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La luna de Addis Abeba
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Libro electrónico511 páginas6 horas

La luna de Addis Abeba

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Asha es una niña adoptada a los cuatro años en Etiopía que, tras un período de adaptación perfectamente normal y grandes éxitos académicos y deportivos, cae en una profunda depresión en la adolescencia, manifestando con toda su crudeza el conocido como síndrome de apego.
A partir de ese momento, se abre para ella y sus padres adoptivos un largo viaje en el que se entremezclan los afectos y los rechazos, la lucha constante, los sueños y la realidad disociada, como un puzle desordenado que se refleja también con toda su crudeza y sinceridad en los escritos de la protagonista.
Las fases de la luna son el hilo conductor de esta historia apacible y brillante, desde una gozosa luna nueva, hasta que irrumpe el eclipse en la vida familiar de la adolescente, tiñendo de sombras su identidad que, como el astro, va menguando hasta su renacer gozoso en luna de sol, tras un viaje de ensueño con sus padres al país que la vio nacer.
Todo ello contado en primera persona por Alfredo, el padre de Asha, desde una perspectiva pedagógica, pero también de sentimientos y de aventura, de bucear en las aguas entre turbias y apasionantes de la psicología, con el trasfondo del país africano y sus maravillas. Una obra que pretende entretener y transmitir luz y esperanza a las personas que sufren por su identidad
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 abr 2021
ISBN9788413860084
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    La luna de Addis Abeba - Alberto Pardo de vera

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Alberto Pardo de Vera

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Diseño de portada: María del Mar Ferrero

    ISBN: 9788413860084

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    PREFACIO

    Estamos en marzo de 2005 y mis escritos se van distanciando, prueba de que quizá estoy más calmado, aunque el pasado fin de semana, en Valencia, no fue demasiado bueno. El viernes, cuando llegué, habiendo dejado en casa parte del trabajo que debía desarrollar en la Universidad Católica, como si deliberadamente quisiera fracasar, me sentí perdido en ese absurdo afán por ser profesor de no sé qué nueva disciplina, la que me invento yo cada día, una especie de batido entre lo ecológico, lo social y lo económico, pasando por la psicología y la reflexión existencial («usted tiene un problema existencial», me dijo una vez un médico de familia). Además, se trataba de mi último año con esta universidad, puesto que al año siguiente ya me advirtió mi contacto de que el curso se suprimiría. Por otra parte, recordaba la experiencia del año anterior, con un puñado de jóvenes absolutamente desmotivados e ignorantes. Tanto, que nadie supo decirme el significado de la palabra «austeridad», lo recuerdo muy bien.

    Vaya, que los huevos rotos que me tomé para cenar, entre la estación de tren y la flamante Plaza del Ayuntamiento de la ciudad del Turia, eran una metáfora de mi propio estado.

    Con todo, y para mi sorpresa, me encontré ese sábado (mis clases solían ser en fin de semana) ante un puñado de estudiantes muy diferentes a los del curso anterior, motivados y con ideas y expectativas, de tal forma que me fui reencontrando con mi parte docente, creciendo con ellos, que parecían beber con gusto cuanto yo les iba transmitiendo. Concluí la jornada cansado, afónico y feliz, agradeciéndoles el haberme ayudado a reconciliarme con mis dotes de educador, y con mis proyectos de seguir siéndolo. Ya de vuelta, el mismo lunes, retomé la planificación de mi siguiente sesión, con ganas de devolverles el favor en días tan importantes para mí. No por el curso en sí, sino por ese otro proyecto decisivo y mucho más importante que había de emprender: el de llevar adelante una adopción africana, o sea, una adopción XXL.

    Así las cosas, en agosto, al mes de presentar los papeles, fuimos citados a un curso de preparación para futuros padres adoptivos, conducido por una psicóloga y una asistente social, las cuales, con más guion que acierto, trataron de cubrir un extraño itinerario de contenidos ante la mirada atónita de una docena de parejas, entre las que intentábamos camuflarnos inútilmente Stella y yo. En todas las miradas de los futuros padres se podía leer el conflicto entre mostrarse conforme —con la hora intempestiva, con los largos discursos, con la mirada lánguida de la asistente social solo recobrada cuando le tocaba hablar, con la sala bastante inhóspita dando a un callejón oscuro— o expresar quién sabe qué pensamientos, qué reflexiones y temores, qué reclamaciones. En este difícil equilibrio me encontraba yo y también Stella. Sin duda, que el objetivo planteado por nuestras sabedoras profesionales era sugerente, en principio: crear un espacio de reflexión sobre el proyecto de adopción y propiciar la reflexión individual. La metodología de exposición, el debate general y el trabajo en pequeños grupos, no tanto, ya que el debate estaba permanentemente condicionado por el conflicto aludido entre la conformidad con la situación y nuestras mil y una incógnitas y temores.

    A partir de ahí se fueron sucediendo flashes en torno al significado de una adopción, las paternidades frustradas, el duelo respecto al hijo biológico no conseguido y su renuncia… Hasta llegar al vínculo, idea clave sobre la que todos parecíamos estar de acuerdo, o más bien asustados. El vínculo en su doble sentido: del menor y hacia el menor.

    Hubo también durante la sesión una suerte de adopción simulada, con la elección de fotos de infantes, a cual más patético, se supone que para poner a prueba nuestros sentimientos y ganas, aunque lo que se puso realmente a prueba fue nuestra permanencia en el curso, o en la sesión de ese día. A nadie le gustó el experimento de elegir a un niño o a una niña como si fueran conservas de un supermercado con su correspondiente código de barras proyectado en su mirada triste.

    En este devenir de cosas llegamos al día último del curso, del que recuerdo principalmente mi discusión con las ponentes y con alguno de los asistentes, respecto a temas con los que no estaba de acuerdo, pero que pronto pasaron al cajón del olvido, imaginaos mi desacuerdo. Supongo que era inevitable opinar antes de decir adiós al empeño formativo, por no decir doctrinario, so pena de cerrarlo con complejo de tontos pardillos, en el más genuino y universal sentido del término.

    Al salir, calle abajo de la Gran Vía madrileña, caminamos Stella y yo hacia el tren de cercanías de la estación de Recoletos, diseñando en el aire de nuestras propias palabras un plan de formación para futuros padres adoptivos. Por deformación profesional y por amor propio ante la confusa experiencia vivida.

    Las entrevistas que sucedieron al dichoso curso, previstas en el programa y en los procedimientos formales para adoptar, fueron solventadas sin mayores problemas, ya que por una especie de cretinez existencial a todos nos agrada contar nuestra vida a alguien que parece interesarse por ella, pues en eso finalmente consistió el asunto, además de en una negociación sobre la edad del menor, punto este algo más espinoso: se nos propuso una franja entre los seis y los nueve años, teniendo en cuenta mis cincuenta y cinco cumplidos y los casi diez menos de Stella, que parecía dispuesta a aceptar lo que fuera, un tanto cegada por el deseo de ser madre, mientras yo me debatía más en la prudencia de que nos adjudicaran un niño o, aún mejor, una niña pequeña, lo más pequeña posible y que me perdonen los varones. En cuanto a la edad, me asustaba la idea de hacerme cargo de un ser ya moldeado. «Cuanto más endebles las raíces —pensé— más fácil será construir con delicadeza el vástago, que de otro modo podría romperse».

    A vueltas con los trámites, una mañana del mes de septiembre de 2005 de la era cristiana me tocó bajar al Registro Civil de Villalba, en busca de una Fe de Vida para mí y para Stella. Es surrealista tener que demostrar documentalmente que eres, que existes, que has nacido, que no te has muerto, que todo lo que te han ido preguntando en la ventanilla es a ti y no a otro, que tus angustias son tuyas, que tus ilusiones tal vez también lo son. Que eres uno más y serás uno menos… El mejor ejemplo y la mayor fe de vida era la cola misma del Registro: un cúmulo de personajes sin relación alguna, más bien diferentes y distantes, con muchos inmigrantes pobremente ataviados y ensombrecidos en su injusta pelea por ese papel y esa constancia de vida, de nacimiento, de matrimonio, de quién sabe qué, pues en esa miserable garita —no cabía otro calificativo— se ventilaban, a mano y por riguroso turno, toda clase de testimonios. Dos horas largas fueron las que tardé en solucionar mi encomienda, incluyendo una reclamación para que el Estado pusiera los medios que allí faltaban.

    Después de la lección de surrealismo administrativo, la segunda ya tras el fallido curso de formación, me dirigí a El Escorial, con la intención de rentabilizar algo más la mañana, y obtener también los certificados de ingresos en Hacienda, colmando así la larga lista de certificaciones (de nacimiento, de matrimonio, de trabajo, de empadronamiento, de penales, de salud, de idoneidad), informes y hasta cartas de recomendación solicitadas humildemente a amigos varios. Un paquete interminable de documentos que la Administración exige a los padres adoptantes, y que después de ser expedidos por los organismos correspondientes, aún han de ser legitimados y validados por otros departamentos administrativos, hasta tres veces en algunos casos. Es como si el Estado no se fiara de sí mismo, además de, por supuesto, de sus ciudadanos, a los que enreda en una espiral de comprobaciones absurdas, de confusión y de dilaciones. Y en medio de esta desconfianza patria, en un supremo esfuerzo de serenidad y de abstracción, los súbditos tratamos de poner orden en lo más importante: por qué queremos adoptar, por qué en tal país y no en otro, y cómo nos vemos en un futuro cada vez más cercano y, sin duda, diferente.

    Un futuro que, en mi caso, comienza en un río…

    I

    LUNA NUEVA

    .

    Los niños siguen viniendo de París

    Es noviembre de 2005 y me encuentro a bordo de eso que llaman bateâu-mouche. Os preguntaréis qué hago aquí, qué extraño salto me ha llevado desde el cursito de marras, el Registro de Villalba y la Delegación de Hacienda de El Escorial hasta el hermoso Sena y sus barcos. Me entró la irresistible tentación de abandonarme al río mecido en esta gran burbuja acristalada, que navega rápido y hasta posee un ordenador con el que el piloto la maneja con soltura. No hay más que ver cómo la aparca en las sucesivas paradas, siempre arrimándola a unas escaleras musgosas, siempre cerca de un puente. En el Sena es imposible no estar cerca de un puente, como este de Nôtre Dame, en el que puse pie a tierra para estirar el cuerpo y liberarme un poco del desagradable sabor a turista. Después de una sorprendente caminata por sus orillas, por esos muelles convertidos en paseos de anchura generosa, admirando las peniches de todo tipo amarradas o navegando, algunas con la estirada chimenea humeante de vida, retomé mi particular travesía, dispuesto a culminar el circuito y, de paso, calentarme de nuevo. Hace tremendo frío en este París de noviembre, aunque la persistente lluvia matinal ha ido cediendo el paso a una fina llovizna primero, y a un cielo despejado en el momento en que mi mouche acristalada rodea con ganas la Île de France, ya de vuelta.

    He venido a París a entregar nuestros documentos de adopción en la embajada de Etiopía. No hay embajada en Madrid. El trámite había de hacerse por correo, en dos o tres semanas, pero después del tremendo trabajo que me habían dado los papeles en el Registro y en la Delegación de Hacienda, decidí realizar yo mismo esta gestión, para agilizarla y para que nuestra representante y responsable de la ECAI (Entidad Colaboradora de Adopción Internacional) pudiera llevar los documentos de adopción consigo a Addis Abeba. Pero también para tener la sensación de que controlo y tomo decisiones en esta cuestión tan delicada y trascendente: la de nuestra futura hija.

    La embajada etíope está incrustada en un viejo caserón señorial, en el 35 de la Avenue Charles Floquet, y se destaca con claridad por la bandera colorista del país africano en la fachada. Me costó encontrarla desde la estación de metro, a pesar de las explicaciones de un camarero, que parecía ser el único que conocía la calle, pues cuanto más cerca estaba, más ignorantes de su existencia eran los transeúntes, escasos, a los que iba preguntando en mi recuperado francés. Finalmente, y desechados por inútiles los transeúntes, una panadera —se ve que los de la embajada eran clientes— me enfiló directamente allí, a la bandera colorista con sus tres franjas: verde, amarilla y roja. Supe mucho después que el color verde para los etíopes representa la fertilidad, el amarillo simboliza la libertad religiosa y el rojo evoca a quienes murieron defendiendo el país, que han sido muchos, por cierto, sin contar las hambrunas en las que uno solo se defiende a sí mismo. Una estrella dorada de cinco puntas en medio de la tela expresa la igualdad entre hombres y mujeres de todos los grupos étnicos y religiosos, con rayos sobre un fondo azul que simboliza la paz y la democracia. Muchos símbolos, me digo a mí mismo al contemplarla, para una realidad y una diversidad de pueblos mucho más cruda y obcecada.

    Todo en la legación etíope es lento y antiguo. No hay ni un solo ordenador y tanto la dama de la entrada, de unos treinta y tantos años, como el funcionario del tercer piso, algo más mayor, tienen un aire de otro tiempo y de otro lugar, reforzados ellos y el aire por un cierto perfume como de bosque mojado. Me hicieron esperar, mientras rellenaban papeles a mano, con esos gestos olvidados de buscar constantemente el bolígrafo o el rotulador adecuado, perdidos a medias entre más y más papeles sobre las mesas usadas. Entre anotación y anotación, el funcionario del tercer piso, pelo rizado y aire altivo, pero bonachón, hace un paréntesis para poner un sello en el lugar adecuado, con ese estilo de rematar faena de los antiguos servidores de ventanillas que yo recuerdo de mi infancia en Santiago de Compostela y de mi juventud en Madrid, hace ya sus buenos años. El funcionario apenas levantó la vista hacia mí, sentado frente a su mesa. Creo que solo lo hizo para indicarme, con un ademán muy suave, eso sí, que tomara asiento. Después, nada más, trajinando con sus cosas como si yo no existiera, o como si me hubiera convertido en un objeto más de la decoración. Ni un solo gesto de velocidad o de violencia administrativa.

    Me pareció que empezaba a conocer a los etíopes.

    Incluso el ascensor se me antoja tremendamente lento en la embajada, lento y estrecho. Tanto, que en su recorrido hacia o desde el famoso tercer piso, me da tiempo de organizar los papeles que tengo que llevarle a ella o a él, pues hasta tres veces hube de hacer el recorrido, convirtiéndome al mismo tiempo en administrado y pasante. En las esperas, mientras él o ella ojean, ponen sellos y eligen con detenimiento sus bolígrafos, trato yo de leer en las paredes y en los pocos objetos que se encuentran alrededor, intentando hallar en ellos referencias del país africano. Todo lo que puedo encontrar son algunos objetos de artesanía y productos menores, como semillas y cajitas de algo parecido a infusiones, que parecen haber sido depositados en tal pared o estante, sin ninguna intención aparente y hace mucho tiempo. Y, a pesar de todo, aquellos elementos solitarios quieren decir algo, y así yo, envuelto en una mezcla de interés y temor, empiezo a tejer los primeros hilos con aquella cultura lejana y desconocida. O trato de imaginarme a una niña parecida a la señora de la planta baja, que no es fea, aunque en su quietud pareciera que no quisiera ser guapa tampoco. O al señor regordete de la tercera planta, el del aire bonachón, pelo rizado y piel color dulce de leche, que solo te mira lo imprescindible.

    Salgo finalmente de la embajada sintiendo que he cumplido una misión, la primera de mi aventura africana que merece ser narrada. Eso hago sosteniendo el bolígrafo entre mis dedos entumecidos, mientras el bateâu-mouche enfila el río hacia la Torre Eiffel, que se destaca majestuosa en un claroscuro teñido de bruma y de frío, al fondo de la tarde.

    Niña a la vista

    Pasamos las Navidades de este 2005 y comienzos del 2006, esas efemérides españolas siempre a caballo entre dos años, en nuestro pequeño apartamento de Vera, en la costa de Almería. Descansar, resolver cuestiones de la comunidad, pasear por la playa, por el Parque Natural Cabo de Gata, por el puerto pesquero de Garrucha..., son nuestros afanes en estos días. No escribo mucho, ocupado como estoy en realizar valoraciones de proyectos de cooperación, en mi papel de consultor para una empresa, pues también en eso ocupo mi tiempo. Trabajo hacia el final de la luz del día, cuando ese espléndido crepúsculo del Mediterráneo lo envuelve todo, como un tapiz translúcido que se va espesando poco a poco y que parece no querer despedirse nunca, prolongando su luz como un manto cada vez más tenue, pero siempre perceptible y alegre, siempre invitando a salir a buscar el abrazo del mar.

    Vera, en Almería, es un lugar todavía apacible, a pesar de las urbanizaciones que la ocupan, empeñadas en sembrar el término municipal de apartamentos, empaquetados en edificaciones a dos o tres alturas con colores llamativos, que dibujan un panorama no muy agresivo a la vista, pero que se extiende como una manta de ladrillo y palmeras ordenadas, desde la playa hasta no se sabe dónde, hasta no se sabe cuánto. Existe, además, en los promotores urbanísticos de la zona una extraña obsesión por los cerros, descabezándolos sin ningún pudor, y alterando el paisaje sin remedio y sin remordimientos. Esta agresión cerril (nunca mejor dicho) es lo que más me sorprende, mucho más que las urbanizaciones en sí mismas. Precisamente cerca de nuestra casa, junto a la carretera que lleva al vecino poblado de Villaricos, había hasta hace bien poco un cerro espléndido, hoy cortado a tajo para conectar una avenida impostora con la carretera en cuestión, dejando al pobre cerro literalmente en los huesos de sus convalecientes paredes verticales, lo único que queda.

    En Vera, con cerros o sin ellos, pues la playa espero que resista algunos años sin demasiados destrozos ni invasiones, tenemos pensado retirarnos a descansar con nuestra pequeña criatura, la que va a venir de África más pronto que tarde, ofreciéndole un poco de nuestro mejor sol a cambio del que dejará en su tierra para siempre.

    Precisamente en uno de los paseos por la zona, recorriendo con amigos un hermoso sendero desde la localidad de Agua Amarga, distante unos cuarenta kilómetros hacia el sur, hasta un enclave llamado El Plomo, recibo una llamada de nuestra agencia de adopción, que en resumidas cuentas me advierte que tenemos que vacunarnos y preparar los pasaportes. Trato de digerir la noticia mientras camino junto a mi buen amigo Luis, compañero de trinchera y años en la educación pública. Caminamos algo distanciados los dos, detrás de Stella mi compañera y de otros senderistas, entre un auténtico festival de colores que conforman todo un cuadro impresionista de plantas, algunas endémicas.

    Vamos conversando mi amigo y yo sobre el tema de las acogidas y las adopciones, no precisamente muy alegres, pues Luis me cuenta en ese preciso momento cómo había naufragado la acogida para unos amigos suyos: aceptaron a una niña casi adolescente, que decidió largarse y punto. Tal vez por ello la llamada me dejó algo desconcertado, pero aun así se la transmití inmediatamente a Stella, que empezó a gritar y a dar saltos de alegría ante la posibilidad de tener a su niña etíope muy pronto, antes incluso de lo previsto.

    Sin embargo, no es hasta mediados de febrero de 2006 cuando aparece en nuestra vida la carita de Asha, traducción fonética más o menos fiel a su nombre en amárico, la lengua predominante en su país. Aparece súbitamente, cuando yo empiezo a pensar que esta aventura podría no tener fin, o terminar en nada, por el tiempo transcurrido desde la llamada de la agencia de adopción. De modo que la imagen de la niña fue una convulsión, un poner todo patas arriba en cuestión de minutos, un querer ver su rostro en la sede de la agencia, lo que finalmente hacemos esa misma tarde: cara de bicho, ni guapa ni fea en una foto mala que no le haría justicia, como habríamos de comprobar.

    Nos sorprendió su mirada baja, como queriendo ocultarse un poco, con su blusa rosada apenas perceptible bajo su carita, ocultando quizá sus escasas ropas, sus escasas posibilidades en la vida, su naufragio temporal. Me puse las gafas despacio, consciente de la importancia de ese momento, temeroso de mi primera impresión. Temeroso incluso de mi propio temor, mientras Stella se lanzaba sin paracaídas y sin temor alguno hacia la imagen, queriendo estampar su firma en cualquier sitio e ir a buscarla ya a la Casa de Transición de Addis Abeba donde estaba la niña, pues había llegado allí la víspera, según nos dijeron. En medio de este tumulto de emociones, acordamos que contactaríamos inmediatamente con sus cuidadores. Necesitábamos saber más, saberlo todo de este ser que surgía en el horizonte y que, en cierto modo, acababa de nacer para nosotros.

    El regreso en tren desde Madrid y desde la reunión informativa con nuestra ECAI en una noche fría, es un torbellino de llamadas telefónicas y mensajes de la futura mami, en cierto modo embarazada y totalmente poseída por la buena nueva, que se esfuerza en contar a todo el mundo. Mientras tanto, yo trato de mantener la calma, hirviendo bajo mi piel sentimientos de todo tipo, y los correspondientes temores sobre el estado de la niña, temores que me propongo resolver de alguna manera durante el fin de semana. Al día siguiente, en mi Viaje de Ulises (así llamo a mis sesiones de apoyo psicológico para la ocasión), casi no hablo de otra cosa. Mi mayor preocupación es no ser capaz de establecer un vínculo, de quererla de verdad y no solo de aceptarla. Parece que es normal que, en los padres —me dijo mi oráculo— la aceptación llegue poco a poco. Y también que los hijos biológicos y los adoptados, sean presentados, en cierto modo, por la madre.

    Esta idea me tranquilizó y fue el mejor antídoto para este convulso retorno a casa.

    La sonrisa…

    «Sonríe mucho, casi todo el tiempo…» fue lo primero que nos dijo Patxi, uno de los cuidadores en Addis Abeba, en su escueto mensaje. Y también que la niña no tiene cuatro años, como nos informaron y reza en su ficha, sino tal vez más. Esto sí que nos sorprendió, provocándome un cierto enfado, que incluso exageré con la velada amenaza de que no iba a firmar nada si no se corregía la edad de Asha. La edad de una persona es su identidad y de ningún modo puede ser falseada, sobre todo porque nosotros estábamos preparados para recibirla con seis o siete años. La niña tenía todo el derecho a que se respetara su verdadero tiempo en la tierra, en África como en Nueva York, en Tokio o en Marte.

    Tras este primer enfado de padre, que con el tiempo se demostraría infundado, me calmé pensando que tal vez había cosas más importantes de las que preocuparse, como su estado de ánimo, su salud física y psicológica, su aceptación… Así que la segunda conversación a distancia con Patxi el cuidador aportó algún dato más:

    «Le gustan los juegos didácticos, lee y escribe, se encuentra a gusto, no se orina por las noches, pronuncia bien algunas palabras en castellano y..., sigue sonriendo».

    De modo que en la mañana del lunes 20 de febrero de este 2006 firmamos un cheque en blanco por la sonrisa de Asha, con la esperanza de que esta niña nos arrope con su cariño, nos conquiste y le dé a nuestra vida un nuevo horizonte, más luminoso y colorido, tal vez con los hermosos colores de su bandera africana y con ella en el centro, como la estrella dorada, sobre el fondo azul del Mediterráneo.

    Carta de Patxi

    En marzo recibimos más noticias de Patxi, esta vez en forma de una carta muy atenta y rebosante de afecto y dedicación, además de sabiduría. En su carta nos cuenta más cosas de Asha:

    Es muy inteligente, coge las cosas al vuelo y está aprendiendo español antes que las otras niñas de su edad que están en la casa. Le vimos algún moratón en la espalda y creo que le pegaban en el orfanato. Tiene actitudes que muestran cómo se iba buscando la vida: come mucho, todo lo que puede, tiene la manía de guardarse comida (alguna galleta) en el bolsillo y cuando no está la cuidadora me pide comida como si estuviese trapicheando con cualquier cosa.

    Siempre sonriente, pero también sensible. Es normal, es una niña y si se pega con una amiga y sale perdiendo se aísla por un rato, aunque le vamos enseñando que tiene que ir dialogando y no pegarse. De todas maneras, si por cualquier vivencia o maltrato, que puede que los haya vivido, mantiene algún trauma, no creo que sea en esta casa donde lo manifieste. Este ambiente todavía le recuerda al orfanato y esas cosas las sigue ocultando. El tiempo le irá dando la seguridad de que este amor que le estamos procurando y vosotros le daréis es duradero, y entonces será cuando se tengan que tratar esos problemas, pero también con la mayor de las naturalidades. Nunca se tiene que sentir inferior por haber vivido lo que ha vivido ni por venir de donde viene.

    Aunque ya tendremos tiempo de hablar de todo eso, de momento os voy preparando un par de sugerencias de fin de semana para cuando vengáis y, mientras tanto, seguimos cuidando a Asha con todo el cariño. Un abrazo. Patxi.

    La carta me dejó un sabor agridulce, quizá más lo primero que lo segundo. Justo cuando empezaba a ilusionarme con el viaje, viéndome con una niña más bien modosita, sonriente y callada, de excursión con nosotros por Etiopía; justo cuando se me iban despertando las ganas de conocer un país tan extraordinario, de establecer amistad con su cultura, con sus olores y con sus gentes apenas atisbados en la legación parisina; justo en ese momento, llega esta carta que me sume en un adormecimiento defensivo. ¿Será verdad todo lo que cuenta? ¿Cuál es la verdadera historia de la niña? ¿Cuánto habrá sufrido? Respondí inmediatamente a Patxi, valorando sus esfuerzos y su sinceridad de vasco, que tanto nos ayudaría a prepararnos para, como le dije, enfocar la relación con la niña de un modo lo más constructivo posible, al tiempo que le pedí que siguiera comentándonos cosas, pues —eso no se lo dije— era nuestra única fuente de información, nuestra única manera de ir dibujando una radiografía de Asha, quizá borrosa, quizá también dolorosa. Es triste que las instancias de intermediación, cuyo trabajo es conectar a los niños con sus futuras familias, no puedan ocuparse más de estas cosas, no informen, no hagan un mínimo seguimiento, en buena parte a causa de los ingentes expedientes que se ven obligadas a gestionar, junto con las limitaciones e impedimentos de los países de procedencia de los menores y los tediosos y surrealistas procedimientos administrativos que asfixian todo el proceso.

    Es un derecho de los padres, pero, también y sobre todo, de los niños. De Asha.

    Nos vamos a Addis

    El 10 de marzo de 2006, un cuñado tranquilo y generoso que vive muy cerca de nosotros, nos recoge puntual en la puerta de casa para llevarnos directos al avión. O eso creíamos. De hecho, la espera en el aeropuerto de Barajas se hace interminable, y nuestra parada prevista en Roma para aderezar el largo viaje con una visita tranquila —si es que cabe la tranquilidad en una misión como esta— se esfuma por causas ajenas a nosotros. No tenemos tiempo suficiente para visitar la ciudad del imperio, pero demasiado tiempo para pasarlo en el aeropuerto romano, deambulando, comiendo algo, durmiendo en los butacones y viendo pasar horas y transeúntes por lo que el sociólogo Marc Augé dio en llamar no lugares, refiriéndose precisamente a los aeropuertos y a otros espacios inmisericordes.

    Siempre me pareció interesante esta definición desolada de esos sitios donde uno pierde sus referencias y su identidad, que queda relegada a los objetos y a la decoración, que nos invitan machacona o sutilmente, según el acierto del arquitecto, a proseguir la marcha. De este modo, cumplen con su objetivo de que pasemos en estas instalaciones el menor tiempo posible, dejando lugar para el que viene detrás y este para el siguiente, en una cadena sin fin que nos recuerda nuestra condición de individuos en una especie de colmena organizada y productiva.

    Y mientras elucubro sobre esto, me pregunto irónicamente si entre las abejas de la colmena y las hormigas habrá también adopciones.

    Dormimos, o más bien dormitamos, como pudimos, Stella recostada en varios asientos corridos y yo sentado a medias en algún rincón cercano a ella, esperando a que el servicio de control y tarjetas de embarque se abriera, lo que ocurrió hacia las seis de la mañana. Pedimos plazas delanteras, pensando que serían más cómodas para soportar las largas horas de vuelo desde Roma hasta Addis Abeba. Nos ubicaron nada menos que en la primera fila de la clase turista. Solo había un inconveniente: al estar cerca de la puerta de emergencia, los asientos no se podían reclinar, así que pasamos la noche del vuelo tiesos como escobas, y la supuesta comodidad que buscábamos quedó totalmente anulada. Aun así, pudimos dormitar algo sobre el cielo, primero de Egipto y después de Sudán, buscando yo a ratos por la ventanilla el inconmensurable desierto bajo nuestros pies, anticipo quizá de lo que nos esperaba.

    No cabe duda de que estábamos rendidos, pero viviendo una verdadera película.

    Por la mañana, bastante temprano, el avión comenzó su aproximación al aeropuerto de Addis, sobrevolando viviendas aisladas que formaban algo así como poblados, hasta conectar con la pista y con los primeros edificios de la ciudad. A la altura de los poblados de chozas, con techumbre de algo parecido a una paja recia, volví a sentir el mordisco de la ansiedad y de la inquietud, de haber llegado hasta aquí y estar tan cerca de ver a Asha, de transformar una simple fotografía en un ser de carne y hueso.

    Sentí vértigo…

    Ya en tierra, nos damos cuenta de que salir del aeropuerto no va a ser tan fácil, acunados por la suave lentitud de los funcionarios etíopes, que me recuerda mi periplo en la embajada de París. En este caso son funcionarios de largas colas y amplia sonrisa y no menos amplia mano a la hora de aceptar el quédese usted con la vuelta, en inglés y en euros, en el momento de pagar el obligado visado. Yo no quiero pensar que la parsimonia sea una actitud bien ensayada para llevarnos literalmente al huerto, o sea, a dejarles el dinero del cambio para así conseguir pasar un poco más rápido.

    Sin duda, que el hombre del quédese usted con la vuelta se hace rico mes a mes con lo que recibe de personas ansiosas e ilusionadas, pero también asustadas, como nosotros. Lo pensé días después, al abandonar el país y una vez comprobado lo que allí valía un euro entonces, equivalente a la carrera de un taxi, o sea, algo así como diez veces más que en Madrid, que no es una ciudad barata, no digamos en otras ciudades europeas. Si pensamos que cada visitante de los que llegan de Europa y de otros lugares le dejan al ilustre personaje dos o tres euros o dólares de propina, es fácil calcular el botín del hombre al final del día, o de la semana, o del mes: una verdadera fortuna.

    Asha y la luna de Addis Abeba

    Bayu, el etíope que nos había de atender y guiar, aguardaba estoicamente en la puerta de salida del aeropuerto de Addis Abeba con su amplia sonrisa, llevándonos tras las presentaciones y sin más demora a su coche aparcado fuera, bajo la intensa luz de la capital de Etiopía y mientras esquivamos a mujeres con niños intentando sacarnos ellas también alguna moneda, como antes lo hicieron los sonrientes funcionarios del aeropuerto. No me sorprendió: Etiopía es todavía un país económicamente pobre y uno de los más atrasados del continente africano y del mundo, a pesar de sus maravillas y riquezas naturales, de su historia abisal, que incluye el nacimiento de la humanidad y de tantas cosas de las que estas mujeres, sin saberlo y casi mejor que no lo supieran nunca, forman parte.

    Nos acomodamos de inmediato en el coche de nuestro anfitrión, un Toyota Carina bien conservado en años, para dirigirnos inmediatamente a la Casa de Transición a conocer a la niña, a Asha. Quisimos ir a pesar de estar materialmente baldados (además de tiesos) del viaje de miles de kilómetros al sur del mundo. Baldados y llenos de ansiedad. Tanta, que no soy capaz de registrar nada del recorrido ni, por lo mismo, de recordarlo. La futura mamá, sobre todo, no podía esperar ni un segundo, y yo tampoco en el fondo, aunque tratara de disimularlo para no excitarla a ella todavía más: trato de hacerme el fuerte, aunque tiemble por dentro.

    La casa se encuentra al fondo de una calleja con su correspondiente guardián, un hombre sencillo que vive en la garita mínima que le sirve de puesto de vigilancia, alargada y con no más de un par de metros cuadrados. No sé si decir que el hombre es pobre, porque está revestido de dignidad, como pude comprobar con tantas personas durante los días de estancia en el país. Hace mucho tiempo que mi concepto de pobreza ha evolucionado: no es más rico el que más tiene sino el que es y se siente más, el que sonríe todo el tiempo. Y los etíopes sonríen muchísimo, sonríen siempre.

    En la casa del fondo de la calleja y de su guardián, en la Casa de Transición aguarda, al fin, Asha, mientras el coche de Bayu enfila la entrada hasta detenerse. Ahora sí, hemos llegado.

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    Tardaron en abrir un portalón grande, o quizá nuestros nervios hacen que el reloj avance más despacio de lo normal. O tal vez se trata otra vez del tiempo etíope, como cuando fui a la embajada en París a llevar los papeles y como en el aeropuerto del quédese usted con la vuelta del funcionario que cobra con calculada parsimonia por los visados. Cuando por fin logramos entrar en la casa, directos a una sala comedor, allí está ella, junto a otras niñas, en torno a una mesa redonda, desayunando, la cabecita adornada de trenzas diminutas al más puro estilo del país. Está de espaldas a la entrada, así que nos cuesta un poco saber cuál de las nenas es nuestra Asha, hasta que una de las cuidadoras la señala, justo delante de mí, con sus trenzas rematadas por cintas de colores. ¿Se las habrían hecho para celebrar la llegada de sus papás nuevos?

    La niña se conectó a Stella en cuestión de segundos. Es evidente que la estaba esperando. En apenas una hora empezó a interaccionar y a comunicarse y, en poco más, a jugar y provocarnos. Demostró inmediatamente un gran control de sus actos, unas habilidades increíbles para su edad: de moverse, de comer, de guardar sus cosas, de limpiarse: de sobrevivir. Pensé inmediatamente que habían hecho un buen trabajo y que ella había querido aprender. Sin embargo, al poco tiempo, la niña pareció haber hecho también su selección, poniéndose seria y a la defensiva, con miedo a que la dejáramos, y a que lo que estaba sintiendo no fuera duradero, no fuera de verdad y terminara deshaciéndose, como sus trencitas de esperar, de esperanza. Cuando, pasado un buen rato, hacemos ademán de irnos al hotel a instalarnos, Asha se pone aún más seria, los labios apretados: «Va a llorar» nos dicen, así que no nos lo pensamos dos veces y, mirando ambos a Bayu, con cara de pena y en busca de su autorización, aceptamos gozosos llevárnosla al hotel, que pasará a ser su territorio conquistado, su avanzadilla hacia otro mundo, hacia la libertad. Su oportunidad de hacerse mujer, que parece dispuesta a aprovechar. Se la ve resuelta y muy cariñosa, además de extasiada con la ropa multicolor que le aguarda en la habitación, y que no deja de probarse, sentada en la cama grande, para deleite de su nueva mamá y también del mío, confieso que maravillado de lo graciosa que era.

    Cansado, esa misma tarde me encontré meditando en el salón comedor del hotel sobre su carácter sensible y tierno, al tiempo que alegre y, en ocasiones, nublado. Cómo disipar tales nubes o cómo conseguir que no descargaran sus aguas turbulentas ocupa entonces mi inquietud. O tal vez debería preocuparme —me dije— por cómo encauzar las aguas inevitablemente descargadas, aligerando el peso de las nubes, y evitando que se lleven tantas flores como alberga su sonrisa. Entender el sonido de su viento, de sus hojas susurrantes, o de sus cambios de tonalidad en el horizonte de sus preciosos ojos. Y poder dialogar con ella a la manera de su pueblo, suave y al mismo tiempo directa, y con una sonrisa, sonrisa etíope denominación de origen.

    Días después, una noche de luna nueva, cenamos en un restaurante típico, con folclore y con gente diversa, elegante y, sin duda, acomodada, pero sin estridencias, sin alardes ni subidas de tono, en medio de un verdadero festival de colores y de sabores tradicionales, de música nunca antes escuchada. Música de olores ancestrales, de frondosas montañas y de lluvias, acompañada por una danza exquisita e igualmente extraña, efectuada con los hombros atléticos de mujeres y hombres, bajo sus ropajes de lino blanco, bendecido aquí y allá por franjas con los bellos colores de la bandera etíope.

    Permanecimos dos o tres horas en esta atmósfera estimulante, junto con otros padres adoptantes y sus retoños, como una pareja venida de España con sus hijos preadolescentes para compartir con ellos la experiencia de llevarse un bebé. Y también con Patxi, el cuidador, que en su desvelo y entrega nos hace de guía con una amiga catalana, cooperante como él. Patxi es joven y sabio, dispuesto a seguir aprendiendo, a leer en las páginas de esos países olvidados, que guardan empero rincones, también olvidados, de nuestra conciencia, de nuestra dignidad y de nuestra compasión. Como la que permite que la inmensa mayoría de los etíopes de Addis Abeba sobrevivan a tanta carencia, mientras esperan la llegada de un par de birs, su moneda, haciendo cualquier cosa: limpiar zapatos, acarrear agua, permanecer a la entrada de un hotel o de un restaurante, barrer inútilmente una calle polvorienta y, sobre todo, esperar y esperar, con su amplia sonrisa como único tesoro: en la Avenida de África, en la de Bole donde está nuestro hotel, en el Mercato.

    A lo largo y ancho de la ciudad, la gente simplemente espera. Con dignidad, conciencia y compasión. Compasión por el que también espera a su lado, o por el visitante que no le da la limosna solicitada. Resulta paradójico, pero

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