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El Sacerdote Inglés
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Libro electrónico573 páginas8 horas

El Sacerdote Inglés

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Una novela que presenta, de manera valiente ,como, en un pas que parece un paraso turstico,
se someten a pueblos enteros al horror de la esclavitud.

El padre Christopher jams se imagino, cuando
estuvo con la Madre Teresa de Calcuta, en la India, que poda encontrarse, en otro lugar de la tierra , un infierno peor.
Una historia que se muestra lo que se ha querido esconder en la Repblica Dominica, por siglos.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento15 ene 2013
ISBN9781463349172
El Sacerdote Inglés
Autor

Carlos Agramonte

CARLOS AGRAMONTE Estados Unidos. Nació en R.D. Durante más de 25 años se dedicó a la enseñanza universitaria, conjuntamente con su vocación de escritor; que ahora ejerce a tiempo completo. En la primera etapa de su vida de escritor la dedicó a la poesía, destacándose los títulos: Raíz, Descubriendo mi Propio Viento, Pequeña Luna, La Cotidianidad del Tiempo y El Silencio de la Palabra. Desde hace años se ha consagrado a escribir novelas de gran formato. Entre los títulos publicados se destacan: Definiendo el Color, El Monseñor de las Historias, El Generalísimo, El Sacerdote Inglés, El Regreso del Al Ándalus, Memoria de la Sombra, Secreto laberinto del amor y, Inminente ataque. Desde sus primeras novelas, las cuales obtuvieron buena acogida por parte del público, Carlos Agramonte demostró que dominaba el género y se revelaba con una gran imaginación. Sus novelas han provocado los más calificados elogios por parte de sus fieles lectores.

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    El Sacerdote Inglés - Carlos Agramonte

    Copyright © 2013 por Carlos Agramonte.

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.:     2013900124

    ISBN:                      Tapa Blanda                                               978-1-4633-4918-9

                                      Libro Electrónico                                     978-1-4633-4917-2

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor o son usados de manera ficticia, y cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, acontecimientos, o lugares es pura coincidencia.

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    ventas@palibrio.com

    438984

    CARLOS

    AGRAMONTE

    EL SACERDOTE INGLES

    ÍNDICE GENERAL

    CAPÍTULO I

    . 1

    . 2

    CAPÍTULO II

    CAPÍTULO III

    CAPÍTULO IV

    CAPÍTULO V

    CAPÍTULO VI

    CAPÍTULO VII

    . 1

    . 2

    CAPÍTULO VIII

    . 1

    . 2

    . 3

    CAPÍTULO IX

    . 1

    . 2

    . 3

    CAPÍTULO X

    . 1

    . 2

    . 3

    CAPÍTULO XI

    . 1

    . 2

    . 3

    . 4

    CAPÍTULO XII

    . 1

    . 2

    CAPÍTULO XIII

    . 1

    . 2

    CAPÍTULO XIV

    . 1

    . 2

    . 3

    . 4

    CAPÍTULO XV

    . 1

    . 2

    . 3

    . 4

    . 5

    CAPÍTULO XVI

    . 1

    . 2

    . 3

    . 4

    CAPÍTULO XVII

    . 1

    . 2

    . 3

    . 4

    Al padre Christopher Hartley Sartorius

    Por mostrarnos el amor divino en su apostolado con los más pobres

    CAPÍTULO I

    1

    E l padre Christopher O’Conor miró su reloj pulsera y una arruga se marcó en su frente. Había llegado el mediodía y el acto de inauguración, programado por el Gobierno de la República, no se iniciaba. El calor era sofocante y el aire era caliente y detenido. Ni una sola hoja de los árboles, que rodeaban la tarima, se movía. Se rascó las tupidas barbas negras que le cubrían casi todo el rostro; su color blanco adquiría un color dorado; el color negro de su vestimenta le producía más calor. Por más de una ocasión, pensó en marcharse del lugar. No era justo que una actividad que estaba pautada para ser realizada a las 9:00 de la mañana, tuviera una tardanza tan prolongada. Pero reflexionaba y se convencía de que no podía perder la única oportunidad que tendría para denunciar el estado de miseria y esclavitud en que había encontrado los bateyes del ingenio Hermanos Colón. Se hizo el propósito de permanecer en el lugar, aunque se deshidratara. Había tenido un tiempo buscando una entrevista con el presidente de la República y no podía perder la oportunidad que le brindaba la ocasión. Desde que conoció la situación de miseria en que vivían los cortadores de caña, se propuso lograr una reunión con el Presidente, y nunca pudo lograrlo. Pensaba que el Presidente no estaba informado del sistema esclavista que se aplicaba en los bateyes cañeros, y que debía decírselo para que pudiera tomar algunos correctivos, obligando a los dueños del ingenio Hermanos Colón a aplicar un sistema humano en su relación con los trabajadores. Soportaría el infernal calor; pero esperaría la llegada del primer mandatario de la nación.

    La tarima era un gran cobertizo de madera, techado de planchas de zinc, lo que duplicaba el calor. En el frente de la tarima, y sometido al cruento sol, que los quemaba, una pequeña multitud,—muchos de los cuales fueron transportados desde otros lugares—, esperaba la llegada del presidente de la República. La razón de la convocatoria era para inaugurar una media docena de pequeñas e insignificantes obras en toda la provincia. En el propio batey Gautier era muy poca cosa lo que se había realizado. Se decidió ese lugar porque estaba muy próximo a la carretera regional y el Presidente no tendría que internarse por el inmenso cañaveral. Algunos altos funcionarios habían llegado y esperaban pacientemente, sin chistar, la llegada de la persona más importante del acto. Vestido con traje de gabardina inglesa y de corte de modistos europeos, los funcionarios se paseaban con ínfulas por el lugar.

    Desde la tarima se podía contemplar el inmenso cañaveral, que la vista no lograba encontrarle el fin. Dentro del enorme territorio verde, yacían, muertas de hambre, miles de personas.

    El sacerdote estaba tan ensimismado y molesto que no se percató que se aproximaba una caravana de automóviles, de los más costosos del momento, hasta el lugar. Un cerrado aplauso y el griterío, de alegría, de los presentes por la llegada del Presidente, lo despertó. Observó cómo todos los presentes, que estaban en la tarima de honor, se sentaban a lo largo de una mesa. En la parte posterior del Presidente, un comando militar le resguardaba la espalda. Sintió una desazón por lo que estaba ocurriendo. En el centro, y sentado en un asiento especial, estaba el presidente de la República. Era un hombre joven, de menos de cincuenta años y con el cabello crespo, y de un color negro que parecía artificial. Lucía el cabello con una especie de afro, cortado a media tijera; el rostro, con una piel áspera y un color marrón claro, que parecía retocado por un maquillista. Inmediatamente se sentó el Presidente, comenzó el desarrollo del acto. Parecía que no querían durar mucho tiempo en el lugar. Tenían prisa.

    —Para iniciar el acto, le cedemos la palabra al sacerdote Christopher O’Conor, párroco de la iglesia San José de El Llano—dijo el locutor oficial sin percatarse de la presencia del sacerdote—, quien bendecirá las obras que entrega el señor Presidente a la comunidad de la provincia Macorís del Mar.

    Christopher se levantó del asiento y caminó hasta el pódium donde estaba el micrófono. El grupo de personas que colmaba la tarima le abrió paso. Era la costumbre que el sacerdote del lugar bendijera las obras que inauguraba el Presidente. Sacó un papel donde tenía escrito un pequeño discurso. Los funcionarios y el Presidente, al verlo sacar un papel, lo miraron con extrañeza. Parecía que no tenían tiempo para oír nada más que una simple bendición de los labios del sacerdote y que éste se retire del lugar. Ésa era su única función: hacer el ritual de una bendición, frente a una multitud que no le importaba la palabra de Dios. Christopher, sin mirar la mesa principal, se colocó la estola. Cerró los ojos e imploró fuerzas al Señor. Después observó a todos y cada uno de los funcionarios que estaban sentados a continuación del jefe del Estado.

    La multitud mantenía un bullicio consistente y, de vez en cuando, algunas voces aisladas aclamaban al Presidente. En la parte más lejana, una solitaria pancarta solicitaba un favor personal.

    —Señor, Presidente—dijo el padre Christopher, dirigiéndose al doctor Fernando de León, presidente de la República—, usted está en la antesala del infierno, quiera usted creerlo o no. En ese inmenso cañaveral vive gente que no tiene Presidente, sino esclavistas.

    La multitud que se mantenía bulliciosa, comenzó a hacer un silencio temeroso. Las primeras palabras del sacerdote parecía que habían sido una ofensa al primer mandatario. El Presidente miró a la secretaria de Estado de la Presidencia, que estaba sentada a su izquierda, con una turbación inicial en la mirada. Lo que estaba escuchando era un irrespeto a su investidura, parecía decir con el gesto que reflejaba en la cara.

    —Mire a su alrededor y vea estas extensiones interminables de caña, que han florecido abonadas por la sangre, el sudor y las lágrimas de pobres trabajadores cañeros, dominicanos y haitianos a la par. En estos campos de caña, antes de nosotros llegar, ni siquiera la iglesia podía llevar una bendición a estos pobres hijos de Dios, porque la familia Vittini, dueña del ingenio Hermanos Colón, no permitían que se construyera una capilla en su territorio. Han proscrito la salvación del alma de estos hermanos, por su afán de enriquecerse insaciablemente. Ese territorio que está a su vista es donde malviven los trabajadores de la caña que tienen como objetivo milagroso, obtener un pedazo de pan para sobrevivir en el fango y la insalubridad.

    El sacerdote hizo una pausa en el discurso y observó el rostro del Presidente. Parecía molesto e incómodo. Su mirada estaba instalada en la distancia; pero muy lejos del cañaveral que le refería. Christopher sintió rabia, al percibir que no le escuchaban. Que sus palabras eran una molestia. Aquel joven Presidente no deseaba escucharlo; no quería que le hablaran de esa parte del país, que parecía que no le interesaba gobernar. Soportaría las palabras del sacerdote; pero era como un suplicio al que no tenía que someterse. Él había ido al lugar a escuchar discursos laudatorios a su persona por parte de los funcionarios, y no una acción tan desagradable como lo que estaba diciendo el párroco. Ahora se encontraba con un desconocido sacerdote que le enrostraba las deficiencias de sus funciones estatales. Se movió, molesto, en el asiento de terciopelo rojo, con ribete de color oro.

    —Estos hermanos que trabajan en las tierras del ingenio Hermanos Colón son esclavizados de la manera más ruin y perversa. No había visto en ninguna parte del mundo una situación tan horrible y lastimera. ¡Sabe, señor Presidente, que estos bateyes son más dignos de ser habitados por animales y no por hombres y mujeres! En estos lugares no existe ni siquiera una miserable letrina, y cuando se les reclama a los dueños del ingenio, contestan que para eso está el cañaveral. Por estos lugares no hay escuelas públicas ni privadas, y los pocos niños que asisten a una destartalada escuelita tienen que caminar la mitad del día para llegar. Cuando llegan, con los estómagos vacíos y sus cuerpecitos cansados, solamente pueden descansar para regresar a su miserable hogar, sin recibir el pan de la enseñanza.

    El Presidente miró al sacerdote, encarándolo. Christopher prefirió marginar la mirada. Sus manos temblaban y el papel, donde tenía escrito el discurso, parecía que caería al suelo en cualquier momento. Los militares de la seguridad del Presidente estaban tensos y lo miraban de forma intimidatoria. El cabello crespo del Presidente comenzaba, producto del calor y del sudor que tenía su cabeza, a ensortijarse. Entre los acompañantes del Presidente comenzó un susurro de rechazo a las palabras del sacerdote.

    El padre Christopher comprendió que aquel joven Presidente no tenía ningún interés en gobernar el territorio cubierto por la gramínea. Él sólo quería ser Presidente de la parte protocolar. Su gobierno no cubría aquellos territorios cultivados de caña. El Gobierno de aquellos territorios eran los amos del ingenio. Su rostro se frunció y tomó un aspecto más grave.

    —Las familias de los trabajadores viven hacinadas en unas pequeñas habitaciones, con la consiguiente falta de higiene y promiscuidad de todo tipo o simplemente no tienen más techo sobre su cabeza que el cielo estrellado que le brinda Dios. Estas familias viven confinadas en el batey y vigilados por guardacampestres, para que no puedan salir del lugar. Son verdaderos esclavos en el último lustro del siglo XX—continuó diciendo el sacerdote—. Ese inmenso cañaveral es más duro que el verdadero infierno. Los habitantes de estos bateyes no tienen derecho ni a morir con dignidad. Cuando mueren son tirados como animales, en el mejor de los casos, en una caja de desperdicios de algún producto traído del exterior, le sirve como ataúd. Muchas veces me he preguntado qué tipo de hombres son éstos que son capaces de someter brutalmente a sus semejantes a la más cruel de las dictaduras. Aquéllos que viven en los bateyes han sido tan aniquilados que ni siquiera saben que son seres humanos.

    Las manos del Presidente no se estaban quietas. Estaba desesperado por que el sacerdote terminara de hablar; ya no quería ni la bendición. Se lamentaba de que los funcionarios, organizadores del evento, no se hubiesen percatado del sacerdote que utilizarían para el acto protocolar.

    La multitud comenzó a aplaudir para que el sacerdote concluyera. Uno de los funcionarios había dado la orden de que se interrumpiera el discurso, al notar lo importunado que estaba el jefe del Estado. Christopher seguía ensimismado en sus palabras. Sabía que ésa era la única oportunidad que tendría, en la República Dominicana, para dirigirse, directamente, al presidente de la República, y no la iba a desperdiciar. Seguiría hablando hasta terminar su discurso. Un general del Ejército Nacional, con una cara de poco amigo, se le aproximó y le exigió que concluyera. Miró la expresión del oficial y percibió que debía concluir con su presentación, aunque no terminara el discurso. Solamente atinó a levantar la mano derecha:

    —Bendigo las obras en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

    Un edecán del Presidente le señaló que el Gobernante lo esperaba para saludarle. Se sorprendió por la actitud. Caminó por un pasillo que le formaron los militares de la Seguridad y llegó hasta donde estaba el Presidente. Extendió la mano y le saludó, buscando su mirada, que no encontró.

    —Muchas gracias, padre—dijo lacónicamente el Primer Magistrado y se sentó, dando la espalda, sin esperar la contestación del sacerdote. Era el protocolo que cumplía.

    El padre Christopher bajó de la tarima, casi empujado por los funcionarios y militares. Caminó hasta su coche, que estaba parqueado muy lejos de los de la comitiva oficial. Se sentó y tocó el volante, con sus manos nerviosas. Sus manos le temblaban. Movió la llave del encendido, y el coche comenzó a internarse en el inmenso cañaveral. Estaba comenzando su misión en los territorios cañeros; pero no tenía la más remota idea del infierno que le esperaba. Hasta ese momento, solamente había visto el drama terrible que vivían los cortadores de caña; pero no sospechaba que lo que le esperaba a él era peor.

    2

    Una fina llovizna caía sobre el gran bosque de caña que parecía que no tenía fin a lo largo de la inmensa llanura. El limpiavidrios del taxi que conducía a Robert Barkley hasta la pequeña ciudad El Llano, con sus movimientos intermitentes dejaba ver el verde intenso de la gramínea de donde se extrae el azúcar. El camino desnudo, de un caliche amarillento, debido a la lluvia hacía que el automóvil resbalara e impedía que pudiera tomar velocidad. Desde que salió del aeropuerto internacional sólo había visto el inmenso bosque de matas de caña y algunas casas aisladas. Miró su reloj y se dio cuenta que tenía la hora de Londres.

    —¿Qué hora es?—preguntó mirando al chofer, con su español de aprendiz.

    —Seis y media—dijo lacónicamente el conductor.

    —¿Qué día es hoy?—volvió a preguntar.

    Estaba desorientado. No sabía qué diferencia de horario había con Inglaterra.

    El chofer del taxi giró la cabeza por un instante para mirar el rostro de Robert con una ligera mueca de disgusto. Sintió la pregunta impertinente.

    La tortuosidad del camino parecía que desarmaría el automóvil. Era un carro Chevrolet del año 1984.

    —Estamos a cinco de mayo del año 2000—contestó en un tono como si no quisiera que le volvieran a dirigir la palabra. La persistente llovizna y al lugar donde llevaba a su pasajero no le provocaban ninguna alegría. Su rostro parecía contrariado. Era un hombre de color oscuro y de unos treinta años de edad; de contextura física fuerte y cabello lacio; de nariz breve y rostro redondo. Sus manos se mantenían aferradas al volante.

    El viaje se hacía largo y tortuoso. Robert Barkley había llegado desde Londres, la capital de Inglaterra, para ayudar como misionero en los trabajos sociales que se realizaban en la parroquia San José del municipio El Llano. Era médico de profesión y pertenecía a la Red Internacional de Solidaridad de Médicos Católicos. Era un hombre blanco, de 32 años de edad; cabello rubio y de ojos azules; de cuerpo atlético y de rostro cuadrado; sus cejas eran tan rubias que no se le notaban en el rostro; su nariz perfilada y su piel tenía algunas pintitas oscuras. Había elegido a la parroquia ubicada en el municipio El Llano para llevar a cabo su misión de solidaridad por seis meses. Seleccionó a la República Dominicana, ubicada en el centro del Caribe, porque le permitiría hacer sus labores de solidaridad y poder disfrutar del sol, las playas, los hoteles y el paisaje caribeño. Siempre quiso pasarse unas vacaciones en el tropical ambiente del Caribe, pero no había podido, y ahora lo haría.

    El chaparrón que caía había menguado y la visibilidad era mejor a través del cristal del vehículo. Los últimos rayos de sol desaparecían con un arco iris que se observaba en la distancia. Comenzaba a anochecer. Robert Barkley dejó que sus pensamientos regresaran a la ciudad de Londres. Se había dedicado tanto a las labores del hospital y a los trabajos sociales que nunca tuvo tiempo para buscar la mujer que compartiera su vida y le diera hijos. Sus padres siempre habían soñado con que le llevara una esposa y nietos con los cuales compartir sus vidas de retirados. No habían tenido la oportunidad de tener nietos para consentirlos. A veces creía que había inscrito su nombre para la misión, como una forma de alejarse de la ciudad de Londres, donde su vida se volvía una rutina asfixiante. Trataría de pasar los seis meses de la misión sin mayores novedades y regresaría a la capital del Imperio Británico para ocuparse de buscar una mujer para tener sus hijos. Estaba pendiente de una compañera de trabajo con la cual había establecido una buena relación de amistad; ella era su primera candidata. La conocía muy bien. Era hija de una buena familia; era una profesional competente y compaginaban muy bien en todos los temas que trataban. Nunca le había insinuado nada, pero sabía que ella lo había deseado, en algunas oportunidades. <

    —Hemos llegado—escuchó que dijo el conductor del taxi cuando detenía el automóvil. Estaba tan ensimismado en sus pensamientos que no se percató que habían llegado a la pequeña población y que estaban en el frente de una pequeña casa construida de hormigón armado y de techo a dos aguas. Cuando se desmontó, el chofer ya le había colocado el equipaje en la acera. Casi no tuvo tiempo para dirigirle la palabra cuando el automóvil arrancó y lo dejó en el frente de la casa que estaba ubicada en la parte posterior de la iglesia. La lluvia había cesado totalmente. La noche comenzaba a depositar sus sombras sobre todo el territorio azucarero. Tomó las maletas y llegó hasta la puerta de la casa. Tocó dos veces. No pasó un minuto cuando la puerta se abrió y, una monja de ojos claros y hábito negro, le sonrió con dulzura. En el primer momento, se miraron, como si se trataran de reconocer. Los dos, por un instante, permanecieron callados.

    —¿Usted es el doctor Robert Barkley?—preguntó mientras abría totalmente la puerta.

    Los ojos claros, de un azul pálido, de la religiosa lo intimidaron.

    —Sí, señora—dijo extendiendo la mano y recibiendo las delicadas manos de la religiosa—. ¿Aquí es dónde vive el padre Christopher O’Conor?—preguntó como un autómata.

    Se inclinó para tomar dos de las maletas e intentó entrarlas a la residencia.

    —Aquí es donde vive el padre Christopher—afirmó la monja—. Déjeme ayudarlo a entrar las maletas—dijo tomando uno de los equipajes de Robert—. Estoy sola en este momento en la casa, porque el padre y una de las hermanas están en un batey asistiendo a unos ancianos que se están muriendo. En estas épocas de lluvia, cuando las temperaturas bajan un poco, se mueren los más viejos y débiles—comentó con su español dependiente del idioma inglés.

    Robert permanecía en silencio mientras entraba su equipaje, con la ayuda de la religiosa. Después, un poco cansado, se sentó en un mueble de madera con dos cojines de telas de color crema. Miró la pequeña sala de recibo. Era una pequeña sala-comedor, que sólo cabía un pequeño juego de mueble de tres piezas; estaba pintada de color marfil y decorado con algunos detalles religiosos. El lugar era escasamente vivible. Las limitaciones de espacio eran evidentes.

    —¿Cuál es su nombre, hermana?—cuestionó mirándola a los ojos. Estaba vestida con el hábito sencillo de la orden. Su cabeza estaba tocada por un pañuelo de color negro con borde blanco. Sus ojos eran azules y su nariz perfilada; su rostro tenía un aspecto de timidez y su mirada era mansa; de contextura física frágil y de movimientos rápidos; su rostro tenía la belleza de lo sagrado. Era muy linda. Se estremeció por el pensamiento que cruzó por su mente. Nunca había visto belleza en el rostro de una monja. Se persignó, buscando el perdón divino.

    —Perdóneme por no presentarme. Soy, Sor Margaret… Margaret Wilson—dijo con cierta tartamudez en la voz.

    —¿Usted es inglesa?—preguntó, por el acento que tenía al hablar el idioma de Cervantes. No había tenido noticia de que otros religiosos de Inglaterra estuvieran acompañando al padre Christopher, en la misión, que sí sabía que era inglés.

    —Nací en las afueras de Londres y soy de la orden de las Carmelitas. El padre Christopher me ha dicho que usted es, también, inglés. Me alegro que haya venido a cooperar con la obra que estamos realizando en estas comunidades. Nos será de mucha ayuda.

    —Soy inglés. ¿Tiene mucho tiempo en este país?—continuó cuestionando mientras se quitaba la chaqueta de color crema con cuadritos azules.

    —No tengo mucho tiempo. Apenas tengo un año en la misión. La orden me ha enviado para ayudar al padre Christopher en su misión pastoral y, en su trabajo social, con los trabajadores de la caña. Estoy segura de que los pobladores les llamaran El Médico Inglés; al padre Christopher le llaman El Sacerdote Inglés. Ellos no saben pronunciar muy bien los nombres de otro idioma y le ponen un nombre en su idioma.

    —No puede tener mucho tiempo de monja. Usted es muy joven.

    Margaret se ruborizó por las palabras, el tono y la mirada que hizo Robert. Su rostro cambió con una leve turbación.

    —Ésta es mi primera misión fuera de Inglaterra. Tengo dos años de ordenada. Este año que he pasado acompañando al padre Christopher ha sido muy intenso. La labor pastoral y la capacidad del trabajo del Sacerdote Inglés, es extraordinaria. Esta experiencia solamente es para los llamados por el Señor a vivir un calvario. Trabajar aquí es dedicarse hasta el agotamiento final del cuerpo. Christopher es un gran hombre de Dios. Está desarrollando una gran obra para la gracia y la gloria de nuestro Señor Jesucristo. No conozco a ningún otro sacerdote que cumpla el mandato de Jesús, de servir a los pobres, como Christopher.

    Robert la miró con detenimiento. Algo de aquella monja no le era totalmente desconocido. Se sintió mal consigo mismo. Aquella religiosa que había conocido hacía algunos minutos no le inspiraba el sentido de lo sagrado.

    —Espero poder ayudar la misión. Conozco y aprecio el trabajo que están haciendo todos los misioneros por estas tierras. Sor, si no damos algo nosotros, nunca recibiremos nada—dijo mientras trataba de acomodarse el cabello y tomando una postura de devoción.

    —Vamos a esperar al padre Christopher para cenar. No creo que tarde mucho tiempo; ya debieron regresar.

    No había terminado de hablar cuando se escuchó detenerse un vehículo que entraba a la marquesina de la pequeña casa.

    Se hizo un breve silencio, hasta que cesó el ruido del motor del vehículo.

    —¡Llegó el padre Christopher!—comentó la monja y caminó hasta la puerta.

    Robert se levantó y caminó, también, hasta la marquesina. La noche había caído sobre la pequeña ciudad. Una bombilla iluminaba a los que llegaban en una camioneta de doble cabina. Un hombre alto, de color blanco, con el rostro enrojecido por el sol y los pantalones enlodados, que parecían que eran de color negro como la camisa, se desmontaba del vehículo. Sólo el levantacuello blanco lo identificaba como sacerdote. Parecía un obrero que salía de una mina de carbón. Era el padre Christopher O’Conor. Venía en compañía de una misionera y un joven ayudante de la parroquia. Traía el rostro marcado por el cansancio, por la larga jornada de trabajo. Sus grandes ojos claros mostraban una alegría abatida.

    —Soy el doctor Roberto Barkley—dijo extendiendo la mano cuando el sacerdote se aproximaba—. ¿Usted es El Sacerdote Inglés, de los bateyes cañeros?—cuestionó esbozando una sonrisa de simpatía.

    —Padre Christopher O’Conor, para servirle. Deseaba irlo a buscar al aeropuerto, pero me fue imposible con el trabajo que tenemos aquí en la comunidad. Es demasiado trabajo y somos muy pocos en la misión. He tenido que asistir a cuatro ancianos moribundos en tres bateyes diferentes y distantes. Estoy molido del trabajo del día. Me alegro mucho de su llegada. Tenemos mucha falta de personal para realizar el trabajo que tenemos en la misión. ¡Bienvenido a una de las rutas dolorosas del Señor!

    Robert contempló al joven sacerdote con cierta incredulidad. Este hombre trabaja hasta el cansancio entre los habitantes de aquellas empobrecidas comarcas. Parecía que era mucho trabajo para un solo sacerdote. Le era extraño que le hablaran de moribundos y no de enfermos. Había venido a curar a enfermos, no a dar extremaunción a enfermos terminales.

    El Sacerdote Inglés miró detenidamente al joven galeno inglés que había llegado esa noche lluviosa al centro de la misión. Sus cabellos cuidados y su piel blanca como la leche; sus manos, con las uñas arregladas; su porte de actor de cine; su chaqueta de modisto reconocido y sus calzados brillantes, sólo con algunas manchas del agua sucia, cuando se desmontó del taxi, daba la impresión de que no era llamado a realizar el trabajo duro que le esperaba. Sintió que el señorito que había llegado no era el hombre que estaba esperando para que lo ayudara a cargar con aquel enorme trabajo que le había signado el propio Dios. Tenía que prepararse para verlo marchar en poco tiempo. Sólo un milagro del Señor podía hacer que cumpliera con la misión, durante seis meses.

    —¿De qué se mueren los ancianos?—cuestionó inquieto—. ¿Qué enfermedad le diagnosticaron en el hospital?

    —De la misma enfermedad que se mueren la mayoría de los niños en los bateyes: de hambre. La mayor enfermedad de la que mueren los cortadores de caña es el hambre. Usted va a conocer el peor lugar que existe sobre la faz de la tierra.

    El joven galeno sintió un estremecimiento. No tenía dudas de que no sabía a donde había llegado a servir como misionero médico católico. Las palabras del Sacerdote Inglés no dejaban lugar a ninguna duda. Conocía palmo a palmo de lo que hablaba.

    —Usted nos será de mucha utilidad en la misión. Estoy esperando una cooperación de una institución de España para construir un asilo para los ancianos cortadores de caña. Recogeré a los ancianos para darles algunos meses o años de tranquilidad y comida antes de morir.

    —Pero, padre Christopher, ¿esos ancianos no han trabajado toda su vida en el corte de la caña? Deben tener recursos para pasar sus últimos años de vida con ciertas condiciones de sosiego. Además, deben tener una jubilación que les asegure su alimentación y su vivienda en condiciones decorosas.

    El padre Christopher O’Conor miró al joven galeno inglés. Sabía que había estudiado en Londres, y era la primera vez que visitaba a un país pobre. Toda su lógica de pensamiento era definida, según la vida que había llevado en la capital del imperio de Gran Bretaña. El Señor lo había colocado en el mismo camino del calvario. Estaba seguro de que si permanecía seis meses en la misión, su vida sería otra para siempre. No tenía la más remota idea de la situación en que nacen, viven y mueren los cortadores de caña. Él conoce el primer mundo, pero no conoce el último mundo.

    —Aquí, a donde usted ha llegado, la vida no tiene el mismo valor que tiene en Londres. Se enterará por sus propios medios de la situación en que viven los habitantes de los bateyes, poblados por los cortadores de cañas y sus familias. Yo estuve con la Madre Teresa de Calcuta, en la India; pero le aseguro que la situación de los trabajadores cañeros es más dura que los enfermos terminales de las calles de Calcuta. Estoy muy cansado—dijo haciendo un gesto de agotamiento—. Me iré a bañar y después cenaremos. Bienvenido a la misión de la parroquia San José, del municipio El Llano. Ella es sor Cristina Forero, y él es Martín Almonte, un ayudante de la misión. La hermana es española, y Martín Almonte es dominicano. Martín lo ayudará a llevar su equipaje hasta su habitación.

    Robert Barkley se quedó un poco anonadado por las palabras del religioso.

    El sacerdote se levantó y caminó limpiándose un poco de lodo que tenía en las espesas barbas encanecidas que le poblaban el rostro. Roberto Barkley lo miró entrar a la habitación que estaba muy cerca de la sala de recibo. Miró a Margaret con una mirada extraña. Martín le hizo una seña y le indicó el camino que debía seguir para llegar hasta la habitación que le tenían reservada. Se levantó pesadamente, a pesar de ser un hombre atlético. Las palabras del sacerdote parecían hacer impacto en su estado de ánimo, pues había cambiado. El panorama no le mostraba un buen porvenir; pero ya no tenía otra alternativa que dejar que pasara el tiempo, y después, regresar a Londres, a su trabajo cotidiano en el hospital Central y volver a vivir la vida londinense. Estaba confuso. Esperaría que llegara el nuevo día para conocer, con sus propios ojos, todo el panorama que le había presentado El Sacerdote Inglés, sobre la realidad de los bateyes donde vivían los cortadores de caña.

    CAPÍTULO II

    S olaín Bellegarde se cubrió la cabeza con una hoja de papel periódico, para evitar mojarse, cuando corría hasta el vehículo que la esperaba en el frente del pequeño hospital del municipio El Llano. Había comenzado a caer una fina y fría llovizna. Al terminar sus labores del día, la esperaba Miguel Vásquez, su novio, para llevarla a cenar a la ciudad Macorís del Mar, ubicada a unos 45 kilómetros de distancia. Subió a la jeepeta Ford Explorer de doble tracción. Cerró la puerta y terminó en los labios de Miguel, antes de que el vehículo comenzara a moverse. El reloj marcaba las 8:00 de la noche.

    Miguel Vásquez era hijo del más rico y poderoso colono de la región. Había estudiado Ingeniería Agronómica, para continuar la tradición de la familia de cultivar grandes extensiones de caña de azúcar. De color blanco y pelo negro lacio, que con facilidad se despeinaba; con una barba fina e incipiente, a pesar de sus 28 años de edad; de seis pies de estatura y de contextura atlética; ojos claros e inquisidores; bigote poco espeso que se confundía con la barba; de nariz perfilada y cejas pronunciadas, manos fuertes y porte elegante. Había conocido a Solaín Bellegarde, cuando terminaba su carrera de Ingeniería Agronómica y ella comenzaba su carrera de Medicina.

    Desde el primer día se produjo una atracción tan fuerte que, en pocos meses, se convirtieron en novios inseparables.

    Solaín Bellegarde estaba terminando su pasantía de médico cirujano en el pequeño hospital del municipio. Había estudiado Medicina en la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra, de la ciudad Santiago de los Caballeros. Su estatura era de cinco pies y nueve pulgadas; de color de piel café con leche, como si fuera de color caoba claro; de ojos marrones y rostro sonriente; de cuerpo frágil y delicado; dentadura perfecta; sus cabellos eran muy negros y un poco duros; esbelta y de porte elegante. Era hija de una familia de comerciantes haitianos que residían en Puerto Príncipe, la capital de Haití. Toda su educación la había realizado en la República Dominicana, por lo que hablaba el idioma español como lengua materna.

    La jeepeta emprendió la marcha hacia su destino. Solaín miró extrañada a Miguel, al sentir un silencio como presagio de que algo malo estaba pasando. Le acarició la cabeza con sus suaves manos, tratando de cambiar la expresión que llevaba su novio en el rostro. Se sentía muy feliz en la compañía de su adorado novio. Todo el día había estado esperando la hora de encontrarse con Miguel para ir a cenar esa noche. Llevaban cinco años de amores y Miguel le había prometido que hablaría con sus padres para fijar la fecha de la boda. Su corazón le latía aceleradamente. La proximidad de su boda con Miguel la emocionaba tanto que no le permitía conciliar el sueño en muchas noches.

    —¿Pasa algo malo, mi amor?—cuestionó con inquietud en el timbre de la voz. Era muy extraño que Miguel estuviera callado. Su actitud fue siempre de fiesta cuando estaban juntos. Una nube sombría comenzó a posarse en su pensamiento.

    Miguel se mantenía aferrado al volante sin pronunciar palabras. A pesar del aire acondicionado del vehículo, su rostro sudada ligeramente. Mantenía los ojos muy abiertos, con la mirada fija en el camino que lo llevaba hasta la ciudad de Macorís del Mar. Se sentía extraño y contrariado. Aferró fuertemente sus manos al volante al sentir un leve temblor.

    —No podemos ir a cenar con esta actitud que tienes. Si no deseas salir a cenar, sólo tienes que devolverte y dejarme en la casa—increpó Solaín un poco molesta—. Tú no estás de humor para salir a cenar esta noche. No te preocupes, mi amor, podemos ir a cenar otro día, si estás muy preocupado—dijo en tono susurrante, buscando cambiar el ánimo de Miguel.

    Los ojos de Miguel se posaron en el rostro de la muchacha con una mirada llena de tristeza e impotencia. Solaín se estremeció, al sentir aquella mirada extraña en los ojos de su novio. Algo muy grave había sucedido. Algún acontecimiento había trastocado el carácter alegre de su joven prometido. Se estremeció, al pensar que Miguel hubiera cambiado de opinión de casarse con ella. Ella sabía que no era bien vista por la familia de Miguel. Ellos deseaban que él se casara con una de las familias asociadas en el negocio de la caña de azúcar. Su preferencia era con una de las hijas de algún rico colono de uno de los centrales azucareros del país. Pero Miguel le había demostrado un amor puro y sin dobleces. Siempre albergó el temor de que su novio no resistiera la presión de su familia y rompiera su compromiso con ella.

    —Cuando lleguemos al restaurante, tenemos que conversar un tema muy delicado y difícil de tratar. Hace algunos meses que he estado posponiéndolo, pero tenemos que conversarlo esta noche. No entiendo a las personas. A mi propia familia no la entiendo—dijo lacónicamente, como si se lamentara de la vida—. Este mundo no entiende de amor.

    Solaín le apretó las manos que tenía aferrada al volante, tratando de darle fuerza para afrontar las dificultades que se presentaban.

    Sentía que su novio flaqueaba. Parecía impotente para resolver alguna dificultad.

    —No te preocupes tanto, mi amor, cualquier problema, nuestro amor lo derribará. Estamos muy seguros de los sentimientos que nos unen. Estoy muy segura que juntos venceremos todos los obstáculos que se nos presenten en la vida. Hasta el día de hoy, nadie nos ha podido dividir, por lo que creo que no tienes por qué preocuparte tanto. Defenderemos nuestro derecho a la felicidad.

    Miguel detuvo el automóvil en la oscuridad del camino. La miró fijamente a los ojos y la besó largamente. Necesitaba del aliento de sus labios para enfrentarse a los demonios que lo acosaban. Ella se aferró a su cuello como si fuera la única forma de estar viva.

    —Te amo más que a mi vida y no deseo otra cosa que vivir toda mi vida a tu lado—dijo Miguel, abrazándola fuertemente. Ella se estremecía de felicidad y se aferraba a su cuerpo y a sus labios.

    Pasó un tiempo que nunca registró el reloj. Sus ojos cerrados crearon un paraíso.

    —Nadie me podrá separar de ti, mi amor—susurró Solaín mientras le quitaba un residuo de pintalabios que le había quedado en la comisura de los labios de Miguel.

    La jeepeta arrancó y en pocos minutos entraban a la ciudad. Llegaron al restaurante principal, del hotel Howard Johnson, el más exclusivo de la ciudad. Una mesa reservada, los esperaba. Después de pedir una botella de vino francés, de la vendimia de 1996, se miraron a los ojos, embelesados. A pesar del inmenso amor que se profesaban, algo extraño estaba en el ambiente.

    Solaín seguía inquieta. El momento se estaba enrareciendo.

    —¿Cuál es el tema desagradable que me quieres tratar?—cuestionó impacientemente—. Hablemos primero, y después, pediremos la cena.

    Sus ojos expedían una luz de cierta intranquilidad.

    Miguel la miró con una tristeza infinita. Se le hacía un nudo en la garganta para pronunciar las palabras que tenía que decir. Le tomó las manos y se las trajo hasta sus labios y las besó dos veces. Sus labios adquirieron un leve temblor.

    —No tengas ningún temor en decirme lo que tengas que decirme. Nunca haré nada que te perjudique. No importa las dificultades, en mí no encontrarás nunca una decisión que afecte a tu vida. No temas decirme lo que sea. Estoy preparada para afrontar cualquier dificultad, con tal de defender nuestro amor. Hemos vencido en el pasado y lo haremos en el futuro.

    —He hablado hoy con mi familia y le he dicho que quiero casarme contigo. Quería hacer esta cena para celebrarlo. Estoy muy seguro de los sentimientos que nos unen.

    Se hizo un silencio. Ella parpadeó, esperando que Miguel siguiera hablando. Se ponía ansiosa.

    —¿Qué te han dicho?—cuestionó, un tanto desesperada. Sus ojos, ahora, permanecían abiertos sin pestañar.

    —No aceptan que me case contigo. Me han dicho cosas tan horrorosas, que no sé qué hacer. Me dijeron que no se interpusieron hasta este momento porque creían que sólo era un embullo pasajero, pero que creían sin importancia. Creían que era sólo una relación pasajera y sin importancia. Me dijeron que lo que tenía que hacer era disfrutar el momento, y después dejarte.

    —¿Por qué se niegan a nuestro matrimonio?—siguió cuestionando, ahora con los ojos anegados de lágrimas—. Ellos no conocen a mi familia. Soy hija de una familia honorable y honrada. Ellos no me conocen; si me conocieran bien, estoy segura que cambiarían de opinión. No tengo ninguna mancha en mi vida que me haga indigna de ti. Me he conservado virgen para llegar pura al altar. Eres el único hombre que he besado, en mi vida. Estoy segura que seré una esposa digna de ti. Te honraré y te cuidaré con empeño. Sólo viviré para ti. ¿Qué es lo que ellos quieren que tenga una mujer para merecerte? No existirá en el mundo una mujer que ame más a un hombre, como te amo yo a ti.

    —Ellos te conocen muy bien. Ellos conocen todo lo que tienen que saber para no aceptarte en la familia. Saben de ti, lo que a ellos les importa. No tienen que investigar a tu familia ni a tu conducta. A ellos no les importa lo pura y buena que tú seas.

    —¿Qué conocen de mí que pueda ser deshonra para ellos? ¿Qué defecto tan terrible tengo que no me pueden aceptar en el seno de su familia? ¿Qué monstruo soy, que no soy digna de ti?—preguntaba y sus palabras comenzaban a salir con dificultad, ahogadas en la garganta. Sus ojos comenzaban a bañar su rostro de lágrimas.

    Las voces se escucharon en todo el salón y los camareros solicitaron que bajaran la voz.

    Miguel escondió, con cierta vergüenza, su mirada. No se atrevía a decirle cuál era la desgracia que ella cargaba. Pero no tenía otra alternativa que enfrentarse a la verdad. Sabía que había llegado la hora de enfrentar el monstruo que se interponía a su felicidad. Tenía que decirle lo que consideraba su familia como su peor defecto. Era horrible tener que pronunciar esas palabras. No quería herirla. Prefería la muerte antes que hacer sufrir a Solaín; pero no podía seguir viviendo una farsa.

    —Ellos conocen de ti lo suficiente para rechazarte. Ellos saben que tú eres haitiana—dijo quebrando la voz—. No aceptan que su sangre se mezcle con sangre haitiana. Prefieren cualquier cosa; menos que sus nietos sean haitianos. ¡Esos malditos prejuicios intentan acabar con nuestro amor!

    La familia de Miguel Vásquez era dueña de grandes extensiones cultivadas de caña de azúcar. Durante muchas generaciones, los obreros haitianos eran explotados inmisericordemente en el trabajo de campo. La categoría de haitiano era la de un ser humano de inferior condición. Todos los haitianos que conocían eran los labriegos que entregaban su vida por un mísero salario. Además, debo hacer constar que la República Dominicana logró su independencia, en una sangrienta guerra contra la República de Haití. Las dos naciones han compartido una misma isla sin desear compartirla. Es un matrimonio obligado por la circunstancia geográfica. Las relaciones que se tienen entre las dos naciones son las únicas que se pueden tener sin estar en guerra. La guerra que libran es la del desprecio de una contra la otra. Para una familia que tuviera como ocupación la explotación de los campos cañeros era absolutamente imposible aceptar que uno de sus miembros eligiera para casarse a una nacional haitiana. Un colono azucarero sólo ve en un haitiano a un esclavo, o en el mejor de los casos, a un miserable cortador de caña, sin ningún derecho humano reconocido. Un cortador de caña es considerado como un animal con algunas características humanas.

    —¡Ser haitiana no es una deshonra!—exclamó con cierta rabia, por su orgullo herido—. Soy haitiana y estoy orgullosa de mi nacionalidad. Ellos deben saber que nadie elige la nacionalidad que tiene al nacer. ¿Cómo es posible, que en pleno siglo XXI, todavía mantenga esos prejuicios del pasado? Tienen una mentalidad del siglo XVIII.

    —Yo lo sé, mi amor, pero la opinión de mis padres es otra. Tienes que entender que son viejos enchapados a lo antiguo. Su lógica de pensamiento es muy atrasada. Ellos no tienen culpas de no entender los nuevos tiempos.

    Ella retiró sus manos del contacto de las de él. Su hermoso rostro se endureció.

    Se hizo un silencio acordado por las miradas.

    —Mi familia es una familia digna y honrada. No me pueden considerar inadecuada, por ser de nacionalidad haitiana. Soy profesional y capacitada para ejercer con eficiencia mi carrera de médico. Nadie ha tocado mi cuerpo, que lo he reservado para ti, que eres el hombre que amo. No pueden ser tan duros—y estalló en llanto compulsivo que hizo que otros asistentes al restaurante miraran hacia la mesa que ocupaban. Sus ojos se enrojecieron.

    Miguel la contemplaba como se defendía de la sinrazón de su familia. Ella había venido a estudiar a una de las mejores universidades dominicanas, y siempre había vivido entre la clase media alta urbana de la ciudad de Santiago de los Caballeros. Solaín desconocía la situación en que vivían sus compatriotas en el territorio de la República Dominicana. Ella no imaginaba el terrible estigma que cargaban sus connacionales. Él había sospechado que su familia pondría algunas objeciones; pero que se negaran rotundamente a que se casara con su novia, nunca lo imaginó. Su cabeza se quedó en blanco; no sabía qué hacer. Ella sólo tenía algunas semanas en el hospital de El Llano y las largas horas de trabajo a las que la habían sometido, no le había permitido enterarse de la situación en que vivían los cortadores de caña que habían venido de su país. Ella no tenía la más remota idea de la situación de los bateyes. Ella era ajena al drama de miseria y humillación de sus connacionales cañeros.

    —¿Cuál es tu decisión? En tus manos está la decisión final. Nosotros somos adultos, y somos nosotros los que debemos construir nuestros propios destinos.

    Sacó un pañuelo y se secó las lágrimas que bañaban su rostro.

    Miguel guardó silencio a la pregunta. No tenía una respuesta. No podía contradecir a su familia. Él era el hijo que debía seguir con la tradición de la familia y no debía abandonarla. Su padre estaba viejo y le había entregado muchas de sus obligaciones financieras. Sabía que si

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