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Teresa no le teme al camino: Novela
Teresa no le teme al camino: Novela
Teresa no le teme al camino: Novela
Libro electrónico603 páginas9 horas

Teresa no le teme al camino: Novela

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Información de este libro electrónico

Teresa decide estudiar Derecho, en contra de la voluntad de sus padres, que son dueños de uno de los bancos más importantes de la ciudad. Su destino como abogada la lleva a presidir un bufete y tomar casos que amenazan con destruir la credibilidad del banco del que es presidente su padre.

Contra la opinión de su familia decide casarse con el hombre menos indicado, ya que tienen vidas muy distintas, lo que le aseguraba la ruina de su existencia.

Richet Alorda, a pesar de que el negocio de la familia era la ganadería, decidió estudiar Medicina. La muerte repentina de su padre lo obliga a abandonar los estudios para dedicarse a dirigir la finca ganadera de la familia. Se enfrasca en la aventura de convertir su ganadería en orgánica y fabricar lácteos, en un país donde nadie consume productos orgánicos. Toda la riqueza de su familia la hipoteca para la aventura de una fábrica de lácteos orgánicos que tiene pocas posibilidades de éxito.

Teresa y Richet se encuentren en caminos cruzados.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento5 dic 2023
ISBN9781506551838
Teresa no le teme al camino: Novela
Autor

Carlos Agramonte

CARLOS AGRAMONTE Estados Unidos. Nació en R.D. Durante más de 25 años se dedicó a la enseñanza universitaria, conjuntamente con su vocación de escritor; que ahora ejerce a tiempo completo. En la primera etapa de su vida de escritor la dedicó a la poesía, destacándose los títulos: Raíz, Descubriendo mi Propio Viento, Pequeña Luna, La Cotidianidad del Tiempo y El Silencio de la Palabra. Desde hace años se ha consagrado a escribir novelas de gran formato. Entre los títulos publicados se destacan: Definiendo el Color, El Monseñor de las Historias, El Generalísimo, El Sacerdote Inglés, El Regreso del Al Ándalus, Memoria de la Sombra, Secreto laberinto del amor y, Inminente ataque. Desde sus primeras novelas, las cuales obtuvieron buena acogida por parte del público, Carlos Agramonte demostró que dominaba el género y se revelaba con una gran imaginación. Sus novelas han provocado los más calificados elogios por parte de sus fieles lectores.

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    Teresa no le teme al camino - Carlos Agramonte

    TERESA

    NO LE TEME AL CAMINO

    NOVELA

    CARLOS AGRAMONTE

    Copyright © 2023 por Carlos Agramonte.

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.: 2023922767

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Fecha de revisión: 10/11/2023

    Palibrio

    1663 Liberty Drive

    Suite 200

    Bloomington, IN 47403

    856194

    Contents

    Capítulo uno

    Capítulo dos

    Capítulo tres

    Capítulo cuatro

    Capítulo cinco

    Capítulo seis

    Capítulo siete

    Capítulo ocho

    Capítulo nueve

    Capítulo diez

    Capítulo once

    Capítulo doce

    Capítulo trece

    Capítulo catorce

    Capítulo quince

    Capítulo dieciséis

    Capítulo diecisiete

    Capítulo dieciocho

    Capítulo diecinueve

    Capítulo veinte

    Capítulo veintiuno

    Capítulo veintidós

    Capítulo veintitrés

    Capítulo veinticuatro

    Capítulo veinticinco

    Capítulo veintiséis

    Capítulo veintisiete

    Capítulo veintiocho

    Capítulo veintinueve

    Capítulo treinta

    Capítulo treinta y uno

    Capítulo treinta y dos

    Capítulo treinta y tres

    Capítulo treinta y cuatro

    Capítulo treinta y cinco

    Capítulo treinta y seis

    Capítulo treinta y siete

    Capítulo treinta y ocho

    Capítulo treinta y nueve

    Capítulo cuarenta

    Capítulo cuarenta y uno

    Capítulo cuarenta y dos

    Capítulo cuarenta y tres

    Capítulo cuarenta y cuatro

    Capítulo cuarenta y cinco

    Capítulo cuarenta y seis

    Capítulo cuarenta y siete

    Capítulo cuarenta y ocho

    Capítulo cuarenta y nueve

    Capítulo cincuenta

    Capítulo cincuenta y uno

    Capítulo cincuenta y dos

    Capítulo cincuenta y tres

    Capítulo cincuenta y cuatro

    Capítulo cincuenta y cinco

    Capítulo cincuenta y seis

    Capítulo cincuenta y siete

    Capítulo cincuenta y ocho

    Capítulo cincuenta y nueve

    Capítulo sesenta

    Capítulo sesenta y uno

    Teresa no le teme al camino

    NOVELAS PUBLICADAS POR EL AUTOR

    EN ESPAÑOL:

    Definiendo el Color

    El Monseñor de las Historias

    El Generalísimo

    El Sacerdote Inglés

    El Regreso del Al Ándalus

    Memoria de la sombra

    Secreto laberinto del amor

    Inminente ataque

    Misión en La Habana

    La chica del Fort Greene Park de Brooklyn

    Un destino llamado New York

    Desafiando al FBI

    EN INGLÉS:

    The Oath

    CARLOS AGRAMONTE

    Estadounidense de origen dominicano.

    Por 30 años se dedicó a la enseñanza universitaria, juntamente con su vocación de escritor; que ahora ejerce a tiempo completo. Se ha consagrado a escribir novelas de gran aliento que narran el drama de nuestro tiempo y que esperan sus fieles lectores cada año.

    Vive en una tranquila ciudad del estado de Delaware, en los Estados Unidos.

    Sus novelas se publican en Español e Inglés.

    www.carlosagramonte.com

    A mi hija Sarah Marie

    Qué nunca le ha tenido miedo al camino de la vida.

    Capítulo uno

    E scuchó dos toques en la puerta y sintió hastío. La abogada Teresa Aurora Rodríguez había pensado que todo el personal del bufete de abogados Henríquez y Asociados se habían marchado a esas horas del final de la tarde. Había planeado trabajar algunas horas de la noche para elaborar un informe que mostrara la situación económica por la que pasaba la firma. Ella había sido designada directora de la oficina después del retiro del doctor Francisco Henríquez, pero la fluencia de los trabajos se había reducido al mínimo. Sentía aprensión por la incómoda situación. Al ver los documentos de los ingresos y egresos comprobaba que la situación se hacía muy difícil de superar. No tenía una idea de cómo abordar el problema. Había hecho lo que siempre se había hecho en la oficina, pero las cosas no funcionaban de la misma manera. Sin la presencia del fundador, las cosas no marchaban bien. Era un lastre que la perturbaba.

    —¿Quién? —reclamó sin levantar la cabeza del documento que estaba leyendo, después de esperar algunos segundos. No deseaba recibir a ninguno de los compañeros de trabajo.

    —El doctor Mateo —Escuchó la voz del otro lado de la puerta de caoba centenaria de uno de los abogados más importantes de la oficina. Esperó ordenar los papeles que tenía sobre el escritorio y respiró hondo antes de reaccionar. Lo último que deseaba era una charla con uno de los abogados responsables de llevar casos. Conocía de las quejas que tenían y no deseaba discutir la situación, aunque no podía negarse a recibirlo.

    —Entra —ordenó con desgano y continuó con sus ojos clavados sobre los documentos que leía para evidenciar que no tenía mucho tiempo para dedicarle.

    —Sólo te tomaré algunos minutos. Cuando salí del bufete vi tu coche en el estacionamiento y volví para comentarte una preocupación que tengo —dijo el abogado Camilo Mateo, un hombre de unos cincuenta años, con el pelo cano y un gran bigote tintado de negro que contrastaba con su cabello; espigado y de rostro cuadrado enjuto. Frunció el ceño en el momento de cruzar la puerta y observar a Teresa ocupar el escritorio que siempre ocupó el doctor Henríquez. Siempre había soñado ocupar el mando desde aquel escritorio.

    —Tengo que terminar un informe antes de marcharme y estoy muy atrasada —le dijo cuando lo vio sentarse en la butaca de madera forrada con piel de color marrón con parquedad.

    Teresa levantó la cabeza, se echó hacia atrás para recostarse en el sillón ejecutivo, antes de expulsar el aire que tenía en los pulmones, evidenciando el cansancio del día.

    —Creo que debemos cambiar la política de la firma —lo dijo en un tono como si quisiera culparla de un delito. Era un tema intratable en la oficina. El Doctor Henríquez, fundador del bufete había ejercido la abogacía con unas normas éticas que no estaban en discusión. Su ejercicio moralista lo había llevado a alcanzar la presidencia de la Suprema Corte de la Nación, de la que se retiró para continuar con su apostolado jurídico en el bufete que había fundado en su juventud. Era la marca insignia del bufete.

    —Explícate mejor. Conoces muy bien la manera de ejercer la abogacía que tenemos en la oficina —requirió mirándolo fijamente con sus grandes ojos negros. Se sacudió la cabellera negra que llevaba suelta y colocó sus manos sobre los papeles que tenía sobre el escritorio, donde se destacaban sus acicaladas uñas, con un gesto de que se sintió atacada.

    El doctor Mateo guardó algunos segundos y observó la oficina con parsimonia, antes de responder. Vio la toga y el birrete de Teresa Aurora que colgaban en el extremo derecho; tenía mucho tiempo que no los usaba. La gran fotografía del doctor Henríquez, que lo miraba, lo intimidó un poco. Finalmente miró a Teresa detrás del majestuoso escritorio, que antes ocupó el doctor Henríquez y presintió que ella no podría superar la crisis que atravesaba la oficina. Sintió una íntima alegría, que desconoció en el momento. Se convencía de que la joven abogada de 30 años era incompetente para el puesto. Era él quien debía estar ahí sentado, regenteando la famosa oficina de abogado.

    ˂˂ El doctor Henríquez debía estar decrépito para dejar la oficina en las manos de la más incapaz de todos los abogados que trabajaban bajo sus órdenes. Si no corrige el error, lo pagará muy caro ˃˃, pensó mientras se acomodaba y observaba a Teresa sentada sobre la silla de poder.

    —La firma ha estado sobreviviendo de los trabajos que se habían contratado cuando el doctor Henríquez estaba en la dirección. Después de su salida, la entrada de casos ha sido muy precaria. Algunos de los mejores clientes se han estado retirando poco a poco con excusas, muchas de la cuales son baladíes. Con la salida del fundador de la oficina han dejado de sentirse obligados con nosotros. Es hora de flexibilizar ciertas normas para aceptar otros tipos de trabajos, si queremos que la oficina sobreviva. No tenemos mucho tiempo para hacerlo —explicó en un tono de profesor a alumna. Buscaba intimidarla y evidenciar su incompetencia.

    El abogado calló con un ruidoso suspiro de tedio. Se acomodó en el asiento con aire docto y esperó por Teresa. Miró a la abogada esperando una reacción que sabía que ella no tendría. Todo lo que encontró fue la mirada divagada de Teresa. No parecía haber entendido la grave situación en que estaban.

    Teresa Aurora guardó algunos segundos en silencio, mirando a Mateo sin hacer ningún gesto. Se sentía incapaz de contradecirlo, aunque sabía que no podía cambiar las normas que habían regido, por más de 50 años, a la oficina. Tampoco podía negar la situación de la precaria economía de la firma.

    —¿Cuántos años tienes trabajando al lado del doctor Henríquez? —lo cuestionó, en un intento de cerrar la conversación y no entrar a discutir el fondo del asunto. Por demás, no tenía argumentos para rebatirlo. Se sintió incapaz para abordar el problema, en el momento. Deseó terminar la conversación en ese momento.

    —Más de veinte años. ¿Por qué?

    Un silencio arropado por las miradas recelosas de los contertulios se instaló, en sustitución de las palabras, por algunos segundos.

    —Es tiempo suficiente para conocer al fundador de la oficina y saber que no podremos cambiar nada que implique las normas éticas. Sabes muy bien que ese es un tema que no se trata en la oficina. Todos los que trabajamos aquí aceptamos las normas del doctor Henríquez —el tono que impuso fue de retador. No podía permitir que un subalterno tomara poder sobre ella.

    Camilo lo escuchó como una amonestación, pero optó por mantener la calma. Sabía que la sofisticada abogada que dirigía el bufete no tenía la menor idea de cómo abordar el problema que arruinaba la firma, por lo que no echaría una guerra inconveniente. Tarde o temprano saltaría de la gerencia y no la quería de enemiga en el futuro.

    —No estoy diciendo que debamos cambiar las normas éticas. Lo que intento decir es que debemos buscar la manera de desarrollar nuestro trabajo entendiendo los nuevos tiempos que estamos viviendo. Cuando el doctor Henríquez fundó la oficina no existían los delitos, que ahora son los más productivos para una oficina de abogados. No podemos continuar con las normas rígidas de éticas del siglo pasado. Cada tiempo viene con sus nuevas reglas y debemos aceptarlas. Si no nos renovamos, vamos a desaparecer —continuó con el tono profesoral e intimidatorio.

    —Sabes que el doctor no va a aceptar cambios en la manera de ver el ejercicio profesional. Debemos buscar la manera de resolver el problema sin romper nuestra regla de oro. El prestigio que tenemos se lo debemos a los valores éticos que representamos. Ahora a nosotros nos corresponde salvaguardar el prestigio y la historia del doctor Henríquez. —Fue la manera de retarlo con los únicos argumentos que tenía. Sabía que Mateo no podría rebatirla.

    —Entonces, debemos prepararnos para cerrar la oficina. Congelarse en el tiempo es lo peor que podemos hacer. Tenemos demasiado gastos y los ingresos se han mermado. Sin una alternativa, tendremos muchos problemas ¿Has pensado cómo resolver el asunto?

    La pregunta sorprendió a la abogada. Mateo sabía que debía dar el paso para evidenciar la realidad de las cosas. Era el momento definitorio, si deseaban salvar la oficina.

    Teresa Aurora sintió que se quedó sin aire. No tenía respuesta para el cuestionamiento de Mateo. Tenía frente a sus ojos los documentos que narraban el drama económico de la oficina y era previsible que, si las cosas continuaban con el mismo derrotero, más tarde que temprano, terminarían cerrando la firma. Vio temblar un papel que sostenía en una de sus manos y comprendió que estaba afectada.

    —Sé que tienes razón en lo que estás diciendo. La oficina está pasando por su peor momento y no podemos continuar en ese rumbo.

    El doctor Mateo se movió regocijado y poderoso, en el asiento, al escuchar la respuesta de la abogada.

    —¿Qué piensas hacer? —la inquirió echando su cuerpo hacia adelante y mirándola fijamente. Sabía que la tenía avasallada. Le estaba probando quién era que debía estar dirigiendo la oficina.

    La mirada de Teresa Aurora se perdió por la amplia oficina. No tenía una idea de cómo solventar la situación económica que agobiaba a la firma. No quería evidenciar la desazón que sentía al sentirse impotente, pero vio una leve sonrisa que se dibujó en el espeso bigote del abogado, y supo que no ocultaba su contrariedad. De todos modos, no podía asumir lo que planteaba Mateo.

    Mateo guardó silencio. Ahora sabía que Teresa no tenía una idea de cómo afrontar la situación. Al verla desdibujarse con la mirada perdida, comprobó que el puesto que ocupaba le quedaba muy grande. No había entendido las razones que había llevado al doctor Henríquez a designarla como su sucesor al frente del bufete, a una persona con la menor experiencia del grupo que laboraba por años, en la oficina.

    —Debemos abordar el problema sin afectar la credibilidad ganada por los muchos años de ejercicio. ¿Tienes otra sugerencia que hacerme? —ripostó con una pregunta para salir del encierro en que se sentía.

    Mateo la percibió reducida y se movió en el asiento para acomodarse con un aire de poder. Debía ser claro, aunque sus palabras fueran contraproducentes. La tenía contra las cuerdas y debía noquearla.

    —Habla con el doctor Henríquez para que nos dé libertad para aceptar algunos casos. Él no tendría que ser responsable, directamente. Tendremos el cuidado de no afectar al bufete. —Midió cada una de sus palabras para no incriminarse.

    —¿Cómo cuáles casos? —reaccionó al presentir que Mateo se estaba extralimitando.

    —Delitos de drogas. No todos los acusados de delitos de drogas son culpables. También pueden ser casos de corrupción gubernativa. Solamente con un caso de esos podemos superar la situación que estamos atravesando. Muchos acusados desean nuestros servicios y nosotros los rechazamos. Son los delitos más comunes de este tiempo.

    —Sabes que esas son líneas rojas para nuestra oficina. Nunca hemos tenido un caso de tráfico de sustancias ilícitas ni corrupción administrativa y creo que nunca los aceptaremos. Conoces muy bien al doctor y sabes que eso ni siquiera se le puede tratar.

    —Por qué no podemos tomar casos de acusados de drogas, que nosotros investiguemos y lleguemos a la conclusión de que son inocentes; por igual con los cosos de corrupción administrativa de los funcionarios. No vamos a defender corruptos, sino a inocentes. No vamos a cambiar la política de la firma, sino a realizar un nuevo procedimiento para aceptar casos específicos.

    Teresa respiró con dificultad y esperó algunos segundos para responder. Mateo había ido demasiado lejos en su propuesta.

    —Sabes muy bien que los casos de acusados de tráfico de drogas y de corrupción gubernamental están signados por la política. Si condenan a un defendido de nosotros, terminaremos arruinando nuestra reputación, incluyendo la del propio doctor Henríquez. Eso es inaceptable —acentuó la frase para dejar por sentada su opinión de manera definitiva y poderosa.

    —Entonces, preparémonos para cerrar el bufete en poco tiempo —dijo, como si dictara una sentencia inapelable y se levantó de un salto, moviendo la butaca de lugar de manera torpe.

    La expresión de Mateo la estremeció. No había escuchado la posibilidad de que la oficina tuviera que cerrar. Sería su mayor fracaso profesional, que lo cargaría como una afrenta toda su vida. Pero no podía aceptar lo que planteaba, porque no resolvía el problema. Se quedó sin palabras. No sabía qué decir. La situación la desbordaba.

    —No tenemos mucho tiempo —dijo Mateo, acomodando la butaca, que había movido. Se encorvó y se giró para caminar hacia la puerta. Su rostro evidenciaba una falsa preocupación. Si no se podía hacer nada, no había más que esperar el cierre o recurrir a él para salvar la firma.

    —Hablaré con el doctor Henríquez —dijo cuando Mateo abría la puerta. El abogado se volvió y movió la cabeza, asintiendo.

    —Está en tus manos la sobrevivencia de la firma —dijo al salir, ahora con un aire de triunfador.

    Teresa se acarició el pelo negro que le tocaba el hombro en un gesto de nerviosismo. La conversación con Mateo no había hecho otra cosa que mostrar lo que ella misma se negaba a aceptar. No tenía otra alternativa que hablar con el doctor Henríquez e intentar procurar una mayor libertad para aceptar los casos. Sentía que se enfrentaba a lo imposible, pero era su única alternativa. Se persignó aterrada.

    Capítulo dos

    D urante dos días, Teresa había estado buscando la manera de presentarle la situación económica que atravesaba la firma al doctor Henríquez, pero seguía atascada en las mismas ideas confusas. Por todas las partes que lo analizaba, terminaba en la propuesta del doctor Mateo. Sabía que era contraproducente planteársela al fundador de la firma, pero no tenía otra solución a la grave crisis que la afectaba. Había estacionado su lujoso coche Porsche negro frente a la casa del doctor Henríquez y confinaba el volante con sus manos, indecisa de entrar. Sabía que no tenía de otra. Debía enfrentar el problema y hacerlo hablando directamente con el anciano abogado. Tomó su maletín de trabajo de piel y su cartera Louis Vuitton y se desmontó del coche. Caminó hacia el portón que remataba la verja de la casa y tocó el timbre. Esperó sin reconocer su propia respiración. En pocos segundos, un hombre del servicio le abrió el portón. Cuando superaba la distancia a la casa, vio a doña Josefina abrir la puerta y mostrar una amable sonrisa. Josefina era la esposa del doctor Henríquez y la recibía como siempre, con el rostro iluminado.

    —¿Cómo está doña Josefina? —saludó al encontrase y percibir la alegría que sentía la señora por su presencia. Se sentía en casa.

    —Muy bien. ¿Cómo estás? —dijo apretando su cuerpo con el abrazo, para evidenciar la alegría que le producía la llegada de la abogada.

    —En lo personal, muy bien. Trabajando mucho en la oficina —dijo cuando la abrazaba y le acariciaba la espalda con ternura.

    Teresa era como como una hija en la casa de los Henríquez. Los dos ancianos no habían tenido hijos y la habían asimilado como la hija que nunca tuvieron. Ella se sentía regocijada por el afecto que le prodigaban y lo reciprocaba complacidamente.

    —El que no está muy bien es Francisco. Anoche tosió mucho y durmió muy poco. Trata de no agotarlo mucho. Se ha estado resistiendo a que llame al médico —le comentó cuando cruzaban la gran sala de la casa con doble altura, amueblada a lo antiguo, decorada con pinturas originales de gran calidad y caminaban hasta la amplia terraza en la parte posterior de la mansión, donde descansaba el abogado.

    —No se preocupe, doña Josefina, solamente estaré un momento con el profesor. Tengo a cargo el bufete y debo informarle todo lo que pasa. Usted sabe cómo es él. Si no le informo se preocupa, y es peor. Procuraré no importunarlo.

    Teresa trataba al doctor Henríquez de profesor. Había sido su profesor de Historia Patria en la universidad, además de otras materias en la carrera de Derecho. Desde la universidad había forjado una estrecha relación personal que terminó con ella ingresando al bufete que había fundado, lo que finalmente la llevó a tomar la responsabilidad de la dirección, cuando el profesor se retiró.

    —Voy a ordenar que les preparen un buen vaso de agua de jagua bien fría. Francisco debe tomarla a estas horas de la tarde —comentó Josefina cuando le indicaba a Teresa el lugar donde estaba el doctor Henríquez y se movía para dirigirse a las áreas de la cocina. Josefina era una mujer alta y de facciones finas, de algo más de 70 años. Su cabello encanecido lo llevaba recogido elegantemente con una peineta. Su rostro aún mostraba la belleza de sus años de juventud. Había sido la compañera de toda la vida del doctor Henríquez, siempre en un segundo lugar, cuidando de su casa y de su persona. Regenteaba la mansión y cuidaba celosamente de cada detalle de la vida de su marido. Su vida la había dedicado a cuidar del abogado, ya que no habían tenido hijos. Sentía una verdadera devoción por su marido de más de cinco décadas.

    Teresa divisó la cabeza del doctor Henríquez sobre el espaldar de una mecedora que se balanceaba suavemente. Sus pocos pelos en la cabeza parecían danzar con una brisa fresca que corría, cruzando el jardín. Muchas veces se había preguntado por qué la había elegido a ella para presidir la oficina siendo tan joven. La única razón que encontraba era por el afecto que le tenía y porque sabía que ella no haría nada sin consultárselo. Se sentía afortunada por trabajar al lado del más brillante abogado que había conocido, aunque tenía el inconveniente de cargar con una enorme responsabilidad, que ahora la abrumaba.

    —¿Cómo está profesor? —saludó cuando se inclinaba para estamparle un beso en la mejilla. El anciano abogado hizo un gesto para levantarse, pero Teresa se lo impidió, suavemente, tocándolo por los hombros. No se veía enérgico y por primera vez, vio un bastón a su lado.

    —Estoy bien. Con los achaques de la edad. Vivir 87 años es mucho. Debo agradecer al Señor por la larga vida. Pronto tendrás que vértela sin mí en el bufete. ¿Cómo están las cosas por la oficina? —hizo el cuestionamiento que siempre hacía cuando llegaba la abogada. Aunque no tenía fuerzas para continuar el trabajo en la oficina, intentaba tener control de la mayoría de las decisiones del bufete. Estaba al tanto de todo lo que pasaba, ya que Teresa no dejaba de contarle todos los detalles. Lo único que Teresa no le informaba de manera puntual era la situación económica. Sabía que era un punto que lo trastornaría y no deseaba dañar la salud del anciano. Pero el tiempo había pasado, las cosas se habían deteriorado y no podía dejar de informarle de la grave situación que vivía la firma. Había llegado al límite intentando encontrar una solución antes de mostrarle la gravedad del problema. Sentía una impotencia que la lastraba.

    —Con la rutina de siempre. Usted conoce más que nadie, que la abogacía es rutinaria, aunque los casos sean distintos. En estos meses se han reducido los casos, pero creemos que entrarán en los próximos meses —Fue su intento de introducir el tema. Quería provocarlo para que abordara el problema. Él sabía, aunque no lo habían hablado, de las dificultades que pasaban.

    —Así es —confirmó moviendo la cabeza.

    La anatomía del doctor Henríquez se había disminuido y su cuerpo tenía más hueso que musculatura. Su estatura, de seis pies, se veía pronunciada con la delgadez que presentaba. Había sido un hombre atlético y de gran forma muscular, que ahora había perdido. Sus grandes ojos azules seguían teniendo la vivacidad de siempre. Sus manos sobre la mecedora mostraban sus venas crecidas, llenas de sangre. Su rostro, de mandíbula pronunciada, seguía mostrando el carácter fuerte de su personalidad. Había sido el único abogado en ejercicio que no había aceptado nunca defender un caso que no considerara un auxilio a la justicia. Su integridad moral le había granjeado el respeto de toda la nación. Era el mayor símbolo de la honradez en el ejercicio profesional del Derecho. Vestía de traje, como siempre, a pesar de estar en la casa. Desde que se levantaba se vestía de manera formal, con el ritual de toda su vida como abogado.

    Teresa se había sentado en una mecedora, frente al abogado, y lo miraba con indefinición. No sabía cómo explicarle la situación de la firma. Pero no podía esconder una realidad que terminaría dinamitando la vida de la institución. Debía Tratar el asunto con sumo cuidado, para no afectar la salud del viejo litigante.

    —Todo está bien en la oficina, pero usted sabe que los casos han disminuido. Eso nos ha hecho que debamos repensar cómo abordar los trabajos que se nos presentan —se atrevió a decir, mirando los grandes ojos azules del anciano, esperanzada en que tomara la iniciativa del tema.

    —Me lo temía. Estamos viviendo tiempos muy difíciles para los abogados que defendemos causas justas —dijo en tono apenado.

    Doña Josefina llegó con una bandeja y dos vasos de agua de jagua y los contertulios hicieron silencio. Cuando le entregó el vaso a su esposo le arregló el cabello, desordenado por el viento, y pasó sus suaves manos por la chaqueta, sacudiendo algún polvillo.

    —Creo que esta es una de las pocas casas que toman refresco de jagua. A mí me encanta y desde que lo probé aquí, no falta en mi casa —comentó Teresa mirando el color ámbar de la bebida en el vaso de cristal.

    —Es muy saludable. Nosotros no tomamos otro tipo de refresco. Es totalmente natural. No podemos cambiar lo que se nos hizo una costumbre. Los viejos somos cultura y me alegra que la continúe. No me gustan esos modernos refrescos —comentó Josefina, cuando le tocaba la solapa de la chaqueta al doctor Henríquez. Siempre estaba atenta para que estuviera a punto.

    —Es naturaleza pura —dijo, asintiendo, el abogado, probando el primer sorbo y mostrando satisfacción al saborear la sabrosa y refrescante bebida.

    —Quédate a cenar con nosotros, Teresa. Mi sobrino viene a cenar a la casa hoy —invitó doña Josefina, que movía una pequeña mesa para colocar la bandeja donde había traído los vasos.

    —No puedo doña Josefina. Lamento no quedarme, pero tengo un compromiso. —No deseaba prolongar una conversación sobre el espinoso tema que trataba con el doctor Henríquez. Todo lo que podía lograr era fastidiarle la comida, y no lo haría.

    —Debes venir a cenar con nosotros, cuando menos una vez a la semana. Es el mejor tiempo para tratar los asuntos de la oficina —indicó el abogado, señalando con un gesto paterno, como si la regañara.

    —Te esperamos la próxima semana. Sabes que adoramos que estés con nosotros —dijo Josefina cuando se giraba para regresar al interior de la casa.

    —Aquí estaré. Ustedes me consienten mucho y a mí me gusta. Si se descuidan, me mudo para esta casa —bromeó y los anfitriones asintieron, complacidamente.

    Se hizo un breve silencio que permitió a Teresa observar el cuidado jardín de la casa, cuando doña Josefina se alejaba. Al fondo estaba el gazebo, donde había compartido muchas conversaciones con su profesor. Ahora, con sus fuerzas menguadas, se quedaba en la terraza, en un tresillo con dos mecedoras.

    —¿Qué piensas hacer para superar el problema de la escasez de casos? —Escuchó al anciano que dijo con un tono astuto, como si un pensamiento lo hubiese despabilado.

    Teresa respiró hondo y acarició el maletín de trabajo que se había colocado en las piernas. Solamente si no tenía otra alternativa, informaría lo que contenían los documentos que guardaba en el maletín de piel. Debía ir al fondo del asunto, midiendo sus palabras. Esperaba no tener que mostrarle las cuentas.

    —El doctor Mateo me ha comentado que deberíamos cambiar algunos parámetros de la política que seguimos en la oficina para aceptar los casos. No he estado de acuerdo con él en algunas cosas, pero es la única idea que se ha presentado para intentar captar más casos. Sin usted al frente del bufete, muchos de nuestros viejos clientes no están utilizando nuestros servicios —lo dijo de manera compulsiva para no arrepentirse. No quería dañar la precaria salud de su profesor, con una imprudencia.

    El anciano magistrado la miró con la ternura de un padre y guardó algunos segundos de silencio meditativo. Extendió sus huesudas manos y reclamó las de ella. Teresa observaba una tristeza en su mirada que la importunaba. Posó sus manos sobre las del profesor y sintió el cálido afecto.

    —Tú tienes el poder para definir la política de trabajo de la oficina. Lo que hagas, yo lo apoyaré. ¿Qué específicamente ha planteado el doctor Mateo? —reclamó, ahora bajando el tono de la voz.

    Para la abogada, sentirse impotente ante su profesor lo laceraba profundamente. Abrió sus grandes ojos evidenciando el temor de explicarle el planteamiento del doctor Mateo. Nunca pensó que llegaría el día que trataría un asunto tan espinoso con el doctor Henríquez. No sabía cómo decirle que el planteamiento del doctor Mateo era romper las reglas que él había impuesto desde que fundó el bufete. Sintió que se le secaba la garganta y se tomó un largo trago de agua de jagua, para poder contestar.

    —Plantea que analicemos las propuestas de trabajos que nos llegan en los casos de drogas y corrupción administrativa. No he estado de acuerdo —soltó de manera rápida, cuidándose de no incriminarse. No podía permitir que su querido profesor y mentor pensara que lo traicionaba. Estaba caminando sobre la arena movediza más peligrosa de su vida. Sintió su corazón alterarse, con el silencio de su maestro.

    El anciano profesor de Historia Patria se acomodó en la mecedora y la miró fijamente a los ojos. Esperó que los segundos transcurrieran para asimilar lo que había escuchado. Teresa lo sintió ponerse tenso y temió una reacción lamentable. Vio su rostro endurecerse y no supo dónde tenía sus manos. La aterraba una reacción catastrófica.

    El breve silencio se le hizo un siglo a la abogada, que esperaba, desconcertada, la opinión del magistrado.

    —Mi querida Teresa —comenzó diciendo en un tono quedo, suave y Teresa sintió un alivio—, tienes mucha juventud y poca experiencia, pero sé que tienes una probidad a toda prueba. El ejercicio de los abogados es la más difícil de todas las carreras cuando se ejerce con honorabilidad, ya que debemos lidiar con el delito. El dinero siempre ha estado en los casos más degradantes. Las drogas y la corrupción de los funcionarios públicos son muy productivos, pero dañan el honor y la reputación. Hacer dinero no es una tarea difícil. Lo difícil es ser una persona íntegra. Si el doctor Mateo no se siente a gusto, todo lo que podemos hacer es desearle suerte y que se marche. La misión principal de una persona no es ejercer una profesión u oficio, sino desarrollar una vida virtuosa. Nunca te dejes seducir por propuestas económicas, sino por las propuestas que te permitan preservar toda tu dignidad. Las profesiones son sólo instrumentos de trabajo que nos permiten desarrollar nuestra vida. Muchas veces olvidamos que lo principal en la vida es lograr ser buena persona.

    Cuando el anciano hizo silencio, Teresa sentía que no respiraba. Su respuesta era tajante y definitiva. A sus 87 años no le podía pedir que cambiara su manera de pensar, pero por demás, tampoco quería que lo hiciera. Él tenía razón en todo lo que había dicho. Todo lo que podía hacer era buscar otra manera de superar la situación, sin afectar la integridad del bufete. Un cambio podía dañar la poca salud que tenía el anciano magistrado y no se lo perdonaría. El doctor era una reserva moral que se debía preservar y ella era la garante.

    —Estoy de acuerdo, profesor. Los casos de drogas son denigrantes para todos los que se involucran. Nunca haremos nada que dañe la sociedad, por ganar dinero en el bufete —intentó superar el mal momento, aceptando el comentario del abogado.

    —Ese es un tema muy complejo. Un asesino mata a otra persona por odio, en cambio un traficante mata miles de personas y destruye miles de familias sin mediar un sentimiento de odio. Son los modernos empresarios de la muerte. Es el peor mal de estos tiempos. Nunca olvides que no debes preocuparte por los casos que no aceptamos, sino por los que defendemos. No es que los traficantes no tengan derecho a una defensa, sí la tienen, pero no tienen derecho a contratar a un abogado para evadir la ley. Cuando pasa eso, traficantes y abogados defensores son por igual delincuentes. Estás al frente del bufete para desarrollar tu vida y ejercer una profesión. Ama la vida, no a la profesión. La profesión no debe ser un instrumento para destruir la vida. Si fuera así, no tendría sentido ejercer la carrera. Lo que tienes de mayor valor es la vida. —Se escuchó como una conferencia magistral en la universidad y ella se había quedado embelesada.

    Teresa abrió los ojos de manera enorme, agradecida por lo que había escuchado. Sin lugar a duda, el doctor Henríquez era el mejor profesor de Derecho que podía tener. Levantó la mirada para agradecer al Señor porque había superado el trance, aunque continuaba con el problema.

    Se escuchó el timbre de la puerta de la casa y Teresa salió de su embelesamiento para observar cómo se movió ágilmente doña Josefina para ir a abrirla. La llegada del que había tocado la puerta la ayudaba a terminar con la conversación en los mejores términos y lo agradeció. Debía marcharse en ese momento.

    —Debe ser el sobrino que viene a cenar con nosotros. Es el hijo de la hermana de Josefina. Creo que no lo conoces. Es un ganadero de la provincia San Martín y viene pocas veces a la capital. Es un gran muchacho y ha desarrollado una finca modelo.

    —No creo conocerlo. Tengo que marcharme, profesor. Regresaré la próxima semana para cenar y ponerlo al tanto de lo que suceda en el bufete. —Debía aprovechar el momento para salir del foco de la incómoda conversación, por lo que se levantó.

    El doctor Henríquez tomó el bastón que tenía al lado de la mecedora y se levantó, cuando vio asomarse un hombre de más de 6 pies, de cabello rubio rebelde, con un sombrero blanco de alas anchas en las manos, vestido con una camisa de cuadros grises, sobre la cual llevaba una chaqueta de cuero sin manga, pantalones Wrangler azul y botas de vaqueros. Algunas pintas tocaban su blanca cara. Mostraba sus 40 años curtidos con el trabajo duro del campo.

    —Ven para que conozca a Teresa. Es nuestro sobrino Richet —invitó, haciendo señas con las manos el abogado, que vio al hombre detenerse en compañía de Josefina, antes de llegar a donde estaban. No habían querido interrumpir la conversación de los abogados.

    —Mi sobrino es ganadero y ha venido a la capital a vender reses. Teresa es quien dirige el bufete desde que Francisco se retiró —dijo la anfitriona, mostrando un brillo de felicidad por la llegada de su sobrino.

    Teresa lo miró de arriba abajo y lo percibió poderoso y rústico. ˂˂ Típico campesino inculto ˃˃, pensó con desdén, descubriendo sus ojos verdes con tonalidad violeta.

    —Mucho gusto de conocerla. Richet Alorda para servirle —dijo el espigado y de pectoral de toro salvaje, sobrino de Josefina, que la miraba con una sonrisa, un tanto irónica. ˂˂ Parece más una muñeca que una abogada ˃˃, fue el pensamiento que le cruzó por la mente.

    —El gusto es mío. Teresa Aurora Rodríguez —contestó Teresa cuando sus delicadas manos se perdían en las fuertes y rocosas manos del ganadero.

    —¿Vas a cenar con nosotros? —preguntó sin soltar la mano de la abogada.

    —Lamentablemente tiene que marcharse. Tiene un compromiso previo —se escuchó la voz de Josefina decir en un tono quedo.

    —Profesor, regresaré en la próxima semana para informarle cómo van las cosas —dijo separando su mano de la del recién llegado, colgándose su cartera Louis Vuitton y tomando el maletín. Caminó hacia la puerta en compañía de Josefina, dejando los dos hombres conversando. Estaba tan absorta en sus pensamientos sobre la conversación que había sostenido con el doctor Henríquez que no reparó en la mirada verde con tonalidad violeta que la siguió hasta desaparecer por la puerta.

    Capítulo tres

    S e había aplicado a fondo para superar la grave crisis del bufete, pero los resultados de su esfuerzo no eran buenos. Teresa sentía que navegaba contra la corriente. Aunque había llamado a todos los viejos clientes y reducido costos honorarios, el esfuerzo no daba buenos resultados. Esa mañana, cuan do llegó a la oficina la esperaba en el antedespacho el licenciado José Betancourt, el contador de la firma. Aunque no era de su agrado recibirlo tan temprano, no tuvo otra alternativa que ordenarle a su secretaria, Asiadee Shephart, que lo hiciera pasar. Esperaba buenas noticias del contador, ya que lo había instruido para agilizar los cobros pendientes. Cuando lo vio entrar y sostener en sus manos la nómina de pago de los empleados, recordó que no la había firmado y estaban en los últimos días del mes. Pensó que era la razón de la visita tan temprana. Cuando vio sentarse al menudo y regordete hombre, se extrañó de que no mostrara la sonrisa que era la marca característica de su personalidad. En todos los encuentros festivos siempre era el más divertido. Su redondo rostro marrón se mostró ensombrecido, lo que no escondió su calvicie total. Era una de las personas de su mayor confianza. Observó que guardó en su regazo el expediente de firma del pago y fruncía el ceño. A Teresa no le gustó el gesto y también se encogió de cara.

    —Buenos días, doctora —Apenas saludó el contador cuando procuraba una de las butacas del frente del escritorio, sin cambiar la expresión de contrariedad. Dejó caer su gruesa y redonda anatomía de 200 libras y 5 pies de altura sobre una butaca y respiró hondo.

    Teresa lo miraba extrañada y atenta a cualquier gesto. No quería pensar en que le llegara otro problema. Con los fondos que tenía previsto que entraran a la firma, la nómina se pagaría sin problemas. Otro asunto parecía preocupar al regordete hombre y eso la turbaba. La firma se había convertido en una centrífuga de problemas que no se detenía.

    —Buenos días. ¿Cómo van los cobros que tenemos pendientes? —lo cuestionó, para cerciorarse de manera rápida de que no tenía ningún problema que implicara el pago de los empleados. Era un asunto al que le había puesto un especial interés.

    El hombre se pasó la mano por la cabeza desprovista de cabello y la miró en silencio por algunos segundos. Parecía molestarle contestar la pregunta. Su redondo rostro brilló por un fino sudor que lo cubrió, a pesar de que el aparato del aire acondicionado enfriaba el lugar.

    —Muy lento. Algunos clientes no han podido cubrir sus compromisos con nosotros. No vamos a tener suficientes recursos en las cuentas para pagar la nómina del bufete —soltó, mirándola fijamente con sus ojitos que se le perdían en el redondo rostro.

    La abogada respiró dificultosamente. Era un problema consecuencia de la crisis por la que pasaba la firma, pero tenía un matiz que potencializaba las dificultades. No pagar la nómina de los empleados era publicitar la crisis. Lo peor que podía pasarle a una oficina de servicio. Si las firmas de la competencia se informaban de la grave situación económica que estaban padeciendo, harían un festival para devorarlos.

    —En mis cálculos tenemos para pagar —dijo, aunque atorada, con evidente dificultad para discernir la mala noticia.

    José Betancourt esperó algunos segundos hasta percibir que Teresa asimilaba la información. Sentía aprecio por la abogada y no le agradaba verla asfixiada por el problema.

    —Hemos tenido que pagar obligaciones perentorias. No sé por qué nos han llegado cobros compulsivos, de clientes que nos esperaban meses para cobrar. Hemos tenido que pagar cuentas por temor a ser demandados.

    —Me parece un poco raro. Nunca hemos dejado de pagar nuestras cuentas. Es posible que nos hayamos atrasado una que otra semana, pero siempre les pagamos. —Su mirada se perdía en el blanco techo mientras cavilaba sobre el asunto.

    —También a mí me ha parecido extraño el comportamiento de algunos que les debemos. Conociendo de las dificultades que tenemos, le he pedido a algunos que nos esperen unas semanas y se han negado. He hablado personalmente con varios de ellos y no han aceptado. He hecho todos los esfuerzos para reunir el monto de la nómina, pero ha sido inútil —explicó apesadumbrado.

    El silencio que se instaló en la oficina fue tan absoluto que se podía escuchar la dificultosa respiración de Teresa. Parecía que todo se volvía en su contra.

    —Ese es un nuevo problema. Debemos pagar completo y en la fecha prevista. No pagar en la fecha acostumbrada nos acarrearía mayores inconvenientes. ¿Cómo crees que lo resolvamos? —atinó a decir, después de una reflexión que le dejó la mente en blanco.

    —Después de pensarlo bien, creo que no tenemos otra alternativa que recurrir a un préstamo en el banco. No tenemos mucho tiempo para solicitarlo y es la razón por lo que la he estado esperando tan temprano. No quiero que los empleados se enteren de que tenemos problemas para pagar la nómina. Estoy muy de acuerdo de que no pagar a tiempo podría afectar la firma, en estos momentos.

    La abogada meditaba dificultosamente. Enviar una solicitud de préstamo al banco traería cuestionamiento. Además, el banco requeriría de algún documento que lo abalara. Era muy posible que requirieran de una hipoteca. Ella no podía hacerlo sin el consentimiento del doctor Henríquez. No podía hipotecar ninguna de las propiedades sin su aprobación. Tratarle el problema al dueño del bufete era otro problema. Sentía que el cerco se le cerraba y la dejaba con poca capacidad de maniobrar para superar la crisis.

    —¿No hay otra salida? ¿No has pensado en otra opción? —reclamó atascada, frunciendo el ceño y mostrando miedo en el brillo de sus negros ojos. Sabía que un préstamo, en esos momentos de crisis, implicaba publicar las cuentas de la firma. Sintió falta de aire en sus pulmones al presentir una desgracia.

    —He tratado de buscar otra vía, pero no la encuentro. Los pagos que están próximos a llegar, entrarán después de la fecha de pago, por lo que no podemos contar con ellos. Creo que podemos pagar el préstamos en poco tiempo. No sería un problema mayor.

    Las miradas silenciosas, por momentos, de los contertulios evidenciaban el temor de no lograr solventar un préstamo a tiempo.

    —Sabes que un préstamo implica dar a conocer la situación de la firma. No quiero que nuestros competidores sepan de la situación en la que estamos. Conoces muy bien lo que son las firmas de abogados. Son capaces de sacarse los dos ojos de la cara por dejar tuerto al competidor.

    —En ese caso, usted debe encontrar la solución. No tengo mayor capacidad para maniobrar las cuentas. Todo quedará en sus manos —lo dijo con una impotencia que el tono de su voz se quebró un poco.

    —En el pasado, cuando el doctor Henríquez dirigía el bufete, ¿se hizo algún préstamo para pagar la nómina de los empleados? —cuestionó apurada, intentando encontrar dónde atar la barca que se hundía.

    —Es la primera vez, en los 25 años que llevo en el bufete. Nunca habíamos tenido una situación económica que nos obligara a tomar un préstamo para pagarles a los empleados. Siempre habíamos tenido recursos suficientes para solventar nuestros compromisos. —No quiso decirle que los problemas habían comenzado a partir de ella tomar las riendas del bufete, para no fastidiarla.

    Teresa se movió incómoda en el confortable sillón. Miró el rostro del contador, que seguía desconcertado. Sin dudas que molestaba la situación. Ella debía buscar la solución. Pero, ¿cuál era la solución? Se quedó en un silencio meditativo, mirando al regordete hombre que había perdido la sonrisa y confinaba en su regazo la nómina de pago de la firma; la que no había ni intentado presentar, ya que sabía que Teresa no la podía firmar sin tener el respaldo de las cuentas.

    —No hables con ninguna persona, dentro o fuera de la firma, de la situación que estamos atravesando. Hablaré con el doctor Henríquez para buscar una solución. Lo que hemos hablado debe quedarse entre nosotros y espera mi llamada.

    El regordete hombre se levantó del asiento y le entrego la nómina, la que Teresa abrió para cerciorarse del déficit que tenía. Abrió la boca, impactada.

    —Nadie lo sabe ni lo sabrá de mi parte. Creo que es una buena idea ir a hablar con el doctor Henríquez. Su experiencia puede ayudar —dijo el contador cuando se retiraba, en un tono que, por primera vez, Teresa lo sintió como un reproche de su poca experiencia. Debía aceptar que la culpa de todo lo que estaba sucediendo recayera en ella.

    Con el sonido del cierre de la puerta, Teresa sintió una soledad que la confinaba hasta sentir que su cuerpo le funcionaba mal. La desolación y la impotencia la estaban llevando al límite. ˂˂ ¿Qué voy a hacer? ˃˃, el pensamiento la terminaba de dejar fastidiada. Debía resolver la prioridad del momento sin olvidar la crisis primordial.

    La puerta de la oficina se volvió a abrir y vio entrar a Asiadee con una marcada preocupación en el rostro. Sin hablar se sentó frente a Teresa y la miró en silencio, como si tuviera temor de decirle un secreto. No quería ni pensar que tuviera otro problema. La mañana pintaba desastrosa. Todo parecía que se volvía en su contra.

    —¿Qué te sucede? —la cuestionó mirando fijamente, moviendo las manos para que hablara. No quería otra zozobra.

    —Hace algunos días que he querido hablar un asunto con usted y no me había atrevido. Mi esposo me ha dicho que es un asunto grave y que debo hablarlo con usted. Al principio creía que no tenía mucha importancia, pero creo que debo decírselo —dijo en un tono ceremonioso y con un cierto temblor en la voz. Su mirada se mostró temerosa.

    Teresa puso los codos sobre el tope del escritorio y la continuó mirando fijamente. Por algunos segundos perdió la voz. No quería ni pensar que su secretaria abandonara el trabajo, en esos momentos. ˂˂ Cuando las cosas comienzan a salir mal, todos los males se juntan ˃˃, seguía con el pensamiento catastrófico.

    —¿Qué es lo que me quieres decir, que te veo tan preocupada? ¿No me digas que te quieres marchar de la oficina? No hay un tiempo más inadecuado para hacerlo que éste. Ahora te necesitamos mucho más que en otros tiempos. —Con la pregunta intentó guiar la respuesta.

    —No, por Dios, doctora. Cuando me vaya del bufete es para mi casa. Nunca me marcharé de la oficina del doctor Henríquez. Nunca la dejaría a usted si tengo fuerzas para trabajar —dijo en un tono que evidenció que sintió ofensa en las palabras de la abogada.

    Desconcertaba, no entendía que problema podría ser tan grave.

    —¿Entonces? —apenas cuestionó al quedarse sin palabras. Se dispuso a esperar lo peor. Debía de ser un asunto muy grave para que Asiadee estuviera tan turbada. La conocía muy bien y sabía que no era capaz de hacer nada en contra de la firma. Era la persona en la que el doctor Henríquez le dijo que debía confiar, cuando se marchó de la empresa de abogados.

    —Desde hace algunas semanas está circulando el rumor, entre los empleados y abogados asociados, que el bufete va a cerrar. Dicen que se han marchado los mejores clientes y que usted no ha sido capaz de regentear la situación. Han llegado al extremo de decir que usted no tiene capacidad para dirigir el bufete. Me ha indignado escuchar semejante barbaridad.

    Se hizo un silencio marcado por los

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