Desmontando a un corrupto
Por Cristina Sorio
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En el camino para desenmascarar al alma cándida, David, un tipo concienzudo y con sed de justicia, se cruzará con un agente del servicio secreto de EE. UU. que le abrirá las puertas de Miami para desenredar una trama de desvío de fondos públicos a costa de los más necesitados.
Desmontando a un corrupto rescata con hechos reales novelados uno de los casos de corrupción que ha marcado un antes y un después en la historia política y judicial de Valencia, el apodado por muchos como Negrolandia.
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Desmontando a un corrupto - Cristina Sorio
DESMONTANDO
A UN CORRUPTO
CRISTINA SORIO
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© Del texto: Cristina Sorio
© De esta edición: Editorial Sargantana, 2019
Email: info@editorialsargantana.com
www.editorialsargantana.com
Primera edición: Abril, 2019
Impreso en España
Los papeles que usamos son ecológicos, libres de cloro y proceden de bosques gestionados de manera eficiente
ISBN: 978-84-17731-11-3
Depósito legal: V-0484-2019
A Vicente, en guardia contra la corrupción.
A Fran, mi apoyo incondicional, mi compañero de viaje.
A Lucas y Mateo, mis mayores tesoros.
A mis padres, mi ejemplo a seguir.
A mi hermano, por completarme.
«No hay peor tiranía que la que se ejerce a la sombra de las leyes y bajo el calor de la justicia.»
Montesquieu
PRÓLOGO
La libertad y la justicia son dos valores que coexisten con la humanidad desde el principio de los tiempos. Luchar por ellos y por los derechos de los más necesitados da sentido a todos los sufrimientos que se derivan, necesariamente, de esa lucha.
La corrupción solo genera dolor y daño. Dolor, por comprobar que aquellos en quienes has confiado para que gestionen el dinero público han defraudado esa confianza, se han aprovechado y se han lucrado, en contra del mandato que la sociedad les hizo en su momento. Daño, porque todo ese dinero del que vilmente se han apoderado, no se ha podido utilizar para sufragar las necesidades de todas esas personas a las que podría haber ido destinado y que, por la conducta delictiva de unos pocos, no llegó nunca.
La defensa de la sociedad, de tus conciudadanos y, en concreto, de aquellos más necesitados, es el mayor honor y la mayor responsabilidad que puede tener un funcionario público. Los niños no tienen por qué dar clase en barracones en colegios e institutos donde, a la primera de cambio, se inundan las «clases», donde rebosan los inodoros, a consecuencia del robo de dinero público que se podría haber destinado a construir centros docentes dignos. Los enfermos no deben sufrir las consecuencias de centros de salud, hospitales o centros de especialidades obsoletos porque a alguien se le ocurrió hacer negocio con el dinero que iba a destinado a mejorar esas instalaciones.
Pero si estas personas del primer mundo no deben sufrir las consecuencias de la corrupción, quienes no deben sufrirlas de ninguna manera son los más necesitados del tercer mundo, que con un euro de nuestro dinero son capaces de comer y beber agua potable por varios días.
Cuando al fiscal anticorrupción le llega una denuncia de corrupción política sabe a lo que se enfrenta: procedimientos largos, grandes y prestigiosos abogados, presiones…, pero cuando crees firmemente en la justicia, la libertad y la defensa de los más necesitados, todas esas circunstancias son accesorias, prevalece sin duda la necesidad de buscar la verdad para que se haga justicia, sin más.
Ese trabajo no sería posible sin el apoyo de la sociedad y la colaboración de aquellas personas que, jugándose su vida laboral, personal y familiar de manera valiente, denuncian hechos que, si no fuera así, nunca conoceríamos.
Tampoco sería posible sin juezas y jueces valientes que persiguen la verdad por encima de todo. Mucho menos sería posible sin policías y guardia civiles con una profesionalidad y una metodología de trabajo que nada debe envidiar a la de otros países.
La prensa independiente y comprometida con la justicia es un eslabón fundamental de nuestro estado democrático. Gracias a ellos, hemos conocido, y seguro seguiremos conociendo, que no es oro todo lo que reluce.
La lucha contra la corrupción tendrá momentos más álgidos y momentos más tranquilos, seguro, pero no acabará, porque forma parte de la esencia de la humanidad y se ha repetido a lo largo de la historia. Sin embargo, los corruptos y quienes se corrompan deben saber que siempre tendrán en frente a alguien que luchará para que la justicia y la libertad prevalezcan porque, en esa lucha, no hay tregua.
Vicente Torres
Fiscal anticorrupción de Valencia
Negrolandia
Sonó el teléfono del despacho, lo busqué entre los tomos que había repartidos por mi mesa, descolgué y escuché al otro lado de la línea una voz preocupada y que se entrecortaba. En ese momento no lo sabía, pero pronto descubrí que esa llamada iba a marcar los próximos ocho años de mi vida.
Nada me había hecho sospechar que aquel lunes iba a ser distinto. Como cada comienzo de semana, me desperté a las siete para desayunar, vestirme y arreglar a mis hijos, de cuatro y siete años, a quienes debía dejar a las nueve en su colegio de Meliana. Después cogería el coche para irme directo a la Ciudad de la Justicia, lo que ya se había convertido en mi segundo hogar tras abandonar los juzgados de La Línea de la Concepción hace ya muchos años.
Llevaba meses encargándome de asuntos relacionados con delitos económicos en Valencia y me apasionaba la lucha contra la corrupción. Se rumoreaba que iban a sacar una plaza en este departamento y tenía que ser mía.
Tras recibir esa llamada matutina en mi despacho, di una tregua a otro escrito fiscal que llevaba entre manos. Apagué el flexo y subí.
Me dirigí al segundo piso por las escaleras de un edificio frío, cada vez más fantasmagórico. Miraba las caras de las personas que, esperando a las puertas de los juzgados, deseaban que el mal rato acabara pronto.
Llamé a la puerta de su despacho, asomé la cabeza y Ferráez, mi compañero, me asintió con la cabeza para que entrara. Estaba mirando unos papeles mientras apuraba su cigarrillo en aquellos dos metros cuadrados aislados del resto de colegas y con escasa ventilación.
Ferráez era un tipo nervioso y distraído. Llevaba ya a sus espaldas más de 20 años de profesión y, aunque no solía quejarse de su trabajo, recientemente había aterrizado en sus manos un caso que se le estaba atragantando. Muchos implicados, cuentas entremezcladas y camufladas, paraísos fiscales y políticos como protagonistas de esas historias.
—He subido tan pronto como he podido. Me has dejado preocupado —le dije a Ferráez.
Allí, por primera vez juntos, leímos atentamente, aunque también con reservas, dos denuncias que acababan de llegar, punto a punto, párrafo a párrafo. Aquello era una bomba de relojería.
Las denuncias, con fecha de octubre de 2010, venían firmadas por dos diputadas del Parlamento valenciano: del PSPV y Compromís.
—¿Qué te parece? —me preguntó Ferráez.
—Suena todo muy rocambolesco. No sé qué puede haber de cierto en toda esta historia.
—A mí también me había dado esa impresión, pero quería que lo viéramos juntos para tener una segunda opinión.
—¿Quieres que me encargue, Ferráez? Estoy finiquitando un asunto que llegará a juicio y, en breve, podría dedicarme de pleno a este caso.
—Te lo agradecería porque ahora mismo voy hasta arriba. Estoy deseando que me pongan a un compañero en Anticorrupción, cada vez hay más trabajo. Pensaba en ti…
—Sin problemas. Me quedo con el asunto y te voy informando de los avances. Respecto a la plaza, me lo había planteado y lo cierto es que me gustaría optar a ella. A ver qué pasa…
—Sabes que la última palabra la tienen en Madrid. Confío en que no se demoren demasiado.
—Ojalá. Sobre el caso, si te parece bien, citaré a las diputadas que han presentado las denuncias para hablar con ellas y recabar más documentación. Averiguaré qué hay de verdad en este asunto.
—Perfecto. Confío plenamente en ti. Gracias por tu colaboración.
Regresé a mi despacho con una sensación extraña. Leí varias veces aquellas denuncias e hice unas primeras búsquedas por internet sin encontrar nada relevante. Miré el reloj del ordenador y vi que se hacía tarde. Tenía que volver a casa.
Abrí la puerta y mi hijo pequeño vino a recibirme con un dibujo que había hecho en el colegio en el que aparecía reflejado junto a una especie de ordenador que llevaba a todas partes. Luego me asomé a la cocina y observé cómo mi otro hijo ayudaba a mi mujer a preparar la cena. Esa noche, lunes, tocaba mi plato favorito: tortilla de patatas.
Apuré el postre y le dije a mi esposa que tenía que encerrarme unas horas en el despacho porque nos había llegado a Fiscalía un asunto turbio que no me daba muy buena espina y sobre el que debía hacer algunas averiguaciones.
Mi mujer, profesora de un colegio de Valencia, asintió. La conocí hace ya muchos años. Me animó a estudiar la carrera de Derecho y, después, a prepararme las duras oposiciones para fiscal que en más de una ocasión me planteé abandonar.
Tras un par de años estudiando en los que prácticamente no hice otra cosa, logré aprobar y conseguí una plaza en Algeciras, un destino que no estaba entre mis favoritos, ya que suponía estar lejos de mi familia y abrirme hueco en un lugar conflictivo y del que no hablaban demasiado bien.
Sin embargo, María me convenció. Me animó a irme. No negaré que fue un periodo complicado. Desde el principio tuve que enfrentarme día a día a gente importante, poderosa, que no temía a nada ni a nadie. Tal vez gracias a esa experiencia descubrí que, en realidad, era eso lo que quería hacer.
Tantos casos en Algeciras forjaron mi carácter y me recordaron por qué había elegido ser fiscal. Tal vez esos años allí me hicieran más fuerte para poder afrontar los asuntos que, sin saberlo, me esperaban en un despacho de Valencia. También para aprender a olvidarme de lo que me rodeaba, de las presiones, de las críticas gratuitas y del mundo político, para tratar de llegar al fondo de los asuntos y velar por la justicia.
Esa noche, con la mirada cómplice de María, encendí mi portátil, ese que mi hijo había reflejado en una de sus hojas del cuaderno de dibujo, y seguí con la búsqueda que había iniciado horas atrás: «cooperación», «ayudas», «subvenciones», «Nicaragua»… Y así hasta que, pasada la media noche, mi mujer vino a rescatarme para llevarme a la cama.
—Es hora de descansar. Vente conmigo a dormir y mañana podrás seguir con eso —me dijo.
Apagué el ordenador y desconecté. Sabía que al día siguiente me esperaba una larga jornada de trabajo.
Dormí lo suficiente y regresé al despacho con energía para empezar con mis esquemas, hipótesis y deducciones sobre un presunto caso de corrupción que, por primera vez en mis quince años de profesión como fiscal, había despertado totalmente mi curiosidad. Pronto no me dejaría pensar en otra cosa.
Tal y como pacté con mi compañero, me puse en contacto con las denunciantes y les pedí que acudieran a mi despacho para escuchar de primera mano lo que habían referenciado en sus escritos.
Las cité el jueves y les pedí que me trajeran la documentación que habían podido conseguir para tener más elementos de valor con los que hacerme una opinión y adoptar un punto de vista sobre este asunto que, de ver la luz, era evidente que iba a provocar un gran escándalo social y político.
Transcurridos dos días, tal y como habíamos acordado, sobre las 10:00, se presentaron las dos diputadas en mi despacho de la Ciudad de la Justicia, cargadas con carpetas que contenían documentos sobre contratos y ayudas de la Conselleria de Solidaridad que podían ser fraudulentas. También me hicieron entrega de un pen drive.
Una de ellas me explicó que, hacía unas semanas, cuando llegó a su despacho de las Corts, se encontró encima de su mesa un sobre en cuyo interior se escondía el dispositivo electrónico. No había remitente ni ninguna otra pista así que lo conectó al ordenador y empezó a ver informes, algunos de ellos sin que parecieran tener mucho sentido.
No sabía lo que tenía entre sus manos hasta pasados unos días, cuando lo comentó con compañeros de partido y juntos comenzaron a observar multitud de irregularidades, fechas, conceptos y cantidades que no cuadraban.
Por este motivo, sin pensarlo, decidió elaborar una denuncia y trasladarla a la Fiscalía, para que pudiera estudiar si había algún tipo de delito en actuaciones ejecutadas por la Conselleria de Solidaridad y relacionadas con ayudas y proyectos de cooperación a países del tercer mundo. Una gran parte, a Nicaragua. Tras un estudio en profundidad, todo apuntaba a que algunas subvenciones públicas que tenían que haberse destinado a los más necesitados se habían repartido entre manos equivocadas.
Fue una charla amena en la que las diputadas me trasladaron el malestar por este asunto y me pidieron que llegara al fondo. También me dijeron que me remitirían cualquier otro tipo de documentación que les llegara y que me tendrían al corriente de lo que se enterasen. Les agradecí su predisposición y les solicité discreción con este caso en un momento en el que existía un gran miedo a denunciar por el poder y la influencia de la que alardeaban muchos políticos estrella. Este miedo, por suerte, no había conseguido acallar todas las voces. Aun así, era necesario establecer en la Administración algún tipo de mecanismo de defensa y ayuda para todos aquellos funcionarios que se decidían a denunciar posibles hechos punibles, en numerosas ocasiones contra sus superiores directos. Actualmente, están desamparados y algunos son despedidos o sometidos a mobbing por actuar de forma correcta.
Tras acompañarlas hasta la salida, volví a mi despacho y comencé a organizar los papeles por años, tipo de ayudas, fundaciones a las que se le habían adjudicado subvenciones, personas implicadas y un largo etcétera. Los post-it de colores me ayudaban a poner orden en ese pequeño caos, así como los rotuladores que me había regalado mi hijo pequeño para que, según me dijo, pudiera hacer muy bien mis deberes en el trabajo.
Una vez organizada por tomos y carpetas la información, decidí descargarme el pen drive en mi ordenador para empezar a estudiar la documentación. Me pasé horas sin moverme de la silla y no me hizo falta indagar demasiado para percatarme de que muchos datos y fechas que transcurrían por esos papeles no cuadraban.
A los días, cuando bajé a la cafetería a tomar un café, me sorprendí con la portada de un periódico regional que anunciaba con un gran titular las denuncias que me habían trasladado las diputadas de la cámara valenciana. Era sugerente e invitaba al lector a seguir la información en la página tres, en la que se describían, con minucioso detalle, posibles irregularidades cometidas en la Conselleria. Y entonces, me di cuenta de que aquello iba a ser complicado. Muy complicado.
Sabía cómo funcionaban los medios de comunicación y cuál era el trabajo de los políticos: además de descubrir y denunciar irregularidades, cuando lo hacían, en ocasiones se encargaban de comunicarlo a un periodista de confianza para dar a conocer a la sociedad un supuesto caso de corrupción en la administración pública. Algo que, por desgracia, se había convertido en una tónica habitual en los últimos meses.
Lo que no me podía esperar fue cuando, a la