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La historia de Quince
La historia de Quince
La historia de Quince
Libro electrónico220 páginas3 horas

La historia de Quince

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México (1926). Estalla la Guerra Cristera y cientos de hombres forman ejércitos para luchar contra las órdenes de Plutarco Elías Calles. Entre ellos se encuentra Víctor Camilo, un soldado del Quinceavo Regimiento del Señor, comandado por el General Roberto Romero. A los cuales se les ha asignado la misión de trasladar y proteger la antigua reliquia de Villa Coyote. Sin embargo, su viaje se verá interrumpido por varios cuestionamientos (éticos, espirituales y físicos) y, sobre todo, una extraña catacumba. Basada en la leyenda de Victoriano Ramírez.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 oct 2023
ISBN9788411812689
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    La historia de Quince - Johnnathan Garibelt

    1500.jpg

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Johnnathan Garibelt

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1181-268-9

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

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    .

    A todos mis amigos y conocidos que me apoyaron y

    alentaron a seguir mi sueño en la escritura.

    Papel estraza

    La música suena a todo volumen, cientos de personas festejan bailando, tomando y gozando de los placeres mundanos. El pulque de diferentes sabores se pasa de mesa en mesa, conviviendo con varios soldados del regimiento.

    En una esquina, apartado de todas las personas, un hombre bebe de un tarro lleno de agua. Su cara, marcada por múltiples cicatrices y ojeras, le da una apariencia vieja. Su boca inexpresiva balbucea algunas palabras, y mientras que en su mano izquierda se posa un puro bastante ancho, exhala humo.

    Agachado y ensimismado, observa la hoja de papel estraza; sobre su mano derecha baila una pluma, pero su mirada yace perdida.

    «Beber, tomar, beber, tomar,

    dar vuelta a la pluma, beber, tomar… ».

    Un fuerte impacto abre la puerta derrumbándola de un solo golpe. Varios soldados de uniforme café con cintas de cuero irrumpen en el bar. La música se detiene y la gente corre tirando vasos, platos y mesas.

    —¡Corran! ¡Los federales han llegado!

    Los soldados del regimiento se apresuran hacia sus armas. Con sus callosas y deterioradas manos toman sus fusiles e intentan frenar el avance de los federales, aunque quizás la batalla acabe antes de empezar. Un joven pero deteriorado soldado corre hacia el hombre en la esquina y le grita:

    —¡General! ¡¿Qué hacemos?! ¡Por favor, general, responda!

    El hombre, aún inmerso en sus pensamientos, se levanta de su silla.

    «Escuchar, mirar, sobrevivir».

    —Lo he acabado.

    Sin mirar al soldado, el general Quince toma su viejo rifle y azota el puro sobre el papel donde la ceniza cae en el rugoso y gastado escrito. Una letra tosca y saltona deja leer lo siguiente:

    Antiguas balas de un lugar que no recuerdo retumban en forma de grandes explosiones.

    Imágenes de guerra llegan a mis ojos, la vibración de mi rifle hace temblar mis manos; pero se encuentran vacías.

    Gritos y voces resuenan en mis oídos, voces que nunca serán escuchados por algo más que un 20/20.

    Una gota de sudor recorre mi sien, refresca mi cuerpo, pero no mi alma.

    He perdido la capacidad de expresarme con palabras y he dejado que mis acciones hablen por mí. Si alguien se enterara, no creería lo que fui.

    Encerrado en mi mente, aún vive el miedo a morir y solo unas palabras puedo decir:

    Cuando te des cuenta, ya serás todo un maestro.

    Segunda oportunidad

    Fuertes gritos de dolor se hicieron presentes. Una antigua y desgastada casa luchaba por permanecer en pie (la mayoría de edificaciones a su alrededor fueron abatidas por varios años de guerra). Tenía grandes, pequeños y medianos hoyos sobre la fachada amarilla (o al menos un color muy parecido); las ventanas eran prácticamente inexistentes, pero las cortinas aún tapaban los rayos del sol. Sobre los abandonados y lúgubres cuartos se escuchaba a un hombre gritando. Cuando la calma volvió a reinar, fue interrumpida por aullidos de dolor… Cuartos descuidados, juguetes de madera, cazuelas y ollas de barro decoraban el piso.

    Debajo de las escaleras había una pequeña puerta, origen de todo el ruido.

    —¡Traidor! ¡Eso es lo que eres!

    En un pequeño sótano se encontraban dos hombres y un chico: el primero de ellos, grande y corpulento, caminaba sobre el viejo piso de madera. Con su mano derecha sostenía un pedazo de cuero que usaba como látigo pegándole al piso. El segundo hombre, alto y delgado, se limitó a observar al muchacho que tenía enfrente.

    —¡No soy un traidor!

    Un chico, de escasos dieciocho o diecinueve años, estaba atado en una silla de madera. La cuerda que amarraba sus pies y manos era tan rígida que se podía ver el corte de la circulación sanguínea.

    —Eso es lo que diría un traidor. ¡Maldito traidor!

    El corpulento hombre volvió a azotar al muchacho y este soltó otro aullido de dolor que se extendió por toda la vieja casa.

    —Por favor. Basta. Me duele.

    La cabeza del chico se agachó, su cuello estaba repleto de marcas y sangre.

    —¡Ah! ¿Conque te duele, eh? ¿Qué te parece, Romero? ¡A nuestro pequeño traidor le duele el castigo! —El corpulento hombre alzó un poco la cabeza, haciendo sonidos extraños con su garganta para finalmente escupir en la cara y cuerpo del muchacho—. ¡Me da asco!

    —¡Gorostieta! ¡Ya basta!

    Ambos hombres se quedaron viéndose entre sí por unos segundos. A pesar de no ser viejos de edad, lucían cansados. Sobre sus rostros se dibujaban múltiples líneas de agotamiento, ojeras y canas que cubrían las sienes y las orejas.

    —¡Se supone que este es un interrogatorio! ¡No una penitencia!

    —¡Vamos, Romero! No esperarás únicamente interrogar a un mugre traidor, ¿o sí? ¿Qué tiene que ofrecer un hombre que intenta huir de las filas de Dios?

    Romero miró de reojo a Gorostieta antes de dar un paso hacia el chico.

    —Alza la cabeza, soldado. —Romero le dirigió la palabra, pero este no respondió—. ¡Dije que…!

    —¡Alzara la cabeza! ¡Lo escuché la primera vez!

    Los ojos de aquel muchacho se encontraban cubiertos de lágrimas como su cuerpo en sangre. Sin embargo, eso no fue lo que espantó al general Romero. La mirada del chico dejaba ver un inmenso odio y desdén hacia la vida. Las líneas laterales de sus ojos lucían más marcadas que nunca y parecía que las venas de la sien estaban a pocos segundos de estallar.

    —Tu nombre completo, soldado.

    El tosco general volvía a dirigirle la palabra. El muchacho, consciente de la mirada que acababa de hacer, desvió la vista y con voz cortada alcanzó a decir:

    —Víctor Alfonsino Camilo de Mendoza.

    —¡Ja! Otro Camilo. —Gorostieta dio media vuelta y azotó el látigo contra el suelo otra vez—. Debí habérmelo imaginado.

    —¿Sabes por qué te trajimos aquí, hijo? —El general Romero, ignorando las palabras de su compañero, se inclinó a la misma altura que el joven—. Lo sabes, ¿no es así?

    Víctor no respondió.

    —Cuando un superior te da una orden… —dijo Gorostieta dándose la vuelta de nuevo y caminó un par de pasos hasta llegar frente a Víctor, justo para acertarle otro fuerte latigazo en su torso—, ¡tú debes responderle!

    —¡AHHHHHHHHHH!

    El aullido del chico hizo eco por toda la casa, recorriendo cuartos y pasillos.

    —Tenía miedo. No quiero estar en esta guerra.

    Romero miró con enojo a Gorostieta y antes de poder dirigirle otra palabra, un extraño sonido se hizo presente: el de agua cayendo al suelo. Ambos hombres se miraron entre ellos en señal de espanto.

    —¡Es imposible! Este pueblo quedó desolado por la Revolución hace más de cinco años. Nadie vive aquí desde entonces.

    El sonido se fue apaciguando hasta volverse apenas audible; ya no era un chorro de agua, parecía más bien un par de goteos a destiempo. Gorostieta miró al chico atado frente a él y, agachándose un poco, pudo deducir con facilidad el origen de aquel sonido.

    —Ja, ja, ja, ja, ja. ¡Mira esto, Romero! Nuestro traidor favorito se acaba de mear.

    Gorostieta se carcajeó poniendo sus gruesas y nudosas manos sobre su barriga. Por su parte, Romero observó cómo el chico seguía llorando: tenía la cabeza baja sobre su torso y el agua caía desde sus ojos hasta el suelo, confundiéndose con el charco de color amarillo.

    —Solo necesitamos saber por qué diablos intentaste desertar.

    El muchacho, con la cara llena de lágrimas y mocos, alzó la cabeza hasta poder ver a Romero.

    —Por dios, soldado…

    —Pierdes tu tiempo, Romero. —Gorostieta seguía carcajeándose, el rostro del chico le causaba aún más gracia—. Solo mírate: un frágil y débil niño. ¿Quieres ir con mami? Ja, ja, ja, ja, ja.

    El semblante del chico cambió drásticamente: por unos segundos, el odio en sus ojos volvió a espantar a Romero, pero esta vez, aquello iba dirigido hacia Gorostieta. Con las fuerzas que le quedaban, frunció los labios y lanzó un gran escupitajo sobre el general corpulento. El escupitajo logró darle en toda la cara.

    —¡Ahhh! ¡Basta de niñerías! —Con su mano libre, el general se dispuso a limpiar de mala gana la saliva en su cara—. Seas o no traidor, ¡para mí ya estás muerto!

    Gorostieta caminó hacia Víctor y le propinó una fuerte cachetada, provocando que se cayera de la silla.

    —¡Seas un traidor o no, esto no te lo voy a perdonar! ¿Sabes quién soy? —El corpulento general se acercó hasta el cuerpo tirado de Víctor y comenzó a darle varias patadas en su torso y entrepierna—. ¿Sabes quién soy? ¡Nadie trata así al general Gorostieta! ¡Nadie!

    —¡Solo quería recuperar la fotografía de mis padres!

    —¿Qué idioteces estás diciendo? —Gorostieta seguía propinándole fuertes patadas a Víctor.

    —¡Basta! —Romero se acercó para parar a su compañero—. ¿Qué fue lo que dijiste?

    Víctor empezaba a sangrar de la boca: varios hilos carmesíes emanaban de su cuerpo dejando al descubierto múltiples heridas.

    —Es lo único que me queda de ellos.

    —¡Habla claro, chico!

    —¡La fotografía de mis padres!

    Ambos hombres se quedaron atónitos ante esa respuesta.

    —¿La qué? —preguntó Gorostieta con cierto sarcasmo—. Si estás diciendo esto para que te deje de golpear, déjame decirte que te daré más fuerte hasta que te petatées.

    —¡No es una broma! Solo regresé al cuartel porque había olvidado la vieja fotografía de mis padres. Pensé que nadie me vería. ¡No hice nada malo!

    Gorostieta miró a Romero durante unos segundos y con un gesto de cabeza le ordenó traer sus cosas hasta donde estaban. La camisa y el cinturón del chico, al igual que su rifle 20/20, se encontraban colgados a pocos metros de distancia. Al regresar, el general Romero tomó un pequeño cuadrado de papel fotográfico: en él aparecían una mujer y un hombre bastante jóvenes, veintiséis o treinta años a lo mucho, y en medio de ellos, un pequeño niño con una boina.

    —¿Hablas de esto? —Romero mostró la foto a Gorostieta y a Víctor—. ¿Qué les pasó a tus padres?

    Gorostieta tomó el objeto con sus nudosas manos y lo observó por unos breves segundos antes de voltear la mirada hacia el joven soldado.

    —No lo sé. Cuando estalló la revolución de Madero en 1910, ellos se unieron a las fuerzas insurgentes. Después de eso, nunca los volví a ver.

    —¿Quieres decir que no fuiste a la oficina de correos? —Gorostieta no desvió la atención de aquella foto.

    —¡No! Solo fui al campamento provisional. ¡Es todo!

    Gorostieta miró a Romero y después a Víctor. Se encontraba enojado.

    —No puedo creer que perdí mi tiempo con un niño chillón y su tonta fotografía familiar.

    Víctor no comprendía muy bien lo que estaba pasando. Era cierto, él había ido al campamento provisional por su foto, pero desde hacía buen tiempo deseaba encontrar una oportunidad perfecta para marcharse. Hasta donde él entendía, ambos generales lo descubrieron en su intento de fuga, pero ahora no tenía ningún sentido pensar eso.

    —Bueno, Romero, aún sigue siendo parte del regimiento XV, así que te lo dejo a tu consideración. Hazle lo que quieras.

    —Aquí no hay nada más que un niño en medio de una revolución de hombres.

    —¡Baaah! Sea como sea. Ya me aburrí. Haz lo que quieras con el niño.

    Gorostieta aventó la fotografía hacia Víctor, y esta cayó a pocos centímetros de distancia de su cara. Por unos momentos, pudo observar lo roída y maltratada que estaba.

    Romero tomó su pistola, un viejo revólver de 38 mm, y le apuntó directamente a Víctor. El chico, por su parte, decidió cerrar los ojos: si fuera el final, por lo menos moriría junto al recuerdo de sus padres, personas valientes que no temían a la muerte.

    —Por favor… no me mate…

    «Por favor, quiero sobrevivir, no quiero ser asesinado en un lugar como este».

    —Un verdadero soldado no suplica clemencia. Ya deberías saberlo.

    Romero jaló el martillo de su revólver haciendo sonar el giro y traqueteo para después disparar a las ataduras del joven.

    * * *

    Los hombres hablaron por varias horas en las habitaciones de arriba. En los últimos meses, habían aumentado las tensiones entre ambos generales y sus regimientos. Un soplón estuvo pasando información a los rivales, provocando que muchas batallas, planes y lugares estratégicos se vieran mermados o, simplemente, no funcionaran de la forma planeada.

    —Las fuerzas federales tienen más recursos, más soldados adiestrados y mejor armamento. —El ancho hombre extrajo un puro del bolsillo interno de su saco—. Pero tener información sobre nuestros planes y batallas me parece una ofensa. —Sus nudosas manos comenzaron a tantear sus bolsillos hasta sacar un encendedor—. Sabes bien que un federal no es muy diferente de un cristero; ambos tenemos sangre roja y caliente, ambos respiramos aire.

    —Sí, pero ellos lo hacen por dinero y nosotros por religión.

    —¡Baaah! ¿Religión? No me vengas con esa charlatanería, Romero, ambos sabemos que si hay una mejor oportunidad de salir bien librados de este conflicto… —la habitación, víctima de varios impactos de bala, comenzaba a hacerse con el humo del general— no dudaremos en tomarla.

    —¿Esa es tu solución? —Romero enfureció. ¿Su viejo amigo del ejército sugería traicionar a Dios?— ¿Esperar a venderse al mejor postor?

    —¿Y qué quieres que haga? No quisiste someter a todos nuestros soldados a un interrogatorio. Ese chico de abajo no resultó ser un soplón, solo un cobarde. Pero te rehúsas a hacerle lo mismo a los demás

    —¡Porque no hay pruebas suficientes para hacerlo! —La tez del general Romero, a pesar de ser muy morena, se veía roja como un tomate. Su bigote empezaba a empaparse de una pesada transpiración—. Este conflicto armado lleva ya las vidas de miles de personas. —Desde la sien del furioso general cayeron gotas de sudor al piso—. ¡Sobre mis manos no correrá la sangre de otro inútil!

    Gorostieta consumió lo último de su puro, miró a su compañero con cierta confusión e ingratitud, y empezó a mover la cabeza de un lado a otro.

    —Tantos años en el servicio militar, Romero, y sigues siendo tan blando. —Con una mano agarró los restos de su puro para después tirarlos al suelo y pisarlos con su bota—. Bien, alista a tus soldados, partiremos en cuanto salga el sol. Recibirás instrucciones cuando llegues al poblado que está a las faldas de la peña, alguien te escribirá una carta.

    Con un movimiento ágil, el enorme general se giró sobre su mismo eje, pero antes de salir de la habitación, se detuvo por unos momentos.

    —Vigila de cerca a ese chico. Si es un traidor, lo ejecutas. Si es un cobarde, lo dejas, y si es un buen soldado, lo entrenas. He escuchado que sabe leer y escribir.

    Romero se quedó solo, observando a su amigo y compañero de batalla abandonar la habitación. ¿A dónde iría? No había mucho por hacer en un pueblo azotado por la guerra. Varias gotas de sudor continuaron rodando por su cara. Tiempo atrás, Romero había dejado de sentir frío o calor; ya no era consciente de su propia temperatura.

    Con paso firme y decidido, bajó por las escaleras para reunirse con el XV Regimiento del Señor. Al llegar al último tramo, pudo observar cómo

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