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El Monseñor De Las Historias: Novela
El Monseñor De Las Historias: Novela
El Monseñor De Las Historias: Novela
Libro electrónico389 páginas5 horas

El Monseñor De Las Historias: Novela

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Información de este libro electrónico

Dos seminaristas que, en el último momento para su ordenación, su confesor y guía espiritual descubre que no creen en Dios, sino que tienen una fe cultural. La diócesis decide remitirlos a un anciano monseñor, que vivía sus últimos días en un asilo, en absoluta santidad, para que intentara inculcarles la fe o conducirlos a un buen camino.

El monseñor Santiago Alonzo, utilizando el método de la parábola que usó Jesucristo con los apóstoles, contándoles pequeñas historias para reflexión del sentido de la vida, procuraría que los dos seminaristas encontraran un buen camino.

El anciano sacerdote debía aplicarse a fondo, a pesar de su reducida energía, para intentar reconducir las vidas de Juan Javier y Pedro Pablo por un camino, aunque no implicara el sacerdocio. Todo lo que deseaba era que encontraran al Dios que se les había perdido en su interior.

Cada una de las historias hará que el lector alcance una verdad de vida.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento11 feb 2021
ISBN9781506536194
El Monseñor De Las Historias: Novela
Autor

Carlos Agramonte

CARLOS AGRAMONTE Estados Unidos. Nació en R.D. Durante más de 25 años se dedicó a la enseñanza universitaria, conjuntamente con su vocación de escritor; que ahora ejerce a tiempo completo. En la primera etapa de su vida de escritor la dedicó a la poesía, destacándose los títulos: Raíz, Descubriendo mi Propio Viento, Pequeña Luna, La Cotidianidad del Tiempo y El Silencio de la Palabra. Desde hace años se ha consagrado a escribir novelas de gran formato. Entre los títulos publicados se destacan: Definiendo el Color, El Monseñor de las Historias, El Generalísimo, El Sacerdote Inglés, El Regreso del Al Ándalus, Memoria de la Sombra, Secreto laberinto del amor y, Inminente ataque. Desde sus primeras novelas, las cuales obtuvieron buena acogida por parte del público, Carlos Agramonte demostró que dominaba el género y se revelaba con una gran imaginación. Sus novelas han provocado los más calificados elogios por parte de sus fieles lectores.

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    El Monseñor De Las Historias - Carlos Agramonte

    Copyright © 2021 por Carlos Agramonte.

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Fecha de revisión: 10/02/2021

    Palibrio

    1663 Liberty Drive, Suite 200

    Bloomington, IN 47403

    826157

    CONTENTS

    PRIMERA PARTE

    Capitulo I

    Capitulo II

    Capitulo III

    Capitulo IV

    Capitulo V

    Capitulo VI

    Capitulo VII

    Capitulo VIII

    SEGUNDA PARTE

    Capitulo I

    Capitulo II

    Capitulo III

    Capitulo IV

    Capitulo V

    Capitulo VI

    TERCERA PARTE

    Capitulo I

    Capitulo II

    Capitulo III

    Capitulo IV

    Capitulo V

    Capitulo VI

    Capitulo VII

    CUARTA PARTE

    Capitulo I

    Capitulo II

    Capitulo III

    QUINTA PARTE

    Capitulo I

    Capitulo II

    Capitulo III

    Capitulo IV

    Capitulo V

    Al monseñor Santiago Alonso

    PRIMERA PARTE

    CAPITULO I

    E l viaje había sido muy largo y pesado. Desde la llegada al aeropuerto de Barajas, en Madrid, capital de España, la travesía para llegar al Aeropuerto de Las Américas, de la ciudad de Santo Domingo, el reloj consumió 18 horas. El avión se había retrasado varias horas. Ahora estaban sentados en dos rústicos asientos en el recibidor de la casa de retiro de sacerdotes ancianos, ubicada en las afueras de la Ciudad Primada de América.

    Juan Javier Salazar y Pedro Pablo Zambrano llegaban desde España, su tierra natal, a vivir la experiencia de la vida en una comunidad normal, antes de ordenarse como sacerdotes de la Iglesia Católica. Habían sido remitidos donde el monseñor Santiago Alonzo para que probaran su vocación religiosa, además de que existía una duda en los rectores del Seminario Mayor sobre la fe de los estudiantes de religión. A pesar de haber aprobado todas las asignaturas para optar por la consagración como sacerdotes, el principal guía espiritual de los jóvenes no había dado su veredicto sobre la fuerza de la fe de los seminaristas.

    En virtud de lo que ocurría, la Orden decidió enviarlos a las orientaciones del anciano sacerdote que dirigía el hogar de ancianos eclesiásticos. El monseñor Alonzo había sido, durante mucho tiempo, el principal guía de los seminaristas de la Orden; pero, estaba en retiro y sólo en casos muy especiales y de difícil solución, le enviaban, de cualquier parte del mundo, los seminaristas con los problemas de fe.

    Los dos jóvenes seminaristas habían aprobado todas las asignaturas para ser ordenado como sacerdotes, pero no habían probado que creían, verdaderamente en Dios. Su consejero espiritual tenía algunas dudas sobre la fe de los estudiantes de religión. Hizo un informe negativo que impedía que fueran ordenados.

    Habían logrado una dispensa para probar su fe y su vocación antes de ser aceptados para realizar los votos sacerdotales. Eran dos jóvenes seminaristas de la Orden de los Predicadores, también llamada Dominicos. La dispensa debía ser dirigida por el anciano sacerdote, responsable de la casa de retiro, a la que habían llegado.

    Los jóvenes seminaristas, después de una hora de espera, sintieron que la puerta que comunicaba con el interior de la casa se abría. Se miraron. Un silencio invadía el lugar. No había nadie de la comunidad religiosa en la sala. La puerta se abrió y un anciano sacerdote vestido con sotana negra apareció, ofreciéndoles la bienvenida al hogar de retiro.

    — Soy el monseñor Santiago Alonzo —saludó el sacerdote, mientras ofrecía un apretón de manos—. Deben estar muy cansados. Estos viajes desde España hasta Santo Domingo son muy agotadores; pero ustedes son muy jóvenes y seguro lo han soportado con entusiasmo.

    — Pedro Pablo Zambrano, para servirle, monseñor —se presentó, al momento de levantarse y besar el anillo del anciano sacerdote.

    — Yo soy el seminarista Juan Javier Salazar. Monseñor, es un honor compartir con usted. En el Seminario Mayor de España me han hablado maravillas de su labor.

    El monseñor Santiago Alonzo era un sacerdote de 85 años y 60 años en el servicio religioso. Desde muy joven, como sacerdote, fue enviado en misión al Caribe y se quedó como misionero en la República Dominicana. De seis pies de estatura y de color blanco; de cabello y barba copiosos, además de tenerlo totalmente blanqueados. De caminar lento y de cuerpo un poco encorvado. Sus ojos inquisidores eran de color azul, y en su piel parecía que las venas eran transparentes. Su mirada era piadosa e inquisidora.

    Cada cierto tiempo, la congregación de los misioneros, les enviaban a los alumnos más difíciles del Seminario Mayor de España. Había tenido éxito con algunos, pero no con todos. Descubrir la verdadera vocación del hombre es una de las tareas más difíciles. Desde hacía dos semanas esperaba a los dos seminaristas. Todo indicaba que habían desertado de la Orden. Pero estaban allí. Estaban los dos señalados para ser conducidos por el camino que disponía el Señor para los dos jóvenes.

    El anciano sacerdote se sentó en una butaca, frente a frente a los dos recién llegados. Sus ojos, de muchos años vividos, contemplaron a los aspirantes a ser religiosos, con inquietud. Sus aspectos eran más de bailarines de teatro que de estudiantes de la fe. Frunció el ceño.

    — Me imagino —expresó el monseñor Santiago Alonzo—, que ustedes saben la razón por qué están aquí, en este lugar. El Seminario Mayor me envía a los seminaristas que se sienten que no han probado que su vocación es la de ser religiosos y que tienen dificultades con la fe. Yo no soy quien los va a hacer religiosos a ustedes. Son ustedes quienes encontrarán su vocación. Sólo quiero que ustedes me vean como su consejero; nunca como confesor. No seré quien les ponga penitencia por sus acciones. No estoy aquí para juzgarlos ni para castigarlos. Estoy aquí frente a ustedes para buscar el camino que el Señor ha dispuesto para cada uno de ustedes. Dios dispone la razón de cada vida. A unos nos indica la vocación religiosa, y a otros, les indica otras vocaciones. Lo importante es encontrar la razón de cada vida creada por el Señor.

    Los seminaristas guardaban silencio. Las palabras del anciano sacerdote los sobrecogía. Algunas de las cosas que decía, ellos no las entendían. Los dos amigos se miraron y siguieron guardando silencio. En su interior sentían que estaban frente a un sacerdote de gran sabiduría.

    — En el día de hoy —continuó hablando el sacerdote—, solamente yo hablaré. Ustedes tendrán mucho tiempo para conversar y para preguntar todo lo que quieran. Serán asignados a dos parroquias para que puedan servir de ayuda y tendrán mucho tiempo libre para que disfruten de la belleza y de la música del Caribe. Aun cuando ésta es una casa de retiro y ustedes deberán seguir con todas las reglas de la misión, no tendrán ninguna exigencia de comportamiento cuando salgan de los muros de nuestra casa. Todo lo que su corazón les diga que deban hacer, háganlo. Sólo lo que le dicta su conciencia.

    Pueden tomar sus cosas para que se acomoden en las habitaciones que ocuparán. Uno de mis ayudantes los llevará —ordenó.

    El monseñor Alonzo observó a los seminaristas cuando levantaban sus pesados equipajes y cómo, con mucha dificultad, trasladaban las maletas hasta el lugar que les señalaba el ayudante del monseñor. <>, pensó para sí, tristemente. Ésta parecía una labor fallida.

    CAPITULO II

    E l desayuno había terminado y los dos seminaristas caminaban, uno a cada lado del fraile, por el espeso bosque que rodeaba la residencia de retiro, en compañía del sacerdote designado. El monseñor Santiago Alonzo caminaba en silencio. Los dos jóvenes estudiantes religiosos caminaban a cada lado del sacerdote. El viento movía las hojas de los árboles con suavidad. Los rostros de los caminantes eran acariciados por una brisa fresca que cruzaba por el bosque que hacía danzar los árboles.

    — Monseñor, ¿por qué lo llaman el Monseñor de las historias? —preguntó Juan Javier, a quien también lo llamaban JJ. El anciano de largas barbas de nieve que le cubrían casi todo el rostro, siguió caminando en silencio. Después de un pequeño tramo del camino, expresó:

    — Mis queridos amigos, ustedes deberán conocer todo por ustedes mismos; nunca por mí. El método que uso para guiar a mis alumnos a que encuentren su razón de vida, es un método simple. Deben aprender a leer la vida. Uso el mismo método que usó Jesús cuando estuvo entre nosotros. El Maestro nos enseñó a entender, para que nosotros pudiéramos aprender a amar la vida. Si nos explican la vida, en cada caso de ella, nunca la entenderemos, y, por lo tanto, nunca encontrarás tu razón de vida y la misión para la que has venido al mundo. El hombre sólo logrará su felicidad plena cuando conozca la creación de Dios, que es la naturaleza.

    — ¿Qué tiene que ver eso con que le llamen el Monseñor de las historias? —preguntó, de nuevo, con imprudencia Juan Javier.

    Pedro Pablo, a quien llamaban también PP, seguía la conversación en silencio.

    El sacerdote siguió caminando por el estrecho sendero cubierto por las sombras de grandes árboles. La brisa fresca de la mañana cruzaba, juguetona, por el lugar.

    — Te pido que no tengas prisa en el conocimiento. Todo se debe saber; pero todo tiene su tiempo para ser conocido. Las cosas de la vida tienen una velocidad y tú debes conocer la velocidad de las cosas para que puedas tomarlas para provecho. No te desesperes, todo lo sabrás. En el lugar donde estamos, sólo puedo mostrarte los árboles que están en esta parte del camino. Los árboles que están más alejados o aquellos que hemos dejado atrás, no puedo mostrártelos. Espera llegar a cada lugar y, entonces, pregunta por las cosas de ese lugar.

    El método utilizado para hacer que los seminaristas conozcan su verdadera vocación es muy sencillo y fácil. No requiere de grandes conferencias ni de estudiar grandes libros.

    Ustedes saben que sólo pueden permanecer en el hogar de retiro una semana —expresó, el anciano, dándole un giro diferente a la conversación—. Esa semana debe ser suficiente para que puedan encontrar un apartamento o una pequeña casa donde deberán vivir. Nosotros no queremos que ustedes tengan la vida religiosa en la ciudad de Santo Domingo. Sólo queremos que ustedes encuentren el mundo al cual le van a servir.

    Cada vez que ustedes vengan a verme, tendremos una conversación como ésta, y, al final, yo les entregaré una historia como lectura para su meditación. Esa meditación no tiene que compartirla conmigo. Solo tendrán que leerla y entrar en un proceso de meditación de todo lo leído. ¿Por qué las historias? Es la pregunta que todos me hacen. El tiempo para que ustedes tomen la mayor decisión de sus vidas es muy corto. Ustedes son jóvenes y no han vivido todas las experiencias que se requieren para tomar la mejor decisión. Las historias suplirán esa deficiencia.

    — ¿Monseñor, no es demasiada libertad la que nos ofrece? ¿No nos está usted enviando al mundo perdido en el vicio y la corrupción? —cuestionó Pedro Pablo, mientras observaba las manos venosas del sacerdote y saliendo del largo silencio.

    El sacerdote siguió caminando. Cada vez que los seminaristas le preguntaban algo, él guardaba silencio y caminaba un tramo del sendero. Parecía que las preguntas eran hechas para que guardara silencio. Las preguntas pueden hacerse rápidamente; pero las contestaciones necesitan de ser pensadas. El sacerdote necesitaba meditar cada contestación que hacía, porque los jóvenes podían confundirse, y él estaba allí para que los jóvenes tuvieran la verdad con claridad.

    — El mundo que ustedes compartirán es el que está ahí afuera. Si el sacerdote no es capaz de convivir con lo peor, entonces, no será capaz de vivir su fe. El propio Jesús vino a compartir con los hombres llenos de pecados. Su misión era la de llevar el mensaje al mundo perdido. La misión de un sacerdote es la de llevar el mensaje de Jesús al mundo perdido.

    Cuando el Señor estuvo entre nosotros utilizó pequeñas historias para mostrarnos la verdad —continuó hablando el anciano religioso—. En cada parábola que nos mostró el Maestro estaba llena de sabiduría. Pero Jesús sabía que no debía decirnos las cosas con las explicaciones, porque el Creador nos había hecho inteligentes y con libre albedrío. Vosotros conoceréis el mensaje de la verdad y caminareis por el pecado. Tenéis la libertad de tomar uno de los dos caminos. Cada hombre tiene que elegir el camino que desea seguir para su bien, ya sea religioso o no religioso. El camino elegido define la vida que tendrá.

    — ¿Las historias tienen una explicación final para nosotros conocer la verdad de los que nos quieren decir? —preguntó PP, mientras se secaba una gota de sudor que rodaba por su blanco rostro. Su cabello negro era levantado por el viento que pasaba.

    — Ninguna de las historias tienen explicaciones, más allá de su propia lectura. Cada lectura les proveerá una enseñanza que ustedes tendrán que buscar en sí. Toda la verdad está en ustedes; las historias sólo les darán el punto de partida para llegar hasta ella. Todas las personas pueden encontrar la verdad de la vida. Sucede que la mayoría de las personas no buscan la verdad de sus vidas en la meditación de la lectura que les da la naturaleza cada día.

    Vosotros debéis buscar su razón de vida, viviendo en el seno del mundo que van a compartir. Los que se esconden del mundo, por creer que tienen la verdad, son los más equivocados. La verdad no está en el mundo; está en ti, si eres capaz de encontrarla. No les temáis al mundo. Cuando un hombre le teme al mundo, el mismo mundo le devora; mientras que cuando un hombre enfrenta al mundo, es el mundo que te abre las puertas para que construya el nido de tu vida. Si los provoca la tentación de la carne, no temáis; es la tentación de la vida; todo sacerdote tendrá que vivir con esa tentación a cuesta. La pureza no está en haber expulsado la tentación; no, la pureza está en dominar la tentación siempre. El pecado es parte del hombre. El hombre sin pecado no existe. Jesús estuvo entre nosotros para mostrarnos lo que hay que padecer para limpiar al hombre del pecado.

    Los jóvenes seminaristas caminaban tan despacio como el anciano sacerdote. Guardaban un silencio respetuoso. En sus nuevos mundos se debatían las ideas del orientador. Algunas cosas entendían; pero otras no le encontraban la razón. Estaban desconcertados.

    Juan Javier pensaba que el Monseñor estaba viviendo el mundo del pasado. El mundo de hoy estaba muy lejos de lo que planteaba. Un sacerdote hoy no necesita de tanta sabiduría y tantas enseñanzas. Estamos en la era de la alta tecnología y de la ciencia súper desarrollada. Esas enseñanzas eran cosas del pasado, estaban añejas y fueras de tiempo.

    — Vosotros pensáis que lo que les estoy diciendo es un asunto fuera de tiempo y que yo estoy muy desfasado —expresó el padre Santiago, sorprendiendo al pensamiento de Juan Javier.

    —¿Cómo supo que estaba pensando en eso? —preguntó Juan Javier, con rostro desconcertado.

    El anciano siguió caminando y no miró el rostro del seminarista que le había hecho la pregunta. Guardó un breve silencio hasta alcanzar una pequeña curva del camino. El sol comenzó a encumbrarse en el firmamento. El viejo se mostraba un poco cansado. La caminata estaba llegando a su fin.

    — Los viejos conocen el comportamiento de las cosas porque las han visto producirse muchas veces en sus vidas. Eres igual que todos los seminaristas y pensarás, igual que todos los seminaristas en las cosas triviales. No me crean sabio. Todos los hombres son sabios. Sólo tienen que vivir leyendo la naturaleza con placer. Los viejos son la memoria de la humanidad. Nunca permitan llegar a la vejez sin ser parte de la memoria de la humanidad, porque, entonces, no habrá valido de nada vivir.

    Voy a quedarme un rato solo para mi meditación diaria; por favor, sigan el camino y nos veremos en la tarde, después de la oración —ordenó el consejero religioso, al momento de entregarle las dos primeras historias, que la había extraído del interior de la sotana.

    Los dos seminaristas continuaron caminando, mientras el viejo sacerdote se sentaba debajo de una frondosa mata de mango. Ellos tenían que ir a buscar a otro religioso que los ayudaría a buscar una casa donde vivir en la ciudad. Pero ahora no podían hacer otra cosa que guardar silencio. <>, pensaron al alejarse.

    Historia para Juan Javier Zambrano.

    HISTORIA NO. 1

    UN NUEVO NOMBRE

    La camioneta había entrado en una zona de la vía donde los hoyos hacían saltar a los ocupantes de la máquina de transporte. Las dificultades del camino auguraban una tardanza mayor para llegar al lugar de destino. El paisaje bucólico era extraordinario, pero el rap que bailaba el vehículo no permitía, a los ocupantes, disfrutar del paisaje. Caona y Felipe habían salido de la ciudad de San Cristóbal de las Casas y se dirigían al lugar donde estaba establecida la tribu de indígenas, donde ella había nacido hacía treinta años.

    Caona, una mujer con las facciones del rostro propio de los indígenas mexicanos, y Felipe, oriundo de la isla de Santo Domingo, se dirigían a visitar a los familiares de la mujer de origen indígena. Caona y Felipe se habían conocido realizando trabajos con los campesinos mexicanos, a partir de un proyecto de las Naciones Unidas y, en poco tiempo, lograron conciliar sus vidas y convertirse en novios. Tenían programado casarse el próximo mes, pero Caona necesitaba el permiso de sus padres para contraer nupcias.

    La tribu, de donde era oriunda Caona, no permitía el casamiento de sus miembros con hombres blancos. Sólo había sucedido una vez que un hombre blanco se casara con una mujer de la tribu, y ese hecho fue una desgracia para la familia de la mujer. Caona sabía lo que le esperaba; pero tenía que enfrentarse a la cultura de su familia, para poder tener a Felipe de marido y poder conservar a su familia. Ella era la única mujer de los hijos de sus padres y sería una gran deshonra que sus padres se quedaran sin ninguna hija. Pero no tenía otra alternativa que enfrentarse a los ancianos de su tribu para que le permitieran casarse con el hombre que había conocido en la espesura del bosque, pero que venía de una isla lejana.

    — No estés tan preocupada. Todos entenderán la situación. Hasta en las tribus más atrasadas han cambiado algunos hábitos culturales. Tú saliste de la tribu para poderle llevar luz y conocimiento a ellos, y ellos deberán entender el nuevo rol de tu vida. Los tiempos han cambiado, y, no es solamente en la civilización de los blancos, sino en todas las civilizaciones del mundo. Cuando lleguemos, verás que no estoy equivocado —comentó Felipe, con las manos adheridas al volante de la camioneta, tratando de que no se le resbalara y fuera a caer al fondo del precipicio que lo cercaba por el lado derecho.

    —Tú hablas así, porque no conoces a mi gente. Ellos son muy cabezas duras y, por más que yo les he explicado las cosas de la nueva civilización, no han cambiado nada de sus antiguas creencias. La sorpresa será para ti, no para mí —comentó la mujer enamorada—. La tradición de la tribu dice que para que un hombre blanco se case con una mujer de la tribu tiene que probar que le puede cambiar el nombre, y eso sí es difícil.

    — ¿Cómo que le puede cambiar el nombre?

    — Según la tradición, sólo las madres pueden ponerles el nombre a los hijos. Les está vedado a los papás ponerles nombres a los hijos. Cuando una madre está con los dolores del parto, es el único momento cuando un ser humano se comunica con Dios y, en el momento de parir, Dios le susurra al oído de la madre el nombre de la criatura. Dios hace eso, porque la madre es el ser que produce el amor más cercano al que Él nos tiene. Solamente la madre puede producir un amor parecido al amor de Dios. Para un hombre blanco casarse con una mujer de la tribu, debe probar ante los ancianos que el amor que le profesa a la mujer es igual o mayor al de la madre. Porque lo primero que debe hacer un hombre ante su mujer es probar que puede y que le cambia el nombre.

    — ¿Cómo probaría que te quiero más que tu madre? Eso es imposible —se lamentó Felipe, mientras seguía con su vista los meandros de la vía.

    — Esas son las leyes de mi pueblo y tendremos que ver cómo las logramos superar.

    — Pero tú sabes que yo te amo y que seremos felices —susurró amorosamente, Felipe.

    — De eso estoy segura, mi amor —contestó, acariciándole con ternura el cabello.

    La camioneta, de doble cabina, seguía saltando sobre la superficie irregular del terreno. Caona observó, a lo lejos, el poblado vestido de los colores que identificaban a su pueblo. Pintaban sus casas con colores amarillos que extraían de la tierra arcillosa. Sus ojos se iluminaron con el paisaje que se le presentaba y sabía que, en pocos minutos, llegarían al hogar de sus padres y donde estaban todos sus hermanos. Miró el rostro de Felipe, que seguía concentrado en controlar el saltador vehículo, con los ojos llenos de ternura y miedo. Sabía que lo perdería. Sus familiares nunca le darían permiso para casarse con aquel hombre que la adoraba con frenesí. Pero no podía hacer otra cosa que enfrentarse a su destino. Dos cosas tenían segura: no podría vivir sin Felipe, y jamás renunciaría a su familia. El vehículo se aproximaba al caserío y un grupo de niños, semidesnudos, que jugaban, comenzaron a correr hacia la máquina de fuego que se aproximaba.

    Caona se desmontó y un enjambre de niños la asaltó, con sus risas y sus juegos. Ella los acarició con afecto. Caminó, con pasos inseguros, hacia la vivienda que ocupaban sus padres, los cuales se asomaban por la puerta y caminaban al encuentro de la hija que se había marchado con el viento a sembrarse en otras tierras.

    La noche había caído. En la sala de la casa de los padres de Caona, se reunía la familia para escuchar a los recién llegados. El ambiente era de incomodidad. Felipe no sabía hablar el dialecto de los indígenas y, Caona le traducía lo hablado por la pequeña multitud.

    — Felipe ha venido a pedirle la bendición para nosotros casarnos —dijo Caona mirando fijamente a su viejo padre, sentado en el lugar principal.

    —Tú conoces nuestras leyes, y sabes que, no te puedes casar con hombre blanco —tronó el padre con autoridad.

    — Yo conozco las leyes y sé que, si someten a Felipe a una prueba, él la superará, y el jefe de la tribu autorizará el casamiento. Él ha venido de muy lejos para su bendición, y yo quiero que usted me permita que Felipe se case conmigo.

    — Tú pretendes quitarte el nombre que te puso tu madre para usar un nombre indigno —reprochó el anciano—. Sólo tu madre puede dar el permiso de que te quiten el nombre que te puso el mismo Dios.

    Caona miró a su madre, y ésta, buscaba esconder la mirada, para no contradecir a su marido. Felipe seguía la escena sin entender lo que estaba pasando. Caona se levantó y se arrodilló frente a su madre y exclamó:

    — ¡Madre, dame la bendición!

    La madre anciana miró el rostro de su hija angustiada. Observó a Felipe sin conocimiento de lo que ocurría.

    —Si él te quiere como tú dices y puede superar el amor de tu madre, dile que se vaya y que te deje seguir el camino que te han signado los dioses. Dios te ama más que nadie y te dejó libre para que sigas el camino establecido y yo nunca te puse obstáculos para que te vayas, y mi amor nunca ha sido menor. Si él te quiere como yo, se irá. Si no te quiere como yo, querrá robarte el cuerpo.

    — ¡Has oído a tu madre! —bramó el padre, terminando la conversación.

    Caona salió de la casa, y caminó lentamente por el solar, en compañía de Felipe. Le contó todo lo ocurrido. No podía creer lo que le estaba pasando. Sus padres se negaban a que ella fuera feliz. Felipe escuchó pacientemente las palabras traducidas de Caona. Él sabía que la lógica de un hombre de la selva era distinta a la de un hombre de civilización de la ciudad; pero sabía también que no podía pedirle a Caona que se marchara con él y que abandone su familia tribal, tampoco ella lo haría. Él la conocía muy bien y sabía que ella no ofendería la voluntad de sus padres.

    La mañana llegó sin que Felipe pegara los ojos en toda la noche. Caona no pudo conciliar el sueño en ningún momento. La noche fue una agonía interminable. Felipe sabía que se tenía que marchar y que no volvería a ver a su adorada Caona. Había venido desde una isla tan lejana y ahora no podía lograr tener la mujer que amaba. Caminó lentamente hacia la camioneta que lo esperaba. Observó el paisaje montañoso. Caona caminaba junto a él y el grupo de vecinos observaban la partida del intruso que le quería quitar una de las mujeres de la tribu. ¡Porqué tendrían que cederles una mujer a los blancos, si los blancos no les ceden una mujer a los indígenas! Caona tomó la mano izquierda de Felipe y la apretó en señal de despedida.

    El vehículo inició su marcha por el laberinto del camino y comenzó a dejar atrás el poblado indígena. Un escalofrío recorrió el cuerpo de Felipe. Siguió conduciendo por el maltrecho camino. El conductor sintió que una roca le impedía el camino y dio un giro hacia el lado contrario y el vehículo se precipitó por una barranca profunda y fue a dar al fondo.

    El estruendo de la caída de la camioneta se escuchó en el poblado indígena y Caona corrió desesperadamente por el camino hasta encontrarse con la terrible realidad. El vehículo estaba en el fondo de un cañón y, segura estaba, que Felipe no estaba vivo. Caona corrió por la ladera hasta llegar a donde estaba la camioneta. Buscó a Felipe y lo observó atrapado entre los hierros retorcidos. Parecía que el golpe lo había matado al instante. Lo tomó por la cabeza y sintió que respiraba: no había muerto.

    Posdata: La madre de Caona cedió cambiarle el nombre a su hija, y Felipe la llamó desde entonces: Pequeña Luna. Había probado su gran amor.

    Historia para Pedro Pablo Salazar.

    HISTORIA NO. 2

    LA LLEGADA DE UNA LUZ

    — ¡Por qué a mí, Dios mío! ¡Qué he hecho para merecer este castigo! ¿Por qué no me quitaste la vida? —gritó desesperada María Antonieta Martínez, cuando escuchó al doctor Andrés López certificar, después de leer los resultados de los exámenes realizados a su única hija, Esperanza Aurora. Su hija sufría del Síndrome de Down. Su hija, aferrada a su cuello, la miraba sin entender qué sucedía. La mujer lloraba, con llanto desesperado. No sabía qué hacer. Su hija seguía aferrada a su cuello. Era su hija y no podía abandonarla. La noticia era devastadora, y el médico la contemplaba con resignación. Sabía que tenía que dejar llorar a la mujer.

    — ¿Qué voy a hacer, doctor? —preguntó, limpiándose el rostro de las abundantes lágrimas. El médico permaneció en silencio—. ¿Cómo se lo digo a mi marido? Después de tanto esfuerzo para tener una hija, me sucede esto. ¡Dios mío, ayúdame!

    — Cálmese, señora María Antonieta. Su hija puede tener una vida casi normal —expresó el galeno, tratando de tranquilizar a la mujer que había entrado en un estado de descontrol. Los gritos de María Antonieta se escuchaban en todo el recinto hospitalario. El médico observó cómo la mujer sentaba a su hija en una de las butacas del dispensario. La niña seguía aferrado al cuello de la madre. Volvió a intentar dejar a la niña en la butaca; pero la niña seguía aferrada a la madre, sin saber lo que estaba ocurriendo.

    — ¡Dios mío… Dios mío… Dios mío…! —exclamaba, la madre, en un estado de desesperación—. Dígame algo, doctor… dígame algo… ¿Qué voy a hacer?; dígame qué hacer —María Antonieta se había desplomado totalmente—. Usted tiene que estar equivocado; mi hija no tiene esa enfermedad. Usted no es competente —sentenció con amargura.

    El galeno acomodó a la mujer en una camilla y la inyectó con un calmante para tranquilizarla. La pequeña hija seguía mirando, con sus ojos inocentes.

    Poco tiempo después, la madre salía de la clínica privada, hacia su hogar. Ahora le tocaba enfrentar a su esposo, Joaquín Delgado, del resultado de las pruebas realizadas a su hija. El infierno apenas había comenzado; ya no tendría vida jamás. La vida se había ensañado en su contra. No sabía cómo resolver el problema. Estaba atada de pies y manos y la habían lanzado al océano.

    Se desmontó del automóvil y colocando a su hija en los brazos caminó hasta el interior de su vivienda. Sus ojos, enrojecidos, no vieron cuando su marido, por detrás de la casa, se acercaba. El hombre abrazó con ternura a sus dos mujeres. Besó el rostro de su mujer y atrajo hacia su regazo a la pequeña Esperanza Aurora. La abrazó con un infinito cariño.

    — ¡Venga para donde su Papi! —exclamó, abrazando a la pequeña hija—. Ésta es la princesa de su padre. ¿Qué té pasa, que tienes los

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