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Caminando en el amor: Homenaje al cardenal Juan Landázuri Ricketts en el centenario de su nacimiento
Caminando en el amor: Homenaje al cardenal Juan Landázuri Ricketts en el centenario de su nacimiento
Caminando en el amor: Homenaje al cardenal Juan Landázuri Ricketts en el centenario de su nacimiento
Libro electrónico338 páginas4 horas

Caminando en el amor: Homenaje al cardenal Juan Landázuri Ricketts en el centenario de su nacimiento

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Este libro narra las facetas de la vida humana y eclesial del cardenal Landázuri en el Perú y en el extranjero.

El cardenal Juan Landázuri sintió la vocación religiosa mientras cursaba el primer año de derecho en la Universidad San Agustín de Arequipa, su ciudad natal. Desde ese entonces hasta el último día de su vida estuvo comprometido con las búsquedas y luchas del pueblo peruano, especialmente de los menos favorecidos. La frase "Caminando en el amor" fue siempre su lema, su estilo y su orientación durante los 33 años que dedicó su vida a esta labor.

Un grupo de sus amigos y más fervientes admiradores ha querido expresar en este libro la grandeza de su misión y el anhelo de que la Iglesia se renueve como aquella que él comenzó: una "Iglesia de los pobres". Son 24 artículos escritos desde diferentes perspectivas, ya que se trata de un personaje que ha marcado un antes y un después en la historia de la Iglesia y del Perú. Además, en un capítulo especial de este volumen, se presentan textos escritos por el propio cardenal mediante los cuales se conoce más sobre él como hombre, amigo y religioso.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 oct 2015
ISBN9786124146824
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    Caminando en el amor - Fondo Editorial de la PUCP

    Caminando en el amor. El pastor de una Iglesia viva

    Homenaje al cardenal Juan Landázuri Ricketts en el centenario de su nacimiento

    Carlos Castillo Mattasoglio, editor

    © Carlos Castillo Mattasoglio, 2014

    De esta edición:

    © Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, 2014

    Av. Universitaria 1801, Lima 32, Perú

    Teléfono: (51 1) 626-2650

    Fax: (51 1) 626-2913

    feditor@pucp.edu.pe

    www.fondoeditorial.pucp.edu.pe

    Cuidado de la edición, diseño de cubierta y diagramación de interiores: Fondo Editorial PUCP

    Prohibida la reproducción de este libro por cualquier medio, total o parcialmente, sin permiso expreso de los editores.

    ISBN: 978-612-4146-82-4

    Prólogo

    Lima, 19 de diciembre de 2013

    Querido tío:

    Hoy, de estar aún con vida, nos reuniríamos en familia, como todos los años, en tu casa de Santa Catalina, para celebrar tus 100 años. Ya no estás físicamente presente con nosotros, pero te recuerdo siempre con cariño y evoco, en el centenario de tu nacimiento, las huellas que dejaste en mi vida y en la vida de la Iglesia en el Perú.

    Poco menos de un mes antes de tu partida definitiva nos convocaste, como todos los años, a celebrar tu cumpleaños número 83. Los comensales habíamos ido disminuyendo con el tiempo: ya no estaban vivos tus primos Willy y Emilio, ni tu amigo Lucho Idiáquez, ni mi papá. En aquella ocasión, el último cumpleaños de tu vida terrestre, nos reunimos tus dos sobrinos, Javier y yo, nuestro común amigo Gustavo Noriega y quizá algún otro que en este momento no recuerdo. Se te notaba cansado y dos días después te internaste en la clínica para ya no salir más. Me acuerdo, tío, del brindis al final de la cena, como todos los años: «¡Salud con todos!» —tu voz ya cansada, apagada—. Y luego, mirándome fijamente a los ojos: «¡Salud, Eduardo!». Supe en ese momento que era la despedida final.

    Al nacer en Arequipa, tú habías sido bautizado como Eduardo. Eduardo Landázuri fue tu nombre hasta que adoptaste, en tus votos religiosos, el franciscano nombre de Juan. Tus antiguos amigos arequipeños, compañeros de colegio y universidad, se resistían a ese nuevo nombre y te seguían llamando por tu nombre de pila.

    Claro, no puedo tener recuerdo de aquella ocasión, pero tres días después de mi nacimiento, derramaste sobre mí las aguas bautismales y me bautizaste con el nombre de Eduardo. Era el primer hijo de tu única hermana, Isabel. Vivía con nosotros, en la pequeña casa de Armendáriz, tu madre, mi entrañable abuela Marosa. En los primeros recuerdos que tengo de ti, vestías aún el sayal franciscano, las sandalias y el cordón blanco y vivías en el Convento de los Descalzos, en el Rímac.

    Tenía seis años cuando mis padres y mi abuela me dijeron que te habían nombrado obispo. No sabía qué significaba aquello, pero sí recuerdo bien la larga ceremonia en la catedral. Allí estaban tus hermanos Gustavo y Javier, que habían venido especialmente de Arequipa, con sus esposas, mis tías Ascensión y Copepa, y todos mis primos: Marta y Gustavo, Marita, Javier y Teresa, y mi hermana Chabuca, al lado mío y de mis padres, Ernesto e Isabel, y nuestra abuela Marosa. Te confieso que no entendí nada de la larga ceremonia y ni menos aún de los latinajos e inciensos, y hasta me aburrí. Pero desde entonces me acuerdo mucho más de tus visitas dominicales a nuestra casa. Llegabas hacia las seis de la tarde cansado y me llamaba la atención que tu sotana obispal, con esa interminable fila de botoncitos morados, y tu ancha banda alrededor de la cintura, estuviese muchas veces cubierta de polvo. «Vengo de visitar las barriadas y celebrar las confirmaciones» —nos decías—. Y nos contabas de esa Lima desconocida para mí, que crecía ya por entonces en los arenales de la periferia, con gente pobrísima que te recibía con los brazos abiertos. Desde entonces supe que antes que nada eras y querías ser un pastor. Es decir, que no te interesaban las dignidades ni las reverencias —entonces tan usuales en las jerarquías eclesiásticas— sino el contacto directo con la gente sencilla. ¿Te fue difícil, tío, a ti que desde joven religioso habías vestido el áspero sayal franciscano, acostumbrarte a los oropeles episcopales y luego cardenalicios? Algo me hace suponer que sí, porque mucho después me contarías, luego de tus anuales visitas a Roma para asuntos vaticanos, que te gustaba, al llegar a la Casa Generalicia de los Franciscanos, donde te hospedabas, vestir el hábito franciscano, como un fraile más, queriendo así contrarrestar de alguna manera el boato de tu dignidad cardenalicia, justo en el centro del poder eclesiástico, el Vaticano.

    Pero déjame evocar más recuerdos tuyos. Eras curioso, lo que equivale a decir que te interesabas por todo. Te gustaba estar enterado de lo que la gente pensaba y cuando nos visitabas preguntabas mucho; y más aún cuando venían de Arequipa tus hermanos Gustavo y Javier. ¿Y te acuerdas cuando siendo yo aún niño, se inauguró en Lima la tienda Sears? Un domingo, cuando ya eras arzobispo de Lima, llegaste a casa y nos dijiste que querías conocerla, y allí fuimos todos. Con tu sencillez habitual soportaste los saludos y las miradas de los clientes y empleados, y te acercaste a todos con una palabra cariñosa. ¿Y el día que, muchos años después, me dijiste que tenías ganas de comer chifa? Nos fuimos a uno que hoy ya no existe, nos sentamos como dos comensales más ante las miradas curiosas de los clientes y comimos un buen chifa. Pero eso no fue todo. Al terminar, le dijiste al mozo que no te irías sin saludar y felicitar a los cocineros. Y entramos a la cocina y saludaste a todos, y con todos tuviste unas palabras de elogio y agradecimiento. ¡Qué revuelo se armó!

    Es así que te recuerdo, tío. Fuiste nombrado obispo muy joven, a los 38 años, y cardenal —el más joven del mundo— a los 48. Eran otras épocas, de largas capas, solemnidades y misas en latín. Pero asististe en las cuatro sesiones del Concilio Vaticano II y conociste quizá como nadie la Iglesia por dentro, porque también participaste en la elección de tres papas. Creo que te movías en Roma como en tu propia casa, pero tu verdadero hogar no eran los palacios vaticanos sino tu casita sencilla de Santa Catalina, en el popular distrito de La Victoria. Allí te habías mudado, luego de dejar la mansión de Javier Prado, que obsequió al Arzobispado una distinguida familia limeña, y donde te visité hasta que la transformación del Concilio y sobre todo de la Conferencia Episcopal Latinoamericana en Medellín te indicó otros rumbos, más acordes, estoy seguro de ello, con tu sencillez franciscana. De esa casa en La Victoria es que tengo los mejores recuerdos de nuestros encuentros y conversaciones. Me llamabas con frecuencia: «Eduardo, ¿te vienes a cenar conmigo?». Y teníamos largas charlas de tus recuerdos arequipeños, de política, de la actualidad eclesial. Tu preocupación permanente, como arzobispo de Lima y presidente de la Conferencia Episcopal, era mantener la unidad en la Iglesia. No estoy tan seguro de que estuvieses totalmente de acuerdo con muchas cosas, pero una de tus virtudes fue la tolerancia y el respeto por las personas. Respetabas las ideas ajenas y a las instituciones, demostrabas interés y preocupación por todos. Y con todos eras tolerante y agradecido. Soy testigo de la preocupación por tus sacerdotes diocesanos, a quienes querías y velabas por ellos como si fueran tus hijos.

    ¡Cuántos recuerdos, tío Juan (tío Eduardo, tocayo), en estos 100 años de tu nacimiento! Ya retirado de tu cargo arzobispal, por límite de edad, te visitaba en la salita del segundo piso de tu casa. Veíamos los noticieros y me gustaba mirar los muchísimos álbumes de fotos que guardabas en los armarios de tu biblioteca, con recuerdos de tus visitas a diversas partes del mundo. Nunca te aburrías en la tranquilidad de tu retiro, porque estabas al día de todo y hasta te pusiste a estudiar alemán. Pero también, estoy seguro de ello, pensabas en el final. Por eso recuerdo muy vivamente un extraño diálogo que tuvimos, uno de esos días que, luego de la cena, te acompañaba a tu biblioteca.

    —Ya no queda mucho para mi partida, Eduardo —me dijiste, con voz calmada—.

    Opté por callarme respetuosamente y escucharte.

    —¿Sabes qué le diré a Dios en el momento del encuentro? —me preguntaste—.

    —No, no me lo imagino —te respondí—.

    —Nada. Nada, Eduardo. Me quedaré callado esperando que él diga Su Palabra.

    Estuve seguro de que esa fue la mayor expresión de tu fe, la fe que guio siempre tu vida. Escuchar a Aquél de quien San Juan dice en su Evangelio: «En el principio era la Palabra». Y así te fuiste, un 16 de enero de 1997, y te acompañé hasta el momento final.

    En nombre de tantas personas que te recuerdan, gracias por tu vida y por tu testimonio.

    ¡Felices 100 años, tío Juan! Todos, tu familia, tu grey, tu Iglesia, todos te recordamos con mucho cariño.

    Eduardo Montagne Landázuri

    Presentación

    Un pastor digno sucesor de Santo Toribio

    El 19 de diciembre de 1913 Dios hizo un regalo a la nuestra Iglesia y al Perú con el nacimiento del que fue cardenal Juan Landázuri Ricketts, cuyo centenario celebramos. En su homenaje, ofrecemos a sus amigos y comunidades eclesiales este libro Caminando en el amor, el cardenal Juan Landázuri Ricketts, pastor de una Iglesia viva que recuerda diversas facetas de su vida humana y eclesial, en sus dimensiones nacionales e internacionales.

    Jesús, el Buen Pastor, nos dio un eximio sucesor de Santo Toribio de Mogrovejo que pastoreó por cuatro décadas la numerosa grey de la Arquidiócesis de Lima que le fue concedida.

    Fueron años de primavera eclesial, con una Iglesia viva y unida, con dinamismo pastoral, con una Iglesia viva y unida, con dinamismo pastoral y gran presencia en la vida social y política del país. Era la institución más respetada del Perú y la que gozaba de más confianza de la sociedad (98%).

    El cardenal Landázuri inspiraba confianza por su apertura y buen trato con todos, porque a cada uno lo acogía con alegría. Era muy cercano a los pobres y a los pueblos jóvenes de Lima, pues a ellos les dedicaba su atención pastoral y social. Asimismo, fundó la Misión de Lima e impulsó una Cáritas Arquidiocesana muy dinámica.

    No contento con ayudar a los marginados, quiso ser consecuente con el espíritu posconciliar fomentado por Pablo VI y por la Conferencia Episcopal Latinoamericana de Medellín —de la cual fue su copresidente— y decidió abandonar la lujosa residencia cardenalicia de la avenida Javier Prado, para vivir en La Victoria, en una casa sencilla.

    El cardenal, como buen pastor, veía con preocupación el crecimiento de las llamadas barriadas con nuevas invasiones. Era la periferia pobre de Lima, eran ovejas de su grey que merecían y exigían una evangelización integral, con gran contenido social. Vio que necesitaba un obispo auxiliar dedicado exclusivamente a su atención. Dios quiso que fuera yo, durante más de diez años, su obispo auxiliar para los pueblos jóvenes.

    A continuación, presento el perfil pastoral del cardenal Landázuri, diseñado por él mismo en su homilía durante la misa de despedida cuando fui trasladado a la Prelatura de Chimbote. Habla el cardenal:

    El obispo, los sacerdotes y cuantos colaboran con ellos en la acción apostólica, se deben por igual a todos y cada una de las ovejas de la grey diocesana. Ellos son responsables de todos y cada uno de los miembros del Pueblo de Dios, de su nacimiento espiritual, de su crecimiento y de su maduración en la fe, por eso deben tener como preocupación constante su salud espiritual y su promoción integral. Todos y cada uno de los miembros del Pueblo de Dios, niños, jóvenes, adultos, ricos, pobres, sanos, enfermos, instruidos o analfabetos reclaman con todo derecho la presencia activa de sus pastores.

    Los exclusivismos radicalizados debilitan el conjunto y atentan contra la acción unida, absolutamente necesaria; pero eso no impide que dentro del mismo Cristo que vino a salvar a todos pero manifestó su amorosa predilección por los más pobres, los más débiles, los más necesitados, también nosotros nos dediquemos con la debida preferencia a estos sectores más necesitados y volquemos hacia ellos toda la fuerza de nuestros afanes apostólicos. Los fieles deben estar unidos con su Obispo, dice la Lumen Gentium, como la Iglesia está con Cristo y este con el Padre para que todas las cosas se realicen por la unidad y crezcan para gloria de Dios.

    Estas palabras conciliares parecen llegar de una manera particular a la situación de nuestra arquidiócesis, dada su extraordinaria magnitud y su peculiar estructura geográfica, étnica y social; esta diversidad de exigencias y de sujetos resaltan entre nosotros con plena realidad que no podemos ignorar. Por este motivo desde hace algunos años se estructuró en nuestra arquidiócesis, multiplicando las parroquias, dividiéndolas en decanatos y agrupando a estos en seis vicarías pastorales, homogéneas en lo posible, encomendadas a la orientación y supervisión pastoral de nuestros obispos auxiliares. Lo que no indica por otro lado, que el Pastor se despreocupase, sino la corresponsabilidad [que] exigía esta división.

    Todos conocemos ese característico fenómeno migratorio creado desde hace unos decenios alrededor de nuestra ciudad; en su mayoría hermanos nuestros de la costa, partes de la sierra y de la selva emigran a las ciudades en busca de trabajo, con la esperanza de encontrar los servicios de que carecen en sus comunidades de origen y tienen que vivir en condiciones de habitación deficiente y sin los servicios esenciales que difícilmente pueden conseguir de los organismos estatales.

    Para ellos se han creado nuevas parroquias, se han establecido servicios, podemos recordar la Misión de Lima y otras obras de educación, promoción y asistencia social. Este campo integrante de las tres primeras vicarías fue que confiamos a la acción y supervisión apostólica de monseñor Luis Bambarén, quien con celo infatigable ha llevado a sus moradores no solo el pan de la Palabra de Dios y el pan de la Gracia por medio de la Eucaristía y los demás sacramentos, sino también el aliento promocional a sus pobladores y la protección y defensa de sus derechos humanos que les aseguran el pan material de cada día.

    Y ahora hermanos, conviene que digamos esto, no han faltado quienes distorsionando los hechos han querido ver en algunas de sus actuaciones una injerencia extraña a la competencia de la obra evangelizadora de la Iglesia. A estos padres les recordaríamos las palabras [que] el Papa Paulo VI, en su carta apostólica Evangelii Nuntiandi, dice acerca de la relación entre la Evangelización y la Promoción Humana. Entre Evangelización y Promoción humana, dice, existen lazos muy fuertes, vínculos de orden teológico ya que no se puede disociar el plan de la creación del plan de la atención, que llega a situaciones muy concretas de injusticia que hay que combatir y de justicia que hay que restaurar. Vínculos de orden eminentemente evangélico como es el de la caridad porque ¿cómo proclamar el mandamiento nuevo del amor al prójimo, sin promover mediante la justicia y la paz, el auténtico y verdadero crecimiento del hombre? Nunca quizá como en nuestros días, hermanos, ha sido tan fuerte la tensión entre acción pastoral y las actividades de promoción humana. Hay quienes exigen a la Iglesia la misión de predicar el Evangelio y administrar los sacramentos, al margen de toda injerencia en los problemas sociales, económicos y políticos que atañen al mundo y a nuestra patria. En contraposición, por otro lado, hay quienes les exigen que se olviden de su función pastoral y religiosa y se ocupen casi exclusivamente de actividades puramente sociales, económicas o políticas.

    Ambas posiciones, la una o la otra, son falsas, porque son parciales, unilaterales. La Iglesia, Pueblo de Dios, es enviada al mundo por Jesús, como él fue enviado por el Padre, para que el mundo crea y se salve. Esta es su misión propia, esencial e irrenunciable. La salvación que promueve es esencialmente liberadora del pecado en todas sus manifestaciones. Por eso, impulsa también la transformación integral de los seres humanos y del mundo social en que se desarrolla su vida y quiere impregnar de la vida divina toda actividad humana, incluida de manera especial la actividad promotora del bien común, promoviendo la justicia y la fraternidad entre los hombres.

    La Iglesia tiene como misión suya y esencial y específica la proclamación íntegra y total del Evangelio. Esto es la Evangelización. Pero como dice Paulo VI, la Evangelización no sería completa sino tuviese en cuenta la interpelación recíproca que en el curso de los tiempos se establece entre el Evangelio y la vida concreta, personal y social del hombre. Precisamente por eso, la Evangelización lleva consigo un mensaje explícito, adaptado a las diversas situaciones y constantemente actualizado por los deberes y los derechos de toda persona humana. Sobre la vida familiar sin la cual apenas es posible el progreso personal. Sobre la vida comunitaria de la sociedad, sobre la vida internacional, sobre la paz, la justicia, el desarrollo, un mensaje especialmente vigoroso en nuestros días sobre la liberación.

    Que este ejemplo del pastor bueno Juan Cardenal Landázuri nos sirva para conservar o revivir una pastoral comprometida con el Pueblo de Dios en sus diversas realidades, con comunidades eclesiales evangelizadas y evangelizadoras.

    El mejor obsequio al cardenal en el centenario de su nacimiento será recuperar el dinamismo apostólico, saliendo del silencio eclesial, para acompañar al Pueblo de Dios. Volver a los años de una «Iglesia profética que anuncia, denuncia y acompaña» desde el Evangelio siguiendo a Jesús, camino, verdad y vida. No una Iglesia instalada, sino encarnada.

    La renovación del Pueblo de Dios que propugna su Santidad el papa Francisco, nos conduce a recuperar lo que fue nuestra Iglesia en Lima y el Perú en las cuatro décadas de un pastor como su Eminencia el cardenal querido, cercano y recordado, Juan Landázuri Ricketts OFM.

    Como el papa Francisco, él quiso con su ejemplo y su línea pastoral una «Iglesia pobre […] para los pobres».

    ¡Que desde el cielo nos siga acompañando nuestro cardenal amigo!

    Luis A. Bambarén Gastelumendi SJ

    Nota del editor

    El presente libro quiere ser un homenaje agradecido de algunos amigos del cardenal Juan Landázuri Ricketts que en diversos momentos de su vida sentimos su cercana presencia de pastor y amigo, pues nos ayudó a comprender y a amar a la Iglesia del Señor en el Perú.

    No escribimos este texto todos los amigos sino algunos, sabiendo que en su larga vida son muchísimos los que pueden testimoniar con escritos acerca de su magna obra, pues se trata de un personaje que marcó definitivamente la historia de la Iglesia y del Perú. Por ello es preciso que desde los más diversos sectores se escriba para honrar su memoria, desde perspectivas y ángulos diferentes. Quiere este volumen no ser el último sino el primero de una serie que permita celebrar el centenario de su nacimiento recordándolo, en el más profundo sentido de la palabra recordar, es decir, volver a meter en nuestro corazón su vida y su obra, fiel a Jesús en todos los aspectos de su vida.

    Hemos reunido apenas estos primeros veinticuatro artículos divididos en siete capítulos, más el octavo dedicado a conocer algunos textos del mismo cardenal; siendo pues ocho más el prólogo y la presentación. Sin duda, es imposible que estos puedan agotar la magnitud de la vida del cardenal Juan. Ojala que este año del centenario muchas iniciativas editoriales sean emprendidas.

    Los autores nos hemos reunido y, como en la época del cardenal, hemos formado un grupo al que llamamos «grupo de amigos del cardenal Juan Landázuri Ricketts», a nombre de quienes escribo esta nota, al ser encargado por ellos de la edición, lo cual ha sido un verdadero honor y alegría.

    Asimismo, hemos querido poner como título del libro una traducción aproximada, en gerundio, del lema en castellano que el cardenal Juan puso para su misión episcopal en latín Ambulate in delectione: «Caminando en el amor». Este texto de Pablo (Ef. 5,1) en su original es un imperativo (Caminen en el amor); en su libro Recuerdos de un Pastor, el cardenal Juan no lo tradujo en imperativo sino en infinitivo, «Caminar en el amor», como correspondía a su carácter sencillo y promotor. Como ese camino comenzado en la Iglesia de Lima ha dejado una huella imborrable, hemos creído que una manera de rendirle homenaje es manifestar que seguimos caminando en el amor del Señor que él nos dejó con su testimonio de pastor, mucho más en los difíciles pero esperanzadores momentos que vive la Iglesia universal con el Pontificado del papa Francisco.

    Así pues, lo hemos subtitulado «el pastor de una Iglesia viva», porque creemos que todo el esfuerzo del papa Francisco hoy requiere de ejemplos concretos que inspiren al pueblo fiel a hacer efectiva y viva la Iglesia de los pobres. Landázuri supo ser fiel al inspirador primero de esta perspectiva eclesiológica genuinamente evangélica para los tiempos modernos, el papa Juan XXIII, y logró plasmar una Iglesia viva que llenó de esperanza y alegría a todo nuestro pueblo peruano, y en especial a los pobres de nuestro país. Es más, cuando ocurren crisis en la Iglesia, como hemos visto en todo el mundo, se requiere hoy más que nunca anunciar y vivir a Jesús «la verdad, el camino y la vida».

    Ante la nueva situación histórica que se abre en la Iglesia, y frente al agotamiento de los modelos eclesiales tradicionales anunciados por el papa Francisco, Landázuri debe ser retomado en el espíritu y en la acción de una Iglesia viva que contempla a Jesucristo en el rostro de los pobres y confía en ellos para anunciar el Reino de Dios a través de la misericordia.

    Carlos Castillo Mattasoglio Pbro.

    Contexto histórico

    La obra memorable de un Pastor ejemplar

    Armando Nieto Vélez SJ

    El ingreso de fray Juan Landázuri Ricketts en la jerarquía eclesiástica del Perú se puede fechar en el día 8 de mayo de 1952, cuando el papa Pío XII lo nombró arzobispo titular de Roina y coadjutor (sin derecho a sucesión) del cardenal Juan Gualberto Guevara, arzobispo de Lima desde el 16 de diciembre de 1945, luego del fallecimiento de monseñor Pedro Pascual Farfán de los Godos.

    El nuevo arzobispo coadjutor fue consagrado en Lima el 24 de agosto de 1952. La Arquidiócesis de Lima comprendía entonces —geográficamente— el departamento de Lima (excepto la provincia de Cajatambo y la parroquia de Ámbar en la provincia de Chancay, que pertenecían al obispado de Huaraz) y la Provincia Constitucional del Callao. La extensión de Arzobispado de Lima abarcaba 34 168 kilómetros cuadrados.

    La Rectoría de Lima (Cercado) incluía solo 17 parroquias, a las que había que añadir las parroquias del Rímac, Miraflores, San Isidro, Santa Beatriz, La Victoria, Magdalena Vieja (Pueblo Libre), Magdalena del Mar, San Miguel, Barranco Chorrillos, Surco, Ate, Carabayllo, Lurín, Lurigancho y Chilca.

    Además le correspondían las ocho vicarías foráneas: Barranca (Pativilca, Supe); Callao (con Bellavista y La Punta); Canta, Cañete y Chosica (con Huarochirí); Huacho (con Chancay, Chacras, Huaral y Sayán); Yauyos; y Huarochirí. En total se registran 104 parroquias.

    La población total de la Arquidiócesis de Lima se estimaba en 1 420 000 habitantes; el número de sacerdotes, en 527, de los cuales 121 eran diocesanos (107 nacionales y 14 extranjeros) y 406 del clero regular (de los cuales 69 eran nacionales y 337, extranjeros).

    Los seminaristas mayores eran 32. Las religiosas de clausura eran 307, y 1483 las de vida activa. Los religiosos dirigían 35 colegios de varones, con 15 956 alumnos, y las religiosas tenían a su cargo 61 colegios de mujeres con 19 143 alumnas.

    No había en ese año de 1952, fuera de monseñor Landázuri, ningún obispo auxiliar de Lima, pues monseñor Federico Pérez Silva CM (que lo fue del cardenal Guevara) fue promovido a la diócesis de Piura.

    El 26 de noviembre de 1954 falleció, a los 72 años, el cardenal y arzobispo de Lima, Juan Gualberto Guevara, que había gobernado durante ocho años la arquidiócesis primada. Su deceso ocurrió dos semanas antes del V Congreso Eucarístico Nacional y Mariano, acontecimiento eclesial cuidadosamente preparado mediante grupos y comisiones

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