Cuentan que, analizando la situación caótica que imperaba en Nicaragua allá por los años treinta del pasado siglo, el presidente norteamericano comentó con sus colaboradores: “Efectivamente, Somoza es un hijo de puta, pero, ¡ay!, es nuestro hijo de puta”. Estados Unidos acababa de entregar el poder, después de varios años de intervención, dejando como garantía a la Guardia Nacional, un cuerpo creado en aquella etapa, que, en la práctica, era la institución que controlaba el poder.
En medio de una gran confusión política y social, enseguida se alzó con el control de todos los resortes el déspota latifundista Anastasio Somoza García, dócil a las instrucciones que llegaban desde Washington. Somoza inauguró la dinastía que gobernó Nicaragua con puño de hierro durante más cuatro décadas, entremezclando siempre la actividad política con la gestión de una fortuna personal que no paraba de aumentar.
Algunas veces, para deshacer dudas, solía decir: “Es que Nicaragua es mía”. Nadie lo dudaba. Todas las vicisitudes protagonizadas por la dinastía, prolongada por sus hijos Luis y Anastasio Somoza Debayle, discurrieron vinculadas al recuerdo de su padre, que gobernó entre los años 1937 y 1947, en un