gritaba una en conmovedor sollozo que aterró más aún a la audiencia.

    —¡El mártir del Gólgota! —chilló otra.

    —¡Pobre hombre! —exclamó una tercera, poniéndose de pie, impactada, y dando un alarido.

    El gobernador de Cundinamarca, José Ramón Lago Martínez, miraba incómodo a su izquierda, como tratando de comunicarse con otros dos que se habían desentendido de él y estaban absortos en el filme. La secuencia de la cirugía que le practicaron a Uribe Uribe pocas horas antes de morir provocó nueva reacción generalizada y algunos hasta se pararon y comenzaron a gritar.

    —¡El general fue un mártir! ¡Esos hijueputas de Galarza y Carvajal merecen la muerte —gritó un hombre que manoteaba visiblemente descompuesto. Se refería a dos artesanos, autores materiales del magnicidio.

    Pero no todos compartían la opinión de los liberales de ruana.

    —Era lo mínimo que merecía el hijueputa —susurró, muy quedo, un elegante caballero a su vecino de silla—, era la única forma de atajarlo.

    —Ala, tienes toda la razón, bien muerto que está, siquiera salimos de eso —respondió el hombre—, donde lo dejen vivo nos gana las próximas elecciones. Nunca tendremos cómo agradecer al Venerable.

    —¡Mejor no hablemos de eso aquí, ni mentemos nombres, ala, no seas imprudente —replicó el otro, llevando el dedo a la boca para callar a su vecino.

    El gobernador Lago seguía buscando la atención de alguien a su izquierda, que finalmente volteó.

    —Vea, mijo, párese que ya el jefe dio la señal —le susurró a su vecino el hombre que el gobernador había alertado.

    Aquel hombre, y otro que estaba a su lado, ambos de impecable vestido, el uno gris y el otro negro, se pusieron de pie.

    —A estos «italianos de la máquina» se les ha ido la mano esta vez —gritó a voz en cuello el que había recibido la señal del gobernador, haciendo alarde de gran indignación mientras alzaba el puño derecho desde su asiento, y añadió—. La memoria del general Uribe ha sido ultrajada. ¡Que viva el Partido Liberal!

    —¡Al fin todos pueden ver el horrendo crimen de los republicanos! —gritó a todo pulmón el otro hombre de gris—. Así asesinaron a nuestro jefe. ¡Que viva el Partido Liberal!

    —¡Y abajo los hijueputas godos! —respondió alguien en el otro extremo de la sala, haciéndole eco a los dos que habían gritado primero.

    Se exaltaron los ánimos en el Olympia. Ya el murmullo y los alaridos venían también desde la parte de atrás del telón, donde los asistentes estaban alborotados. Eran muy pocas las oportunidades para expresarse durante la hegemonía oscurantista y esa la pintaban calva.

    —¡Que viva el general Uribe Uribe! —gritó un partidario.

    —¡Que viva! —respondieron varios de los asistentes en coro.

    —¡Que viva el Partido Liberal! —vociferó un hombre abrigado con ruana.

    —¡Que viva! —respondieron muchos, a pesar de que no era un grito que se coreara a menudo en épocas de la hegemonía oscurantista.

    La estrategia les dio resultado a los que buscaban sabotear la presentación de El drama del 15 de octubre. Eran muy pocos los que veían, después del alboroto, las imágenes de las multitudes que acompañaron el entierro del líder asesinado. Principales escenas del documental filmado por Vincenzo di Doménico. No había imágenes dentro de la Catedral, no se permitió la filmación, pero sí de los ríos de gente conduciendo al dirigente hasta el cementerio. Se calcula que cuarenta mil le dieron el último adiós al jefe liberal asesinado.

    Mientras el gobernador revolvía el ambiente dentro de la sala, el jefe de la Junta de Censura entró al foyer agitando un papel enrollado en su mano.

    —¿Dónde esta el gerente? —gritó al portero—. Dígale que llegó la autoridad a suspender la película —dijo pasando por encima del conserje.

    —Ya se lo busco, señor —respondió el hombre, nervioso, mientras entraba apresurado al salón para buscar a su jefe.

    El censor llegó con instrucciones precisas de evitar que continuara la función y se dirigió, por su cuenta, hacia la cabina de proyección. Subió las escaleras rápidamente seguido de dos policías. Entró a la cabina en el momento justo en que el proyeccionista cambiaba el rollo.

    —Soy el jefe de la Junta de Censura y ordeno que pare la película de inmediato —le gritó en tono cortante y autoritario. El operario brincó asustado y el rollo se le soltó. La proyección se detuvo.

    El proyeccionista temblaba sin saber qué ocurría, sólo veía a un señor que le gritaba amenazante y a dos policías que mostraban sus bolillos dentro de la estrecha cabina. Al sentirlos dispuestos a entrar en acción apenas acertó a agarrar el rollo torpemente, del susto le dio un tirón y lo rompió.

    —¡Recojan y empaquen todas las tortas de la película, que están confiscadas en nombre de la Junta de Censura! —gritó bruscamente el censor, ufano de su autoridad.

    —¿Ma com’è possibile? —entró Francesco, uno de los hermanos Di Doménico, dueños del Olympia, alzando sus manos dentro de la estrecha cabina—. ¡Ya todos pagaron la entrada e la película e cominciata!

    —Es decisión de la Junta de Censura, don Francesco, nada puedo hacer. La orden es parar la proyección —respondió el funcionario mostrando con desdén el documento que ordenaba parar la película, y dando a entender lo poco que le importaban las consecuencias para los dueños del Olympia. Hizo una pausa mirando con la suficiencia del funcionario inepto al empresario italiano.

    —¡Bien pueden irse con su cine inmoral a otra parte! —le hablaba sin mirarlo—. ¡Nosotros somos los guardianes de la moral y no vamos a permitir esta clase de atrocidades!

    A la sala habían entrado varios policías a cargo de un corpulento sargento que les daba las órdenes gritando en tono amenazador mientras los agentes alzaban sus bolillos. Los asistentes iban saliendo sumisos porque sabían que protestar significaba un bolillazo o pasar la noche en un brete de la Central de Policía.

    —¡Todos salen en orden y no más vivas a nadie! —gritaba el sargento con su vozarrón contemplando a la gente dispuesto a detener al primero que le chistara—. A ver, ¿quién va para la Central de primero? —gritaba el sargento a voz en cuello, logrando atemorizar a los presentes—. ¿Alguien quiere pasar la noche en un frío e incómodo calabozo? —vociferaba de nuevo mirando a la gente que salía mientras jugueteaba con el bolillo entre sus manos.

    Así, poco a poco y en orden, fueron saliendo los espectadores. Por un lado los del salón principal y por el otro lado los de la sala de atrás del telón, todos resignados. No pocos sentían que era la segunda vez que se les quitaba al líder que tanto había luchado por los derechos de los más débiles.

    A la salida se encontraron Benjamín Palacio Uribe y Juan Borda Alcalá —que se hacía llamar el Bobo Borda—, con su inseparable bastón, tapando con el cubilete los tres pelos alborotados en su casi calva cabeza, para no resfriarse. Eran el director y uno de los principales colaboradores de Gil Blas, vespertino que manejaba magistralmente el periodismo de humor y única voz disonante e irreverente durante la hegemonía oscurantista.

    —Oye, Bobo, ¿tú qué opinas? ¿Te parece que lo poco que alcanzamos a ver era como para censurarlo? —preguntó entre sorprendido y molesto Palacio Uribe.

    —Carachas, Benjamín, a mí no me sorprende nada. Si esto fue sólo con lo que vimos… —el Bobo Borda hizo un silencio para continuar unos segundos después, arrastrando la erre en el típico acento bogotano—, lo que no querían que viéramos debe ser aterrador.

    2

    –Bobo, Marco Tulio, bienvenidos, están en su casa. Pasen por favor. Tengan la bondad de sentarse.

    Julián Uribe Uribe no pegó el ojo. No podía creer que la intolerancia del Gobierno no hubiese permitido ni siquiera proyectar una película sobre el asesinato de su hermano, Rafael. Tan pronto amaneció mandó a buscar a sus amigos Marco Tulio Anzola Samper y al famoso Bobo Borda a quienes invitó a desayunar.

    —Esto es inaudito amigos —les decía—. Bogotá entera se quedó anoche esperando la película de los italianos y ni siquiera la pudimos ver.

    Julián Uribe los había llamado para que le ayudaran a hacer una investigación y saber a ciencia cierta quién había matado a su hermano, el general Uribe. Eran muchos los rumores que corrían, pero la familia de Uribe había confiado en la justicia a pesar de la lentitud con que había avanzado. Hasta ese día en que la abrupta suspensión y confiscación de la película no les dejó dudas de que la justicia no andaba del lado de la ley.

    —Marco Tulio se ha ofrecido varias veces para hacer esta investigación por su cuenta, pero confieso que no lo he alentado confiando en la justicia —comentaba Julián Uribe—. Pero es que ya hace más de un año que asesinaron a Rafael y las autoridades judiciales no parecen tener una sola pista sobre quiénes fueron los autores intelectuales.

    Marco Tulio Anzola Samper era un funcionario público, amigo del general Uribe y de Julián. Indignado por la lentitud de las pesquisas oficiales demostrada desde el mismo día del crimen, había comenzado una investigación particular que hasta aquel día no había contado con el apoyo de la familia.

    Eran muchos los rumores que corrían por debajo de cuerda en Bogotá, pero en plena hegemonía nadie se atrevía a cuestionar al Gobierno. Anzola Samper se había hecho trasladar al Panóptico, donde guardaban a Galarza y Carvajal, los autores materiales del magnicidio. Quería comprobar por sí mismo lo que se decía sobre la forma especial como eran atendidos y averiguar algo referente al asesinato de su amigo a quien admiraba y había aspirado a ver de presidente.

    —Finalmente, Julián. Me encanta que entiendas que la única forma de que el asesinato de Rafael no quede impune es haciendo una investigación paralela —dijo Anzola Samper—. Cuenta conmigo, de hecho ya vengo trabajando por mi cuenta.

    Julián Uribe le pidió al Bobo Borda que los ayudara. El irreverente Juan Bobo Borda Alcalá trabajaba en el irreverente diario Gil Blas, fundado por Luis del Corral y Benjamín Palacio Uribe; Gil Blas manejaba la noticia con veracidad e ironía. Era un periódico incómodo. Además de Borda, contaba con los poetas Valerio Grato, Federico Bravo y Delio Seraville, bohemios, de gran chispa y mamadores de gallo. Se reunían todas las mañanas para cocinar los chismes del vespertino, el más leído y temido durante aquella era colombiana de posguerra, que nos conectó —sobre todo a Bogotá—, a la Belle Époque mundial, muy a pesar de la retrógrada resistencia de los poderosos ultramontanos que orientaba el arzobispo de Bogotá. Por eso, a la alegría del ragtime, del cine, de la aviación, inventos que comenzaron a cambiar el mundo, se conjugaron, en lo internacional, el horror por los desastres de la Primera Guerra Mundial; y en lo interior se incubaron la ignominia y el crimen.

    —Es que tu aporte en esto es muy valioso —le dijo Julián al Bobo Borda—. Con lo de anoche me temo que la única forma de que el asesinato de Rafael no quede impune es que podamos presentar algunas pruebas y testimonios contundentes.

    Borda Alcalá, hasta aquel momento, se había limitado a escuchar a sus dos amigos.

    —Carachas, mi querido Julián, celebro que entiendas cómo es la cosa —replicó el Bobo mientras maniobraba su pipa—. Si la familia no interviene, Galarza y Carvajal quedarán como los únicos asesinos, y además serán gratificados por el «general Hachuela».

    —¿Tú crees? —le preguntó Julián Uribe Uribe.

    3

    Doña Tulia se asomaba a la oficina que tenía el general Uribe Uribe en su casa, para darle vuelta a su marido mientras trabajaba. Tenían una bonita relación, estaban casados desde hacía 28 años, sin contar el noviazgo. «Mire, mijo, aquí le traigo una tacita de té para que se caliente mientras trabaja. Ande y tómesela, que está todo emparamado», decía a su esposo mientras le dejaba una infusión humeante en aquella fría mañana bogotana.

    El general hacía una breve pausa para ser amable con su mujer sin salirse del todo del trabajo que lo apasionaba. Agarraba la taza entre sus dos manos buscando algo de calor y la vaciaba lentamente. «Está muy rico, Tulia, y muy oportuno para el frío que hace», le hablaba como el fiel y cariñoso marido que siempre fue. «¿Qué haría yo sin ti, Tulia? —le decía Uribe mientras le tomaba la mano—. Siempre tan pendiente de todo lo mío».

    Halagada, aún después de tantos años de vivir con aquel hombre, se le salía algo de rubor. El general entregó la taza vacía a su mujer y le volvió a tomar cariñosamente la mano. «Ahora sigo, Tulia. Debo hacerle las últimas correcciones al proyecto que voy a presentar esta tarde», le dijo. La mujer sonrió y acarició la cabeza de su marido. «Bueno, Rafael, siga trabajando. Yo voy a la cocina que con Erminia estamos preparando ricas colaciones para el chocolate».

    Todo era armonía en la casa del general Uribe Uribe. En el zaguán de al lado aguardaban Salomón Correal y Pedro León Acosta. Ambos generales de la Policía. Correal era el jefe nacional y Acosta había sido el protagonista del fallido atentado al presidente Reyes ocho años atrás. Esperaban a los dos sicarios que deberían asesinar a Rafael Uribe Uribe ese mismo día. Todos habían sido escogidos por «el Venerable», como llamaban a sus espaldas al personaje que movía las fichas en la Colombia de entonces.

    4

    Los dos sicarios se daban el lujo increíble de hacer esperar a los dos generales más importantes de la Policía. No llegaban y ambos oficiales rechinaban los dientes dentro del zaguán. Esa mañana, muy temprano, Carvajal había tenido que sacar a Galarza de la cama, pues el guayabo por la borrachera de la víspera era terrible. Al llegar lo encontró aún acostado, tomando una changua que le había preparado la empleada para ver si reaccionaba. María Arrubla, la concubina de Galarza, había salido muy temprano. Desde que recibían platica tenía negocio propio y sirvienta.

    —Ándese, mijo, que hoy es el día —le dijo Jesús Carvajal jalándole la cobija para que Galarza saliera de la cama.

    —¡Qué dolor de cabeza tan hijueputa! —respondió Galarza—. ¿Será que me puedo parar?

    Carvajal ya estaba acostumbrado a las estupideces de su amigo, pero le tocaba aguantárselo. Galarza había sido el escogido y Carvajal creía que era él quien lo había elegido como cómplice. «Semejante oportunidad esta que me ha dado el Leovi, ni pu’ el diablo que le quedo mal», pensaba mientras se armaba de paciencia para llevarse a Galarza. Tenían que terminar de cuadrar los instrumentos antes de reunirse con los generales.

    —Vamos, güevón, levántese que tenemos mucho que hacer —le dijo.

    Logró sacarlo de la cama. Galarza se vistió y salieron a la cita con los dos generales en el sitio acordado. En el camino pararon en una tienda para tomarse el primer aguardientico de la mañana. Tenían que pasar por las dos hachuelas que debían mostrar en la cita. Como los policías no confiaban mucho en ellos, tenían que cuidar cada detalle, como asegurarse de que tuvieran las herramientas listas. Fueron a la casa de Carvajal a buscar la suya; la de Leovigildo estaba en la carpintería por donde pasarían después. Con los dos primeros aguardientes del día adentro, se sintieron con más ánimo. Ahora tenían que cumplir con el libreto que les había sido ordenado antes de su histórica tarea. Llegaron hasta la carpintería donde Galarza recogió su hachuela.

    Los dos oficiales de la Policía habían sido escogidos por su reconocida crueldad y osadía. Como sabían que la justicia no funcionaba, poco les importaba que los vieran metidos en aquel zaguán pocas horas antes del crimen. Tenían que verificar todo personalmente, después del fracaso de Barrocolorado no podían fallar. Estaban allí para hacer el último repaso de la lección a los dos sicarios.

    No era difícil saber por dónde pasaría Uribe Uribe. Era rutinario, todos los días caminaba hacia el Capitolio por la misma vía. Poco después de las nueve llegaron los dos asesinos.

    —Llegan atrasados —les advirtió Correal en tono seco, severo.

    —Estábamos buscando las hachuelas, mi general —respondió Jesús Carvajal agachando la cerviz. Era la actitud habitual de la clase baja cuando hablaba con los de arriba—. Aquí las tenemos debajo de las ruanas —dijo mientras las mostraban.

    —Bueno, ya saben lo que tienen que hacer —advirtió Correal y mientras repasaba cada detalle, les recordaba que tenían que ir a la carpintería y afilar bien las herramientas delante de todos los demás artesanos. Mientras Correal les hablaba, sentía un tufo hediondo y se inquietaba pensando que no iban a cumplir—.No debe quedar una sola duda de que esto se les acaba de ocurrir. ¿Está claro? —preguntó Correal.

    —Como el agua —respondió Galarza que se creía un prócer por la tarea que cumpliría pocas horas más tarde.

    Correal les insistió en que, una vez afiladas las hachuelas, tomarían otra herramienta del taller y la llevarían a empeñar para poder beber. Les hablaba en tono cada vez más severo. Les recomendó que mantuvieran la actitud de alguien tan pobre que no tuviera ni con qué comer. Les machacaba cada cosa para asegurarse de que le entendieran.

    —Claro que sí, general —respondieron los dos al tiempo.

    Salomón Correal seguía cuidando los detalles y les decía a los dos sayones que debían ir a la tienda que estaba frente a la casa del general y tomarse un par de aguardientes allí. «Es importante que los vean rondando la casa esta mañana», pensaba Correal. Siempre les hacía repetir lo que tenían que hacer para cerciorarse de que habían comprendido y les insistía en que preguntaran todo para que no tuvieran dudas. Era un policía muy concienzudo.

    Los sicarios se sentían tranquilos, no se preocupaban por lo que les ocurriría después. Sabían que estaban protegidos. Entre ellos aseguraban que ni un día de cárcel pagarían. El jefe de la Policía se encargaba de que se sintieran cada vez más respaldados, aunque no dejaba de preocuparse de que se le retobaran a última hora, especialmente Galarza.

    —Yo me encargaré de que nada les pase. ¡Todo saldrá bien, mis chinitos! —les decía.

    «¿Y este güevón quién se cree? Como si fuera él quien me va a defender. A mí me defiende el Venerable», pensaba Galarza al tiempo que doblegaba la cerviz en aparente actitud de sumisión.

    Ninguno de los cuatro vio que en el preciso momento en que llegaron los dos artesanos pasaba Adela Garavito, la hija del general Elías Garavito, que venía de la misa de la capilla del Santo Sagrario. Era el día de Santa Teresa y ella era devota. Buena observadora y, como toda solterona que se respetara, también comunicativa, hablaba un poco más de la cuenta. Extrañada de ver a Correal y a otro general en sospechosa actitud dentro del zaguán, paró sin disimulo para ver qué ocurría.

    «Nada bueno pueden estar haciendo», pensó.

    Se trataba de nadie menos que del director de la Policía. El otro oficial vestía pantalón con franja de gala, chaqueta y espada. La Garavito vio claramente que Correal hizo una seña con la mano a los dos artesanos cuando entraban al zaguán para que se acercaran. Esto le pareció más extraño aún. Parada al frente miraba sin disimulo alguno y pensaba que era muy extraño todo aquello.

    No aguantó la curiosidad y decidió quedarse allí mirando, estaban tan concentrados que ni siquiera la habían visto. Adela advirtió que los dos artesanos escondían algo debajo de sus ruanas. Observó las caras de todos, pero no pudo escucharlos. Hablaban en susurro y ella estaba un poco retirada.

    De pronto sintió unos ojos clavados encima de ella. Etelvina Posse, mujer ladina, con fama de policía secreta, se le acercaba. Adela la conocía porque habían compartido inquilinato pocos meses atrás. Etelvina era la esposa de un señor Posse, pero se rumoraba que era amante del general Salomón Correal, famoso por su prédica constante de guardar las buenas costumbres. Amenazó a la Garavito con la mirada para que se fuera. Ambas sabían que Adela había visto todo. Temerosa, siguió de prisa su camino.

    Los dos artesanos salieron del zaguán y caminaron hacia la carpintería de Galarza. El general Acosta siguió calle abajo, por la misma ruta que Uribe caminaría tres horas más tarde. La Posse se le acercó a Correal.

    —Salomón, debes tener cuidado —le dijo—. La hija del general Garavito los vio.

    —Peor para ella si se atreve a decir algo —fue la desparpajada respuesta del policía, que se encogió de hombros—. Nos vemos esta noche, Etelvina, si tu marido no ha regresado.

    5

    Repasado mentalmente el libreto y con las hachuelas debajo de sus ruanas, llegaron Galarza y Carvajal a la carpintería. Arreglaban las herramientas; hacían lo mismo cada mañana antes de entrarle al trabajo, sólo que esa vez se concentraron en las hachuelas. Había que hacerlo delante de todos, tenían que hacerse notorios haciendo más bulla de lo habitual. Era la prueba de que sería un asesinato sin premeditación. Sólo se les habría ocurrido en la borrachera de la víspera. No había cómplices; eran dos humildes artesanos agobiados por la falta de contratos en la dependencia pública que el general Uribe Uribe manejaba, según ellos, como jefe de un partido político. Borrachos, decidieron acabar con la causa de su escasez.

    Leovigildo arreglaba el cabo de su herramienta que estaba roto. Lo encabó pegándole un trozo de madera y la encoló. Le preguntó a su cómplice en voz alta si creía que así serviría mejor. Carvajal seguía la comedia y agarrando la hachuela la observaba y respondía, también en voz alta, que le parecía que le había quedado bien y la devolvió a su socio. Después le preguntó sobre qué opinaba si agrandaba el hueco y le adaptaba una agarradera para que no se le zafara en el momento preciso. A lo que Carvajal le respondía que tendría que arreglarla, porque como estaba no servía.

    —Se te puede zafar en el momento de dar el golpe.

    —¿Cómo crees que debemos hacerlo Chucho? —insistía Leovigildo.

    Seguían representando cada uno su papel. Esta vez Carvajal le explicaba cómo debía hacer, y Galarza tomó el villamarquín y con especial cuidado comenzó a taladrar para hacer un hueco y ponerle una agarradera. Así pasaron buena parte de la mañana del 15 de octubre. Arreglaron ruidosa y cuidadosamente sus herramientas en la carpintería. Era difícil que los demás empleados imaginaran, siquiera, el siniestro uso que se les daría a las dos hachuelas que mejoraron con tanto celo. Hechos los huecos Galarza amarró cabuyas a cada una para asegurarlas. No podían zafarse en medio de la confusión y quedar tiradas en la calle. Menos aún que se pusieran nerviosos y salieran las hachuelas volando en el momento clave sin haber cumplido con la tarea. Así las llevarían seguras para que no se les zafaran. Una vez aseguradas, las amolaron de nuevo para que quedaran bien filudas.

    «Estos dos parece que se emborracharon anoche y ahora andan como muy alzados. ¿En qué andarán?». Así pensaba José Henao, el tallador que los miraba. Sabía que estaban distintos esa mañana, realmente ambos habían cambiado hacía unos meses, pero no sería él quien adivinara lo que pensaban. Ni siquiera el cerebro más brillante hubiese podido deducir el tenebroso plan que maquinaban sus dos compañeros de trabajo aquella mañana.

    Preparadas y afiladas las hachuelas, las metieron dentro de sus calzones y se pusieron las ruanas encima, ocultándolas. Galarza salió con el villamarquín en la mano.

    —Vamos a empeñar esta para tomarnos un par de aguardientes. Camine Chucho —dijo Galarza convidando a su amigo y haciendo una seña con su mano—. Vamos a la tienda frente a la casa del pajarraco ese —dijo despectivamente.

    Empeñado el villamarquín y recibido el dinero, se ubicaron en la tienda frente a la casa del general para hacer su papel. Ordenaron dos aguardientes que bebieron de un golpe y se pararon mirando los dos hacia la casa y recostados contra la pared.

    6

    –¡Qué chocolate tan rico! —comentaba el general Uribe mientras acariciaba con ternura la mano de su esposa—. Están deliciosos estos buñuelos.

    Tulia sabía que, como buen antioqueño, para el general unas colaciones con un buen chocolate eran un manjar. Uribe Uribe había trabajado con mucho empeño el proyecto que presentaría esa tarde. Tulia, que admiraba la consagración de su marido, lo consentía para que se luciera.

    —Tulia, querida, me toca salir para llegar a tiempo —dijo el general Uribe mientras se dirigía a su oficina para recoger la carpeta con el proyecto de ley.

    Organizaba meticulosamente los documentos para el debate. Llegó Tulia con un sombrero de hongo negro y un paraguas del mismo color, que sostenía mientras le arreglaba el cuello de la chaqueta.

    —Este proyecto, mi querida Tulia, es un sueño que tengo desde hace años y hoy se comienza a cumplir —decía y con notoria satisfacción le mostraba unos papeles—. En adelante, los obreros y artesanos que dependan de un patrono quedarán protegidos cuando sufran un accidente de trabajo, salvo que estén borrachos.

    Tulia miraba embelesada a su esposo. «Rafael siempre habla con sabiduría —pensaba—, y es impresionante el compromiso con que hace todo».

    —Podrán recibir asistencia médica y sus medicinas completas, además de seguir ganando algo de su salario. Ha sido un ideal liberal desde hace mucho tiempo. Al fin el partido está empeñado en defender las causas de los obreros y de los artesanos. Cuando sea ley, la viuda y los hijitos del artesano recibirán una indemnización que alivie un poco su pena —insistía el general no sin cierta ceremonia.

    —¡Ay, Rafael, qué dicha!

    Tulia, siempre fascinada con lo que decía su esposo, lo seguía mientras bajaba las escaleras para acompañarlo hasta la puerta. Al llegar, él se volteó, se puso el sombrero que le entregó su mujer y colgó el paraguas de su brazo. Acercándose a ella, le dio un beso en la frente.

    —Gracias, Tulita querida, después de la sesión me vengo enseguida para la casa —le dijo cariñosamente.

    «Eh, Ave María, Rafael no me llamaba Tulita desde que éramos novios, pues», pensaba ruborizada la mujer mientras atrancaba la puerta. Se volteó, recostándose contra el marco y se llevó las manos al pecho, cerrando sus ojos complacida.

    7

    En 1914 el general Uribe Uribe sumaba varios años de una lucha desigual para conseguir que la gente entendiera que se podía ser liberal y católico al tiempo. Dos años antes había escrito el libro De cómo el liberalismo político colombiano no es pecado, en respuesta al anatema lanzado por el arzobispo de Bogotá, Bernardo Herrera Restrepo, que catalogaba como sinónimos liberalismo y pecado, y que los sectores más recalcitrantes de los conservadores y de la Iglesia Católica consideraron desafiante. Pero en realidad toda aquella maraña politicoreligiosa había comenzado en Roma sesenta y cinco años atrás.

    * * *

    En 1849, el joven arzobispo Joaquín Pecci de Peruggia —quien después sería el papa León XIII—, salía de una audiencia con Pío IX, papa intransigente y ultraconservador, que lo facultó para coordinar todas las consultas y reuniones que terminarían en la publicación del famoso Syllabus, documento pontificio que trazó el listado de los errores más comunes en que incurrían los católicos por culpa de la Modernidad.

    Era la Modernidad un movimiento surgido a partir del Renacimiento pero que tuvo su máxima expresión con la Ilustración europea. Exhortaba a la gente a actuar y gobernar su vida a la luz de la lógica y la razón. La Modernidad rechazaba la creencia de que todos los fenómenos tenían una explicación religiosa y acogía el método científico comenzado a desarrollar desde el siglo XI por Alhacén en el Medio Oriente, mejorado por el persa Avicena, continuado por el obispo franciscano y erudito Robert Grosseteste, después perfeccionado por el monje, también franciscano e inglés, Roger Bacon en el siglo XIII. Con la Modernidad se abría paso a la ciencia y a la investigación científica, la lógica y la razón reemplazaban el mito que hasta entonces lo explicaba todo.

    El arzobispo Pecci debía involucrar en aquel trabajo, por orden de Pío Nono, al padre Jan Roothaan, superior de los jesuitas, y a los mejores intelectuales de la clerecía. También debía incluir a dos intelectuales laicos en el equipo, al tradicionalista católico don Juan Donoso Cortés, descendiente del conquistador de México, y a Louis Veuillot, periodista ultramontano francés. La flor y nata del más rancio tradicionalismo conservador europeo, pretendiendo detener la Modernidad con un documento católico.

    Así se dieron las primeras puntadas para la expedición del Syllabus que tantos pesares causaría a los liberales en tierras colombianas hasta bien avanzado el siglo XX.

    Los franceses se oponían al papado por creerlo una intromisión extranjera dentro de su territorio. Lo sentían como una concesión que disminuía su soberanía. A los que acataban la autoridad papal se les llamaba ultramontanos para indicar que su jefe estaba más allá de los Alpes. Se les decía despectivamente que eran «más papistas que el papa».

    8

    Era la una y treinta de la tarde de aquel 15 de octubre de 1914 cuando Rafael Uribe Uribe salió de su casa en la esquina de la calle novena con la carrera quinta en Bogotá. Si bien a veces lo esperaban algunos amigos en la puerta para acompañarlo en su habitual caminata hasta el Capitolio, ese día el general salió íngrimo. Bajaba por la calle novena, por la misma acera de su casa. Por la hora, estaba desierta.

    Por el empedrado del pavimento caminaba absorto en sus pensamientos. Preparaba mentalmente las palabras que diría al radicar el proyecto que llevaba en sus manos. «Así es como vamos a ganar. Hay que abrir cada vez más espacios para el liberalismo —pensaba—. Cuando los obreros y los artesanos entiendan que somos nosotros quienes garantizamos sus derechos, es entonces que llegaremos al poder».

    Uribe Uribe caminaba sin prisa por la calle, entre casas coloniales y claustros. En todas funcionaban en los primeros pisos, oficinas que estaban cerradas. Bogotá era un pueblo grande que vivía sin prisa, y si bien era la hora de la siesta, muchos comercios abrían poco después de las dos que comenzaba la jornada de la tarde. Aquel reposo del mediodía era un placer desconocido para un hombre con las energías y la motivación incansable del jefe del liberalismo.

    Tan fascinado iba que ni siquiera notó la presencia de dos hombres de ruana que lo seguían de cerca. Galarza y Carvajal, con unos aguardientes y unas cervezas encima para no tener ninguna vacilación, iban tras su presa dispuestos a cumplir con el objetivo para el que habían sido contratados. De todos modos, si Uribe los hubiese visto, habría considerado normal su presencia. No tenía razones para sospechar de ningún transeúnte.

    Al llegar a la carrera sexta, se detuvo un instante para mirar automáticamente a ambos lados, cruzó la calle hasta alcanzar la casa de la esquina. Siguió bajando, pasó por la parte de atrás del claustro de San Bartolomé donde funciona el colegio de los jesuitas. Allí se topó con un hombre de ruana que dormía la siesta sentado sobre la acera y recostado contra la pared. Al ver al general, el supuesto durmiente levantó su cabeza y se quitó con pereza el sombrero.

    —Buenas tardes, general, Dios le dé larga vida —dijo el hombre.

    —Gracias, amigo —le respondió Uribe saludándolo con un gesto de su mano derecha, y siguió andando por la acera.

    9

    L a publicación del Syllabus en 1864, después de quince años de intenso debate dentro de la intelectualidad católica tradicionalista, cayó como un baldado de orines entre los católicos liberales partidarios de la Modernidad. En esos días se reunieron en París Montalembert, un ilustre pensador católico francés, y su amigo y aliado Alfred de Falloux, parlamentario y promotor de la libertad de enseñanza. Montalembert, en la revista que dirigía, defendía desde hacía una década la posibilidad de ser católico y liberal al tiempo.

    —Me quiero retirar a la campagne para no tener que dar la cara. ¿Cómo explicar cette monstruosité? —decía decepcionado a su amigo al comentar el Syllabus.

    Cómo explicar semejante posición de la Iglesia después de haber defendido con entusiasmo lo contrario. Había sido ultramontano y un gran defensor del Vaticano, pero ahora le quitaban el piso. De Falloux, liberal y católico, era consciente de que no había afrontado el debate como sí lo había hecho su amigo y aliado.

    El Syllabus era la demostración de que Roma, en consonancia con los poderes reaccionarios en ascenso, no aceptaba las tendencias que desde la revolución industrial y la revolución francesa habían impuesto el uso de la razón y de la ciencia sobre los principios religiosos. La Iglesia rechazaba el método científico y la razón cuando en Francia la libertad, la igualdad y la fraternidad, valores de la Revolución, comenzaban a impregnar a la sociedad, a pesar de lo que los propios franceses consideraban un lunar maligno, Napoleón III, que para ese momento fracasaba en su absurda campaña imperialista en México.

    Montalembert no halla cómo seguir adelante en sus convicciones si en el Syllabus la propia Roma se negaba al diálogo con los no católicos y decía expresamente que el liberalismo era pecado. Terminaba el documento con cuatro perlas, la primera, afirmaba que el catolicismo era la única religión; proponía además impedir que los no católicos practicaran los ritos propios de su religión; prohibía a los ciudadanos manifestar en público opiniones distintas de la católica para no corromper las buenas costumbres; y enunciaba, por último, la evidente contradicción de que el papa se debía reconciliar con la sociedad moderna.

    —¿Cómo diablos hacerlo si aplica los tres primeros enunciados? Decir además que el liberalismo filosófico es pecado... Por Dios… ¡Cuántas contradicciones! —exclamaba Montalembert molesto.

    Era una nueva era de radicalización de la Iglesia Católica, pero además, una oportunidad que sus aliados en el Nuevo Mundo no dejarían pasar.

    10

    El general seguía caminando mientras los dos artesanos que lo seguían discutían fuertemente, aunque en voz muy baja. Galarza estaba en pánico y le propuso a Carvajal que atacara él de primero.

    —No, Leovi, todo tiene que ser según el plan. ¿Es que se va a correr ahora? —lo inquirió Carvajal.

    —¡No, eso jamás! —respondió Galarza para no quedar mal—. No crea, mijo, es que ese tipo debe ser muy fuerte...

    —Pero Leovi, mijo... recuerde que antes de que nosotros lo ataquemos, un hombre del general lo va a dejar listo con un puñetazo brutal con manopla. Descuide, mijo... —decía Carvajal para tranquilizar a su cómplice. En voz baja le recordaba lo que tenía que hacer cuando llegaran a la carrera séptima.

    11

    Catorce años después de publicado el Syllabus, en 1878, el cardenal Pecci fue elegido papa en un brevísimo cónclave y adoptó el nombre de León XIII. Ganó el solio pontifical gracias a su constante labor intelectual y a su moderada posición durante el crudo enfrentamiento de la Iglesia con el liberal reino de Italia después de la reunificación. Joaquín Pecci era todo un diplomático. Imposible manejar el cuerpo cardenalicio sin serlo, especialmente en aquellos tiempos de profunda crisis y confrontación.

    12

    Seguía Uribe Uribe su caminata hasta el Congreso. Los dos sicarios se le acercaban un poco más, pero aún iban detrás de él. Al llegar a la séptima, Uribe cruzó la calle y siguió caminando en dirección norte por la acera contigua al Capitolio. Galarza y Carvajal cruzaron sus miradas, ya no podían seguir hablando, había llegado la

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1