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Memoria De La Sombra
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Libro electrónico589 páginas9 horas

Memoria De La Sombra

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La vida de Martha y la de Helena eran perfectas y apacibles hasta que lleg el da del primer aniversario de la muerte de su madre, Carmen Azorn.
Carmen Azorn, que haba llevado una vida familiar y pblica impoluta, deja sus memorias en un manuscrito (Memoria de la sombra) para que le llegue a sus hijas despus del ao de su muerte.
Al leer Memoria de la sombra, las dos mujeres se encuentran con los demonios del pasado que saltan sobre ellas para destruirlas. Su madre se les presenta como una total desconocida. No pueden creer la historia contada en el manuscrito.
Las memorias dejadas por su madre les ensombrecen la vida a tal nivel que ni siquiera podan estar seguras de sus propios nombres. Al final descubren que su progenitora le ha dejado la mejor enseanza para que logren la felicidad plena.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento14 mar 2014
ISBN9781463378530
Memoria De La Sombra
Autor

Carlos Agramonte

CARLOS AGRAMONTE Estados Unidos. Nació en R.D. Durante más de 25 años se dedicó a la enseñanza universitaria, conjuntamente con su vocación de escritor; que ahora ejerce a tiempo completo. En la primera etapa de su vida de escritor la dedicó a la poesía, destacándose los títulos: Raíz, Descubriendo mi Propio Viento, Pequeña Luna, La Cotidianidad del Tiempo y El Silencio de la Palabra. Desde hace años se ha consagrado a escribir novelas de gran formato. Entre los títulos publicados se destacan: Definiendo el Color, El Monseñor de las Historias, El Generalísimo, El Sacerdote Inglés, El Regreso del Al Ándalus, Memoria de la Sombra, Secreto laberinto del amor y, Inminente ataque. Desde sus primeras novelas, las cuales obtuvieron buena acogida por parte del público, Carlos Agramonte demostró que dominaba el género y se revelaba con una gran imaginación. Sus novelas han provocado los más calificados elogios por parte de sus fieles lectores.

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    Memoria De La Sombra - Carlos Agramonte

    Memoria de la

    sombra

    Carlos Agramonte

    Copyright © 2014 por Carlos Agramonte.

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.:    2014902372

    ISBN:                        Tapa Dura                                               978-1-4633-7852-3

                                      Tapa Blanda                                            978-1-4633-7851-6

                                      Libro Electrónico                                   978-1-4633-7853-0

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Las opiniones expresadas en este trabajo son exclusivas del autor y no reflejan necesariamente las opiniones del editor. La editorial se exime de cualquier responsabilidad derivada de las mismas.

    Fecha de revisión: 28/02/2014

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    602862

    ÍNDICE

    CAPÍTULO I

    CAPÍTULO II

    CAPÍTULO III

    CAPÍTULO IV

    CAPÍTULO V

    CAPÍTULO VI

    CAPÍTULO VII

    CAPÍTULO VIII

    CAPÍTULO IX

    CAPÍTULO X

    CAPÍTULO XI

    CAPÍTULO XII

    CARLOS AGRAMONTE

    Foto%20de%20Carlos%20Agramonte.jpg

    Nacido en República Dominicana en 1954. Vive en Wilmington, en el Estado de Delaware, Estados Unidos de América. Durante más de 25 años se dedicó a la enseñanza universitaria, conjuntamente con su vocación de escritor.

    En la primera etapa de su vida de escritor la dedicó a la poesía, destacándose los títulos: Raíz, Descubriendo mi Propio Viento, Pequeña Luna, La Cotidianidad del Tiempo y El Silencio de la Palabra.

    Desde hace años se ha dedicado a escribir novelas. Entre los títulos publicados se destacan: Definiendo el Color, El Monseñor de las Historias, El Generalísimo, El Sacerdote Inglés y El Regreso del Al Ándalus.

    Desde sus primeras novelas, las cuales obtuvieron buena acogida por parte del público, Carlos Agramonte demostró que dominaba el género. Sus novelas han provocado los más encendidos elogios de parte de la crítica especializada.

    A mi adorada hija Sarah,

    por ser tan especial para la familia

    CAPÍTULO I

    La primavera se vestía con un sol radiante, y los frondosos árboles del cementerio de la Almudena se mecían suavemente, mostrando la única vida que cubría la ciudad de los muertos. El silencio arropaba como si acurrucara el lugar. La placidez y la lentitud del tiempo mostraban que las cosas permanecían por los siglos de los siglos sin una alteración vital. Después de la gran fachada de entrada, con su espléndida arquitectura, que no tenía nada fúnebre, la iglesia se mostraba con su torre enladrillada y cúpula de gris azulado, sostenida por arcos de medio punto y sus simbolismos de fe, parecía vigilar todo el lugar. El poblado de tumbas estaba muy poco frecuentado. Apenas algunas personas solitarias cruzaban la gran fachada y caminaban lentamente hacia la tumba de algún ser querido. El silencio permanecía impertérrito. La luz y el movimiento suave y danzante de las ramas de los árboles mostraban el lugar sin ambiente sobrecogedor. La gran llanura, tendida a lo largo de la mirada, mostraba la ciudad detenida, con cierta belleza.

    Helena Sangil y su hermana Martha, quienes eran mellizas, entraron e hicieron una reverencia al cruzar la frontera de la ciudad de los muertos. Caminaron hasta un extremo del inmenso pasto de tumbas hasta encontrarse con un panteón de poca altura que contenía dos espacios para difuntos. Ambas mujeres colocaron sobre el mármol de la tumba sendos ramos de flores. En el extremo del panteón se leían los nombres de los dos difuntos que descansaban en el lugar: Carmen Azorín Pizarro y Manuel Sangil Benegas. Era la tumba donde descansaban sus padres.

    —No puedo acostumbrarme a la ausencia de mi madre —dijo Martha con su voz quebrada. Las lágrimas comenzaron a asomarse a sus ojos—. Estaba joven para morir. No era justo que muriera sin ver a sus nietos hacerse grandes. Cada día necesito más de ella. Su muerte ha producido un vacío que no tengo forma de llenar.

    Esa mañana se cumplía el primer año de la muerte de su madre. Ellas habían sido muy apegadas a la madre, y su muerte había sido un golpe muy duro para ambas mujeres. Su padre había muerto primero que su madre, después de quedar largos años inválido, producto de un accidente automovilístico. Su madre se dedicó, en cuerpo y alma, a cuidarlo con una dedicación de misionera. Había sido una familia feliz, a pesar de la fatídica tarde del accidente de su padre. Sus padres constituyeron la familia modelo para la comunidad. El ejemplo del que se sirvieron, fue el mejor. Si alguna vez existió una pareja que se prodigó amor puro para toda la vida, ésa había sido la de sus padres. Y ahí estaban los dos, juntos en la misma tumba. Ni siquiera la muerte los pudo separar. Habían producido una unión hasta la eternidad. Poco tiempo después de la muerte de su padre, la madre enfermó y falleció. Se habían amado hasta la eternidad. Eso había creído siempre.

    —Mamá está en el cielo. Siempre fue una devota católica y tuvo una vida consagrada a nuestra familia; sobre todo fue una esposa ejemplar. No tengo dudas de que el Señor la tiene a su lado. Creo que mi madre fue una santa —comentó Helena sin ningún vestigio de quebradura en la voz. Ella era de carácter fuerte y poco llorona. El color rubio de su cabello y sus inquietos ojos claros la mostraban un tanto hiperactiva. De nariz aguileña y de porte elegante, siempre vestía como si fuera para una fiesta. Era el alma de todas las actividades festivas de la familia. En cambio, Martha, de carácter pasible y de accionar tranquilo; de cabellos largos y negros; con una sonrisa ingenua que nunca quitaba de su rostro era el vivo retrato de su madre, en la forma de llevar la vida. Había seguido los pasos de la progenitora, y relevó a su madre en todas las responsabilidades que llevaba en la iglesia. Su rostro era un poco ingenuo y su porte era elegante, con rasgo de timidez en expresarlo. Siempre vestía sobriamente y con elegancia. Su madre gustaba vestirlas de rojo, a las dos mellizas, para las ocasiones especiales; nunca le gustó que vistieran de tristeza. Después de adultas, solamente a Helena le recriminaba los largos escotes, en los vestidos. Ambas mujeres vestían de rojo, como siempre le gustaba vestirlas su madre.

    —Nuestro padre fue también un gran padre y un consagrado a la Iglesia y a nuestra familia. Lamentablemente lo perdimos y no pudimos disfrutarlo tanto —expresó Martha mientras limpiaba con sus manos el polvillo que se había depositado en la loseta superior de la tumba—. Hemos sido muy afortunadas en haber tenido unos padres tan amorosos y que nos dieron un hogar tan perfecto.

    Las dos mujeres, un poco cansadas, se sentaron en el borde de la tumba. Helena observó el panteón más próximo y frunció, levemente, el ceño. Algo que había visto le molestaba.

    —Nunca he entendido el porqué construyeron un panteón exactamente igual que el de nuestros padres, y al lado. La gente no tiene creatividad ni siquiera para hacer una tumba —se lamentó haciendo una mueca de amargura—. Existen demasiadas formas de construir una tumba, y hay demasiados lugares en este cementerio, para antojarse de hacer una tumba exactamente como la de nuestros padres y al lado.

    —La gente hace las cosas para los muertos de manera que no le produzcan mucho esfuerzo —comentó Martha sin cambiar su actitud de recogimiento—. No recuerdo haber visto esta tumba cuando murió papá ni cuando murió mamá, no sabríamos cuál de las dos tumbas fue la primera —dijo en un intento de defender la decisión de los deudos de la tumba cercana. Después se arrepintió de lo dicho.

    —El panteón de nuestros padres fue primero, y tú lo sabes —dijo Helena haciendo una mueca de disgusto con la boca—. No lo defiendas; que eso no tiene perdón. Nuestra madre puso mucho cuidado cuando se estaba construyendo el panteón. Estoy segura que ella eligió este lugar y la forma de su tumba. ¡Esos son unos desconsiderados!

    Exactamente, al lado del panteón de los padres de las dos mujeres, había otro similar. La estructura era de color gris revestido con mármol y con una gran cruz que tenía el palo central un poco más grueso que los brazos; construida con piezas de mármol. Las dos mujeres ni siquiera se preocuparon por saber si la tumba estaba ocupada o si estaba vacía. La tumba, que parecía gemela a la de su madre, sólo tenía un solo lugar para sepultura. Era muy extraño, debido a que era la única tumba, en todo el cementerio, con ese tamaño que solamente tuviera lugar para una sepultura. Las dos hermanas no se percataron de quién ocupaba la tumba. Ni siquiera miraron si tenía alguna inscripción que identificara el panteón. Despreciaban aquella tumba que importunaba la de sus padres.

    —No te pongas de quisquillosa, mujer, que estamos aquí para acompañar a nuestra madre. Ella sólo merece reverencia de nuestra parte. Tú siempre estás buscando qué criticar —comentó Martha un poco contrariada—. Este es un momento muy especial para nosotras, y debemos guardarle reverencia a nuestra santa madre. Estamos aquí para recordar a nuestra madre en su primer año de muerta —la voz se le quebraba y sus ojos se nublaban. A pesar de que había pasado un año, el recuerdo de su progenitora permanecía muy vivo en su vida. Cosa que no pasaba con Helena, o cuando menos, no mostraba un alto grado de afligimiento.

    Una ráfaga de brisa fresca les acarició el rostro a las dos hermanas y sintieron un alivio del calor que comenzaba a adueñarse del lugar.

    —Eso no es buscar qué criticar. Las personas que hicieron ese panteón pudieron hacer otro diseño y dejarles, a nuestros padres, la originalidad de su descanso final. Este mundo no respeta ni siquiera a los muertos. Este es uno de los cementerios más grandes del mundo y tuvieron que elegir el mismo lugar donde está la tumba de nuestros padres para hacer una tumba similar. ¡Qué cachaza!

    —No te contraríes por eso. Lo mejor que podemos hacer es olvidar el hecho. No podemos hacer nada. Esa tumba permanecerá el mismo tiempo que el de nuestra madre —aconsejó Martha, buscando despejar la contrariedad que hacía rabiar a su hermana.

    Se hizo un silencio entre las dos hermanas. El viento seguía danzando en las ramas de los verdes y frondosos árboles. Cada una se encerró en sus pensamientos.

    El camposanto, con su silencio y su pasividad producía un recogimiento y una paz que parecía como si el tiempo no transcurriera en el lugar. De hecho, es el único lugar donde el tiempo no cuenta. El tiempo sólo cuenta para las personas que van a visitarlo, porque para los residentes, ellos son de la misma naturaleza del tiempo. Los cementerios son lugares construidos por los vivos para reverenciar la única cosa sin valor del ser humano, que son los restos mortales. Todo lo que es inmortal nunca llega a los cementerios. Están llenos de la memoria de los vivos. Los recuerdos no son propios de los cementerios, sino de los visitantes. Los camposantos son lugares muy visitados, pero que no tienen quién reciba a nadie. Se va a visitar al recuerdo de uno mismo. Cada persona que va a los cementerios llega cargado de los recuerdos y de las formas de los antepasados que son difuntos; pero, la verdad es que lo que está dentro de las criptas es algo muy distinto de lo que tienen en la mente los visitantes. Los visitantes van a visitar a su recuerdo, que es lo único que permanece vivo de todo lo que fue su pasado. Lo que la gente va a visitar al cementerio, es a sí mismo, es decir, van a visitar los recuerdos de los años vividos. Aquellos que conforman el libro de su vida. El cementerio es el lugar donde están las páginas donde podemos leer nuestras vidas. Finalmente, un día, cerramos el último capítulo, cuando dejamos de ser visitantes para convertirnos en residentes. En ese momento, borramos nuestro libro y sólo sobreviven las páginas que son compartidas con los que se han quedado vivos. El cementerio es un lugar para leernos el tiempo pasado. Aquella ciudad de muertos no tiene vecinos. Cada espacio es un lugar único y personal. En el cementerio nada es colectivo, ni siquiera los panteones que tienen muchas tumbas; porque cada tumba tiene una existencia solitaria y produce una lectura distinta en cada visitante.

    Después de una hora, Helena señaló a Martha que debían regresar. Estaba llegando el mediodía y tenían que llegar a la casa de Martha donde se celebraría un almuerzo en conmemoración al primer año de la muerte de su madre. Todo estaba previsto para la una de la tarde y sabían que el sacerdote que bendeciría la celebración tenía fama de muy puntual y exigente. La temperatura comenzaba a elevar el barómetro y Helena sintió su rostro humedecerse. Debían partir. Miró, por última vez, la volumetría del panteón, y una veta de tristeza en la mirada evidenció el estremecimiento que sentía al despedirse. Martha percibió lo que experimentaba su hermana; pero prefirió esquivar su rostro, para no dejar ver las lágrimas que comenzaban a rodar por sus mejillas. Se abrazaron y caminaron hasta el lugar donde estaba el coche aparcado sin pronunciar una sola palabra.

    No sospechaban que aquellos muertos les tenían una gran sorpresa.

    CAPÍTULO II

    Cuando Martha subió al apartamento donde vivía, en el barrio Las Letras, del centro de Madrid, ya el padre Alfredo Ruiz había llegado. Helena se había retrasado por la dificultad de encontrar dónde estacionar el pequeño coche. El piso fue el lugar donde nacieron y crecieron las dos hermanas. Debido a que Martha tuvo que ocuparse de los últimos días de la enfermedad de su madre, se tuvo que mudar al lugar y terminó quedándose a vivir, junto a su nueva familia. Era el lugar escogido para realizar el memorial en recordación de la madre muerta. Por alguna extrañeza del clima, la temperatura comenzó a refrescarse. El piso consta de tres habitaciones, cuarto de servicio, sala, comedor privado, cocina y un pequeño espacio de biblioteca, usado comúnmente para reuniones privadas. El color marfil, en combinación con algunos trazos de color canela, le daba un toque de buen gusto.

    —Padre Alfredo, ¡qué bueno que ha llegado puntual! —exclamó Martha al ver al sacerdote sentado en un confortable sofá, en compañía de Antonio Palacio, su esposo—. Perdone por la tardanza, pero este día es muy difícil para mí. Todavía no me acostumbro a vivir sin mamá.

    El sacerdote vestía de traje gris oscuro y llevaba un alzacuello identificatorio de su rango eclesiástico. Al ver a la recién llegada, levantó los brazos mostrando un júbilo cómico. Sus grandes ojos azules se iluminaron.

    —Yo soy el invitado y he llegado primero que los anfitriones —comentó esbozando una amplia sonrisa. Era un hombre de poco tamaño, con la cabeza poblada de canas. A pesar de tener más de setenta años conservaba una energía vital que lo mostraba juvenil. Había sido por muchos años el confesor de doña Carmen Azorín, madre de las hermanas. Debido a la cercanía de las actividades de la iglesia con la familia, se había convertido en un miembro más. Su jovialidad era proverbial. Su presencia en la vivienda era muy frecuente, cuando vivía doña Carmen Azorín; después, al tomar Martha las riendas de la casa, su presencia se hizo menos frecuente.

    —Helena y yo hemos ido a visitar la tumba de nuestra madre y por eso nos hemos retrasado un poco. Usted sabe, padre, que esta casa es su casa y que no tiene que ser invitado para venir. Todos le consideramos como parte de nuestra familia. Usted ha sido la persona más cercana a nosotras, después de nuestros padres.

    El sacerdote sonrió complacidamente. Sentía mucho afecto por aquella familia.

    —¿Dónde está Helena? —cuestionó como si sospechara que la otra hermana no participaría en la celebración—. Tengo mucho tiempo que no la veo. Esa muchacha no sacó la fe de su madre. Siempre fue muy cabeza dura para los asuntos de la Iglesia.

    —La dejé buscando un parqueo. Usted sabe cómo están estas calles llenas de coches y ya no hay dónde estacionar; pero ella está llegando, en un momento. He subido primero porque sabía que usted había llegado y no quería que se desesperara. Éste es un día muy triste, padre. Todavía no logro aceptar que mamá está muerta —comentó quebrando la voz. En su rostro se dibujaba una tristeza sentida.

    —Hay que tener resignación, hija mía. Las cosas del Señor debemos aceptarla como Él las dispone. Ella ha descansado y está en el Cielo. Eso tiene que reconfortarte —comentó el sacerdote con voz afectada—. Ella vivió una vida apegada a los principios de la Iglesia. Vivió limpia de pecado y fue ejemplo de pureza, integridad y esposa ejemplar. Después que ella no está en la dirección de los trabajos que hacía en la iglesia, nada ha funcionado igual. Doña Carmen era la única persona, que sin ser misionera religiosa, llevó siempre una vida para lograr la santidad. Era un ser especial y nos dio un gran ejemplo.

    No había terminado de pronunciar la última palabra, cuando asomó su cabecita infantil el hijo de Martha, Juan Carlos, de cuatro años, esbozando una sonrisa llena de felicidad al ver a su madre. Madre e hijo se fundieron en un abrazo. La madre colmó de besos al pequeño chaval. El sacerdote guardó silencio. <>, pensó, al ver el cambio que se efectuaba en el rostro de la madre. La hermosa cabellera negra del niño era movida por las manos maternas, pero no parecía despeinarlo.

    —Mi adorado Juan Carlos, ¿cómo se ha portado mi hombrecito? —dijo contemplando y acariciando la cabeza de copioso cabello negro del niño—. El padre Alfredo ha venido a visitarnos. Tenemos que portarnos muy bien, para que Dios nos pueda querer mucho.

    El infante miró a la madre e hizo un gesto de infantil disgusto.

    —¿Por qué has tardado en llegar, mami? —cuestionó el infante—. El padre Alfredo ha llegado primero.

    En los primeros segundos no tuvo una respuesta a la pregunta del infante. Reflexionó.

    —Así ha sido, mi adorado hijo; pero ya estoy aquí y vamos a comer. Ve a tu cuarto para que te vistan. Tienes que estar bien vestido, para que abuela, que está en el Cielo, esté muy orgullosa de ti. El padre va a comer con nosotros, y debemos estar bien vestidos. Dile a Mónica —se refería a la trabajadora doméstica— que te ponga una ropa muy linda que yo voy a terminar de preparar la comida.

    El niño se zafó de los brazos de la madre y corrió por el pasillo hasta alcanzar la puerta de su habitación. El padre permanecía sentado frente al sacerdote, ambos contemplando la escena maternal. Antonio Palacio se levantó y le dio un beso, de saludo, en los labios a Martha. Era un hombre de cara angular, de ojos claros, labios finos y cabello negro con un ataque leve de canas. De cejas pronunciadas y una nuez de Adán, también pronunciada. Vestía una camisa negra y un abrigo gris. El color de su ropa hacía destacar su color blanco. Su mirada era tierna y un tanto infantil. Era de temperamento tranquilo y muy hogareño; el marido perfecto.

    —Todo está listo. El que no ha llegado es Luis —dijo Antonio, como si eso lo perturbara, dirigiéndose a Martha—. Él siempre ha sido muy impuntual. Solamente con Helena puede hacer una pareja perfecta. Nunca le da importancia a las cosas que verdaderamente las tienen. Ellos les dan muy poca importancia a las cosas de la familia. Deberían ser más considerados con la memoria de doña Carmen.

    Martha hizo una gesticulación de disgusto por el comentario de su marido. No dejaba pasar una oportunidad para criticar a su hermana o a su marido; pero ahora lo hacía frente al padre Alfredo Ruiz, que le pareció inapropiado. Prefirió mantener la compostura y dejar el comentario pasar desapercibido.

    —No te preocupes, que si no viene, tampoco hay que lamentarlo tanto. Parece que las relaciones de él y Helena no están muy bien. Ella me ha dicho algo, pero no mucho. Atiende bien al padre, que voy a ordenar que sirvan la comida. No podemos hacer esperar mucho al padre Alfredo. Si llega, bendito sea; pero si no llega, tampoco hará mucha falta. Ese cuñado mío es problema vestido, pero lo queremos así como es. No hay dudas de que es muy buena persona.

    En ese momento se escucharon voces en el pasillo del edificio y luego las descargas sobre la puerta del piso. Antonio Palacio caminó hasta abrir la puerta y se encontró que llegaba Helena en compañía de Luis Pradera, su marido. No traían a los hijos. Tenían dos niños: una hembra de cinco años, Maite; y un varón, José, de tres años. Por la forma alegre como llegaban los esposos, no mostraban mayores dificultades en el matrimonio.

    —Pasen, pasen, que los estamos esperando —expresó Antonio, esbozando una amplia y franca sonrisa por la llegada de la pareja—. No estábamos seguros de que Luis pudiera sacar un tiempo de su agenda para el almuerzo. Me alegro mucho por tu llegada.

    Helena gesticuló, imperceptible, pero de contrariedad. Luis era un hombre de color blanco y cabello negro que le caía casi en los hombros. De labios gruesos y ojos saltones. Su nariz era perfilada y siempre vestía muy moderno, con pantalones vaqueros y camisa ligera.

    —¡Mi querido cuñado! —dijo mientras le estampaba un beso en cada mejilla—. ¡Padre Alfredo!, tenía muchos días que no lo veía —exclamó al ver al anciano sacerdote sonreírle—. ¡Qué bueno que nos va a acompañar este día! Usted es una parte de nuestra madre que permanece con nosotras. Estoy muy feliz de verlo.

    —Es que tú no eres muy amiga de la Iglesia ni de los sacerdotes. Hace muchos meses que no te veo por la parroquia San Jerónimo —comentó el sacerdote con cierta gracia, aunque reprochando—. Tú sabes que tienes que preservar el legado de devoción de tu difunta madre. No puedes dejárselo a tu hermana Martha. Tienes que acercarte más a la Iglesia.

    Antonio Palacio asintió las palabras del sacerdote.

    —Me he mudado muy lejos y se me hace muy difícil venir a la iglesia —expresó al besar las mejillas del anciano—. Me he mudado a un sector que está muy retirado de la iglesia San Jerónimo; pero le prometo que vendré muy pronto a visitarlo. Usted sabe cómo se está complicando esta vida. En estos tiempos tenemos que trabajar el doble para poder mantener un nivel de vida con cierta calidad. Mi marido y yo tenemos que trabajar tanto tiempo que, ni siquiera a la iglesia del sector donde residimos podemos ir. Usted sabe que Luis no es muy de iglesia. ¡Pero usted sabe que yo la adoro! —dijo efusivamente.

    —No tienes porqué excusarte. Tú nunca has sido muy de la Iglesia. Eres la rebelde de la familia. Toda esta familia es muy de la Iglesia; pero tú siempre has sido muy reacia para participar. Creo que eres la que más necesita de la presencia del Señor en la vida. Te voy a esperar en la iglesia, para que tengamos una conversación de sacerdote a feligrés. Cuando puedas, ven a confesarte que será muy bueno para ti. Tú sabes que yo te quiero mucho, Helena. Quiero verte por la iglesia.

    Luis Pradera saludó reverentemente al sacerdote, y se acomodó en un asiento cercano para conversar, junto a Antonio. Helena se encaminó hasta la cocina donde estaba Martha, realizando las últimas preparaciones de la comida. En pocos minutos, la comida estaba servida, y los comensales comenzaron a degustar, posterior a la oración de rigor y la evocación de la memoria de la madre muerta. El padre Alfredo, que a la seis de la tarde celebraría una eucaristía por el alma de la difunta, proclamó la pureza del alma de Carmen Azorín. Recordó la dedicación que había tenido, durante casi toda su vida, a las labores de la parroquia que estaba ubicada al lado de la Real Academia Española. A media tarde salió el sacerdote de la casa de Martha.

    Después de recoger la mesa, Martha llamó a Helena a su habitación para comentarle un asunto en privado. Helena se extrañó por la seriedad con la que fue convocada. Aunque sabía que su hermana era muy ceremoniosa; el tono la inquietó.

    —¿Qué cosa tan importante tienes que decirme, ahora que tengo que irme? Sabes que debo ir a bañarme y a cambiarme de ropa para poder estar en la misa de las seis con el padre Alfredo. Creo que muchas de las amigas de mamá van a estar presentes, y debemos llegar primero a la iglesia. Cualquier cosa que quieras hablarme, puedes decírmelo después de la misa.

    —¡Ah!, tenemos que hablar ahora, Helena —dijo Martha con determinación.

    Martha entornó las cejas. El gesto inquietó a Helena. Su hermana parecía guardar un secreto que temía divulgar. Era muy extraño, debido a que siempre habían sido confidentes una de la otra. Pero esta vez las cosas eran diferentes. Algo muy grave ocurría y ella no estaba enterada.

    —Vamos, dime lo que quieres decirme. Te veo muy misteriosa. Nosotras nunca hemos tenido secreto entre nosotras. Desembucha, mujer —exigió Helena—, que no tengo mucho tiempo. Creo que debí traer ropa para cambiarme aquí y no tener que regresar a mi casa. Pero ya no puedo hacer nada, tengo que regresar.

    Martha respiró profundamente, como si le faltara oxígeno en los pulmones. Guardó un breve silencio ceremonial que afectó a Helena, que ahora la miraba con dejo de contrariedad.

    —He encontrado en la casa, cuando he llegado ahora, un sobre con una carta del notario Pedro Torres de la Fuente, donde nos invita a nosotras dos a una reunión para entregarnos un testimonio que ha dejado mamá. No conozco a ese notario ni sabía de ningún documento notarial que hubiese dejado nuestra madre. La invitación y el texto que ha enviado me parecen un poco sospechosos. Que yo supiera, mamá no dejó ningún testimonio ni ningún testamento.

    —¡Testimonio! Mamá nunca nos habló de que hubiese hecho ningún testimonio para dejárnoslo para cuando ella muriera —comentó azorada Helena—. Debe ser un testamento. Las personas no hacen testimonios para dejarlo para la posteridad, sino testamento. Debe haber un error en la nota del notario. Nadie necesita de un notario para dejar un testimonio. Simplemente lo escribe y lo deja para que sea leído. ¿Tú leíste bien la carta del notario? —cuestionó intrigada—. Si mamá hubiese querido dejar un testimonio, estoy segura que lo hubiese dejado con el padre Alfredo, quien era su amigo y confesor.

    —Eso mismo creo yo. Mamá nunca nos dijo que iba a dejar un testamento o un testimonio. Además, no creo que fuera necesario. Ella estaba muy consciente de que nosotras somos muy unidas y que no tendríamos problemas con la herencia o cualquier otro asunto. Pero, toma, lee la carta, que es muy breve. Creo que la he leído correctamente. Pero léela, para que te convenzas —dijo como si no quisiera que fuera realidad lo que decía la invitación.

    Helena tomó el papel y leyó la breve invitación para el próximo día a las once de la mañana en el despacho del notario, que estaba ubicado en una calle no muy lejana del piso de Martha, en el barrio de Las Letras de Madrid.

    Señoras

    Martha Sangil y Helena Sangil

    Sus manos

    Por voluntad libérrima de la difunta doña Carmen Azorín Viuda Sangil, tengo la encomienda de hacer cumplir su voluntad haciéndolas partícipes del testimonio que bien me ha hecho portador y conservador. Espero recibirlas el día de mañana a las 11:00 de la mañana, en mi despacho, para cumplir con la voluntad de la finada.

    Agradeciendo su atención.

    Dr. Pedro Torres de la Fuente

    Notario- conservador.

    Helena enarcó las cejas, cuando terminó de leer la carta que le había enviado el notario. No había duda de que algo extraño escondía el referido jurista. Guardó un silencio reflexivo. Estaba perpleja y no sabía qué pensar. La escueta invitación refería un testimonio. No había dudas sobre el término. ¿Qué testimonio era aquel que no lo dejó con el padre Alfredo, siendo su amigo del alma? Nunca conoció a nadie de más confianza para su madre que el padre Alfredo. ¿Qué asunto tan delicado y tan grave ocurrió que ella prefirió guardar el secreto con un notario? Había muchas preguntas y pocas respuestas.

    —Pero, yo no creo que mamá tuviera más dinero que el que nosotros hemos heredado. La mayoría de los recursos que ella tenía se gastaron en la enfermedad de papá y en la enfermedad de ella misma. Aunque nunca supe si ella cobró el seguro del accidente de papá. Si mamá hubiese tenido aprietos económicos, estoy segura de que nosotras nos hubiésemos enterado. Ella nunca guardó secreto con nosotras, y mucho menos después que nosotras fuimos adultas y casadas. Realmente esto es muy extraño y preocupante a la vez. No sé qué decir —Comentó Helena con la mirada perdida en el techo—. Esto es muy extraño. No me gusta nada.

    Se hizo un breve silencio entre las dos hermanas.

    —¿Qué es lo que debemos hacer? —cuestionó Martha—. Esto es muy raro. Estoy muy confundida. Ahora bien, ese notario conoce muy bien a nuestra madre y conoce de nosotras. Él está muy bien informado de todos los asuntos de nuestra familia, porque no es casual que llegara la invitación el mismo día que nuestra madre cumple el primer año de su muerte. ¿Por qué no nos contactó durante el año que ha transcurrido? ¿Por qué tuvo que hacerlo en este momento? Todo eso indica que tiene algo muy grande y muy grave que decirnos. Esto me ha puesto muy nerviosa.

    Helena permanecía en silencio y de pronto reaccionó; miró a su hermana fijamente. En sus ojos se notaba que había encontrado una idea con determinación.

    —¿Tú has hablado esto con Antonio? —cuestionó con cierta inquietud y mostrando un gesto de contrariedad y confidencialidad—. ¿Antonio ha leído esta carta?

    Martha guardó silencio al sentirse impresionada por el gesto de contrariedad de su hermana.

    —No he tenido tiempo de decírselo. Tú eres la primera persona con la que he hablado este asunto. Se lo iba a comentar a Antonio cuando ustedes se marcharan. Además, está dirigida a nosotras dos. Primero lo hablaría contigo y después lo haría con él. Tú sabes que no tengo ningún secreto con mi marido. Tenemos un matrimonio fundamentado en la verdad y en la transparencia de nuestras vidas. Él puede leerla y no hay ningún problema con eso; es lo mismo que si yo la leyera.

    Helena encaró a su hermana y la fulminó con una mirada de reproche.

    —No hables este asunto con tu marido antes de que nosotras sepamos qué es lo que está ocurriendo. Este es un asunto entre nosotras, y debemos saber de qué se trata —comentó Helena al doblar el papel y regresarlo al sobre—. Esto es muy extraño, pero creo que debemos ir donde el señor notario para informarnos de lo que es. Primero, sabremos de qué se trata este asunto, y después lo hablaremos con nuestros maridos. A Luis no le gustan mucho estas cosas; pero debo enterarlo de lo que sea. Ese marido mío vive más en el aire que en otra cosa —se lamentaba—. Esto tiene que quedar entre nosotras, hasta tanto no nos informemos de lo que se trata. Si es un secreto, y nuestra madre sólo lo ha querido compartir con nosotras; no podemos ser indiscretas y no cumplir con su voluntad. Si ella ha querido dejarnos algún mensaje final, no podemos compartirlo con nadie, ni siquiera con nuestros maridos, antes de conocer el testimonio.

    —¿No sería que nuestra madre ha dejado una deuda y nosotras debemos pagarla? —preguntó Martha en el momento que perdía la serenidad de sus manos—. Después que leí la carta me han asaltado muchos pensamientos negativos. Si hubiese sido algo bueno para nosotras, no tendría que tener este misterio. Pero recuerdo la integridad, la pureza y la seriedad de mamá y vuelvo a pensar que no puede venir nada malo de parte de ella. Ella nos amó y dio la vida por nosotras. Nuestra madre llevó una vida santa y estoy segura de que no nos va a legar nada que no sea para el bien de nosotras.

    Helena hizo una mueca de contrariedad. Las palabras de su hermana provocaban sus pensamientos y los llevaban a algunos laberintos desconocidos. Era muy cierto la dedicación que siempre hizo su madre y del cuidado que tuvo siempre en cuidarlas; por lo que no tenía ninguna necesidad de guardar un secreto que se divulgara después de su muerte. Todo era confuso. Sentía como si le faltaba algo en su interior. Un enorme vacío la embargaba. No sabía qué pensar. Por un momento, su mente se quedó en blanco.

    —¡Eso es muy posible! —comentó bajando el tono de la voz a nivel casi imperceptible—. Pero me resisto a pensar en eso. Mamá era muy responsable y estoy segura que nos lo hubiese dicho. No creo que sea asunto de deuda. No lo creo. Pero debemos ir donde el notario para informarnos de lo que se trata esta invitación tan extraña. Fíjate que solamente nos habla de que tiene un testimonio de nuestra madre, y no nos dice nada más. No habla de testamento. Todo es muy confuso. Iremos mañana y aclararemos este asunto. Terminamos de hablar este asunto por la mañana, antes de ir a visitar al notario. Luis debe estar desesperado por irse para la casa. Tenemos que cambiarnos de ropa para venir a la misa de las seis, con el padre Alfredo —dijo al momento que se levantaba y tomaba su cartera para marcharse.

    —Ven a buscarme en la mañana, que llamaré para no ir a trabajar al hospital, para que vayamos donde el notario y aclaremos este asunto. No sé cómo voy a dormir esta noche. Otra cosa, Helena, no creo que debo ocultarle este asunto a Antonio. Tú sabes que no tengo ningún secreto con Antonio. No quisiera que este asunto provocara ningún malentendido entre nosotros. Tenemos un buen matrimonio, y él es un buen marido, que no quiero ofender. Yo no tengo ningún secreto con mi marido —repetía con cierta pesadumbre en la expresión.

    El rostro de Martha se mostraba con una tristeza que no era por el recuerdo de la madre muerta, sino por la incertidumbre que le producía la invitación del notario.

    Helena la miró fijamente increpándola. Ella siempre tenía una actitud sumisa ante su marido. Esa actitud era lo único que las dividía. Su relación de hermana era perfecta, pero después que Martha se casó compartía todos sus secretos con Antonio, y eso la molestaba. La presencia de Antonio la sentía un poco intrusa. Todo el ambiente de armonía y confraternidad, cultivado durante toda su vida, lo sintió romperse, como un cristal, cuando se casó con Antonio. La relación con su hermana había sido perfecta hasta que se casó. Ella nunca le había permitido a su marido que se involucrara en los asuntos que tuvieran que ver con su familia materna. Pero Martha había hecho una relación total con su marido y no tenían ningún tema que no fuera conocido por los dos; sus vidas eran como si fuera una sola.

    —Esto es un asunto entre nosotras dos y te prohíbo que lo converses con Antonio. No importa que sea tu marido. No quiero que nadie se entere de un asunto que nosotras, aún no sabemos de qué se trata. Cuando sepamos de qué se trata, entonces tomaremos la decisión a quien decírselo. Mientras tanto, abstente de comentarle este asunto a ninguna otra persona. En esta primera etapa, este asunto es solamente de nuestra incumbencia —dijo en tono enérgico—. ¡Respeta la memoria de nuestra madre!

    Martha se sintió impresionada por el tono enérgico de su hermana. Aceptó el mandato.

    —Mantendremos el secreto entre nosotras hasta que sepamos de qué se trata —aceptó Martha mientras guardaba el sobre en su cartera—. Mañana sabremos de qué se trata todo esto. ¡Quiera Dios que no sea nada malo! —imploró levantando la mirada hacia el cielo.

    Las dos hermanas se despidieron. Todavía tenían pendiente la misa de las seis de la tarde; pero las embargaba una inquietud asfixiante por la extraña invitación del notario.

    CAPÍTULO III

    Cuando el reloj marcaba las seis de la tarde, la nave central de la gran iglesia dedicada a san Jerónimo, estaba repleta de feligreses. En el atrio y en la escalinata caminaban apurados algunos retrasados a la misa. En la primera fila y en el banco de la izquierda estaba sentada la familia de Carmen Azorín, a intención de quien se celebraba la Eucaristía. Afuera, el sol brillaba con esplendor. La espléndida construcción del siglo XV parecía que rejuvenecía con la multitud que la colmaba. Su fachada frontal en estilo gótico y de color marfil, con detalles de ladrillos de color rojizo, se mostraba imponente. Desde el atrio se observa el complejo de edificio que compone el Museo del Prado, con su ampliación modernista. En el interior del vetusto edificio, el calor comenzaba a ser molestoso. Los bancos de madera antigua soportaban la humanidad de los asistentes. El hermoso ábside, con su decoración sagrada, producía una sobrecogedora lectura de todo el complejo religioso. El añejo templo no lucía tan concurrido desde que se celebró la misa, votiva del Espíritu Santo, en el inicio del reinado de Su Majestad Juan Carlos I. El murmullo de la gente, saludándose y haciendo algunos comentarios laudatorios sobre doña Carmen Azorín, producía un ruido que rompía con la sobriedad del lugar. La gran cantidad de sirios encendidos producía una luz caliente.

    Helena había llegado en compañía de sus pequeños hijos; no había asistido Luis Pradera, su marido. A continuación, sentada a su lado, Martha, en compañía de su hijo y de Antonio Palacio, se refrescaba con un abanico de mano. En las primeras filas, en la parte derecha, estaban sentadas las damas de servicio de la iglesia, que habían sido compañeras de doña Carmen y algunas monjas. En los asientos posteriores, en un extremo, se acomodaban las demás religiosas vestidas con los hábitos de su correspondiente congregación. Muchos de los asistentes se abanicaban con cualquier cosa que encontraran. Los abanicos de pedestales, ubicados en los lados laterales, no producían mayor alivio al calor existente.

    —Este calor es insoportable —comentó Martha, dirigiéndose a Helena, que estaba a su derecha—. A estas iglesias deben ponerles aire acondicionado. En primavera y verano el calor es insoportable.

    —Me voy a derretir si no prenden más abanicos —dijo Helena, haciendo su gesto característico con la boca, de contrariedad—. A estas iglesias tienen que ponerles aire acondicionado, cuando menos por estos días. La gente necesita confort para poder ponerse en contacto con Dios. Con el calor que está haciendo, nadie puede tener la paz de concentrarse a hacer sus oraciones.

    —¿Por qué no ha venido Luis? —cuestionó Martha en un tono encogido—. Pensé que nos iba a acompañar en la misa. Mamá lo quería mucho a él. Desde que lo llevaste a casa, mamá lo quiso para la familia.

    Antonio, que estaba atento a la conversación de las dos mujeres, movió la boca en un gesto de desprecio. Helena lo observó y guardó silencio por unos segundos. Le desagradaba que Antonio no perdiera una oportunidad para criticar a su marido. Tenía que mantener la calma, estaba en un recinto sagrado, y, además, se celebraba la misa del primer año de la muerte de su madre y no quería dar una nota discordante.

    —A Luis no le gusta compartir las cosas de la familia. Él siempre está aislado de todas las actividades que hacemos —dijo Antonio, en un tono arisco—. Siempre tiene una excusa para no asistir a las actividades de la familia.

    El comentario le rasgó la piel a Helena, pero se contuvo. No le respondería como se lo merecía para evitar una contrariedad en medio de la celebración. Prefirió hacer un comentario inofensivo; pero que dejara claro que no podía seguir tomándose la libertad de criticar los asuntos de su matrimonio ni de su marido.

    —No se ha sentido bien y prefirió quedarse en casa. Tu marido no tiene que criticar la conducta de Luis —dijo en forma desafiante, Helena—. Él ha estado esta tarde en el almuerzo y siempre está pendiente de lo que ocurre en la familia. No ha podido venir porque está indispuesto, pero no es porque no ha querido estar con nosotras en este momento. La muerte de mamá fue tan dura para él como para nosotras. Tú sabes, cómo lo quiso mi madre y cómo él la quería.

    Martha la tocó cariñosamente por la espalda, buscando calmar la molestia que sentía su hermana. No podía contradecir a su marido, pero el comentario era inadecuado.

    —No lo tomes así, Helena. Antonio lo que desea es compartir más tiempo con tu marido. Sabes que Antonio es muy hogareño y quiere que Luis sea igual, para poder compartir más tiempo, en familia. Las críticas de Antonio son porque Luis no va mucho por casa. Antonio quiere mucho a tu marido.

    Se hizo un silencio entre las dos hermanas, que estaban vestidas de blanco. Helena con un traje ceñido que llegaba casi hasta las rodillas, con un escote discreto. Martha vestía un traje de ancha falda que le caía por debajo de las rodillas; con un cuello muy parecido al cuello de tortuga, con una discreta abertura a la altura del mentón. Helena estaba tocada por una mantilla blanca y Martha la llevaba de color negro. Las dos hermanas permanecían de pies y saludando a algunos parroquianos que se les acercaban.

    El coro comenzó a cantar el cántico de inicio de la misa, y todo el público se levantó de sus asientos. Se hizo un silencio total, y todos esperaron que los tres sacerdotes celebrantes y siete monaguillos llegaran hasta el altar mayor. El padre Alfredo Ruiz levantó los brazos y convocó a persignarse. En cosa de media hora estaba concluyendo la Eucaristía. El padre Alfredo, con sus pasos cansados, se colocó en la parte delantera del altar mayor sin pronunciar una palabra. Los dos sacerdotes celebrantes permanecieron sentados en las sedes. El público estaba expectante a las últimas palabras de la celebración. Durante toda la misa, el sacerdote, no se había referido, taxativamente, a doña Carmen; sólo lo había hecho de manera colectiva. Tomó el micrófono inalámbrico, se lo llevó hasta la boca y se quedó como en trance, en silencio. El público, a pesar del calor, se mantenía expectante y sobrecogido.

    —La celebración de esta Eucaristía ha sido por la intención de la hermana Carmen Azorín —dijo el sacerdote en entonación ceremonial—. Hacía mucho tiempo que no veía la iglesia con tanta gente, me alegro, porque doña Carmen se lo merece. Eso indica que, a pesar de que ha pasado un año de la muerte de doña Carmen, todos la recordamos con un sentimiento de profundo afecto. La presencia de ustedes aquí es la muestra de cómo fue la vida de doña Carmen. Todos debemos regocijarnos por haber compartido la vida con doña Carmen Azorín. Creo que así como han venido a guardar su respeto por la difunta, deben hacer la reflexión de que cada uno de ustedes debe vivir como vivió doña Carmen. Cada una de las personas que compartieron la vida con Carmen debe tratar de llevar una vida como la llevó ella. Todos debemos seguir su ejemplo de madre abnegada, de esposa fiel, y cristiana dedicada a su fe. Ella nos dejó un gran legado a todos. Cuando doña Carmen tenía más de cuarenta años no había podido tener hijos, y siempre venía a la iglesia y rezaba para que el Señor la premiara con la maternidad. Ella nunca perdió la fe y siempre oraba. Cuando ya no se creía que podía tener hijos, el Señor hizo el milagro de permitirle la gracia de la maternidad y tener a sus dos hermosas hijas que ustedes conocen y que están aquí presentes. Ella nunca perdió la fe y nunca desmayó en su ruego al Señor. Siempre decía que el sacramento del matrimonio era el don mayor de Dios y que ese don tenía que permitirle completar su vida con hijos sanos y fuertes. El Señor escuchó su ruego, porque permaneció con un matrimonio puro y con una fe inquebrantable. Ella llevó la vida que debemos llevar todos los cristianos, de total transparencia; no tenía nada oculto en su existencia, y por eso, el gran milagro de la maternidad que se efectuó en ella. Os pido a todos seguir el ejemplo de vida que nos dejó doña Carmen Azorín. Si así lo hicieren, igual que ella, podrán recibir milagros en sus vidas.

    El sacerdote terminó sus palabras y se despidió. El público comenzó a salir de la iglesia y otros, que no habían saludado a las hermanas pasaron a saludarlas. Media hora después, Martha, Helena, Antonio y los niños bajaban la gran escalinata de la majestuosa iglesia y llegaban hasta el Paseo del Prado, frente al museo, para dar una pequeña caminata por el boscoso lugar. Antonio en compañía de los niños se adelantó. Los niños corrían alegremente. Las hermanas con pasos lentos, buscando alejarse de los niños y de Antonio, para quedarse solas.

    —¿Qué has pensado de la nota que dejó el notario? —cuestionó Martha—. No he podido quitarme eso de la mente. Le he dado vueltas y vueltas a la cabeza y no logro entender nada. Por momento he creído que es una confusión, que eso no se refiere a nosotras; pero cuando leo el papel, me convenzo de que es para nosotras. Hasta la llegada de la nota del notario no creía que hubiese nada oculto en la vida de mamá. Ella era totalmente cristalina. Incluso, los problemas económicos, que muchas veces nosotras les escondemos a nuestros hijos, ella siempre nos los comentaba. Todo lo que ocurriera en casa era tratado en las reuniones de familia. Incluso, cuando nos casamos, nuestros esposos entraron a las reuniones de la familia, y tratábamos todos los temas, sin importar que fueran espinosos. Jamás me podía imaginar un secreto en mamá para con nosotras.

    Helena parecía perdida en sus pensamientos y mantenía un silencio desconcertante. Ella también estaba perturbada por la aparición de la extraña invitación.

    —Estoy igual que tú. Mamá nunca tuvo ningún secreto para nosotras. Como bien lo dijo el padre Alfredo, ella siempre fue muy transparente en su vida, y más con nosotras. Lo único que he pensado es que debe ser alguna deuda que dejó mamá; pero después creo que no es así. Si ella hubiese dejado alguna deuda nos la hubiesen cobrado desde el mismo momento de su muerte. El acreedor no iba a durar un año para cobrar su deuda. He descartado la deuda, pero me quedo en el limbo. No sé qué pensar; pero al igual que tú, estoy muy inquieta —su mirada seguía perdida en la distancia boscosa, acosada por el tráfico en las vías laterales.

    —Si no es una deuda, no puedo entender este misterio. He llamado al padre Alfredo para preguntarle si nuestra madre le había confiado algún mensaje para nosotras, y me dijo que no. Esto es muy extraño, pero el notario nos aclarará de qué se trata todo esto —dijo con cierta resignación.

    Martha abrazó a su hermana al sentirse estremecida por el recuerdo de la madre.

    —De lo único que estoy convencida es que no debes compartir este asunto con nadie, ni siquiera con tu marido. Tenemos que saber qué es lo que está ocurriendo, para después saber cómo vamos a actuar. Es tan raro lo que está ocurriendo que debemos mantener el secreto entre nosotras —dijo, al sentirla flaquear por el estremecimiento.

    Martha respiró profundamente y guardó unos segundos de mutismo. Las palabras de su hermana le provocaban una desazón. Desde el mismo momento que recibió la invitación sentía un sentimiento de culpa por no hacer partícipe a su marido de lo que estaba ocurriendo.

    —Eso era un asunto del que te quería hablar. No quisiera que Antonio sintiera que yo he perdido la confianza en él. El matrimonio debe ser de absoluta confianza y fidelidad;

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