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Desafiando al FBI
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Libro electrónico833 páginas12 horas

Desafiando al FBI

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Cuando Paul Madison, agente del FBI en Maryland, regresó a su casa y encontró a su esposa herida de muerte sobre la cama matrimonial, todo su mundo se le vino abajo. Era incomprensible que su mujer se hubiese disparado para quitarse la vida. Tenían un matrimonio feliz y habían decidido tener su primer hijo. Le era incomprensible lo que había ocurrido.

Las investigaciones, realizadas por la estación del FBI del estado de Maryland y la policía de la ciudad de Baltimore, concluyeron que había sido un suicidio. Ambas agencias cerraron el caso de manera definitiva. El asesino había superado a las dos agencias investigativas.

Solamente una investigación al margen del FBI y de la policía de Baltimore podía descubrir lo que realmente había sucedido. Las dos agencias habían demostrado que no eran capaces de superar a un genial asesino.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento27 dic 2022
ISBN9781506549361
Desafiando al FBI
Autor

Carlos Agramonte

CARLOS AGRAMONTE Estados Unidos. Nació en R.D. Durante más de 25 años se dedicó a la enseñanza universitaria, conjuntamente con su vocación de escritor; que ahora ejerce a tiempo completo. En la primera etapa de su vida de escritor la dedicó a la poesía, destacándose los títulos: Raíz, Descubriendo mi Propio Viento, Pequeña Luna, La Cotidianidad del Tiempo y El Silencio de la Palabra. Desde hace años se ha consagrado a escribir novelas de gran formato. Entre los títulos publicados se destacan: Definiendo el Color, El Monseñor de las Historias, El Generalísimo, El Sacerdote Inglés, El Regreso del Al Ándalus, Memoria de la Sombra, Secreto laberinto del amor y, Inminente ataque. Desde sus primeras novelas, las cuales obtuvieron buena acogida por parte del público, Carlos Agramonte demostró que dominaba el género y se revelaba con una gran imaginación. Sus novelas han provocado los más calificados elogios por parte de sus fieles lectores.

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    Desafiando al FBI - Carlos Agramonte

    Copyright © 2023 por Carlos Agramonte.

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Fecha de revisión: 16/12/2022

    Palibrio

    1663 Liberty Drive, Suite 200

    Bloomington, IN 47403

    849142

    CONTENTS

    Uno

    Dos

    Tres

    Cuatro

    Cinco

    Seis

    Siete

    Ocho

    Nueve

    Diez

    Once

    Doce

    Trece

    Catorce

    Quince

    Dieciséis

    Diecisiete

    Dieciocho

    Diecinueve

    Veinte

    Veintiuno

    Veintidós

    Veintitrés

    Veinticuatro

    Veinticinco

    Veintiséis

    Veintisiete

    Veintiocho

    Veintinueve

    Treinta

    Treinta Y Uno

    Treinta Y Dos

    Treinta Y Tres

    Treinta Y Cuatro

    Treinta Y Cinco

    Treinta Y Seis

    Treinta Y Siete

    Treinta Y Ocho

    Treinta Y Nueve

    Cuarenta

    Cuarenta Y Uno

    Cuarenta Y Dos

    Cuarenta Y Tres

    Cuarenta Y Cuatro

    Cuarenta Y Cinco

    Cuarenta Y Seis

    Cuarenta Y Siete

    Cuarenta Y Nueve

    Cincuenta

    Cincuenta Y Uno

    Cincuenta Y Dos

    Cincuenta Y Tres

    Cincuenta Y Cuatro

    Cincuenta Y Cinco

    Cincuenta Y Seis

    Cincuenta Y Siete

    Cincuenta Y Ocho

    Cincuenta Y Nueve

    Sesenta

    Sesenta Y Uno

    Desafiando Al Fbi

    UNO

    A pesar de que había transcurrido más de un mes, Paul Madison, de 34 años, no lograba comprender las razones que habían llevado a su esposa Madeleine, de 30 años, a tomar la decisión de suicidarse. Sentía que no podría superar la terrible desgracia.

    El café que se había preparado se enfriaba sin haberlo tocado. Por la ventana el sol se escondía detrás de una gran nube que cubría el cielo de Baltimore y dejaba caer una suave lluvia, que, por momentos, era arrastrada por algún ventarrón. Miró las tostadas de pan cuadrado con la mermelada de manzana que no se había atrevido a probar. Ni siquiera se había bebido un trago de zumo de naranja, que era su preferido en el desayuno. Desde la muerte de Madeleine apenas si probaba los alimentos. Ni siquiera la insistencia de su madre, las dos semanas que se había pasado en Redding, California, donde vivía junto a su padre, había logrado que se le abriera el apetito. Llevar a su mujer a enterrar a su ciudad natal había sido espantoso. Fueron las dos semanas más horribles que había vivido en la ciudad donde nació y donde compartió su juventud con Madeleine. Toda la familia estaba devastada. Había sucedido lo impensado.

    ˂˂Ni siquiera me ha dejado una carta donde me informara las razones que tuvo para quitarse la vida˃˃, pensaba mientras dejaba perder su mirada en el encapotado cielo que mostraba el ventanal del comedor. Se había quitado la vida y lo había dejado a él sin voluntad para continuar viviendo. En el fondo de su alma se sentía culpable. ˂˂ ¿En qué había fallado en su matrimonio? ˃˃.

    No podía despejar de su mente la imagen de Madeleine muerta sobre la cama con la pistola que había utilizado para quitarse la vida en su mano derecha. Se había disparado en la boca. No recordaba que su esposa hubiese tocado un arma en toda su vida. No entendía por qué lo había hecho. Ella no tenía ninguna razón para suicidarse. Eran un matrimonio que se había forjado desde el primer día que se conocieron siendo apenas dos jovencitos. Fueron el orgullo de las dos familias. Era una pareja perfecta. Habían nacido uno para el otro.

    Volvieron los recuerdos del fatídico día. Había llegado a la casa después de haberse pasado varios días en una asignación especial en Chicago, de la División de Crímenes Cibernéticos del FBI de Maryland, donde trabajaba, cuando la encontró sin vida sobre el lecho matrimonial. No pensó que pudiera sobrevivir el momento. Se le hacía más difícil de entender debido a que había llamado a Madeleine desde el aeropuerto de Chicago antes de tomar el avión de regreso y ella estaba feliz y emocionada por su retorno. Inclusive, le dijo que le daría una gran sorpresa que celebrarían cuando llegara. La sorpresa, cuando llegó a Catonsville, el sector donde vivía en Baltimore, fue encontrarla sin vida. Su mundo se partió en mil pedazos. El tiempo no había logrado aminorar su tristeza. Seguía devastado.

    Ahora se había quedado sin capacidad de comprensión. Su trabajo en la División de Crímenes Cibernéticos del FBI necesitaba de una concentración que estaba muy lejos de lograr. No sabía cómo reintegrarse al trabajo, pero el tiempo que le habían dado para los funerales de Madeleine había concluido y debía regresar, aunque para un fin distinto. No sabía qué hacer. No sabía cómo afrontar su vida sin Madeleine. Su muerte lo había despojado de todo lo que anhelaba en la vida. Se había quedado sin presente y sin futuro.

    ˂˂Nunca la noté deprimida, ni siquiera triste. Ella amaba la vida y amaba su trabajo de profesora en la escuela elemental. Los niños eran fantásticos para ella. Estábamos haciendo los deberes para tener nuestros propios hijos. Su sonrisa era su marca de vida. Era imposible que se quitara la vida. ¿Qué demonio había pasado? ˃˃, seguía preguntándose aturdidamente.

    Tenían tres años de casados y habían sido muy felices durante todo el tiempo. Ni siquiera habían tenido su primera discusión matrimonial. Todo era perfecto en sus vidas. Se conocieron en Redding y fueron a la misma Universidad de Stanford donde él se graduó de Ciencia Informática y ella de Educación. Se mudaron a Baltimore después de casarse. Paul había logrado un buen contrato como analista de la División de Crímenes Cibernéticos del Federal Bureau of Investigation, FBI, en el estado de Maryland. Disfrutaban de la ciudad de Baltimore. Se sentían a gusto en Baltimore. Tenían planeado comprar una casa más amplia en la ciudad para tener una familia numerosa.

    ˂˂ ¿Por qué Madeleine lo había hecho? ¿Qué habré hecho mal para que ella se sintiera tan desgraciada? ˃˃, seguía preguntándose de manera inquisidora.

    Miró su reloj y comprobó que marcaba las 10:00 de la mañana. Había llegado la hora de regresar a su puesto de trabajo en el FBI. Todo lo que haría sería presentar su renuncia. No creía que pudiera seguir viviendo en la ciudad que había compartido su felicidad con Madeleine. Baltimore se la recordaría en cada espacio de calle por donde cruzara. Le había sucedido lo mismo en Redding, donde vivían sus padres y los padres de Madeleine. Madeleine estaba en cada lugar de la ciudad, inclusive en cada espacio de la casa de sus padres. Supo entonces que Madeleine estaría en cualquier lugar donde fuera. Decidió renunciar al trabajo que tanto quería en el cuartel general del FBI en Maryland. No creía que hubiera un lugar donde ir en toda la nación; pero Baltimore no era un lugar para él. Ahora no sabía si tenía sentido seguir viviendo.

    Se puso una chaqueta azul de botones dorados sobre la camisa blanca con corbata negra y tomó su maletín de trabajo. No tenía otra alternativa que renunciar a su trabajo. No estaba en capacidad emocional para cumplir con un trabajo que requería de tanto cuidado en el manejo y tratamiento de las informaciones que recibía en su terminal. Renunciaría y se iría a rumiar su dolor a algún lugar. No regresaría a Redding. El dolor que sufrían sus padres y los padres de Madeleine lo terminaría de llevar al precipicio. Debía afrontar solo lo que le había sucedido. Quizás aún estaba de pies debido al entrenamiento que había recibido para convertirse en un agente especial del FBI.

    El único hálito de esperanza que tenía para aminorar su angustia era que los estudios forenses que le habían realizado al cuerpo de Madeleine arrojasen alguna información que le permitiera entender lo que había pasado y poder continuar con su vida, aunque de manera pesarosa. Necesitaba recuperar su paz interior. No podía continuar con la angustia que lo lastraba. La autopsia era su última esperanza. Era horroroso lo que pasaba en su vida. Esperaba que los forenses hubiesen enviado el informe para cuando llegara, esa mañana, a las oficinas del FBI. Todo lo que quería era encontrar una razón para continuar viviendo. Necesitaba saber por qué su esposa se había quitado la vida. Necesitaba saber que él no era el culpable del suicidio de su mujer.

    Cuando abrió la puerta de su casa en Catonsville, para llegar hasta el automóvil, una ráfaga de viento cargada de lluvia le recordó que necesitaba un impermeable para salir. Necesitaba cuando menos estar alerta para conducir hasta su trabajo. Ni siquiera percibía el mal tiempo, a pesar de que había llovido todo el mes de mayo, y junio seguía con la misma tendencia. Regresó por un chubasquero y se instaló frente al volante de su coche. El cielo cubierto de nubes y la lluvia fina, pero espesa, reducían la visibilidad. Se movió en el coche para comprobar que le sería dificultoso llegar hasta el cuartel general del FBI. Su día definitorio estaba tan borrascoso como su vida.

    DOS

    L a lluvia había arreciado cuando Paul entró al cuartel general del FBI para Maryland y Delaware en Lord Baltimore Drive. Optó por mantenerse el chubasquero que le cubría la cabeza y tomar el camino menos concurrido para evitar encontrarse con alguien conocido hasta llegar al segundo nivel donde estaba su oficina. Caminó con el rostro bajo y obvió a todo el que se encontró en el camino. No quería la compasión de los compañeros de trabajo. Cuando entró a su oficina, George Kephart, quien era su compañero en la estación del centro de cómputo donde laboraba, lo saludó sin hacer ningún comentario. Apenas se atrevió a estrechar la mano de Paul con un silencio respetuoso y sentido. Conocía más que nadie por lo que pasaba el agente analista del FBI. La expresión sombría con la que había llegado lo sobrecogió de todas maneras. Después de muchos días de haber sucedido el suicidio de Madeleine, Paul seguía sin un atisbo de superar la pérdida de su esposa. Había pensado que el funeral y los días que había pasado en casa de sus padres lo ayudaran a aceptar la realidad de lo que había sucedido. Estaba tan destrozado como cuando lo despidió en el aeropuerto de Baltimore y Paul embarcaba el cadáver de Madeleine para darle cristiana sepultura en Redding, California. Desde el mismo día que ocurrió la desgracia del suicidio de su esposa, Paul había perdido la capacidad de conversar. Apenas si hablaba los asuntos vitales. El golpe había sido demoledor y parecía que sería incapaz de sobreponerse.

    Con su mirada, de un azul profundo, enmarcada en unos lentes redondos de concha marrón, George Kephart, de 50 años y de contextura atlética, contempló cómo Paul se derribaba en el sillón frente al monitor de su terminal. Se tocó el pelo que tenía un toque gris, por el ataque de canas que resistía su frondosa cabellera negra, y movió sus labios con un gesto de contrariedad. Paul aún no estaba preparado para reiniciar su trabajo, por lo que lamentaba que se le hubiese terminado el tiempo que le habían aprobado para los asuntos funerales de su esposa. Se volvió, tecleó con su mano izquierda y movió su mouse con la derecha, volviendo al trabajo. Dejaría que pasara el tiempo hasta que Paul iniciara la conversación y pusiera el tema que quisiera abordar. No quería interrumpir sus pensamientos ni cometer una imprudencia que lo lastimara. Debía darle todo el tiempo que necesitaba para que reaccionara al duro golpe que había recibido. Él estaría ahí para todo lo que lo necesitare. Intentó centrarse en el trabajo, pero la expresión de abatimiento con la que había llegado Paul, no lo dejaba. El silencio se hacía pesado. Le dolía lo que le estaba sucediendo a su compañero de trabajo.

    George Kephart había sido instructor de Paul en la academia del FBI. Desde el mismo día que lo conoció descubrió que tenía una mente brillante y que le daría muchos frutos a la División de Crímenes Cibernéticos. Al final del entrenamiento lo eligió para que trabajara en su misma estación de cómputo. Habían congeniado durante el periodo docente. Paul, no sólo había mostrado una gran inteligencia, sino que, además, era muy estudioso y descubría detalles en una investigación, que a los demás les pasaban por alto. Cuando lo vio llegar con su cabello rubio revuelto y sus lentes redondos con montura de alambre de metal dorado, con patas que se las enredaba en las orejas, supo que estaba frente a una inteligencia singular. El rostro pecoso y su mirada azul distraída le daban un aspecto más de científico que de un agente del Federal Bureau of Investigation. En poco tiempo se convirtieron en amigos y sus esposas también construyeron una buena relación de amistad. Paul se había convertido en su mejor amigo, a pesar de la diferencia de edad. La integridad que mostraba el joven analista lo hacía un candidato idóneo para las investigaciones cibernéticas más exigentes. Con el tiempo, los días libres los compartían las dos familias. Joanne, la esposa de George y Ted, su hijo se hicieron parte de la familia de Paul. Su hijo Ted tenía 10 años y adoraba a Paul y a Madeleine. Él también había perdido algo muy valioso con la muerte de Madelaine. Su familia sentía el dolor como propio. Desde aquel fatídico día, no había salido a divertirse con su esposa.

    Se giró y volvió a ver cómo Paul continuaba sin tocar ninguno de los dispositivos que tenía en su mueble de trabajo. Seguía con la mirada perdida clavada sobre el negro del monitor apagado como si no supiera qué hacer con el equipo que tenía en el frente. No se atrevió a pronunciar una palabra, aunque sabía que necesitaba de su ayuda. Esperaría un poco más para ver si tomaba la iniciativa de comenzar una conversación. No sabía qué decirle, en el momento. Quería saber lo que estaba pensando para poder opinar con alguna calidad. Deseaba ayudar a su amigo, pero él mismo se sentía afectado.

    La estación de cómputo estaba amueblada con dos amplios muebles de madera, diseñados especialmente para el lugar. Los equipos que manejaba George estaban en el mueble especial que daba a la pared del fondo. Los de Paul estaban en el mueble que daba a la pared de izquierda de George. El lado derecho estaba cubierto por dos grandes armarios de metal con cerraduras de seguridad. Dos pequeños libreros móviles franqueaban a los dos analistas. Una pequeña mesa esquinera soportaba un termo con café. Debajo de la mesa esquinera, algunas gavetas donde guardaban cosas de comer. De todas las áreas del centro de informática, la de ellos era una de las áreas más restringidas. Ni siquiera muchos de los agentes que trabajaban internamente podían moverse por el área. Se consideraba un área de alta seguridad. Las investigaciones más secretas y especiales se las asignaban. Inclusive tenían la responsabilidad de revisar e informar a los organismos competentes del uso que hacían los agentes de las redes sociales y de sus páginas privadas. Por las redes sociales de los agentes debían hacer un perfil cada uno de ellos. El personal del FBI sabía que ellos los vigilaban.

    George vestía su acostumbrada chaqueta azul con camiseta negra y pantalones jean azules. Tenía seis pies y un cuerpo atlético, que lo mostraba más como un agente de acción que como uno que se pasaba todo el tiempo frente a la pantalla del computador analizando informaciones. Su fornido cuerpo era producto de las horas de gimnasio. Se había curtido en el trabajo duro de la División de Investigaciones Criminales del FBI en el pasado, antes de entrar al área de informática. Después de terminar la Universidad de Maryland, donde se diplomó en Ciencia de la Informática, fue transferido a la División de Crímenes Cibernéticos. En la División había adquirido una gran reputación, llegando a dirigir los programas de formación y entrenamiento de los agentes que trabajaban en el área para el FBI, que tenía como jurisdicción a los estados de Maryland y Delaware. En la academia había conocido a Paul. Su experiencia en homicidio le daba una calidad adicional para las investigaciones cibernéticas. Era un agente completo, que podía ser requerido en cualquier momento para asuntos de homicidio, si las circunstancias así lo requerían.

    Recordó que Paul lo había llamado primero a él que, a la Policía, cuando encontró a su mujer muerta a su regreso de Chicago. Se ocupó de todos los trámites policiales y funerarios debido a que Paul estaba devastado por lo que había sucedido. El impacto que había sufrido su amigo lo había dejado totalmente noqueado. No había podido asistir al funeral en Redding debido a que debía terminar una asignación especial que estaba concluyendo con Paul. Debió permanecer al frente del trabajo para cumplir con lo requerido. Hizo las gestiones para que a Paul le aprobaran la mayor cantidad de tiempo libre antes de regresar al trabajo. Sabía que lo necesitaría, pero por la manera en que lo había visto llegar, también supo que fue insuficiente. Le había extrañado que su amigo no lo hubiese llamado cuando regresó de California. Pero debía comprender el mal momento que estaba pasando.

    Vio a Paul colocar sus manos sobre el teclado sin encender el monitor y pensó que había perdido la razón. Su rostro de chico bueno y despistado estaba ensombrecido. Se rascó la cabeza, incapaz de saber cómo ayudar a su amigo. Sabía que el tema de Madeleine era el que estaba en el ambiente. No quería preguntarle cómo habían sucedido las cosas en el funeral. Se sentía como un padre incapaz de ayudar a un hijo. Tenía un cariño muy especial por Paul.

    El silencio era absoluto en la estación. Apenas se podía escuchar algunos toques del teclado que hacía George de manera tímida. El zumbido silencioso de los equipos no era escuchado por los dos hombres. Sus pensamientos bloqueaban una parte de lo que sucedía a su alrededor.

    —No voy a continuar en el FBI —escuchó decir a Paul como un lamento y se giró para buscar su mirada que no encontró. Seguía con ella clavada en el oscuro monitor.

    Lo siguió mirando en silencio sin atreverse a intervenir. No sabía qué decir. Paul no le había informado que estuviera evaluando esa posibilidad. Era una sorpresa que no se esperaba. No quería perder el contacto con su amigo y compañero de trabajo. Sería una gran pérdida para la División. Supuso que la decisión la había tomado ese mismo día.

    —Voy a renunciar —volvió a escuchar a Paul decir antes de reaccionar.

    Frunció el ceño y lo miró con una expresión de sorpresa que Paul no pasó por alto. Sabía que su amigo no se esperaba la decisión que había tomado.

    —Creo que no debes precipitarte. No estás en condiciones emocionales para tomar una decisión tan importante. Tienes una gran carrera en el FBI y no debes tirarla por la borda —fue todo lo que se atrevió a argumentar para cortar la idea que parecía tomar cuerpo en la mente de su amigo.

    —No puedo continuar viviendo en Baltimore. Vivir en la ciudad que compartí con Madeleine es demasiado para mí.

    Rodó un poco el sillón y se colocó cerca de Paul para acompañarlo afectivamente. Debía impedir que tomara una decisión que le destruya su futuro. Él no estaba en condiciones de tomar ninguna decisión que implicara su futuro.

    —El trabajo es la mejor terapia para que puedas superar la pérdida que has tenido. No es una buena idea renunciar al trabajo y dejar tu mente sin una ocupación que la distraiga de su sufrimiento. Concéntrate en el trabajo y trata de olvidar lo que ha pasado. Ya nada puedes remediar —comentó ahora elaborando una idea al percibir la decisión que estaba tomando su amigo.

    Paul no reaccionó, y dijo en tono quedo:

    —Aquí me he difícil vivir.

    —Puedes solicitar un traslado a otra sede. Nada resolverá dejando de trabajar. Lo mejor que te puedes suceder es tener mucho trabajo que realizar —insistió al percibir el tono vencido de Paul.

    —No creo que sea una solución para mí —dijo en un tono bajo, inclinando su cabeza.

    George movió la cabeza negativamente. Su amigo había entrado en una espiral depresiva muy peligrosa.

    —Una ciudad como New York, que tiene una vida tan intensa y frenética, te podría ayudar a despejar la mente y olvidar un poco lo que ha acontecido. No será difícil transferirte a New York. Si me autoriza, puedo hacer los contactos —Intentaría hacerlo reaccionar de manera lógica. Sabía que Paul no estaba en condiciones emocionales para tomar decisiones. Parecía moverse hacia ningún lugar. Su preocupación tomó tono de alarma.

    —Es posible, pero el FBI siempre me recordará a Madeleine. Debo irme del FBI. No estoy en capacidad de realizar mi trabajo con el nivel de exigencia del FBI. Me iré a algún pequeño y aislado pueblo donde pueda vivir de manera anónima y las personas sean anónimas para mí. Necesito tiempo para reflexionar sobre qué hacer con mi vida.

    La voz apagada mostraba algo más que la decisión que estaba anunciando.

    George Kephart sintió que Paul tenía una decisión tomada. Parecía haberlo pensado antes de llegar a la sede de la organización. Eso lo alarmó. Se lamentaba que no lo hubiese consultado antes. Aislarse era caminar la misma ruta que había tomado su esposa. Era una verdadera locura lo que pretendía. Iba a hacer lo que no debía. No debía aislarse.

    —Habla con un psicólogo antes de tomar la decisión de renunciar. Te puede ayudar a manejar el luto. Si lo requiere, puedes permanecer conmigo y yo haré el trabajo que nos asignen. No tendrás que preocuparte por las asignaciones que nos hagan. Nada ganas dándoles las espaldas a los problemas. No es bueno que te aísle de las personas que te quieren.

    —Te lo agradezco. Eres un buen amigo, pero ya tomé la decisión. Quedarme para sufrir la compasión de la gente, no está en mis planes —Se escuchó definitivo.

    George se volvió a mover de manera incómoda en el sillón. Giró y rodó hasta colocarse frente a Paul. No quería que su amigo tomara una decisión que lo llevara al abismo. Lo sentía despedirse. No debía dejar que se enrumbara por un despeñadero. Pero, ¿cómo lograrlo?

    —Espera cuando menos algunos días para presentar la renuncia. No es buena idea que tomes decisiones en estos momentos. La muerte de Madeleine está muy reciente y tú estás muy afectado. Dale un poco de tiempo al tiempo.

    Todo lo que pretendía era ganar tiempo para que pudiera reaccionar. Sabía de la brillantez de Paul, y no dudaba que lograría salir del pozo en el que había caído. Era cuestión de dejar pasar los días.

    —He venido más por conocer el informe de los forenses que a trabajar. Quiero saber, antes de marcharme, si encontraron algún elemento que pueda explicar lo que hizo Madelaine. Necesito saber por qué lo hizo. Todo lo que quiero es saber las razones que tuvo para tomar esa maldita decisión. Quiero saber si encontraron un indicio que me permita seguir viviendo.

    ˂˂ ¡Seguir viviendo! ˃˃, pensó aturdido George.

    —¿Sabes si los forenses han entregado su trabajo? —cuestionó con un tono de ansiedad.

    —El jefe tiene el informe. Me dijo que te lo entregaría personalmente —dijo lamentando no haber leído el informe.

    —¿Lo leíste? —lo cuestionó, ahora mirándolo de frente.

    George apenas movió negativamente la cabeza antes de contestar. Paul se quería aferrar a una posibilidad fallida. El suicidio de Madeleine había sido un hecho desgraciado e improbable que nunca lograrían tener una explicación racional. Por demás, ella no había dejado ninguna información. ¿Qué pretendía que encontraran en el cuerpo de su esposa muerta? Él, más que nadie, sabía que Madeleine jamás había tocado droga y no usaba ningún tipo de medicamentos.

    —No. Solamente el jefe lo ha leído. También tiene el informe que hizo la policía y del grupo de Investigaciones Criminales del FBI que investigó lo acontecido. Sí leí el informe policial y el del grupo del FBI, pero no he leído el de los forenses. Por lo que leía no parecen haber encontrado nada anormal. El caso ha sido cerrado por los investigadores. Finalizaron diciendo que era un simple suicidio. Citaron que no era un caso especial. Anotaron que ese tipo de suicidio se producía con cierta frecuencia.

    —Espero que hayan encontrado algo que indique las razones de su acción, cuando menos, los forenses. Es muy importante para mí.

    —¿Puedo ir a desayunar contigo mañana a tu casa? —preguntó con el propósito de romper el tema de la conversación y aligerar el ambiente pesado que se sentía.

    —Pues claro. Te espero a las 8:00 con un par de huevos fritos —dijo en un tono que evidenció un hálito de alegría y George se alegró. Había llegado el momento de hacerlo olvidar lo que le atormentaba. Todo lo que pretendía era convencerlo de no abandonar su puesto en el FBI.

    Paul activó y encendió su terminal mientras George regresaba a su lugar de trabajo cuando se escucharon dos toques en la puerta, y al girarse observaron que una agente, vestida con uniforme negro del FBI, que asomó la cabeza y señaló a Paul.

    —El jefe quiere hablar contigo, Paul —dijo la oficial y volvió a cerrar la puerta sin esperar ninguna reacción. Era una orden.

    Paul esperó algunos segundos para levantarse mientras los programas subían a su terminal. Tendría el informe de los forenses y conocería si habían encontrado alguna razón para la decisión tomada por su mujer. Se aferraba a lo único que lo haría tener paz interior. Necesitaba encontrar algo que lo ayudara a llevar la pesada cruz que cargaba.

    George percibió en la mirada de Paul que aprovecharía la decisión para informarle al responsable de la División que se marcharía del FBI. Temió que la precipitación de su amigo lo llevara por un camino descarrilado.

    —No le platiques de tu renuncia al jefe, Paul —dijo al verlo abrir la puerta—. Te lo pido por la amistad que nos une. Espera que hablemos más sosegadamente el tema. Cuando menos date una semana para hacerlo. Es demasiado pronto para tomar una decisión tan seria. No debes tener prisa. Si lo desea, tomate otra semana libre. Yo continuaré con el trabajo.

    Sabía que la precipitación de su amigo lo llevaría por un mal camino. Si se aislaba no encontraría una vía para superar el luto que lo embargaba. Todo lo que quería era ganar un poco de tiempo para intentar que reaccionara. Paul se había encerrado en su dolor y no sabía cómo encontrar una salida.

    Paul lo miró en silencio por algunos segundos, con la puerta en la mano. Su mirada tenía el brillo de agradecimiento, pero no hizo ningún gesto de aprobación de la solicitud de George y salió.

    George Kephart se levantó de su sillón y dio algunos pasos con el gesto fruncido. Era muy posible que no pudiera hacer nada más por su amigo. Conocía muy bien del amor que se profesaron Paul y Madeleine, por lo que vislumbró que su amigo estaba tomando un derrotero que lo llevaría a tomar la misma decisión que había tomado Madeleine. Lo peor era que se sentía impotente para ayudarlo. Era una desgracia que parecía que no había terminado.

    TRES

    L a decisión la tenía tomada. No la cambiaría a pesar de la petición que le había hecho su amigo George Kephart de que no lo hiciera. Le informaría al encargado de crímenes cibernéticos del FBI que no continuaría trabajando para la agencia. No podía permitirse trabajar en la agencia que tenía la responsabilidad de preservar la seguridad interna de los Estados Unidos con la situación de trastorno que estaba atravesando. Por demás, el tiempo que había pasado dentro del edificio, y la conversación que había mantenido con George Kephart, lo había convencido de que no podía continuar en ese ambiente. Sentía que se asfixiaba. Todo el que se le acercaba era para compadecerlo por lo que le había ocurrido. La compasión de sus compañeros lo lastimaba. Detestaba que lo consideraran como alguien débil a quien se debía compadecer. Debía marcharse lejos del lugar a donde nada le recordara la vida que había llevado en Baltimore y en Redding. Caminaba con la cabeza gacha por el pasillo y apenas respondía los saludos con un gesto de mano.

    Sabía que el responsable de la División lo estaba requiriendo para una asignación, como hacía con todos los agentes cuando se integraban al trabajo después de un periodo de vacaciones. Había llegado esa mañana y lo rutinario era que le hicieran una asignación de investigación. George no tenía una asignación para compartirla con él. Pero su ética del trabajo no le permitía trabajar en las condiciones emocionales en que se encontraba. Todo lo que haría sería solicitarle el informe de los forenses e informarle que no continuaría sirviéndole al FBI. Renunciaría. No podía poner en juego la eficiencia del FBI. La mejor decisión para la agencia y para él era su renuncia. Se lo informaría y en la noche redactaría la carta para enviarla por la mañana cuando su amigo George Kephart fuera a desayunar a su casa. No quería volver por el edificio que significaba tanto para él. No se perdonaría que se cometiera un atentado en algunas de las áreas de Maryland o Delaware por una imprevisión o descuido suyo. De lo único que estaba consciente era de que no estaba en condiciones de realizar el trabajo que requería la agencia para mantener la seguridad de la nación. Se marcharía con su dolor a algún lugar lejano y desconocido.

    Amaba a su país y al FBI y no se permitiría poner en peligro su seguridad y su eficiencia.

    Cuando llegó a la oficina de Scott Jones, el encargado de la División de Crímenes Cibernéticos (DCC) del FBI, éste lo recibió de pie, cosa poco común en él, que siempre despachaba con los agentes mientras trabajaba en la terminal que tenía en su despacho. No mostró la sonrisa que le era característica ni un poco de humor. Estaba serio y contraído. Trataría de ser lo más breve posible, para evitar lástima de su jefe. No quería que le cuestionara sobre su vida y cómo estaba llevando su desgracia. No quería tener otra conversación que abordara el terrible dolor que lo laceraba.

    —Por favor, siéntate —le dijo Scott Jones indicándole una de las butacas que tenía frente a su escritorio, sin quitarle los ojos de encima, con una mirada piadosa. Sabía que sería infructuoso querer ocultar su padecimiento. Era imposible lograrlo.

    Cuando entró, Scott retiró a dos agentes con los cuales trabajaba en ese momento para permanecer solamente en compañía de Paul. La expresión contraída indicaba que respetaba el dolor de Paul. Un gesto de incomodidad le hizo percibir al agente nacido en Redding, California, que Scott tenía algo más que las indicaciones de una asignación de trabajo entre manos.

    Paul se sintió incómodo con la mirada de Jones, pero sabía que debía pasar por esas circunstancias de manera obligatoria. Se convenció de que debía salir del lugar en el más breve tiempo posible. No aceptaría instrucciones para realizar ningún trabajo especial. No discutiría ningún plan de trabajo. Tomaría el informe de los forenses y se marcharía después de anunciarle que renunciaría del FBI. Volvería a su casa y estudiaría el informe para buscar un resquicio donde poder entender la decisión que había tomado Madelaine.

    El responsable de la División se sentó lentamente en su confortable sillón ejecutivo de piel de color negro. La ceremoniosa actitud que tenía no era del agrado de Paul. Conocía bien a Scott, aunque no había establecido una amistad profunda con él. Su relación siempre estuvo confinada a los asuntos de la División, por lo que no esperaba que la conversación implicara la intimidad de lo que estaba pasando. Scott Jones siempre lo trató como un chico al que admiraba, pero nunca con un rango de amistad. Toda la conversación debía ceñirse a la entrega del informe forense y no le daría tiempo de asignar ningún trabajo antes de informarle que renunciaba a su puesto en la agencia. Todo lo que deseaba era marcharse del lugar.

    Scott Jones era un hombre negro y calvo, que había rebasado los 60 años. Su gran estatura con su cuerpo descarnado comenzaba a arquearse. Dirigía la División con un rigor que rayaba en lo dictatorial. A Paul siempre lo consideraba como uno de sus chicos. Paul había llegado muy joven y le tenía el afecto de un padre, que esquivaba ser amigo para ayudarlo a forjar su disciplina en el trabajo. Llevaba espejuelos de gruesos cristales, enmarcados en concha de color marrón que se disputaban el marco de su rostro cuadrado con una sonrisa involuntaria que producían sus labios, que dificultosamente se cerraban, mostrando una gran dentadura. Vestía de traje oscuro y portaba un botón del FBI en la solapa. Era riguroso y se enorgullecía de tener control de todos los asuntos que implicaran la seguridad interna de los dos estados que vigilaba. Era un hombre de una dedicación enfermiza al trabajo. Se pasaba más tiempo en el FBI que en su propia casa, desde donde seguía controlando el trabajo de sus agentes.

    La oficina tenía los equipos de control interno y externo, con una docena de cámaras de vigilancia y monitores de revisión de información. Sus ojos de linces estaban permanentemente pendientes del menor extraño movimiento que se produjera en una de sus pantallas.

    —Me ha informado George que los forenses han entregado el informe de la autopsia que le hicieron al cuerpo de Madelaine. Quisiera verlo en este momento —dijo para tomar la iniciativa y pautar el tiempo de la reunión. No se sentía a gusto y quería salir del lugar rápidamente. No quería que Scott comenzara con la asignación para la que lo había llamado.

    Era la manera educada de impedir la asignación y así marcharse a leerla en su hogar. Había decidido leerla en la intimidad de su casa para centrarse en encontrar un detalle que lo pudiera despojar del sentimiento de culpabilidad que lo lastraba.

    Scott Jones se recostó en el espaldar del sillón, se pasó la mano por la frente y guardó un silencio pesaroso. Después se inclinó hacia adelante y tocó una carpeta que tenía sobre el escritorio. Paul no entendía la actitud parsimoniosa del jefe de la División. Todo lo que tenía que hacer era entregarle el informe que habían hecho los forenses del cuerpo de su esposa. No entendía por qué guardaba tantas formas para entregarle el documento. Si algo caracterizaba a Scott Jones era la rapidez y eficiencia que tenía en todos los asuntos que abordaba. Entregar el expediente debía ser un asunto trivial para él.

    Paul sintió la mirada lastimera de Scott y su cuerpo se calentó a pesar del frío que producía el aire acondicionado. Scott lo miraba fijamente, y él tenía que obviar la mirada, mirando la bandera del FBI y la bandera de los Estados Unidos que permanecían en sus pedestales detrás del sillón ejecutivo. Tuvo ganas de salir del lugar. No resistía la mirada lastimera de Scott. No necesitaba la compasión de nadie. Se iría muy lejos con todo el dolor que estaba sintiendo. Esa sería la última vez que estaría en el lugar para sufrir compasión de Scott.

    —Para eso te he llamado —finalmente dijo echando un suspiro de hastío—. Quería entregártelo personalmente. No quería que nadie más se informara del hallazgo de los médicos forenses. Solamente tú debe manejar esa información. Es un asunto muy doloroso. Cuando lo leí me estremecí. Me pareció horroroso.

    Scott Jones seguía con la carpeta en las manos y mirando fijamente a Paul, pero ahora parecía temer por lo que diría a continuación. Sabía que destrozaría al agente cuando conociera el contenido del informe de los forenses sobre lo que habían encontrado en el cuerpo de Madelaine. Si no lo hubieran consignado los médicos forenses, no lo hubiese creído. Era absurdo.

    Paul sintió que un rayo lo fulminaba y pestañeó para mirar a Scott, aturdido por lo que había dicho el responsable de la División. ¿Qué era lo que decía el informe forense que había encontrado en el cuerpo de Madeleine que lo había estremecido? ¡Por Dios, que era! Si los forenses encontraron algo que lo incriminara, aunque fuera de manera moral e involuntaria, no merecía la vida, ni la quería. No podría vivir en esas condiciones. Su mundo comenzaba a despedazarse de manera total. No podía ser posible que él fuera el culpable de la decisión que había tomado su esposa. Eso sería el punto final.

    —¿Qué han encontrado? —cuestionó angustiado con sus ojos desorbitados.

    Scott temió informarle. Pero no podía seguir ocultando la información. Abrió sus ojos aterrorizados. No quería ser ave de mal agüero, pero no tenía otra alternativa. Pensó que había cometido un error en entregar personalmente el informe. Hubiese sido más sencillo enviárselo en un sobre lacrado para que Paul lo leyera y soportara en su soledad el golpe que representaba.

    —Los forenses no podían creer lo que encontraron en el cuerpo de tu esposa —volvió a decir como si no se atreviera a destrozar a Paul. Movió su cabeza parsimoniosamente, lamentando la situación.

    El pulso de Paul se le aceleró. Echó su cuerpo hacia adelante y aguzó sus oídos. Temió que lo que diría Scott fuera demasiado para él.

    —¿Qué encontraron? ¿Droga? ¿Han encontrado droga en el cuerpo de Madelaine? —dijo aturdido—. No puede ser. Madelaine ni siquiera fumó ni bebió alcohol en toda su vida.

    No podían haber encontrado registro de ninguna sustancia prohibida. Su mujer nunca tocó ningún tipo de droga, ni siquiera en sus años universitarios. Ellos habían sido hijos ejemplares y estudiantes aplicados. Nadie conocía más a Madelaine que él y sabía que ella jamás usó droga. Ella era una maestra orgullosa, ejemplo para sus pequeños alumnos, a quien amaba.

    Scott hizo una pausa antes de hablar. Se le había secado la garganta. Supo que debía hablar de inmediato al ver la angustia en la mirada de Paul.

    —Tu esposa estaba embarazada en el momento del suicidio —dijo sin entregarle la carpeta, con un pesar que lo hizo sentir desgraciado a él también.

    Paul entornó los ojos, incrédulo de lo que había escuchado. ¿Qué era lo que había dicho Scott? ¿Madelaine estaba embarazada? Sintió un horror que lo atontó.

    —¿Embarazada? —cuestionó aturdido, empequeñeciendo los ojos y aguzando los oídos para certificar que había escuchado bien. No quería creer lo que había dicho Scott. Era la peor noticia que podía recibir después de la muerte de su mujer.

    —Estaba embarazada de cuatro semanas —lo soltó como quien se quita un enorme peso de encima. Vio el horror en la mirada de Paul y se arrepintió de darle la información de manera personal. Temió que enloqueciera en ese momento. Paul era muy joven para soportar una tragedia tan horrorosa. La vida era muy cruel con un hombre joven y bueno. No merecía lo que estaba viviendo.

    —¡Nooo…! —dijo escondiendo su rostro con las manos, incapaz de preservar la calma—. ¡No puede ser! —gritó como un demente. Se levantó y se movió por el lugar de manera desorientada y después se volvió a sentar, devastado.

    Scott se llevó la mano a la boca, arrepentido de ser portador de la información, pero sabía que debía terminar con el trabajo, a pesar de que lo veía al borde de la locura.

    —El feto tenía cuatro semanas —Se sintió como quien dicta la pena de muerte sobre un acusado que no la merecía.

    Paul permanecía con el rostro en las manos arqueado sobre sus piernas, abatido. Era más de lo que podía soportar.

    —¡Oh, Dios! —Levantó su rostro y Scott lo vio llorar. Se sintió miserable. El dolor que reflejaba lo estremeció. No había visto a nadie mostrar un dolor tan desgarrador.

    El jefe de la División sintió que necesitaba justificarse, arrepentido de ser portador de la indagatoria de los forenses. Había tomado una mala decisión con ser portador personal de la información. A pesar de su trato profesional, sentía a Paul como uno de sus hijos en el FBI. Deseaba que Paul superara su dolor y rehiciera su vida, pero lo que observaba no le daba mucha esperanza.

    —No quise que nadie de la División lo supiera. Si lo deseas puedes guardarlo solamente para ti —dijo en un tono bajo y comprensivo—. Los forenses no se explican el suceso. Fue un absurdo suicidio. Nadie tiene culpa de lo que hizo Madelaine.

    Intentó buscar una frase de consuelo, pero no la encontró.

    —Ahora entiendo —apenas pudo decir después de un sollozo que le salió del alma. Sus ojos seguían anegados de lágrimas y aterrorizado.

    Scott intentó mirar hacia otro lado. Le estremecía ver el dolor de Paul.

    —¿Entiendes qué? —cuestionó esperanzado en que Paul poseyera una información que lo ayudara a entender lo que había sucedido. A él también le gustaría entender las razones que habían llevado a la esposa del agente especial del FBI a tomar una decisión tan radical.

    —Cuando llamé a Madelaine desde el aeropuerto de Chicago, cuando regresaba, me dijo que me tenía una maravillosa sorpresa —dijo mientras se secaba las lágrimas y la mucosidad con un pañuelo que había sacado de uno de los bolsillos de sus pantalones.

    —¿Te dijo eso? —No entendía nada.

    —Sí —dijo apenas. Se le trababa la garganta.

    —Entonces, ¿por qué se suicidó? —cuestionó con los ojos desorbitados el jefe de la División de Crímenes Cibernéticos del FBI en Maryland, gesticulando con las manos. Las palabras eran insuficientes para abordar la situación.

    —No tengo la menor idea. Esa pregunta me la he hecho mil vece y no logro encontrar la respuesta. Con lo que me ha dicho, ahora entiendo menos. Ella no podía suicidarse si estaba embarazada. Ella debía cuidar de nuestro hijo.

    —Pero, ¿ustedes tuvieron alguna discusión antes de marcharte a Chicago? —ahora hablaba como un padre que lo lastimaba la situación de un hijo. Él tenía dos hijas y un nieto y percibía el dolor que invadía a Paul. Había perdido a su esposa y a su hijo. Había perdido lo que más amaba. En el mejor de los casos, le esperaba un largo camino de sufrimiento.

    —Ninguna. Madelaine y yo nunca discutimos —dijo dificultosamente.

    —Algo debiste hacer que la disgustó —seguía indagando sin encontrar lógica de lo que había sucedido. Algo había ocurrido para que ella tomara la decisión que tomó.

    —No tuvimos ningún conflicto. Nunca tuvimos conflictos en nuestro matrimonio. No entiendo lo que ha pasado. Tuvimos un buen matrimonio.

    —Perdona Paul, pero algún problema ocasionó que ella tomara la decisión de suicidarse. ¿Algún asunto que no recuerdes?

    El jefe de la División había tomado la decisión de abordar la intimidad de Paul y saltar la línea de la prudencia.

    Entendió que Scott Jones tenía razón. Tenía que haber una razón para que ella se suicidara. Algo debió hacer, que no recordaba, que hizo miserable la vida de su mujer. Esa era su mayor preocupación. No podía continuar viviendo con el sentimiento de culpa que lo lastraba. Lo que decía Scott evidenciaba que todos pensaban que él había sido el culpable del suicidio que había cometido su esposa, aunque no se lo dijeran. Se sintió miserable. No merecía seguir viviendo. Su vida sería un infierno. No podía cargar con un lastre tan pesado.

    —Debe haberla, pero no tengo la menor idea. Ella estaba muy feliz cuando me despedí de ella para ir a Chicago. Estaba muy feliz por mi regreso —dijo reponiéndose del ataque de llanto que había sufrido—. No logro entender lo que pasó. No sé en qué le fallé a Madelaine.

    Scott Jones se echó hacia adelante y miró fijamente a Paul por algunos segundos. Parecía temer lo que preguntaría. No tenía confianza para hacer preguntas íntimas, pero le intrigaba lo que sucedía. Daría un paso más para encontrar la verdad. Cruzaría la línea de la prudencia para hurgar un poco más, si así se lo permitía Paul. Intentaría hacerlo con cuidado.

    —¿Puedo hacerte una pregunta personal? —le inquirió, mirándolo fijamente y esperando la autorización. Cruzaría los límites de la intimidad de Paul, a pesar de no considerarse con ese derecho. Pero él era un agente del FBI y debía entender por qué sucedían las cosas. Conocía por experiencia que había muchos asuntos en la intimidad de los matrimonios que nunca se abordaban con otras personas. Un detalle le podía dar la pista para hacerse una idea de las razones que habían motivado el suicidio.

    —Pregunte —le autorizó sin ningún prejuicio.

    Lo observó en silencio antes de hablar. Quería ayudarlo y no sabía cómo.

    —¿Tuviste una aventura amorosa fuera del matrimonio que Madeleine pudo descubrir? Las mujeres son muy astutas en esos asuntos, aunque algunas veces se lo callan. ¿Tienes una aventura en la calle? Puedes contarme. Soy un hombre viejo que tiene mucha experiencia y lo entenderé. Tengo la edad de ser tu padre y comprenderé cualquier evento.

    Paul tartamudeó por algunos segundos, impactado por la pregunta, mientras gesticulaba negativamente con las manos y la cabeza.

    —No, por Dios. Madelaine ha sido la única mujer en mi vida. No he tocado a otra mujer. Fuimos inseparables desde jóvenes.

    Ahora Scott se acarició la frente, más confundido. Si no tenía una aventura, debía haber algo más. Pensó algunos segundos al quedarse sin respuesta. ¿Qué demonio había sucedido entre ellos que provocara que ella tomara una decisión tan terrible?

    —¿Ella no quería tener hijos? —la pregunta estremeció a Paul.

    Conocía de muchas mujeres que detestaban tener hijos y los embarazos la estresaban de mala manera. Era en todo lo que podía pensar. Paul debía conocer las fobias de su mujer. También era posible que no las conociera todas. Era muy difícil conocer todo el mundo interior de una mujer, incluyendo a su propia esposa.

    —Estábamos añorando tener hijos. Cuando me dijo que tenía una maravillosa sorpresa, era posible que fuera para darme la noticia de que seríamos padres. Lo estábamos esperando desde hacía algunos meses. Lo queríamos antes de que finalizara el año.

    —No entiendo nada —dijo volviéndose a recostar y echar un largo suspiro. Ahora se cruzó la mano por la calvicie que le hacía brillar la cabeza. Era el suicidio más extraño de los que había tenido información a lo largo de su carrera como agente del FBI. Por lo que le había dicho Paul, no había ninguna razón para cometerlo. ˂˂Pero nadie se quita la vida por ser feliz en un matrimonio˃˃, pensó al quedarse sin explicación. No quiso compartir su pensamiento para no lastimar a Paul.

    —Yo tampoco lo entiendo. Todo es absolutamente absurdo. Necesito saber la causa del suicidio para poder tener un consuelo y poder seguir viviendo.

    —El informe de la policía y el del FBI certifican que fue un suicidio. No encontraron nada que indique lo contrario. Han cerrado el caso. Nada más tienen que investigar. Hay que ser conforme y saber que las cosas ocurren, aunque muchas veces no nos las podamos explicar —dijo en un intento de aligerar la conversación y llevar un poco de consuelo a Paul.

    —Fue un suicidio, pero no hay manera de explicárselo —dijo Paul convencido de la terrible decisión que había tomado su mujer—. Eso es lo peor. Ni siquiera dejó una nota con la cual me pudiera consolar.

    —Los suicidios no se explican —dijo en un intento de aligerar la tristeza que veía en Paul. Le entregó la carpeta y lo vio más derrotado de que como había llegado. El hombre que tenía de frente no creía que pudiera superar la desgracia que se le había venido encima. Se lamentó. Era un hombre joven y brillante que la desgracia lo consumiría.

    Paul sintió sus manos temblar cuando recibió la carpeta con el informe forense. No sabía cómo abrirlo ni cómo leerlo. Buscaría la ayuda de George Kephart para que lo estudiara. Madelaine se había quitado la vida y había matado a su hijo. Era terrible lo que había hecho. Su vida estaba convertida en escombros y no sabía qué hacer con ellos.

    —Puedes tomarte un par de semanas adicionales. Necesitará tiempo para asimilar el golpe que significa haber perdido también a tu hijo —dijo Scott cuando lo observó caminar hacia la puerta. Sintió su corazón encogerse cuando lo vio desaparecer detrás de la puerta.

    Era lo menos que podía hacer para que Paul intentara recuperar su destrozada vida. No se atrevió a recomendarle un psicólogo, que era lo que necesitaba, por la falta de confianza; pero sabía que, si continuaba en aquella actitud, terminaría en una clínica psiquiátrica.

    Paul salió con pasos de zombi. Las secretarias de Scott detuvieron su trabajo y guardaron un silencio respetuoso cuando lo vieron salir de la oficina. Con la información de lo que habían encontrado los forenses, se convencía de que su vida ya no tenía sentido.

    Se le había olvidado informar que no regresaría al cuartel general del FBI en Maryland. Ya nada le importaba en la vida.

    CUATRO

    S entía que los ojos le pesaban. Aún tenía sueño. George Kephart se había pasado casi toda la noche leyendo y releyendo el informe de los peritos forenses que habían trabajado en la autopsia del cuerpo de Madeleine, la esposa de Paul Madison. En cada lectura le llegaba una extraña sensación de inconformidad con los resultados enunciados por los investigadores. Sentía que algo habían obviado. Quiso asegurarse que era una simple mala impresión y buscó los informes que habían hecho la policía de Baltimore y una comisión especial de agentes del FBI. El informe de la policía terminaba de manera concluyente y definitiva que había sido un suicidio por causas desconocidas y especulaban, de manera grosera, en que la causa pudo ser una perturbación mental. Él conocía muy bien a Madeleine y sabía que ella no tenía ninguna patología mental, ni siquiera leve. El informe policial había sido preparado para cerrar el caso. La experiencia de su paso por la División de Investigaciones Criminales del FBI lo hacía dudar de un informe que no contenía una información comprobaba de las razones que existieron para que se produjera el hecho. No había logrado detectar ningún elemento que lo hiciera sospechar que había algo más que un suicidio, pero no lograba aceptar el veredicto de los investigadores. Los informes no tenían evidencias ni siquiera para especular sobre las razones del suicidio.

    Sí él no logró conciliar el sueño, incapaz de encontrar una justificación en los documentos y comentarios entregados por los investigadores, se imaginaba a Paul destrozado y sin rumbo en la vida. Si el caso terminaba ahí, su amigo tendría que vivir con la sospecha de ser el causante de la muerte de su esposa, aunque fuera por desatención. Su brillante carrera en el FBI terminaría de manera funesta. No merecía el infierno que sería su vida con una sospecha tan espantosa.

    Conocía, más que nadie en la ciudad de Baltimore, la relación de Paul y Madeleine. Él y su mujer eran sus mejores amigos. Habían compartido mucho tiempo juntos. Paul y Madeleine eran una pareja muy feliz. Había llegado a la conclusión de que el suicidio era lo menos probable de todas las teorías que debieron barajar los investigadores. Pero lamentablemente fue la que aceptaron para cerrar el caso.

    Los informes de los policías, los de los forenses y los del FBI, eran coincidente en afirmar que había sido un suicidio. A pesar del rigor de los investigadores, sentía que había algo que no encuadraba en el trabajo realizado. Los informes eran satisfactorios para cualquier persona que no hubiese conocido a Madeleine y la hubiese tratado de cerca; pero no para él. A pesar de que no tenía ninguna prueba que contradijera los informes, no se sentía conforme con las conclusiones a las que habían llegado los investigadores. Presentía que había algo más de lo que decían los informes. Pero no lograba conformar un cuadro de ideas que tuvieran algún elemento lógico que contrapusieran los elementos señalados por los informes. No tenía ninguna información que contradijera los informes de los investigadores; pero pensando, lógicamente a partir de lo que conocía de Paul y Madeleine, no era posible que ella hiciera lo que hizo. Nadie puede quitarse la vida por ser feliz. Nadie podía atentar contra su vida teniendo una familia virtuosa. No tenía lógica lo que habían dicho de manera concluyente los investigadores, cuando menos para él. No les creía, aunque no podía contraponerlos. Sentía una extraña sensación de impotencia que lo inquietaba.

    Cualquier persona que no conociera a Madeleine y el amor que le profesaba a Paul, podía aceptar el juicio de los investigadores, pero él se resistía a creerlo. Paul, debido a que estaba muy afectado, no había podido repensar los hechos; pero él si lo podía hacer, y debía hacerlo para el bien de su amigo.

    Tomó la carpeta con el informe de los forenses que le había entregado Paul el día anterior para que lo estudiara y le diera una opinión y se dispuso a marcharse. Estaba solo en su casa, debido a que su esposa había salido a llevar a su hijo al colegio. Desayunaría con Paul y le haría partícipe de sus dudas. Tomó el coche y comenzó a recorrer las calles de Baltimore, apesadumbrado.

    No había encontrado nada en los informes que cambiara la opinión de los investigadores y no estaba seguro de hacer lo correcto informándole a Paul de sus dudas y aprensiones. El momento que estaba viviendo su amigo era sumamente delicado y cualquier información mal interpretada lo podría destrozar más de lo que estaba.

    No tenía una opinión concluyente para su amigo; pero el hecho de que Madeleine estuviera embarazada le hacía resistirse a creer la versión de los investigadores. Tal vez si no hubiesen encontrado que estuviera embarazada, les hubiese dado algún mérito a las conclusiones; pero no se lo daría después de saber que ella estaba esperando su primer hijo. No era posible que Madeleine se suicidara; pero embarazada era imposible que lo hiciera. No le cabía en la cabeza. La confusión lo aturdía y no lograba encontrar un punto donde apoyarse para darle algún viso de credibilidad a lo que pensaba. Las dudas lo consumían mientras conducía. No había comentado el asunto con su propia mujer, porque ella estaba muy afectada por la muerte de Madeleine y no quería, con una duda no fundamentada, incrementar su tristeza.

    Él era el único en capacidad de disentir, aunque sin pruebas, del informe de los investigadores. Él era el mejor amigo de Paul y quien más lo conocía, por lo que podía leer el informe más allá de las letras. Sabía que su amigo estaba buscando una explicación al suicidio, pero no lo había encontrado. No sabía cómo ayudarlo. El suicidio no tenía explicación, aunque lo afirmaran los informes de los investigadores.

    Cuando se parqueó frente a la casa de Paul apagó el motor del coche y se quedó con las manos pegadas al volante, dudando de lo que tenía que hacer. No sabía cómo abordar el tema con su amigo. Sabía que sufría un trauma que lo consumía y temía que una imprudencia lo empujara hacia el abismo. Le había prometido una opinión y sabía que Paul esperaba un punto donde apoyarse para intentar superar su dolor; pero él no había logrado encontrar ese punto. La impotencia lo hacía sentir mal. Lo que le estaba rondando por la cabeza no ayudaría en nada a su amigo.

    Se desmontó del coche y caminó por la acera hasta alcanzar el timbre de la puerta. Seguía temiendo por la conversación que le esperaba con Paul. En ese momento dudó de hacerlo partícipe de las dudas que lo asaltaban de los informes del suicidio de su esposa. Lo que más necesitaba Paul en ese momento era olvidar la desgracia que había ocurrido y no volver a revivir la terrible tragedia. Estaba muy sensible y una perturbación que le clavaría una duda que no le sería de mucha utilidad. Quizás era lo menos que necesitaba.

    —Pensé que te encontraría vestido para ir juntos al FBI —le dijo cuando Paul abría la puerta vestido con una camiseta amarilla y con pantalones de piyamas de cuadros azules. Tenía el cabello revuelto y grandes ojeras debajo de los párpados. Era evidente que no dormía bien.

    —Entra. Hablaremos en el desayuno. Ya lo he preparado —le contestó, cerrando la puerta y caminando hacia el comedor, como si quisiera esconder su rostro envejecido. Se estaba arruinando a gran velocidad.

    George sintió apetito cuando olfateó el huevo frito y el jamón, aunque creía que sería difícil probar los alimentos con la conversación que le esperaba. Cuando llegó a la mesa vio que Paul había hecho todo lo que sabía hacer para desayunar. Además de los huevos y el jamón, tenía tostadas, mermelada de manzana, zumo de naranja y un café que inundaba con su aroma todo el lugar. El café sabía que lo había hecho en la máquina. Recordó que Madeleine nunca le permitía que se ocupara de la cocina, que no fuera sacar el zumo de naranja del refrigerador. Ella se desvelaba por Paul y siempre lo cuidada con esmero. Se entristeció al recordarlo.

    Paul se movió hacia la cocina y recogió un sobre que tenía en la encimera. Lo vio encorvado y tan abatido como el día anterior. Si Paul no reaccionaba, era seguro que moriría de tristeza.

    Le señaló la butaca del comedor que debía sentarse, y George se sentó mirando con la angustia que le ocasionaba ver a su amigo que se consumía con los días. Había perdido mucho peso y su vitalidad estaba muy menguada.

    —Quiero que entregue mi carta de renuncia al FBI —dijo sin tocar los cubiertos y entregándole el sobre que había recogido de la encimera. El tono fue de hastío.

    George Kephart se extrañó al ver el sobre. Él le había pedido que esperara un poco de tiempo antes de tomar una decisión tan importante. Le había argumentado que esperara que pasara el tiempo para que pudiera tener mayor certeza de la decisión. Reconoció que Paul no le había prometido tomarse un poco de tiempo. Él había guardado silencio y no volvieron a hablar del asunto cuando regresó de la reunión con Scott Jones. Todo lo que hizo fue entregarle la carpeta que contenía el informe de los forenses y pedirle que lo estudiara para que le diera una opinión profesional, debido a que no se sentía en capacidad de abordar los resultados que habían consignado los investigadores con el suficiente sosiego. El hecho de que su esposa estuviera embarazada en el momento del suicidio lo desbordaba. Le había dicho que él tenía experiencia en casos de investigación, cuando estuvo en homicidio en el FBI, por lo que podría tener una opinión con el suficiente peso. Todo lo que deseaba era que George encontrara un elemento que le permitiera, aunque fuera precariamente, entender lo que había hecho Madeleine.

    —Debemos hablar antes de que envíe la renuncia —dijo con pesar, tomando el sobre y colocándolo al lado de la carpeta que había llevado. Paul seguía decidido a renunciar. Parecía que la única certeza que tenía era su separación de las filas del FBI y creía que era su mayor error. Si él continuaba en la División, y siendo frecuentado por él, por su esposa y por su pequeño hijo, lo ayudaría a superar el luto que lo lastraba. Poder arroparlo con afecto era vital.

    —Te agradezco la opinión, pero no puedo continuar trabajando para el FBI. Ni siquiera sé cómo pude soportar el día de ayer. Me es imposible soportar la lástima de los compañeros y los recuerdos que me vienen a la mente. Cuando menos aquí en casa estoy solo y puedo llevar

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