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La furia y la nada
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Libro electrónico270 páginas4 horas

La furia y la nada

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Narración sobre las generaciones de post guerra, sobre los muchachos de la guerra fría, sobre los autores e hijos de los 70, que necesitaban inventar algo más puro que el poder de las superpotencias y creer en algo más virtuoso que los equilibrios políticos.
IdiomaEspañol
EditorialCuarto Propio
Fecha de lanzamiento1 may 2016
ISBN9789562603850
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    La furia y la nada - Rafael Ruiz Moscatelli

    I

    Primera Parte:

    Acá en el sur

    Cantemos un poema de circunstancias

    que comience en el nuevo milenio y que no se termine

    Raúl Zurita. Canto I

    1

    Tomás Lira Wolf disparaba sin cesar desde la torrecilla de la residencia presidencial de Tomás Moro, los Hawk Hunter rasaban el bajo cielo de la ciudad. Era gris esa mañana en Santiago de Chile.

    Cuando los rockets impactaron en la galería de distribución de la casona derribando el cuadro que Guayasamín había regalado al Presidente, desde el jardín principal, Julio Cruz le gritaba desaforada y reiteradamente que abandonara su posición. Tomás no podía detenerse. El rugir de los aviones, el tartamudeo pesado de la punto treinta y el parejo ruido de los AKA desataban en su alma su propio infierno. Era el ruido de la guerra. Las balas, los rockets, el zumbar del helicóptero, los soldados con pañuelos naranjas, las cabinas de los aviones casi visibles zumbando sobre su cabeza, habían dado inicio a esa exaltación que le impedía sacar el dedo del gatillo y escuchar los gritos de sus compañeros. Encadenado a la ancestral emoción que provoca el riesgo. Las habilidades que aprendió en la Escuela Militar, sus posteriores lecturas y discusiones sobre la guerra y sobre las revoluciones; emociones, conocimientos y razones, constituían en Tomás una innegable afición por sobrevivir físicamente apelando a sus instintos más primarios. Apretar ese gatillo era la realización de un largo proceso de búsqueda, era una forma de realizar la vida. Era, quizás, la más antigua de las maneras de no dejarse morir.

    El ingreso a la Escuela Militar había sido el cauce natural de su voluntad juvenil, alimentada por las pasiones epopéyicas de una época de guerras, conversadas apasionada y largamente en la tertulia familiar. Desde pequeño, bajo el largo y angosto parrón de la antigua casa de la calle Lautaro, ubicada en uno de los viejos barrios de la comuna de Providencia, durante los almuerzos dominicales, Tomás escuchaba los alegatos de su padre y sus tíos sobre el impactante conflicto bélico cuyas imágenes hojeaba en la revista Life. Repantigado en el borde de una vieja silla de mimbre, escuchaba las visiones domésticas sobre la Segunda Guerra Mundial, sobre la Primera, sobre la guerra entre los rusos blancos y los rojos, sobre la Guerra Civil Española, y sobre la Revolución Mexicana. Uno tras otro, se sucedían los relatos bélicos en una secuencia de episodios que iban y venían, desde Waterloo hasta la Sierra Maestra, desde Los Álamos en Texas hasta Hiroshima, desde la batalla de Berlín hasta la batalla de Argel, desde Napoleón hasta Mao, desde el general Patton hasta el comandante Guevara. Mientras, esperaba ansiosamente la siesta de los mayores para jugar él mismo a la guerra con sus primos y besar a su prima (que nunca entendió bien porque las espías tenían que besar a los oficiales para guardar sus secretos).

    Le parecía, por demás, curioso todos esos lugares y nombres exóticos exaltaban su imaginación como sus parientes se referían al último conflicto mundial: ninguno había sido militar y sin embargo, el asunto era objeto de apasionadas discusiones. Mientras su tío Manuel defendía acaloradamente su participación en marchas callejeras en favor de los aliados, su padre ironizaba con que mientras él marchaba por las calles de la capital, en el sur se abastecían los submarinos alemanes. Su tío retrucaba que desde los cerros de Valparaíso y desde las alturas de Tongoy los partidarios de los aliados transmitían mensajes a las naves aliadas.

    Este tipo de discusiones eran la música de fondo que estimulaba sus ganas de intervenir la vida y de adelantarse al futuro. El sentía que de alguna forma, era parte de las grandes confrontaciones de la Guerra Fría, que todos estaban involucrados, sus amigos, sus profesores y sus parientes. Ese conflicto se le hacía existencialmente ineludible y lo estimulaba a la acción. Le resultaba más difícil respetar los consejos de su tío que los de su madre ya que mientras, el primero trataba de encaminarlo hacia el conocimiento y origen de los acontecimientos antes que a los conflictos, la máxima preferida de su madre era se pensó y se hizo. Esta actitud voluntariosa de su progenitora la tenía grabada a fuego en sus neuronas.

    2

    –¡Baja huevón! ¡Vamos pa’l sur! –le gritaba Julio Cruz a Tomás, que seguía descargando un cargador tras otro desde la torrecilla de la residencia presidencial.

    Los aviones se habían alejado, los soldados con pañuelos naranja disparaban en forma intermitente y desde un helicóptero que se mantenía a distancia, tableteaba una ametralladora persistentemente. Desde la Moneda alguien avisó que ahora los aviones bombardeaban la casa de Gobierno. Tenían que ir al sur de la ciudad. Los heridos habían sido evacuados, la mayoría de la gente se había retirado. Solo Tomás, con empecinamiento casi febril, continuaba disparando como si en la defensa de la torrecilla se le fuera toda la vida. Cuando Julio subió a buscarlo, lo encontró rojo y transpirado. Al increparlo por no haber obedecido la orden de retirada, este se sentó en el suelo, encendió un cigarrillo y con una sonrisa desganada, le dijo:

    –Estuve a punto. Casi me bajo un avión. Ahora hay que tomarse las cosas con calma, con mucha calma. Fumémonos un puchito y nos vamos.

    –¡Vos estay loco! Está lleno de milicos.

    –No te preocupís. Todavía no se van a acercar. No saben lo que tenemos aquí adentro. ¿Por qué creís que mandaron primero los aviones?

    –¿No te day cuenta de lo que esta pasando? –lo increpó Julio– Tenemos que llegar rápido donde Eladio. Están bombardeando la Moneda y el Presidente está adentro.

    –Y de ahí no se va mover –discurrió sentenciosamente Tomás, mientras se trajinaba los numerosos bolsillos de su casaca azul.

    –Con mayor razón puh gueón –contestó Julio con rabia–. Hay que ir p’al Sur y ver como seguimos.

    –Solos vamos a seguir –dicho esto se incorporó–. Ya se me pasó la calentura. Yo me voy en la camioneta con el Esteban.

    –Por cualquier cosa. No me llamís a la casa de los viejos. Déjame recado donde la Lucía y nos encontramos donde siempre –alcanzó a decir Julio.

    Una ráfaga desde el helicóptero, junto a una balacera que provenía de unos de los portones delanteros, los interrumpió. Agazapados entre el zumbar de la balas, bajaron corriendo de la torrecilla. Cuando llegaron al patio vieron que Esteban junto a dos compañeros, respondían el fuego desde una de las murallas. Julio corrió hacia el portón y le dijo a Esteban que se fuera con Tomás en la camioneta, mientras él con los otros repelían el fuego de una patrulla militar que se había instalado en el techo de una de las casas vecinas. Cuando la camioneta salió hacia el patio trasero, donde había una puerta de emergencia, los milicos intensificaron el fuego. Ahora que él había entrado en combate directo, entendía mejor la excitación que había visto en Tomás mientras disparaba contra los aviones. Tenía que hacer esfuerzos para controlar la frecuencia de los disparos. No había como esquivar ninguna de las razones que impulsaban esas balas y generaban esos estampidos, no había forma de que la vida no se le viniese encima. La fuerza de lo que ocurría esa mañana y en esa hora especifica, lo impregnaba de adrenalina, llevándolo a un estado desconocido, en que lo único reconocible era la euforia del enfrentamiento. No tenía miedo, estaba exaltado hasta tal punto, que en un momento se alzó sobre la muralla descubriendo parte de su cuerpo. Con eso logró que los soldados retrocedieran y bajaran del techo de la casa vecina. Aprovechando ese respiro corrieron hacia el garaje, tomaron uno de los Fiat y enfilaron hacia la salida que daba hacia la calle trasera. Luego se dirigieron hacia la parte sur de la ciudad donde debían encontrarse con Eladio y su gente.

    Circulaban pocos automóviles en la parte alta de la capital y casi no había gente en las calles. En las casas no se advertía movimientos. Todos, al igual que ellos, debían estar pegados a las radios. En el interior del Fiat 125 no lograron sintonizar ni la Corporación ni la Magallanes. En otras emisoras escucharon un breve bando militar que hablaba de la unidad de la Fuerzas Armadas para enfrentar el caos y el comunismo de Allende, y de la instalación de una Junta Militar que había reemplazado a los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas y carabineros. Otras emisoras transmitían música ambiental. Desde el barrio alto se podía observar el raid de los aviones sobre la Moneda y el sobrevolar de los helicópteros sobre la ciudad. En las calles no había policía. En algunos puntos, especialmente en los grandes cruces de avenidas y en las rotondas, había patrullas militares. Ya adentrándose en los barrios populares, se empezó a ver más gente en las calles: en pequeños grupos, permanecían parados en las esquinas o en las puertas de sus casas en una actitud pasiva. Al llegar a San Joaquín vieron grupos de jóvenes portando banderas de los partidos de la Unidad Popular. Uno de los muchachos que acompañaba a Julio, sacó su metralleta por la ventana para saludarlos, a lo cual los muchachos respondieron con gritos favorables al presidente Allende. A unas cinco cuadras del lugar previsto para el encuentro, al doblar una esquina, se encontraron con una patrulla militar en una camioneta Chevrolet C-10. Uno de los compañeros de Julio abrió fuego contra los soldados, que repelieron el fuego. Cuando aceleraron para alejarse del lugar, sintieron impactos de bala en el automóvil. Uno de los muchachos, sin pronunciar un quejido, se desplomó en el asiento, su acompañante lo revisó sin encontrar rastros de la herida. Julio, desde el volante, le gritaba que lo desnudara, la camioneta los seguía desde lejos y los soldados les disparaban esporádicamente. Al doblar una esquina se encontraron con otro grupo de jóvenes, algunos de los cuales estaban armados. Julio frenó y le ordenó a uno de sus compañeros que con los muchachos detuvieran la camioneta. Aceleró a fondo, no había pasado un minuto cuando sintió una gran balacera.

    3

    Julio nunca supo como se había enredado con Lucía Portuondo. Todo había sucedido aquel día en que al salir del cine, se habían ido por unas callecitas jugando a tocarse furtiva y casualmente, a mirarse para luego reírse, a sostenerse las manos hasta que finalmente llegaron al banco de esa plaza oscura. Era verano. Se reían y miraban y volvían a reírse.

    Lucía era tan directa como delicada, tierna, y se relacionaba con Julio sin tribulaciones, mientras él no dejaba de preguntarse acerca del sentido de su relación con ella. De carácter básicamente especulativo, no podía dejar de sufrir al pensar en la independencia que perdería al irse a vivir con ella.

    Durante el primer año de Psicología, junto a su compañero Jorge Lillo, vieron todo el cine del mundo; los estudios se convirtieron en desafíos tan absorbentes como lo sucesos del país; reemplazaron la fiesta por conversaciones hasta el amanecer en la amplia casa de los padres de Lucía. Cerveza, huevo revuelto con tomate, pan con palta y mantequilla, a veces un vino barato, y siempre Coca-cola, constituían la dieta de esos encuentros. Para las ocasiones más íntimas sacaban de la bodega un vino de los que traían los padres de ella de sus frecuentes viajes a España. La vivacidad de Lucía se expresaba en esos ojos grandes color avellana que miraban preguntando como si no creyeran lo que estaban viendo. Su carácter relajado y espontáneo no conectaba abiertamente con los sucesos que conmovían al país.

    Entre estudio, discusión y cierto ánimo de jolgorio, habían constituido un trío en torno al cual giraban la mayoría de las actividades del curso. Lillo era un organizador infatigable de sesiones de estudio, de paseos y asambleas, y siempre era elegido en representación de los alumnos. Julio participaba más discretamente y Lucía, desde su eterna sonrisa, se reía constantemente de las preocupaciones políticas de sus amigos.

    Ya hacía media hora que Julio hablaba y hablaba sobre el amor, el sexo, la psicología, la economía, el futuro de Allende, su propio futuro y especialmente sobre su relación con Lucía. Pedro Silva, su amigo de la infancia y de barrio, escuchaba con interés su apasionado y desordenado relato. Caminaron por Macul desde los Cisnes hasta Irarrázabal, pasaron de ida y vuelta varias veces junto a las casonas semiocultas por los magnolios y los ciruelos en flor, y pisaron una y otra vez las hojas vencidas de los enormes plátanos orientales que adornaban la avenida ñuñoína. Julio describía su relación usando la fórmula de Lucía, quien cuando hablaba de su amor con Julio señalaba: todo es bueno, la cama, la conversación, la pasión por saber, el baile, los gustos de cine, y caminar en silencio, especialmente esto último, ambos lo encontraban impagable. Sin embargo él resentía el que Lucía, hija de exiliados españoles intelectuales en España y ahora acomodados empresarios en Chile, asumiera una actitud irónica respecto a lo que ocurría en el país. Entendiendolo igual le causaba rabia: para Lucía, Franco en España era una realidad emocional tan gravitante, que rechazaba vivir con Allende la segunda parte de lo que a ella le parecía la misma novela. Ella decía continuamente que la vida verdadera transcurría en el límite de los grandes acontecimientos. Unas veces estos te involucraban, otras, la mayoría, sucedían sin permitirte reaccionar. No creía en la trascendencia ni de ella ni de la vida. Por su lado, Julio sentía que la vida lo atrapaba y luchaba decididamente en contra de esta sensación, aunque no veía forma de hacerse a un lado y solía terminar hastiado de sí mismo. Sentía que la vida era muy grande y le pasaba muy cerca. Le gustaba bailar porque el baile era una acción simple que disipaba rápidamente sus dudas, era un involucramiento vital, al igual que el sexo, donde no había grandes dilemas. Por eso entendía que a Lucía le encantara el fútbol, pues la emoción colectiva del domingo comenzaba y desaparecía el mismo día, sin más consecuencias para cada uno de los asistentes que haber sido espectador, normalmente apasionado de un suceso que se podía vivir con intensidad y sencillez.

    Julio no paraba de hablar de Lucía y habría seguido si Pedro no lo hubiese interrumpido diciéndole que lo encontraba confuso. Le aconsejó que se tomara un tiempo antes de decidir. Tomar un tiempo, pensó Julio para sus adentros. ¿Cuál era el tiempo que se podía tomar?

    Caminaron por José Domingo Cañas y se separaron en la esquina con Monseñor Eyzaguirre. Julio entró a su casa en puntillas. Sin desvestirse se tendió sobre la cama, prendió la luz y tomó La Muerte de Artemio Cruz de Carlos Fuentes. No logró concentrarse. Fue a la cocina y cuchareó unos fríos, aceitosos y deliciosos tallarines; untó un pedazo de marraqueta en la salsa, con otro trozo de pan sacó un pedazo de pimiento y cuando succionaba afanosamente un largo tallarín, entró su padre a la cocina. Esa intrusión era lo que menos deseaba. Luego, su padre le ofreció todas las alternativas de bebidas calientes disponibles, té, café, con leche, cortado, con leche fría, con leche tibia. No le quedaba otra alternativa que conversar y comenzó a poner atención a Don Roberto. Desde el paro de los camioneros el país se había polarizado. Él pensaba que iban hacia un enfrentamiento. Como Allende había ganado las elecciones municipales, la derecha y los gringos habían cambiado de táctica.

    No obstante su interés no lograba concentrarse. Decidió zafarse de una vez de lo que ya vislumbraba como una larga discusión.

    –Podemos estar toda la noche –acotó Julio– y tengo sueño –haciendo un giro, le preguntó mientras intentaba limpiar una mancha de salsa en su jeans–: ¿Oye? ¿Qué te parecería que me casara con la Lucía?

    –¡Estupendo! ¿Cómo me va a parecer? Lucía es una muchacha maravillosa.

    Sorprendido por la reacción de su padre, se lo quedó mirando, insinuando con un leve movimiento de cabeza que no le convencía el entusiasmo con que le había contestado.

    Don Roberto tomó un sorbo de té y con un cierto desgano, señaló:

    –Y si tienes tantas dudas, ¡¿Cuál es el cuento de casarse con la Lucía?! Mejor me voy a acostar. Están todos muy enredados ¡Oye! Pasado mañana pasa por mi oficina tenemos que seguir hablando.

    En su dormitorio, Julio miraba al techo sin poder dormir. La brisa hacía golpear leve y regularmente las ramas del laurel de flor contra los vidrios de la ventana, contribuyendo a desacelerar sus razonamientos, que como un cardumen de sardinas cambiaban de rumbo cada vez que una luz los identificaba. Nada estaba en orden. ¿Lo entendería Lucía? ¿Y si todo se derrumbaba y perdían?

    Despertó con los ladridos de Lobo. El perro, persiguiendo los zorzales mañaneros, destruía las ordenadas hileras de pensamientos y orejas de oso, que una y otra vez plantaba su madre, Carmen Rojas. ¡Lobo, Lobo! Perro Tonto, gritaba Carmen en un ritual que terminaba siempre con Lobo en la cocina, premiado con un hueso. Julio se desperezó lentamente, la pasta de dientes le supo a mentolatum, hizo esfuerzos por mantenerla en la boca, la escupió tan desganadamente que chorreó todo el piso. Limpiar el suelo con el papel del baño le pareció un presagio del día que se le venía encima. Se vistió con su habitual jean de cotele café, se puso una camisa gris, los bototos que nunca lustraba, tomó su gastada y querida parca verde grisácea y se dirigió a la cocina a prepararse el desayuno. Estaba esparciendo la mantequilla sobre una recalentada hallulla, cuando entró su madre en bata. Julio le pregunto por su padre. Había salido temprano a una reunión con partidarios de su postulación a candidato por la ciudad de Temuco. Su madre le confidenció que le gustaba que su padre fuera candidato. Habían conversado toda la noche sobre su postulación.

    –¿Y por qué no me dijo nada si anoche estuvimos conversando?

    –Estarían hablando de otras cosas –dijo Carmen, mientras se sentaba con su tazón de té con leche frente a Julio.

    Él siempre se había preguntado a qué horas dormían sus padres. Desde pequeño se quedaba dormido arrullado por esa lejana y constante conversación. De mayor, a la hora que fuera, el dormitorio de Roberto y Carmen tenía una luz prendida y se escuchaba ese murmullo que le recordaba la niñez. Quizás por eso a él le parecía que la política, la revolución, eran como una larga conversación, a lo largo de la cual, sin mediar intención explícita alguna, ciertas ideas se iban convirtiendo en aspiraciones tan fuertes, en razonamientos tan consolidados, que podría tomar, años, o tal vez sólo una mañana muy intensa en hechos, para cambiar su tónica, entretejida por décadas. Pensaba que las charlas cotidianas, en general, no lograban adelantar mucho el pensamiento, sin embargo bastaba la muerte de un rey o un pie en la Luna para conversarlo todo de nuevo. Ser revolucionario era platicar lo nuevo, requería un gran esfuerzo de la imaginación, pues era un aprendizaje sobre cuestiones inexistentes. Su profesor de neurolingüística lo había respaldado cuando planteó que en la política, y en general en el poder la tradición oral era tan fuerte, que ya se tratase de conversaciones entre revolucionarios o entre conservadores, la palabra, el habla, se modificaba tan tenuemente que en la práctica era imposible deshacer las redes de convenciones instaladas, nuevas o viejas. Sólo parecía posible en virtud de otra conversación inspirada en una idea distinta, o más bien, en una idea inspirada en un hecho tan novedoso que no hubiese lenguaje para codificarlo plenamente. El Allendismo, había expuesto Julio, estaba conformado por millones de conversaciones, simples y complejas que habían sedimentado, además de las controversias, un sentido común tan extenso, que moderaba las acciones, las hacía plausibles y constituían finalmente una manera de ser de izquierda.

    Carmen con su tazón de té, permanecía frente a un Julio que terminó diciendo:

    –Allende es una larga conversación.

    –¡Que! –exclamó su madre. A ella siempre le habían llamado la atención las conjeturas y cuestionamientos de su hijo. Y mientras que a ella le producían cierta inquietud, a su marido, por el contrario, le enorgullecían sus análisis y especulaciones. Ella tendía a pensar que la vitalidad estaba en la acción mientras que su marido propiciaba la racionalidad como punto de partida de todo. Mal que mal terminaba concluyendo ella, el provenía de una familia de origen masónico.

    –Nada. Estaba pensando –después de hacer un gesto con la mano restándole importancia, prosiguió–: Además mi papá ya te lo contó todo.

    –¡No! No me contó todo –dijo Carmen, mientras movía chistosamente la cabeza.

    Le causaba gracia la actitud de su madre y le preguntó bonachonamente:

    –¿Querís saber algo más?

    –Sí, ¡puh!

    –Lucía quiere casarse. Necesitamos estar juntos. Y yo no sé si vale la pena formar una pareja en estos tiempos.

    –Pero niño. Si estos son los mejores tiempos para formar una pareja –Carmen se había encendido, gesticulaba con las manos y abría y fruncía los ojos de acuerdo a la fuerza de las palabras–. A mí me habría gustado tener tu edad. Este gobierno es relindo. Yo y tu padre hemos trabajado veintitantos años para vivir estos momentos.

    –Ya, puh mamá. ¿A quién tratas de convencer? –reclamó Julio.

    –Está bien. Está bien. Es que me apasiono. Mira que el tiempo está pasando muy rápido.

    –Así es –conjeturó Julio

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