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Definiendo El Color
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Libro electrónico483 páginas7 horas

Definiendo El Color

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Realismo mágico en su estado puro. El caudillo era eterno, pero murió una madrugada. Fantástica historia que narra el mundo latinoamericano.
Entre de sus seguidores comenzó una tenaz lucha por la herencia política del caudillo fallecido, desoyendo la voluntad del difunto.
El líder muerto tuvo que aplicarse a fondo para que su pupilo lograra la victoria. Decenas de dirigentes proclamaban que el espíritu del difunto se les había presentado para instruirlos a apoyar al señalado. El muerto no se conformó con presentársele a los dirigentes, sino que visitó los altares de los brujos que le habían proveído el poder para controlar el país, e indicarle su voluntad.
Se narran los detalles de lo ocurrido a lo interno de la confrontación y las acciones que desarrolló el espíritu del presidente del partido colorado en la campaña proselitista, en la República Dominicana. La prensa apenas informaba los hechos irrelevantes que sucedían en la trivialidad del torneó electoral, muy ajena a la realidad, de los misterios.
Son hechos reales, incluyendo aquellos que son incomprensibles. Yo ocupaba un asiento, acompañando al señalado, en su recorrido por la geografía de la república. Me costaba creer lo que contemplaban mis ojos.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento14 mar 2021
ISBN9781506536590
Definiendo El Color
Autor

Carlos Agramonte

CARLOS AGRAMONTE Estados Unidos. Nació en R.D. Durante más de 25 años se dedicó a la enseñanza universitaria, conjuntamente con su vocación de escritor; que ahora ejerce a tiempo completo. En la primera etapa de su vida de escritor la dedicó a la poesía, destacándose los títulos: Raíz, Descubriendo mi Propio Viento, Pequeña Luna, La Cotidianidad del Tiempo y El Silencio de la Palabra. Desde hace años se ha consagrado a escribir novelas de gran formato. Entre los títulos publicados se destacan: Definiendo el Color, El Monseñor de las Historias, El Generalísimo, El Sacerdote Inglés, El Regreso del Al Ándalus, Memoria de la Sombra, Secreto laberinto del amor y, Inminente ataque. Desde sus primeras novelas, las cuales obtuvieron buena acogida por parte del público, Carlos Agramonte demostró que dominaba el género y se revelaba con una gran imaginación. Sus novelas han provocado los más calificados elogios por parte de sus fieles lectores.

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    Definiendo El Color - Carlos Agramonte

    Copyright © 2021 por Carlos Agramonte.

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Fecha de revisión: 10/03/2021

    Palibrio

    1663 Liberty Drive, Suite 200

    Bloomington, IN 47403

    CONTENTS

    CAPÍTULO I

    UN INICIO ACCIDENTADO

    CAPÍTULO II

    ALGUIEN VIENE A PROPONER UN NEGOCIO

    CAPÍTULO III

    UN ENCUENTRO DE PARTIDA

    CAPÍTULO IV

    UNA PROCLAMACIÓN ESPECIAL

    CAPÍTULO V

    UN EXTRAÑO ENCUENTRO

    CAPÍTULO VI

    UNA CONDUCTA IMPROPIA

    CAPÍTULO VII

    UN ASUNTO DE FINANZAS

    CAPÍTULO VIII

    UNA CITA CON LO DESCONOCIDO

    CAPÍTULO IX

    CRUZANDO UN PUENTE ROTO

    CAPÍTULO X

    UNA TRAICIÓN INESPERADA

    CAPÍTULO XI

    UNA INVOCACIÓN

    CAPÍTULO XII

    COMPRANDO EN EL MERCADO

    CAPÍTULO XIII

    COMPRANDO EN EL MERCADO

    CAPÍTULO XIV

    CAMINANDO DENTRO DE LA RED

    CAPÍTULO XV

    UNA LLAMADA URGENTE

    CAPÍTULO XVI

    UN AMOR DEL PASADO

    CAPÍTULO XVII

    SALIENDO DE LA RED

    CAPÍTULO XVIII

    DESAPARECIENDO DE LA VISTA DE TODOS

    CAPÍTULO XIX

    BUSCANDO UN PERDIDO

    CAPÍTULO XX

    UN AMOR EN LA MULTITUD

    CAPÍTULO XXI

    UN RETO OBLIGADO

    CAPÍTULO XXII

    EN EL TERRITORIO DE ALTAGRACIA

    CAPÍTULO XXIII

    CON LAS TUERCAS FLOJAS

    CAPÍTULO XXIV

    CENANDO CON EL PELIGRO

    CAPÍTULO XXV

    UN TRAGO CARGADO

    CAPÍTULO XXVI

    EL GALLO, SIN CABEZA, QUE CANTÓ

    CAPÍTULO XXVII

    DIRIGIENDO LA CAMPAÑA

    A mis amigos:

    Pedro Radhamés Peña y Rudecindo Valenzuela Sosa

    Un homenaje a nuestra amistad

    CAPÍTULO I

    UN INICIO ACCIDENTADO

    S obre la piel despedazada de la carretera, trotaban veloces los automóviles en los cuales nos dirigíamos hasta el municipio Pedro Santana, de la provincia Elías Piña. Teníamos previsto llegar a las 9:00h de la mañana, pero estábamos atrasados y era muy posible que Ernesto Espaillat llegara primero que nosotros al lugar indicado.

    El cielo mañanero de la frontera hacía su entrada cargado de energía y de luz. La caravana de automóviles dejaba una enorme nube de polvo a lo largo de la serpiente enrollada de la vía que nos conducía. Los pobladores de las márgenes de la carretera observaban los vehículos desplazarse por el laberinto fronterizo como quien observa un espectáculo.

    Ernesto Espaillat había sido proclamado candidato a la nominación presidencial por el Partido Reformista, hacía algo más de una semana y comenzaría su campaña política con un recorrido por los pueblos de la Frontera; esto, debido a que aquí vive la población más pobre de toda la República.

    El municipio Pedro Santana, bautizado en honor del primer presidente de la República, es una comunidad enclavada en la línea fronteriza entre República Dominicana y Haití. Sus calles principales en buen estado: éstas habían sido construidas en el período en que el gobierno era dirigido por el Partido Reformista. Poblado por dominicanos que se le siente a flor de piel el patriotismo. La decisión de comenzar la campaña en uno de los municipios-patria; donde los centinelas no son sólo los militares, sino todos y cada uno de los habitantes, parecía una magnífica decisión por parte de los estrategas de la candidatura.

    Después de algunos minutos, la comitiva que viajaba por tierra, llegaba al lugar de la cita: el campo deportivo de la ciudad. En aquel lugar debía aterrizar el helicóptero que traía al candidato a la nominación presidencial y a su asistente. No habían llegado y eso nos alivió un poco; tendríamos tiempo para esperarlos y organizar el primer recorrido pautado.

    El campo deportivo era un lugar ubicado en un extremo de la ciudad. Su grama intachablemente cortada y toda el área de práctica deportiva perfectamente cuidada y muy limpia. Es un campo donde se practica béisbol y sóftbol. El béisbol es el deporte oficial de la República y el que más se practica. Una brisa suave acariciaba a los visitantes, la cual amortiguaba el calor mañanero.

    Desde el firmamento se comenzó a escuchar el sonido de un aparato que surcaba los cielos; al principio no se veía de dónde venía el sonido, luego se divisó a lo lejos una nave que se dirigía hacia donde estábamos nosotros. El helicóptero dio un giro para poder aterrizar en el área del jardín central del campo deportivo. Un pequeño humo se notó en la parte trasera de la nave. Augusto Báez guardó silencio para no alarmar a sus compañeros de viaje. El pájaro de acero se posó con suavidad sobre el pasto verde del campo deportivo. El copiloto se desmontó del aparato y fue muy solícito y abrió la puerta de la parte posterior, por donde descendió Ernesto Espaillat, el candidato a la nominación presidencial.

    —¡Hola, Ernesto! ¿Cómo estuvo el viaje? —preguntó Augusto.

    —Muy bien—respondió con incomodidad.

    I

    El grupo de campaña salió caminando hacia la puerta del campo deportivo, donde los esperaban los automóviles. Una pequeña multitud se acercó hasta Ernesto, para conocerlo y saludarlo. Era la primera vez que llegaba un candidato desde el cielo al lugar. El sol iluminaba el limpio cielo fronterizo. El día era espléndido.

    El helicóptero seguía encendido y sus aspas zumbaban por los aires un silbido ensordecedor. El grupo de recibimiento estaba muy próximo a la puerta del campo deportivo, cuando se escuchó un enorme estruendo que provenía desde el lugar donde estaba el aparato de volar. Todo el grupo se replegó en estampida, algunos se tiraron al suelo y otros intentaron la protección del candidato.

    El aparato estaba en medio de una enorme humareda y sus aspas volaban sin rumbo por el cielo, clavándose en los árboles y en el suelo muy próximo a donde estaba el candidato.

    —¿Que ha pasado? —preguntó Ernesto Espaillat, con evidente pánico en el rostro.

    La confusión reinaba en todo el lugar. Nadie sabía qué había pasado.

    —¿Dónde están los pilotos? —volvió y preguntó el nominado a la candidatura.

    —Ellos están salvos; no hay muertos —contestó Claudio Marte, su asistente.

    Una señora que había llegado corriendo por unos matorrales, preguntó:

    —¿Cuántos murieron? ¡Dios mío, esto si ha sido una cosa grande! ¡Señor, apiádate de nosotros! —gritaba la señora, un tanto fuera de sí. El estruendo había cambiado la tranquila normalidad de aquella pacífica población fronteriza.

    Se hizo una pequeña y rápida reunión con el equipo de campaña, en medio del caos que se había producido. No había muerto ninguno de los que llegaron en el helicóptero y de los que estaban esperando, tampoco resultaron lesionados. El equipo de campaña estaba intacto y listo para iniciar la campaña en el lejano poblado.

    —¿Dónde está Ernesto Espaillat? —preguntó una señora, con la cabeza llena de canas y con los ojos desorbitados, que se aproximaba por la parte de las gradas del campo deportivo.

    —Aquí está —contestó Augusto Báez.

    —¡Esto es una señal divina ¡¡ La Virgen de la Altagracia lo está protegiendo!

    ¡Pedro Santana está bendecido por Dios! —exclamó a todo pulmón, la señora, quien había salido de la pequeña multitud y que se había colocado alrededor del candidato.

    —¡Debemos ir a la iglesia para que el padre lo bendiga! —propuso la señora que había salido de la multitud.

    —¿Qué fue lo que ocurrió? —preguntó Augusto Báez, dirigiéndose al piloto de la nave, que se aproximaba al grupo de los colaboradores de la campaña de Ernesto Espaillat.

    —Cuando estaba preparando el giro para regresar, el aparato hizo un movimiento errático y se precipitó al suelo. Todos estamos bien, gracias a Dios —contestó el piloto, con el rostro en pánico y el semblante más blanco de lo normal.

    II

    Sólo habían pasado cinco minutos desde que se había desmontado el ingeniero Espaillat del aparato de volar y el helicóptero yacía como chatarra inservible, en medio del fuego. Una mano invisible había evitado la desgracia.

    El equipo de campaña, seguido de la multitud, caminó hacia la iglesia católica del poblado, avanzando en procesión. Una multitud se había concentrado y seguía con reverencia y en silencio. En el lugar sólo se escuchaba el sonido de los pasos del gentío que caminaba por las calles asfaltadas. El trayecto era de unos doscientos metros. Cuando llegó el candidato a la nominación presidencial y su equipo de campaña, ya el sacerdote de la iglesia estaba preparado para celebrar la Santa Misa, y dar gracias por la bendición de que no había perecido ninguna persona en el accidente.

    La primera fila fue cubierta por Ernesto Espaillat y los pilotos de la nave accidentada. El sacerdote se acercó y estrechó las manos del candidato. Luego, con gesto de conmoción, lo abrazó como tratando de protegerlo de algo. Algunas personas lloraban desconsoladamente aclamando, con los brazos hacia arriba, la presencia divina.

    La pequeña parroquia estaba atestada de gente que venía a ver el milagro que había hecho Dios, salvando a los visitantes. De estructura de hormigón armado y con una doble altura, la ermita, con un salón alargado y con asientos de madera preciosa, era acogedora y sobrecogedora. Los santos que habitaban los altares, algunos, eran extraños para los visitantes.

    El sacerdote, con acento del idioma inglés, comenzó a celebrar la ceremonia religiosa. El ambiente estaba cargado de mucha emotividad. Las lágrimas rodaban sin parar por los rostros de hombres y mujeres. La multitud que colmaba el recinto religioso se arrodilló. El religioso celebrante guardó un silencio reverencial, inclinándose en el altar; levantó los brazos hacia el cielo y exclamó:

    ¡Dios nos ha enviado del cielo el hombre que gobernará la nación!

    CAPÍTULO II

    ALGUIEN VIENE A PROPONER UN NEGOCIO

    E l hotel Meliá Santo Domingo tiene una extraordinaria vista al Mar Caribe, desde la cual se domina todo el litoral sur de la capital de la República. Está ubicado en el malecón y sólo una avenida lo separa de los acantilados filosos donde el mar se golpea sin cesar. Tiene un diseño especial para el Caribe y para una zona marina: todas las habitaciones tienen una espléndida vista al horizonte marino.

    —Ese publicista no acaba de llegar —comentó Ernesto Espaillat, mientras hojeaba un libro.

    Todos los presentes guardaron silencio y simplemente siguieron hojeando los diarios del día, que habían entregado en el servicio del hotel, hacía algunos minutos. Pablo Bueno, con la paciencia de un santo, se acomodaba en su sillón. Federico Amézquita informó que iba a bajar al lobby del hotel a solicitar un servicio especial de mensajería para enviar unos documentos a la provincia Barahona; estábamos previstos recorrer esa provincia en el fin de semana próximo, juntamente con la provincia Azua. Ernesto Espaillat estaba sentado plácidamente revisando dos volúmenes sobre la situación económica del país, que le había traído Augusto Báez; este trabajo preparado por la Comisión Económica de América Latina, (CEPAL), juntamente con la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra, (PUCAMAIMA) describía un panorama sombrío para la economía de la nación.

    Dos toques en la puerta, puso a todo el grupo en alerta. La espera parecía que terminaba.

    —Pase, la puerta está abierta —casi en coro, ordenaron los convidados.

    Por la puerta entró un hombre de color claro, de baja estatura, regordete y con muy pocos pelos en la cabeza. Su aspecto doctoral y resuelto daba el aspecto de una gran autoridad en algunas de las ciencias sociales. Sus ojos vivarachos delataban otra personalidad escondidas entre el ropaje de cordero.

    —¡Hola! ¿Cómo estás, Ernesto? —saludó, resueltamente y en confianza, el recién llegado.

    —Muy bien y, tú, Gamalier, ¿cómo estás? Tú conoces a Pablo Bueno y a Federico Amézquita. Este es Augusto Báez; éste es Claudio Marte y René Espaillat, son parte del equipo de campaña.

    El publicista le estrechó a cada uno la mano y con aspecto familiar se sentó al lado de Ernesto Espaillat.

    —Tú no tienes ninguna oportunidad de ganar la nominación presidencial; hasta el más infeliz de los candidatos te gana. Si tú no preparas una poderosa campaña publicitaria de radio y televisión, no tienes nada que buscar en el mercado electoral de este país –—sentenció el recién llegado con aire doctoral y evidente desprecio por el candidato.

    Las palabras del publicista habían caído como bofetadas en todos y cada uno de los presentes. El ambiente se sentía cargado. Un silencio absoluto cubrió el lugar. El grupo estaba desconcertado con aquella resuelta afirmación. La alegría y la camaradería que se disfrutaba, hacía algunos minutos, fue rota por el imprudente invitado.

    Desde la ventana se veía caer despiadadamente la lluvia sobre la piel rugosa del Mar Caribe. Las olas se batían ferozmente sobre los afilados acantilados. El tránsito parecía que se había detenido por la inmensa cantidad de agua que vertía el cielo quisqueyano. El día presagiaba que no iba a ser uno de los mejores.

    —Hemos estado haciendo algunas cosas en publicidad y algunos dueños de emisoras de radio y de televisión nos han prometido colocar nuestra propaganda en los próximos días. Sólo hemos hecho un solo anuncio comercial y ahora es que lo estamos llevando donde nuestros amigos —contestó Ernesto Espaillat, con la tranquilidad que no sentía en su interior.

    —Así tú no vas a llegar a ningún lado; te lo digo yo que soy tu hermano y tu amigo. Una campaña presidencial no se hace con favores de amigos o con la limosna que dan los medios de comunicación. Una campaña se hace con dinero y con mucho dinero; si tú no tienes dinero suficiente, te aconsejo que dejes esto ahora que no te has empobrecido. Lo que estás buscando no es la presidencia de los ingenieros; es la presidencia de la República y eso no es un juego de niño —sentenció Gamalier, con aire de autoridad y dominio del momento.

    I

    El grupo escuchaba con atención y con perplejidad el discurso de aquel docto que creía que estaba ofreciendo una conferencia a estudiantes de inicio de una universidad. Habían colocado algunas tazas de café en la mesa de centro y los convidados tomaron un sorbo para atrapar un momento y poder responder a aquella andanada de insultos que gratuitamente ofrecía el invitado de la hora.

    —Tenemos apenas tres semanas que comenzamos la campaña y hemos empezado los recorridos por las comunidades del país. Lo primero es dar a conocer al candidato, de forma que las gentes se hagan una idea clara del discurso y de las condiciones que tiene el hombre que debe dirigirlo en el próximo período presidencial —comentó Federico Amézquita, tratando de explicar el trabajo realizado por el equipo de campaña.

    Ernesto se impacientaba con la discusión que se presentaba entre el publicista y el equipo de campaña. ¿Por qué darle explicaciones a alguien que no está comprometido y no tiene responsabilidad en el proyecto? ¿Por qué esta discusión duraba tanto, con un sujeto sin la calidad probada? Se levantó de la silla, dio dos pasos hasta acercarse a la ventana que ofrecía el espectáculo de la naturaleza, revitalizándose. Pausadamente se acercó hasta Gamalier, lo tocó en el hombro.

    —Nadie como tú, conoce cómo se hace política en nuestra República; pero en esta etapa de nuestra campaña debemos desarrollar un trabajo con los pocos recursos que se obtengan. Tú sabes que, al inicio de toda campaña, las recaudaciones son muy escasas y los recursos que se requieren son muy grandes. He comenzado esta jornada sólo con el recurso de la fe y éstos que tú ves aquí, sólo aportan la fe que tienen en el proyecto —explicó, pausadamente y en voz baja, al publicista, quien lo escuchaba con contrariedad.

    II

    La lluvia había comenzado a menguar y la claridad del sol inundaba toda la habitación del hotel. Por los cristales del ventanal se observaba el brillo de charol del pavimento de la avenida del Malecón.

    —No te has tomado el café, está muy bueno —reprochó Ernesto Espaillat, dirigiéndose al publicista.

    Gamalier se tomó la taza con café y bebió un sorbo que dejó el recipiente en el fondo. Parecía alguien que había perdido una mano de naipes y no sabía cómo recuperar el dinero perdido.

    —Tú sabes que puedes contar conmigo; porque el partido debería tomar la decisión de no hacer primaria y elegirte a ti, para que podamos ganar las próximas elecciones. Eres mi hermano y yo he dicho públicamente que tú eres el mejor candidato —comentó Gamalier, tratando de retractarse de las palabras antes pronunciadas.

    Las palabras de Gamalier lograron relajar un poco el ambiente cargado que había producido, durante todo el tiempo de la conversación, desde su llegada. El grupo parecía que respiraba más tranquilo. Se hizo un breve silencio.

    Soltó la taza y se paró de un sólo tirón, tendió la mano para despedirse. Ernesto abrió los brazos y lo atrapó con un abrazo.

    —Tengo mucha fe en ti y quiero que estés conmigo en la campaña y podamos, juntos, llegar a la presidencia de la República —propuso Ernesto Espaillat, con evidente contrariedad.

    —Cuenta conmigo para lo que sea, que tú eres mi candidato —confirmó el publicista.

    El sonido de la puerta cerrándose, rompió con la pesadez del momento. Ernesto se acomodó en el sillón con placidez sin hacer ningún comentario.

    —¡Qué se cree ese comemierda que es para venir a insultarnos! Yo tenía ganas de mandarlo al infierno, con toda y su teoría de pacotilla —estalló Augusto Báez.

    —¿Quién le dio derecho para venir a darnos la lección de cómo nosotros debíamos dirigir la campaña? Ni siquiera preguntó si nosotros habíamos hecho algún estudio de mercado para diseñar una campaña. ¡Cuántas cosas tenemos que soportarles a estos capitaleños que se creen que son los únicos que saben cómo se hacen las cosas! —se lamentó René Espaillat, con evidente molestia provinciana.

    —¿Alguien conoce el Currículo Vitae del fulano? ¿Dónde se graduó de experto en campaña política? ¿Cuántas campañas ha dirigido y ha ganado ese carajo? —en tono airado, expresó Federico Amézquita.

    III

    Ernesto Espaillat, pacientemente contemplaba la ira del grupo y dejaba que cada cual hablara libremente. No interrumpió. Estaba lleno de paciencia y no se había sentido afectado por lo dicho por el publicista. Levantó las manos, pidiendo la palabra y, pausadamente, comentó:

    —No me ha gustado en nada la actitud de ustedes; y, sí, la de Gamalier —–comentó pausadamente.

    Un silencio sepulcral invadió el lugar. Todos se miraron desorientados y sin entender las palabras que habían salido de los labios del candidato.

    —A lo largo de la campaña, tendremos que encontrarnos con muchos fulanos que vienen a ofertarnos servicios; porque el que nosotros tenemos no es el mejor. Para todos los vendedores, su producto es el mejor y deben entenderlo, sin que se les turbe la razón. Ustedes deben estar preparados para lidiar con la serpiente de mil cabezas, que son los mercaderes.

    —¿Dónde creen ustedes que va Gamalier después de salir de aquí?

    El grupo escuchaba, atentamente, sin interrumpir al candidato a la nominación.

    —Pues se lo diré: ahora él se dirige a venderle su producto al contrincante de nosotros; pero ese es su negocio; no el nuestro —se respondió Ernesto Espaillat, mientras se tomaba un tiempo para hilvanar las palabras.

    Hizo una pausa; respiró profundamente y expresó:

    —De aquí salió un hombre que vino hacer negocio. Es solamente un mercader y como tal debemos entenderlo. Ése es su trabajo, que no es ni bueno ni malo, sólo es su trabajo. Ahora bien, se equivocó en una sola cosa.

    —¿En qué se equivocó? ¿En cuál cosa? –preguntó, intrigado, Augusto Báez.

    —¿Qué dijo, que es mi amigo —respondió con rapidez, mientras se levantaba y tomaba la agenda para salir del hotel?

    CAPÍTULO III

    UN ENCUENTRO DE PARTIDA

    E l reloj marcaba las 3:00h de la tarde, cuando el automóvil de Augusto Báez entraba a la autopista que conducía hasta la ciudad de Santiago de los Caballeros. El sol radiante iluminaba todo el horizonte, con una claridad tan absoluta, que parecía que el día era de cristal. La autopista estaba despejada y los escasos automóviles rodaban con serenidad y alegría por la larga mancha negra del asfalto. Las montañas que se divisaban, a lo lejos, parecían que habían sido reforestadas artificialmente; su belleza lejana parecía una obra impresionista de Vicent Van Gogh, el gran pintor holandés. La larga autopista tenía un recorrido fascinante, a esa hora de la tarde. La placidez de la tarde en el trópico es maravillosa. Un silencio absoluto cubría el interior del automóvil que se desplazaba con serenidad. El chofer seguía, con maestría, baldeando todos los meandros de la larga culebra negra. Augusto iba ensimismado en los pensamientos de las razones de aquel viaje tan inesperado.

    Algunos kilómetros antes de llegar a la ciudad, se divisó el gran monumento que servía de centinela a aquella heroica ciudad del centro del país. El monumento era un homenaje a los héroes que restablecieron la independencia de la patria. Estaba a punto de llegar la ciudad que más representaba el sentir patriótico del pueblo, desde los propios días de la independencia nacional. Aquel majestuoso monumento dominaba totalmente la ciudad y casi todo el hermoso valle donde estaba enclavada. La ciudad era el corazón de la región más rica de la República.

    La cita era con un amigo que quería compartir un proyecto desconocido para el viajero que llegaba desde la ciudad de Santo Domingo. El edificio de la cita estaba situado al frente del viejo monumento con figura de obelisco. Las escaleras amplias conducían a la segunda planta donde estaba prevista la reunión.

    Augusto caminaba lentamente, escudriñando todo y cada uno de los espacios de aquel edificio de fisonomía moderna, que lo había albergado, apenas hacían unos minutos. Tocó dos veces la puerta de la oficina que tenía un letrero que decía: Oficina Política. Un hombre joven, de tez blanca, de poco tamaño y con barba, abrió la puerta.

    —¿Ésta es la oficina de Ernesto Espaillat? —preguntó, observando desde la puerta el interior de la oficina que estaba un poco desierta.

    —Sí, es aquí. Pase, que Espaillat está de camino y va a llegar en unos minutos. Ya salió de su casa para acá —contestó amablemente.

    Era una oficina con dos salones, de aproximadamente cuarenta metros cuadrados. Una de las áreas estaba divida en dos cubículos, y la otra era un salón con una gran mesa en el centro. En las paredes descansaban algunas fotografías familiares, de personajes no conocidos por el recién llegado.

    Augusto entró resueltamente al salón donde se realizaría la reunión. Observó a los presentes, apenas conocía una o dos personas.

    —No hay dudas, esta reunión es colectiva—pensó para sí al ver la cantidad de personas que llegaban y entraban al salón.

    —¡Buenas tardes, señores! —saludó alegremente al grupo de personas que ya estaban sentados alrededor de la mesa de trabajo.

    Les dio un saludo de mano a todos y cada uno, haciendo su propia presentación; al final, tomó asiento en un extremo de la mesa y se dispuso a contemplar a los compañeros de tertulia.

    Sólo habían pasado diez minutos cuando hizo su entrada Ernesto Espaillat en compañía de un asistente. Todos se levantaron de su asiento en señal de saludo y de respeto. El ambiente era de alegría y camaradería. Ernesto caminó hacia donde estaba sentado Augusto y extendió su mano derecha.

    —¿Cómo estuvo el viaje? —preguntó, al tiempo que le daba un abrazo.

    —El viaje fue muy bueno —contestó Augusto — ¿Cómo está tu salud? Te ves un poco gordito —comentó, reciprocando el saludo afectuoso.

    —Todo está muy bien —respondió Ernesto, con una amplia sonrisa en los labios.

    I

    Ernesto tomó asiento en el extremo de la mesa de trabajo. Un silencio se apoderó del ambiente. Se acomodó en el sillón ejecutivo y miró a todos los presentes. Revisó si todos los citados habían llegado. Con voz pausada y segura expresó:

    —Los he convocado aquí para informarles que he tomado la decisión de buscar la nominación presidencial por nuestro partido, para las próximas elecciones nacionales.

    Los contertulios se miraron entre sí. La noticia parecía que había sorprendido a la mayoría de los presentes. El salón se había llenado totalmente de personas que penetraron cuando Ernesto Espaillat hablaba. En el primer momento, se hizo un silencio. Después, alguien inició un aplauso tímidamente y, finalmente, todos aplaudieron.

    —¿Con qué usted cuenta para ganar esa candidatura? — preguntó un hombre de tez clara y de calvicie incipiente que se encontraba sentado en un lateral de la gran mesa de reunión.

    —¡Sólo cuento con ustedes y conmigo mismo! —exclamó Ernesto Espaillat—. Busco la presidencia de la República como un supremo ejercicio ciudadano; al ver que nuestra República se encamina hacia un precipicio moral y financiero. Los he llamado a todos ustedes porque sé de la integridad moral y personal de cada uno y porque sé de la capacidad de trabajo que tienen. Sé, además, del compromiso que tienen con nuestra patria. Como ustedes saben, no poseo fortuna para invertirla en una campaña electoral: todo dependerá de la solidaridad de nuestro pueblo y de nuestros amigos. Nadie ha llegado a la presidencia de la República por la cantidad de dinero que tenga, es más, nunca un millonario ha llegado, por el hecho de ser millonario. En eso, nuestro pueblo ha sido muy sabio.

    Ernesto hizo una pausa en el discurso y tomó un poco de agua de un vaso que le había servido una secretaria. Los presentes no despegaban la vista de la cara del hombre que había convocado a la reunión. El teléfono celular de Ernesto sonó reiteradamente y éste no hizo caso del timbre del aparato de comunicación.

    —Sé que no esperaban esta propuesta de mis labios —prosiguió —porque me sentían que estaba alejado de la política; pero soy un hombre que no le temo a las circunstancias y creo que es mi deber luchar por darle a nuestro pueblo un futuro más promisorio.

    Los reunidos hacían un silencio cortés. El discurso era inesperado. El asombro se dibujó en la mayoría de los rostros de los presentes.

    —Estoy dispuesto a echar la pelea por la nominación presidencial y ustedes me conocen, pelearé hasta el último momento y le aseguro que no me quedaré a mitad del camino. A partir de hoy comienza la marcha hasta el Palacio Nacional —expresó con energía, levantando la mano derecha en señal de juramento.

    II

    Augusto Báez contemplaba la escena que se producía frente a sus ojos, con sorpresa. Miró uno a uno a cada contertulio y no vio dónde estaban los políticos profesionales para preparar una campaña política exitosa. La sala estaba compuesta por jóvenes estudiantes y algunos profesionales; sólo uno tenía experiencia ministerial, además de Ernesto: todos los demás eran caras desconocidas y con aspecto de novatos en el mundo político del país. Levantó la mano y pidió la palabra:

    —¿Con este equipo de personas que estamos aquí es que usted cuenta para su campaña? Aquí no hay nadie que tenga experiencia política —afirmó.

    Ernesto Espaillat, observó detenidamente a cada participante en la reunión. Se desabotonó el botón superior de la camisa. Abrió la agenda que tenía al frente. Observó con cuidado la página del día anterior.

    —No. Faltan tres personas de las invitadas a esta reunión, que son parte de los que yo deseo que me acompañen en esta jornada. Los tres faltantes son más jóvenes que los que estamos aquí y tienen menos experiencias. Los he seleccionado así especialmente porque son los dominicanos que más les duele la situación que vive nuestro país; son los dominicanos que menos resentimientos tienen contra la agresión que han sido sometidos por los gobiernos del pasado: son los más puros y que con más amor se esfuerzan por llevar nuestro pueblo hacia un camino de progreso; son los dominicanos que tienen más que pensar en el desarrollo del país y en el desarrollo de ellos mismos. Además, quiero gobernar con los dominicanos que menos heridas tengan en el alma y menos heridas hayan infligido. Este equipo tiene la edad de los padres de la patria cuando fundaron la República. Ha llegado la hora de que los patriotas regresen al poder político en la República.

    Un hombre joven, de color blanco, de pocos cabellos, se paró y aplaudió delirantemente. Todos se pusieron de pie y aplaudieron con entusiasmo. La alegría producida, parecía la de un niño que había obtenido su juguete favorito; pero este juguete sólo duraba un poco de tiempo.

    —Quiero decirle algo más —continuó Ernesto Espaillat —: Esta candidatura sólo tendrá éxito, si es asumida por lo que están aquí, como propia. Si todos y cada uno de nosotros entiende que el trabajo a realizar es un trabajo por amor a nuestro país. Sólo tendrá éxito, si todos asumimos con la misma responsabilidad y pasión este reto. Quiero que cada uno de ustedes se pare y diga por su boca si acepta el reto que les propongo. Ustedes son mis amigos y lo serán siempre; aunque no estén de acuerdo con la propuesta que les he hecho hoy.

    Como en una logia de la edad media, uno a uno, fueron comprometiéndose con el proyecto presidencial. Ernesto estrechaba su mano firmemente y le daba un abrazo. El saludo sellaba el compromiso con el amigo y con el político.

    III

    La noche había caído sobre la ciudad y desde las ventanas del salón, sólo se veían las mil luces de la ciudad que corrían agitadamente por las calles asfaltadas. Una pequeña lluvia comenzaba a caer plácidamente sobre la alfombra urbana de la gran ciudad del norte de la República.

    —Ha llegado la hora de partir— comentó Augusto Báez, al momento de despedirse del anfitrión de la velada.

    —¡Que tenga un buen regreso! —expresó Ernesto Espaillat, dándole dos palmadas, en la espalda, de despedida.

    De nuevo, Augusto enfrentaba a la autopista que lo conducía hasta Santo Domingo, capital de la República. Las señales lumínicas en el pavimento mostraban el carril por donde se desplazaba el automóvil. La oscuridad de la vía hacía el regreso menos agradable y dificultaba acelerar un poco más el automóvil. En la Jeepeta Ford, de Augusto, regresaba el silencio y el tiempo para pensar y meditar lo ocurrido esa tarde.

    Augusto despertó del pensamiento profundo, en el cual estaba sumido, cuando un enorme camión le cruzó por el lado estremeciendo el vehículo que ocupaba. Miró su chofer que conducía con maestría el automóvil.

    —¿Qué te ha parecido Ernesto Espaillat y lo que escuchaste en la reunión? —preguntó, mientras seguía observando las luces artificiales de la autopista.

    El chofer guardó un largo silencio. Era un hombre de 55 años y con una vasta experiencia práctica en los trabajos políticos. Apretó fuertemente el aro del guía y siguió conduciendo en silencio. Cuando ya Augusto no esperaba la respuesta, expresó:

    —¡Ese hombre sí será un gran presidente!

    CAPÍTULO IV

    UNA PROCLAMACIÓN ESPECIAL

    E l día comenzaba con un chorro de luz que lo hacía espléndido y transparente. El cielo despejado de nubes; aun cuando a lo lejos se divisaba algunos copos que franqueaban el horario de la mañana.

    La autopista Duarte albergaba los vehículos con comodidad y placer. Desde los cristales de los automóviles se observaba la vegetación tropical de bosque húmedo que se encumbraba en las montañas cargadas de agua y de minerales.

    El automóvil de Augusto Báez se desplazaba velozmente hacia Santiago de los Caballeros —La ciudad más rica de las provincias del país— donde participaría en el acto de la proclamación de la candidatura a la nominación presidencial del ingeniero Ernesto Espaillat. La Ford Explort se movía con seguridad; lo que permitía una reflexión de hora y media, hasta llegar al lugar del encuentro. Sólo el chofer acompañaba los pensamientos de Augusto. Detrás, otro automóvil lo seguía de muy cerca: era el del doctor Valdez, un médico dirigente del partido, quien iba acompañado de otros correligionarios.

    A las 11:00h de la mañana, el local donde se celebraba el acto de proclamación estaba completamente lleno de personas que habían llegado de todas las provincias cercanas. El lugar es un pabellón bajo techo de uno de los clubes deportivos de la ciudad. El club Sameji había sido construido por el presidente del Partido Reformista, cuando ejerció la presidencia de la República. Los globos rojos y verdes, cubrían el cielo del local y en todos los laterales, grandes fotografías de Ernesto Espaillat junto al viejo presidente, que había muerto algunos meses antes. Otras fotografías sólo mostraban la imagen de un Ernesto Espaillat con aire de presidente de la República. La música caribeña animaba la velada que estaba a punto de comenzar. Todo era una gran fiesta de los dirigentes históricos del partido, que después de muchos años se encontraban en un mismo local para recibir su nuevo líder.

    La música cesó de sonar y un locutor solicitaba silencio. La enorme tarima donde se encontraban los principales dirigentes parecía que iba a colapsar, debido al peso de la enorme cantidad personas que soportaba. El locutor levantó la voz y exclamó:

    —¡Aquí está el próximo presidente de la República: Ernesto Espaillat!

    La enorme multitud se levantó de sus asientos y le ofreció un recibimiento ensordecedor. La multitud seguía aplaudiendo delirantemente, mientras pasaban los minutos. Ernesto Espaillat caminaba dificultosamente entre la multitud que lo ovacionaba.

    Ernesto Espaillat tomó asiento junto a su esposa e hijos. A su alrededor, los principales dirigentes partidarios. Su corbata roja se destacaba sobre su traje de color gris y corte formal y su copiosa cabellera, afectada por unas canas prematuras, sobre la cual una mata de cabellos blancos denunciaba una identidad. Su mirada parecía de un ave asustada, en medio de una agresión. Su sonrisa tímida y escasa asomaba de vez en cuando a su rostro. La enorme multitud seguía delirantemente aplaudiendo. Parecía asustado y la tranquilidad había desaparecido de su rostro. El escenario parecía superior al orador principal de la velada. El acto superaba lo planificado y el hombre señalado para montarse sobre el lomo de la esperanza del país parecía arrepentido y asustado.

    De nuevo, el locutor levantaba su voz y exclamaba:

    —¡Aquí está la estrella que nace en el norte para iluminar todo el país! ¡Aquí está el ingeniero Ernesto Espaillat!

    La multitud seguía aplaudiendo y lanzando consignas alusivas al nuevo líder.

    I

    Ernesto Espaillat se levantó y, a puro esfuerzo, ayudado por algunos colaboradores, pudo llegar hasta el pódium donde lo esperaban los micrófonos: allí estaba su mayor reto del día. Su esposa y sus hijos se apostaron a su lado. En el ambiente se sentía un temor por el desenlace del evento. Apreciaban tanto a Ernesto que temían que pudiera no hacer el discurso que el momento exigía. Su timidez y su humildad eran ahora sus mayores enemigos. La multitud hizo un silencio total. Miles de ojos se posaron sobre aquel hombre que se había acomodado frente a las cámaras de televisión y que acomodaba las hojas que contenían el mensaje que debía leer.

    El silencio fue roto por la voz de una mujer que grito desde el público:

    —¡Ayúdalo, Señor Jesucristo!

    Levantó los ojos y observó la multitud que lo esperaba. Lentamente comenzó a leer el discurso escrito. Su voz se quebraba en algunos momentos, dando notación de estar leyendo las noticias de un noticiero televisivo. Su voz llenaba todo el salón del mitin. Las gentes escuchaban con aprehensión cada palabra que pronunciaba. El silencio parecía anunciar una catástrofe.

    Habían pasado algunos minutos, cuando se sintió una baja en la claridad del formidable salón. El enorme recinto quedó en penumbra. Parecía que el sol se había marchado y que prematuramente, la noche hacía su entrada

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