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Una vida en siete días
Una vida en siete días
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Libro electrónico276 páginas4 horas

Una vida en siete días

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Un hombre sale de la cárcel después de dieciséis años de encierro. A lo largo de una semana, volverá a encontrarse con la vida en Madrid, con su pasado y con el cambio que ha experimentado todo lo que lo rodeaba. Nuestro protagonista tendrá que ajustarse a un mundo al que ya no pertenece mientras hace las paces consigo mismo y con la persona que fue.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento14 oct 2022
ISBN9788728374733
Una vida en siete días

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    Una vida en siete días - Ignacio Bermúdez de Castro

    Una vida en siete días

    Copyright © 2010, 2022 Ignacio Bermúdez de Castro and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788728374733

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

    In Memoriam Fernando Bermúdez de Castro Rebellón

    Premio Planeta de Novela 1.958

    Y por supuesto dedicado a

    Alfredo y Maruxa, mis padres; a Paloma,

    Nacho y Miriam, mi familia; y a Ernesto Sánchez Pombo,

    maestro de periodistas y amigo del alma, sin cuyo empujoncito

    esta novela posiblemente nunca se habría escrito.

    PRIMER DÍA

    Son las cinco en punto de la tarde, hora torera donde las haya, del veinticuatro de noviembre de 2008 y en apenas unos minutos abandonaré la prisión en la que he pasado los últimos dieciséis años, cuatro meses y ocho días de mi vida. La Comunidad Autónoma de Madrid dispone de siete cárceles las cuales superan su nivel de ocupación en más de un ciento cincuenta por ciento. En concreto a donde a mí me enviaron, el Centro Penitenciario Madrid II situada en el kilómetro 4,5 de la carretera Alcalá-Meco, en el municipio de Alcalá de Henares y en funcionamiento desde 1982, dispone de una capacidad de seiscientos ochenta y tres plazas y una ocupación real media de mil ciento doce internos. De los dieciséis módulos existentes, ocho de preventivos y otros tantos de cumplimiento, yo ocupaba, en el número tres de estos últimos, la celda número 8. Si se considera que mi edad asciende a cincuenta primaveras con sus correspondientes veranos, otoños e inviernos, no me equivoco al indicar que un tercio de mi tránsito por este mundo lo pasé entre rejas, el tercio que por un sinfín de motivos debiera haber resultado el mejor. Salud, dinero, familia y reconocimiento social a raudales —amor jamás— entre otras muchas razones para estar satisfecho con la vida que me había tocado en suerte. No criticaré nuestro sistema penitenciario, salvo en lo que a sobresaturación rayana en el hacinamiento se refiere y a que por razones obvias tiende a provocar la anulación de la personalidad del interno, pues no creo que actuara con honestidad si así lo hiciera. En derecho el que la hace la paga y yo la hice y pagué con creces. Bastante generosos fueron con la política de redención de penas por trabajo, estudios y buena conducta que me aplicaron —me ahorré más de tres años y medio de condena— y por permitirme sacar con cargo al erario público la licenciatura de Filosofía por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, la nunca suficientemente valorada UNED, cuna de esforzados, tediosos y solitarios devora libros —textos éstos a cada cual más ininteligibles—, onanistas del placer solitario que proporciona hacerte con conocimientos hasta entonces extraños, lo que unido a mi anterior condición de Ingeniero Industrial especializado en Organización de Empresas por la Universidad Politécnica de Madrid, hacen de mí un tipo, cuando menos, oficialmente preparado. El sistema es el que es, y con eso queda todo dicho. Nadie me mandó matar a aquel hombre con saña innecesaria cuando todo en la vida me sonreía. Prefiero no recordar las causas, la instrucción del sumario o el juicio, y a partir de la salida del centro, que durante tanto tiempo fue mi hogar, también olvidaré los años allí transcurridos, por lo menos esa es mi intención en estos momentos, aunque nunca se puede decir que jamás de esa agua vayamos a beber. Luego, como diría el páter del centro, don Anselmo Prudencio García Lamadrid, Dios dirá. No vale la pena hacerlo pues en nada me enriquecería, más bien todo lo contrario. La justicia, que no la ciudadanía que siempre me mirará como a un criminal salvo que haya intereses de por medio, me considera reinsertado, rehabilitado, curado, e intentaré vivir el tiempo que pueda restarme de la forma más placentera y cómoda posible. El dinero no será impedimento para que lo consiga pues mis padres, a los que no permití visitarme ni telefonearme ni un solo día desde que me encarcelaron, a pesar de tamaña e innecesaria crueldad por mi parte, antes de morir dejaron todo listo para que cuando su descarriado y único hijo saliera de prisión no se encontrara con problema económico alguno. No obstante se lo agradecí con mi particular estilo, no asistiendo al entierro de ninguno de los dos a pesar que Instituciones Penitenciarias contempla dicha posibilidad en casos como el mío, donde el riesgo de fuga es mínimo por no decir inexistente, entre otras razones porque un par de picoletos no se separarían de mí en todo el sepelio y posterior funeral, caso de haberlo. Ni tan siquiera lo solicité y no me avergüenzo de haber procedido de tal manera, mi carácter es así, mejor dicho, era así por aquellos tiempos. Así viva cien años más no tendré que dar palo al agua, incluso pagaron en mi nombre la indemnización en concepto de responsabilidad civil, muchos millones de los de entonces, creo recordar que cincuenta y cuatro, para que en cierto modo la esposa y dos hijos de la víctima pudieran resarcirse de la muerte de su ser querido. El dinero nunca podrá cicatrizar determinadas heridas, pero ayuda a aliviar los dolores que éstas producen. Destrocé una familia y no sentí el más mínimo remordimiento, o por lo menos no fui consciente de ello. Mi padre, Alfonso, y mi madre, Adela, eran, por lo cual ahora lo soy yo, inmensamente ricos gracias a un próspero negocio de venta de maquinaria industrial que fundaron en Madrid nada más casarse, recién llegados de su pueblo natal en la provincia de Guadalajara, Alcolea del Pinar, a mediados de los años cincuenta, y del que se deshicieron en el momento oportuno vendiéndolo a precio de oro. Gente sumamente trabajadora, realmente lo único que hicieron en su vida pues ninguna otra cosa sabían hacer, salvo mirar porque nada me faltara. Era su mayor tesoro, su bien más preciado, y en mí tenían depositadas todas sus esperanzas, a mí entender excesivas. La primera de ellas que llegara a convertirme en ingeniero y sucederles al frente del negocio familiar, cosa la cual ni tan siquiera se me pasó por la cabeza, por lo menos a corto plazo. Deseaba volar por mi cuenta y alejarme definitivamente del nido familiar. A pesar de su privilegiada posición económica hasta el último día acudieron a controlar su imperio, más de setecientos trabajadores en nómina, subcontratados aparte. A mi mujer Alicia y a mis tres hijos, dos chicas y un chico, María, Alberto y Ana, renuncio a verlos pues durante mi encierro tampoco de ellos nada quise saber sin echarles en absoluto de menos, ni siquiera sé si soy abuelo o suegro. Di orden en prisión de que devolvieran cualquier correspondencia que pudiera llegarme, salvo la de la UNED y poco más. Si acaso el primer año añoré la nostalgia de la morada familiar más que a sus inquilinos, el sentimiento de hogar es algo que una vez lo has paladeado nunca se olvida por muy mal que en él te hayan ido las cosas— la almohada, a la que tanto costó acostumbrarse, y fundamentalmente la gastada y mullida butaca, son algo que permanecerán eternamente en tu recuerdo por muy bicho raro, asocial o sociópata que uno resulte—. Mi ex esposa, la cual me pidió la separación y al año siguiente el divorcio pues así lo exigía la legislación imperante en aquella época, tenía plaza de Registradora de la Propiedad en Getafe, motivo por el que el sustento de mi prole quedó más que salvaguardado. No me pidió ni un duro, salvo el exigido por el representante del Ministerio Fiscal en concepto de pensión alimenticia al existir menores por medio, de cuyo puntual abono se hicieron cargo mis padres, y todavía imagino lo hará su albacea testamentario una vez fallecidos éstos, todo ello a pesar de tener que abandonar nuestro magnífico piso por correr su alquiler a cuenta de mi empresa, en la cual, por razones más que obvias, causé baja de inmediato. En eso se comportó, y en lo demás también, pues lo único que supe de ella por un comentario que me hizo mi abogado el primer día del juicio, es que transcurridos varios meses desde la fecha de autos, todavía no entendía el porqué de mi actuar, a pesar que siempre decía que me faltaba un hervor y que era un ser egoísta y egocéntrico en grado superlativo. No sé si superaría la impresión, que no vergüenza pues jamás la sentí, de mirarles a los ojos. Quizás Ana, la pequeña, con sus veinte años recién cumplidos fuera la única que quisiera reencontrarse conmigo, pero no creo que llegado el caso me aviniera a ello y mucho menos que su madre lo permitiera. ¿Para qué?, diría con su cuadriculada cabeza que haría insustancial al propio Renato Descartes. Los dos mayores nunca me quisieron salvo por el interés, me exprimieron hasta que el néctar se acabó, y nada me une ya a ellos. He de empezar de cero, hacer tabula rasa y actuar como aquel a quien se le quema su valiosa colección de sellos y decide rehacerla pieza a pieza, paulatinamente, sin prisa pero sin pausa, buscando denodadamente una réplica de cada ejemplar perdido entre las llamas del gran incendio que significa para todo ser humano la segunda y última parte de su vida, la contemplación de los rescoldos de su perdida juventud. La única manera que con posibilidades de éxito puede rehacerse la cotidianeidad en libertad de un ex convicto de asesinato, lo peor de una sociedad ya de por sí gravemente enferma. La cárcel se encargó de enseñármelo, llevo dieciséis interminables años con el firme convencimiento que esa sería la forma y manera de actuar y no puedo cambiar de parecer a estas alturas. Lo primero que debo hacer es adquirir la valentía suficiente para dirigirme a la que fue mi residencia hasta que me emancipé, la antaño casa de mis padres, y convertirla en algo parecido, sino a un hogar, sí a una vivienda medianamente habitable. Hoy no lo haré pues aún no estoy preparado para ello por lo que cogeré una habitación en el mejor hotel de la ciudad y dormiré hasta bien entrada la mañana, sin necesidad de que ningún amargado funcionario de prisiones me despierte con la malsonante e hiriente sirena y su aspecto, siempre lo tienen, de sheriff de película del lejano oeste, de las de medio pelo o serie B. Mi nombre poco importa, pero para hacer más cómoda la lectura identifíquenme como Pedro, así, a secas, sin apellidos, pues éstos para nada les resultarán necesarios y de todas formas son de lo más corrientes, al cabo de media hora ni los recordarían. Personalmente me considero un ser poco interesante, del montón, sin atractivo alguno ni para hombres ni para mujeres, si acaso sí para algunos animales, especialmente los perros, según suele decirse los mejores amigos que podemos llegar a tener los homo sapiens, por muy duro que resulte asumirlo. Lola, la caniche toy que regalé a mi hija Ana en su tercer cumpleaños me adoraba, supongo que básicamente por ser yo quien la bajaba a pasear y a aliviarse todas las mañanas y noches, al mediodía lo hacía la chica de servicio, y satisfacía su goloso paladar con abundantes galletas para humanos, no esas para cánidos que sólo verlas despiertan arcadas hasta al más glotón de los chuchos. Ese fue mi gran problema, afortunadamente ya superado, una inmensa inseguridad en mi mismo rayana en lo patológico. De niño era ese puteado que se encontraba en cada aula por poco que se buscara, eso sí, un magnífico estudiante, fundamentalmente en las asignaturas de ciencias puras, véase matemáticas, física, química y dibujo técnico, motivo por el que al terminar el bachillerato, y aprobar sin problema alguno la ya por entonces tan absurda y desfasada selectividad, ingresé en la Escuela de Industriales, a pesar de que años después, al comenzar mi encierro estudié desmedidamente materias de humanidades convirtiéndome en una especie de hombre del Renacimiento, una enciclopedia ambulante, el D’Alembert, Diderot o Voltaire del penal. Con el tiempo las tornas cambiaron, y en determinados momentos anteriores a mi ingreso en Alcalá, era considerado por todos, menos por mi mismo, un hombre de éxito, un triunfador. Casado con una hermosa y preparada mujer, padre de tres hijos a cada cual más de portada de revista, era la envidia de la Person Manufactured Spain, una multinacional de las nuevas tecnologías donde desde mi incorporación a la misma desempeñé un cargo de alto directivo magníficamente remunerado, director del departamento de compras para todo el territorio nacional. Dos millones y medio de las antiguas pesetas al mes, incentivos y dietas aparte, que en el año 1992 eran una pequeña fortuna, total por hablar varias docenas de veces al día por teléfono, eso sí, en un inglés que el mismísimo Shakespeare ya querría para él, aprendido durante numerosos veranos en Inglaterra y en los Estados Unidos de Norteamérica, concretamente en Londres y en San Francisco. Tres secretarias trilingües y setenta ocho personas directamente a mis órdenes, coche, chófer y el precitado piso de la empresa en pleno centro de la capital del reino, con todas las posibilidades habidas y por haber para desplazarme a los más remotos confines del planeta, por supuesto siempre en business class, cuando se me antojara y sin tener que rendir cuentas a nadie. En las comidas de empresa, varias al año, siempre me sentaban a la misma mesa que el todopoderoso Director General de la compañía, curiosamente a pesar de tener su sede social en Madrid, el último que me tocó en suerte un galés con aspecto de corsario bregado en todo tipo de cruentas batallas navales, apellidado como no, Smith, Mr. Smith. El protocolo así lo ordenaba. Fuera donde fuera, salvo en escasos estados bananeros, allí había una fábrica o en su caso una delegación de mi empresa con despacho a mi total y entera disposición. Así se lo montaban en la Person, como con el único fin de acortar el nombre le llamábamos sus empleados, exactamente doce mil quinientas veintiocho almas dispersas por todo lo largo y ancho de este mundo.

    —Ya sales, Pedro —me dice Andrade, mí en cierto modo compañero de cárcel desde que hace siete años lo destinaron como jefe de mi módulo. La única diferencia entre su forma de vida y la mía era que él duerme en su casa —no está a turnos— y que ostenta conciencia de ser un hombre libre a pesar de pasarse buena parte de su vida tan enjaulado como pudiera estarlo yo—. Te deseo lo mejor.

    —Gracias, me habría gustado que nos conociéramos en otras circunstancias —miento, pues en la anterior etapa de mi vida el correcto y diligente funcionario y yo nunca habríamos coincidido, no acudíamos a los mismos sitios ni nos tratábamos con la misma gente, y de haberlo hecho jamás habría reparado en él por ser extremadamente anodino. No estaba a mi altura social y nada de interés hubiera podido aportarme, pertenecíamos a mundos diferentes, a galaxias distintas—.

    —Tienes el taxi esperándote, abrígate, hace una mañana de perros y sería una lástima que tu primer día de libertad acabaras pasando la noche en unas lúgubres urgencias de cualquier hospital, créeme que la mejor de ellas es peor que nuestra enfermería. Esta misma madrugada tuve que acudir con el benjamín de mis críos, y para una puñetera otitis se tiraron cuatro horas. El doctor, como quien dice recién salido de la Facultad de Medicina no tenía ni puñetera idea de lo que se traía entre manos, y al final tuvo que diagnosticar y recetar la enfermera. Maldito sistema sanitario, en eso seguimos siendo la España de cuando Europa terminaba en los Pirineos, la de Lola Flores y El Cordobés.

    Me hace recordar las múltiples ocasiones que necesité acudir a urgencias con mis hijos. Entonces éramos una familia aparentemente feliz, por lo menos aristotélicamente feliz, en el sentido de dedicar nuestra vida a la proeza de alcanzar la efímera felicidad de la que hablaba el estagirita, aunque hubiéramos fracasado estrepitosamente en el intento. Nunca podrán echarme en cara que no lo intenté, convirtiéndome en el más aventajado de los peripatéticos que estudian en el mejor de los Liceos, la vida en libertad. La otra, la que transcurre entre rejas te enseña mucho, pero nada bueno salvo en lo que a sobrevivir se refiere. Algo positivo tiene que tener.

    —Descuida, tengo planes mejores. —vuelvo a faltar a la verdad sin saber el por qué—. Lo de los médicos y las enfermeras suele ocurrir —mascullo—. La veteranía cuenta muy por encima que el más pomponso de los diplomas otorgado por la más exclusiva Universidad. En todas las profesiones, y en esa más que en ninguna otra.

    Subo al taxi, un Mercedes de gama alta con asientos de cuero gris impropios de un utilitario llamado a ser usado exclusivamente por extraños, y soy consciente de lo mucho que ha cambiado el confort de los coches desde la última ocasión en que he montado en uno de ellos. Con independencia que debido a las revistas que llegaban a la prisión, estoy al día de las novedades existentes en el mercado automovilístico, me pregunto para qué coño querrá su propietario que en la parte trasera del mismo haya tres tipos de graduación de los climatizadores ni que su velocímetro marque doscientos ochenta kilómetros por hora, si la velocidad máxima permitida en España es de ciento veinte, sin obtener, evidentemente, respuesta alguna. Sin contar los furgones policiales que me trasladaron al Palacio de Justicia donde tiene, por lo menos donde tenía su sede la Audiencia Provincial de Madrid los tres días que duró la vista oral, y las incontables mañanas en que fui requerido para la instrucción de las diligencias en Plaza de Castilla, con toda seguridad el último flamante Audi que la Person me había asignado al mando de aquel chulesco chófer cuyo nombre ya olvidé por no haber significado nada en absoluto para mí. Si no se dedicara a conducir por y para otros, sin lugar a dudas sería proxeneta, chulo de putas que suena peor aunque signifique lo mismo. La semántica es la semántica y siempre debe cuidarse. Sus ademanes cuando no se sentía observado así lo indicaban. Entonces imaginaba, sin tener más que indicios para ello, que iba armado, lo que aparte de cierto glamour me provocaba temor, casi pánico. Por los que pudieran querer atentar contra nosotros, altos ejecutivos de una importante multinacional en una España en la que en aquellos tiempos eso estaba de moda, y porque al macarra aquel un día se le cruzaran los cables y me descerrajara a bocajarro un par de certeros disparos por el simple hecho que se le metiera en la cabeza. Tenía aspecto de ser de los que donde ponía el ojo ponía la bala. Hay gente con ocurrencias similares, sin ir más lejos yo mismo que maté sin razón alguna, exclusivamente por no saber frenar un impulso que me asaltó inesperadamente. Nunca nos advirtieron de hipotéticos riesgos que pudiéramos estar corriendo, si estabas ajeno al peligro trabajabas tranquilo y producías más, simplemente se trataba de eso, optimización de recursos humanos. Desde que pude empezar a disfrutar de los permisos de fin de semana fuera de prisión había renunciado a ellos, por lo que la ciudad se descubre ante mí en toda su inmensidad. No hubiera sabido a dónde dirigirme y siempre opté por quedarme para leer compulsivamente en mi inhóspita celda de cuatro metros de largo por dos y medio de ancho, todas tenían idénticas medidas. Litera, armario, inodoro, lavabo, mesa y silla de trabajo por mi condición de alumno de la UNED, con el correspondiente portátil sin acceso a internet —este servicio si lo había en la biblioteca— un par de anaqueles para material de estudio y la omnipresente amenaza de que la cama de arriba pudiera ocuparse en cualquier momento con un en modo alguno bien recibido recién aterrizado huésped de tan incómodo hotel pagado por papá Estado. Nunca fui aficionado a la lectura pero desde que ingresé en tan particular morada ésta se convirtió en adicción, las horas de soledad dentro de la celda te obligan a engancharte a algo y yo de las abundantes drogas que por allí circulan como, nunca mejor dicho, Perico por su casa, siempre pasé. No así dos de mis primeros compañeros de celda que amanecieron en meses sucesivos muertos como ratas con sendas agujas hipodérmicas clavadas en sus callosos brazos. Los últimos nueve años de mi estancia tuve la suerte y suficiente veteranía para disfrutar, salvo días puntuales, de una celda para mí sólo, un lujo al alcance de pocos en nuestras repletas cárceles. Por este motivo pude leer lo indecible, bien en mis aposentos o en la biblioteca del penal, la cual se encontraba rebosante de buena literatura desde que diez años atrás la Comunidad de Madrid procedió a una donación de cuatro mil libros de las más variadas materias. Entre el estudio y éstos, maté, nunca hablé con tanta precisión, dieciséis años, cuatro meses y ocho días de mi tránsito por el planeta Tierra. Fue lo que me llevó a sobrellevar mi aislamiento y sin ninguna duda, sin ello, hubiera optado por la vía de quitarme de en medio. Allí dentro eso es sumamente sencillo, por mucho que nuestras autoridades competentes presuman de lo contrario. Los muchos que lo intentaron mientras fui huésped de aquel aciago paraje, todos lo lograron, estadísticamente hablando un cien por cien de efectividad. Nadie los echó especialmente en falta, por lo menos en aquel lugar, y fuera seguro que tampoco, un alivio que nadie se atrevería a reconocer por lo mal visto que eso estaba y quedaba, prioritariamente esto último.

    —Lléveme a un buen hotel del centro, al mejor —ruego al taxista—.

    —Sales con ganas, amigo. ¿Te parece el Martin en Príncipe de Vergara? Te soplarán una buena pasta pero te tratarán a cuerpo de rey. ¿Podrás permitírtelo? Un chollo eso de estar encerrado, estancia a mesa y mantel y después a cobrar el paro. Yo como autónomo no percibiría un puñetero euro si mañana pillo cualquier mierda de enfermedad. Que injusto es este mundo, se premia al rufián y se castiga al honrado trabajador. Con Franco estas cosas no pasaban, a hostias se arreglaba casi todo, claro que tú no opinarás

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