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¡Qué trabajo me cuesta quererte como te quiero!: Una mirada transgresora al mandato maternal
¡Qué trabajo me cuesta quererte como te quiero!: Una mirada transgresora al mandato maternal
¡Qué trabajo me cuesta quererte como te quiero!: Una mirada transgresora al mandato maternal
Libro electrónico205 páginas6 horas

¡Qué trabajo me cuesta quererte como te quiero!: Una mirada transgresora al mandato maternal

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“¿Quién te dijo que había que querer a los hijos?”, es la pregunta que planteó la doctora Lola Hoffmann en un taller de mujeres destinado a abordar las retorcidas y muchas veces insoportables relaciones que las madres desarrollan con sus hijos.

La interpeladora reflexión de Hoffmann fue la que motivó a Francisca Bertoglia a escribir este libro (cuyo título original reproducía dicha interrogante). Con escritura sencilla y profunda, con desplieges de humor y una pasión por destapar ollas, la autora de Qué trabajo me cuesta quererte como te quiero estimula a las madres a mirar, hablar y reflexionar sobre aquello que siempre evitamos, callamos o escondemos, dada la condena social. Con una singular empatía, Bertoglia nos acerca a las múltiples experiencias iluminadoras, permitiendo una mayor comprensión y manejo de las emociones, conciencia de los límites y de aquellos sentimientos confusos que desatan estas negativas dinámicas.

Ninguna madre va a dejar de resonar con la multitud de sufrimientos provocados por los hijos abusadores descritos en este libro. Ninguna, tampoco desaprovechará la multitud de lecciones entregadas por la autora, maestra de profesión y vocación.

SOBRE LA AUTORA: FRANCISCA BERTOGLIA nació en Valparaíso y se educó en Copiapó, donde vivió has los diecisiete años. Estudió pedagogía en Castellano en la Universidad de Chile y se formó como entrenadora de Hatha Yoga en la institución de Gran Fraternidad Universal. Trabajó como profesora en los colegios Villa María Academy y San Gabriel, en este último por más de veinte años. Integró la dirección del Instituto de Yoga Anahat y participó como columnista de revista Clan desde su fundación. Es casada, madre de tres hijos y abuela de seis nietos. Se inició en la práctica y conocimiento del Tarot impulsada por Lola Hoffmann, su inolvidable maestra y guía en el sendero del autoconocimiento. Entre sus libros están: Las penas de amor de ellos y ellas; El amor de los perros; ¿Vieja de miel o vieja de hiel?
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 oct 2017
ISBN9789563245226
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    ¡Qué trabajo me cuesta quererte como te quiero! - Francisca Bertoglia

    CANCIÓN

    Introducción

    La experiencia de parir y criar un hijo no excluye a mujer alguna de los problemas y neurosis de estos tiempos ni la protege de los mandatos, expectativas y juicios respecto a la procreación, visiblemente activos en la sociedad. Las madres no son autoras de todo lo que les sucede; en alto grado procede de otros y por eso su responsabilidad. Tal vez su única alternativa es darse cuenta de lo que pasa y elegir: aceptarlo, rebelarse o intentar transformarlo, pues respecto a la función maternal cada quien sustenta opinión, forjada en acero, respecto a qué y cómo son, o deben ser, las buenas madres y por qué la propia casi nunca lo es.

    Como la mayoría, desde siempre, acepté y obedecí dictámenes de la jauría, aunque a veces me rebelara, y viví los procesos establecidos; entre otros, casarse y formar familia. Me movía lo atractivo de la propuesta, el asumir lo adecuado, desempeñar roles aprobados por unanimidad: esposa y madre, envuelta en la fantasía de ser autónoma en mi fuero interno al sentirme aceptando libremente esa autoridad procedente del medio.

    Ignoraba, pobre de mí, cuán cautiva vivía bajo el imperio otros incontables, arcaicos mandatos conectados a esos virtuosos roles e incrustados en mi inconsciente. No alcanzaba a imaginar la situación humana que internaliza y acata autoridades no reconocidas por la conciencia y responde, de modo automático, a órdenes invisibles.

    Sin pensar ni verme en esa dimensión, permanecí, según 1os budistas, en el único estado de pecado verdadero, en la ignorancia de mi propio ser, en la ausencia del mínimo autoconocimiento.

    Me dejé influir en mis comportamientos y decisiones sin registrar, durante gran parte de mi vida, que eso significa renunciar a ser libre, privarse de la pequeña dignidad de actuar de acuerdo con una misma antes que con los demás.

    Esas órdenes imperativas que acaté, negadas o invisibles para mi ser racional, presentes desde los mismísimos orígenes de la especie humana, se han empezado a mirar, a nombrar, a reconocer y a estudiar desde una perspectiva científica solo en el último siglo.

    Llevamos milenios obedeciendo el mandato de traerlos a un mundo como este, cada vez más atestado y carente. Siempre en guerra. Quizás por eso seguimos proponiendo a los recién llegados matar o morir, en nombre de la libertad, la patria, el partido, la economía o la ciencia.

    Gracias a la posibilidad de relatar experiencias de mujeres conocidas en forma directa, que empiezan a abrir los ojos y a mirar cara a cara el sufrimiento nacido de sus relaciones con los hijos y deseando aprender qué y cómo hacer para vivirlo de manera consciente, tal vez aporto un grano de arena en la infinita tarea evolutiva de la conciencia humana.

    Lo explica un personaje de Saramago: para que las cosas existan son necesarias dos condiciones, que el ser humano las vea y que les ponga nombre.

    Este trabajo de escritura es mi personal esfuerzo y el de mi editora por ver, darnos cuenta y ponerle nombre a lo experimentado por una mujer al enfrentar fases precisas de la maternidad y decidir cuánto proviene de sí misma y cuánto está en función de la jauría.

    En la turbulenta relación maternal falta aclarar las consecuencias de acatar mandatos ocultos, velados y con tanto celo defendidos que su más mínimo enjuiciamiento despierta reacciones defensivas agresivas en quienes permanecen obedeciéndolos.

    El mandato de querer los hijos es el más potente, explícito y secreto, personal y universal. Contiene el instinto de supervivencia de la especie humana.

    El peso de cumplir el mandato ha sido depositado desde siempre sobre las mujeres, y han sido tan exaltadas por aceptarlo que rara vez se han detenido a reflexionar sobre sus exigencias. La peor de las cuales es constituir el primer blanco para ser acusadas de generar características indeseables en los hijos.

    Sesudos tratados sobre delincuencia juvenil o patologías infantiles miran y cargan a la madre con tal número de responsabilidades como si fuese la dueña del poder de este sistema, con sus desequilibrios, neurosis e injusticias y que hace más de cinco mil años cesó de ser integrador como en las culturas matriarcales y aún permanece al servicio del patriarca, dominante y excluyente.

    Por eso los padres, considerados en este ensayo, viven la experiencia filial de otra manera. Obedecen otros arcaicos imperativos. Han usado a los hijos, en especial a las hijas, como peones en el juego del poder. Los han sacrificado a cambio de algo. En la mitología cristiana, el Dios Padre permite la crucifixión de su hijo a cambio de la redención humana. En la Grecia legendaria, el rey Agamenón sacrifica a Ifigenia, su hija predilecta, a sus crueles dioses, a cambio de vientos propicios para movilizar su escuadra. Por recuperar la calma de la enloquecida tierra chilena, con la anuencia de sus padres, un pequeño mapuche recibió la muerte en el terremoto de 1960.

    En este siglo XXI, nosotras las madres recién empezamos a ver y nombrar esos mandatos y a preguntarnos por qué merecen aceptación y libre consentimiento. 

    - Capítulo 1 -

    TRANSGRESORAS DEL MANDATO MATERNAL

    En pleno desarrollo de una sesión del taller de sueños que, a fines de los setenta, Lola Hoffmann decidió regalar a un grupo de afortunadas, una de sus diez integrantes, enfrentada a su incapacidad de amar a su hija adolescente, sollozaba sin control con los brazos cruzados sobre su pecho y la cabeza casi descansando en sus rodillas.

    El análisis de su sueño la había conectado con brusquedad al desgarrador sufrimiento generado por la crítica implacable de la quinceañera a su decisión de separarse de su marido.

    Nosotras, sus pares, escuchamos conmovidas la descripción del ejercicio de poder de la jovencita, obviamente vulnerada por el divorcio, pero que, sorda y ciega a los atendibles motivos de la separación, había iniciado una agresión desenfrenada en las áreas significativas de la vida de su madre. Esta, pese a la conciencia del abuso emocional que sufría, era incapaz de zafarse de sentimientos de culpa, sofocantes y pegajosos.

    La hija torturaba con un lenguaje feroz, las hueonas estúpidas que pierden maridos por gordas, qué ejemplo de mujer tengo, una fracasada, se escapó la mona de un circo.

    A la erosión provocada con esas expresiones en la piel del alma de su madre, se sumaba la demanda incesante de ropa, paseos y cosméticos, y un uso y abuso del teléfono, televisor, equipo de música, más todos los espacios de la casa invadidos por sus ropas, zapatos, mochilas, cuadernos.

    La acusada se destrozaba por satisfacer sus antojos soñando alcanzar una sonrisa, una mirada, un gesto de aprobación, jamás mostrados por su verduga.

    Lola, envuelta en su chaleco artesanal color crudo, con cintillo artesanal de colores alumbrando su cabeza blanca, la escuchaba profundamente, como todas. En el silencio posterior a los sollozos de la afectada soltó la famosa sentencia que produjo un respingo colectivo: ¿Quién te dijo que había que querer a los hijos?.

    El grupo sufrió el impacto de una invitación a pecar, de desobedecer algo sagrado, de ser incitado a pulverizar una verdad eterna, aceptada sin juicio crítico por mujeres de todos los tiempos: a los hijos hay que amarlos, así nos estén matando con palabrotas o martillazos, con silencios herméticos o portazos destructivos.

    Permanecimos mudas mientras la interpelada cesó su llanto y se quedó mirándola con una expresión de alivio naciendo como un sol en su cara enrojecida y húmeda de lágrimas.

    Yo, enfrentada a las ideas de Lola, como en tantas ocasiones, caí en aturdimiento. No recuerdo qué pensaba en ese momento, solo tengo el vívido recuerdo de una inquietud corporal. Me picaban los brazos, las piernas, los ojos, y se me había acelerado la respiración.

    No paré de rascarme la espalda contra el respaldo de la silla mientras la respetada y sabia maestra, con su voz frágil y su dejo extranjero, comenzó a develar las características del paradigma, del mandato secreto, de la trampa donde, con matemática regularidad y ceguera, nos precipitamos las madres de hijos pequeños, adolescentes y adultos solo para ser zarandeadas hasta la agonía.

    Continuó refiriéndose a los sentimientos amorosos que para surgir y desarrollarse necesitan mínimas condiciones, tales como ser vistas por el otro e intuir un sentimiento ético, reconocer y cooperar con quienes te proporcionan pan, techo, abrigo, vacaciones, colegio, universidad y diversos especialistas médicos.

    Mirando a nuestra atónita compañera, madre atormentada, subrayó: Por supuesto es imposible querer a una muchacha tan grosera, manifestando esa malevolencia. Te sugiero la entregues a su padre algún tiempo para que te vea en mejor perspectiva.

    Y, como quien regala una bomba envasada en perlas, describió el prototipo de madre impuesto por la cultura, quien no solamente debe sacarse el pan de la boca para dárselo con una sonrisa al vástago hambriento, sino que también debe hacerle la cama y ayudarle en las tareas escolares, con ánimo y alegría, comprenderlo en sus sentimientos, no exponerlo a ningún horror de la vida. Además, debe ejercer la máxima paciencia y sabiduría para prescindir del sexo, de amantes o enamorados y mantenerse en buena forma solo para su esposo, aunque ambos, a todas luces, hayan dejado de practicar la sexualidad. Finalmente, debe prestarle el auto, siempre y con muy buena cara, y, obviamente, producir plata para ayudar a la subsistencia familiar.

    Las desdichadas aspirantes a cumplir ese modelito maternal —es decir, todas las asistentes al taller, más el resto de las chilenas—, sin pensarlo dos veces, nos precipitamos de cabeza en los insondables abismos de la culpa, consciente o no, porque casi enloquecemos al tratar de cumplir el millón de demandas sin ver la trampita envuelta en mermelada y creernos el cuento de que tal camino de abnegación conduce, con matemática precisión, a la felicidad filial y familiar. Odiamos ser exigidas de modo tan abusivo, no solo por los hijos.

    Entonces, desde ese sentimiento de fastidio que una buena madre jamás debe experimentar, pues amenaza la orden invisible de amar al hijo, sea como sea, preparamos el terreno para aguantar el despotismo creciente.

    La infeliz aspirante a ser considerada madre ejemplar se esfuerza por cumplir la demanda total. Cree actuar por amor al desmelenarse en pos del cumplimiento de lo exigido por la prole. Sin embargo, no es así desde el momento en que niega el fastidio que la total postergación de sí misma le produce.

    Su psiquis intenta neutralizar sus propios sentimientos defensivos que la impulsan a cuestionar y romper el mandato de amar. Pese a la montaña de abusivas exigencias, algo profundo y arcaico en ella misma lucha por mantenerla pasiva, la impulsa a aguantar sin protestar, apenas reconociendo lo que experimenta. Aun así siente algo rechazado, más aún, castigado por la cultura, lo que nunca debe sentirse: fastidio, cansancio, rabia, todo por la responsabilidad de haber parido un hijo. Este responde rara vez o nunca al cacareo de maravillas escuchado durante su embarazo: que sería una mujer completa y totalmente dichosa, que su vida cambiaría para siempre, que el esperado infante vendría con una marraqueta de bienestar económico.

    Las expectativas se hacen trizas por su cansancio permanente. Ninguna noche la duerme entera; la persistente sensación de estar haciendo todo mal acompaña constantemente las horas de sus días vividos como zombi. El ginecólogo le dio pastillitas contra la depresión postparto, que la atontan aún más. Las molestias de la cesárea le han alterado hasta la digestión, tiene los pechos doloridos; los pezones, a pesar de haberlos preparado como la obstetra explicó, se le han agrietado, y amamantar es una tortura.

    Lo peor es no poder quejarse de tan concretos, reales, constantes y desagradables dolores. No puede lamentarse, es la feliz recién parida y le corresponde un preciso acting out.

    Hay espacios de encantamiento, alegría y amorosa expansión al contemplar a su hijo tranquilo, dormido o manifiestamente complacido en el rito del baño, pero su contraparte es terrible si grita, llora, no duerme o vomita. Ella no logra saber por qué: hambre, dentición, indigestión por cambio de alimento o simples ganas de aullar. Para peor, le explicaron que el puro parir activa un instinto clave para saber actuar en todo momento con el niño. Pues bien, nació sin ese instinto, no le funciona o no le dijeron la verdad.

    Más adelante, el jardín de infantes le permite algunas horas libres para sí misma, pero los problemas siguen. Las parvularias, madres institucionales, viven mandándole notitas referidas a que su hijo muerde a sus compañeros, grita toda la mañana o carece de atención normal. Todo eso la aburre hasta el infinito, pero, bloqueada para aceptar esos sentimientos, se castiga a sí misma convirtiéndose en madre sobreprotectora, personaje temido por las profesoras y reconocible en cualquier ámbito.

    Si las parvularias, las amigas, un pariente, profesor o compañero observan y le comunican la evidencia de algún rasgo indeseable en ese hijo, se convierte en un furioso demonio-madre y niega lo que una parte de sí misma sabe con certeza: la imperfección de su amado.

    De tal modo, en vez de expresar su propia rabia la oculta con una tonelada de buenas acciones para su prole. No ayuda al hijo, se dedica a vivir por y para él, en vez de él. En persona va a protestar por la décima no considerada en las notas. Insiste en cambiarlo de curso si no retiran al compañero que lo molesta y cree que, en un vago futuro, él compensará su titánico esfuerzo protector.

    En el presente le da constantes molestias, se niega a comer lo saludable, hace pataletas fulminantes, se taima si no recibe exclusiva atención, se agarra todas las pestes circulando en su colegio. Ella, la madre ideal, enfrenta la situación al revés, de modo perverso. Trata de agradarlo, se hace cargo de más y más trabajos, acarreos en auto y satisfacción de caprichos del retoño. Este no da señal alguna de sentirse más amado por quien se expone y ofrece de servidora incondicional a cualquiera de sus antojos, por quien pasa las horas de sus días crucificada entre el temor y la culpa de no ser lo suficientemente buena.

    Lola fue la primera en darnos una clave de salud para las relaciones afectivas: la necesidad de expulsar el miedo. El miedo a no ser queridas por expresar nuestros sentimientos negativos y ser exiliadas por los déspotas afectivos de cualquier edad. La primera en impulsarnos a mirar, cuestionar y romper el mandato intocable.

    Nadie parece advertir lo obvio, y en la relación madre-hijo no vemos cómo somos conducidas a tolerar increíbles abusos sin reconocerlos, adjudicándonos la responsabilidad total del éxito o fracaso del vínculo.

    Esa creencia, la de ser responsables únicas de la relación, aún es sostenida por miles de madres y desgraciadamente por miles de expertos en psicología de las relaciones humanas también. Tal postura significa ignorancia no solo de la azarosa genética, sino de la maraña cultural intentando perpetuar todo sin cambios. Es desconocer que en todos los vínculos opera la gama completa de los sentimientos, desde el amor al odio. En una relación calificada como positiva lo negativo no desaparece, ha sido amortiguado por lo amoroso. Los sentimientos rechazados por feos, malos o agresivos no desaparecen, forman la sombra, lo no visto ni aceptado, que crece y crece y crece cuanto más los negamos, cuanto más tememos ser condenadas por el entorno exaltando el arquetipo de la madre ideal, de la santa madre.

    Ni siquiera reparamos en que esos mismos defensores de la madre santa y perfecta en los hechos se burlan, caricaturizan y se refocilan en la maltrecha imagen de otra madre, la suegra, vestida con todo el ropaje de la sombra. ¿Cómo se explica eso de que mi madre sea santa y la tuya un demonio? Eso suelen preguntarse los integrantes de las parejas en uno u otro momento de sus matrimonios.

    En el tema de la relación con los hijos, jamás habría sospechado la drástica postura de Lola, y demoré años en elaborar y comprender cabalmente su pensamiento.

    Hasta hoy siento que su expresión quién te dijo que había que querer a los hijos

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