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El llanto de Vasco
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El llanto de Vasco
Libro electrónico117 páginas1 hora

El llanto de Vasco

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Vasco Vázquez de Quiroga y Alonso de la Cárcel, nacido en 1470, en Madrigal de las Altas Torres, Ávila, España, más conocido como Tata Vasco, soñó, encarnó y vivió su Utopía con un concepto de Hospital-pueblo, en los que había una casa común para enfermos y dirigentes de la agrupación, además de casas particulares, a las que se llamaba "famili
IdiomaEspañol
EditorialProceso
Fecha de lanzamiento14 sept 2022
ISBN9786078709007
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    El llanto de Vasco - Jorge Munguía Espitia

    Índice de contenido

    Portada

    Portadilla

    Legal

    Viñeta apertura

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Portadillavasco

    Ediciones Proceso, Coordinador: Juan Guillermo López G.

    Revisión y corrección: Tomás Domínguez, Daniel González, Audrey Omar Rodríguez

    Diseño y formación: Alejandro Valdés Kuri, Fernando Cisneros Larios

    El llanto de Vasco

    Primera edición: septiembre, 2019

    D.R. © 2019, Comunicación e Información, S.A. de C.V.

    Fresas 13, colonia Del Valle, alcaldía Benito Juárez

    C.P. 03100, Ciudad de México

    D.R. © Jorge Munguía Espitia

    Diseño de viñetas: María Munguía G.

    edicionesproceso@proceso.com.mx

    Queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía, el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares de la misma mediante alquiler o préstamo públicos.

    Imagen de portada: Fragmento del mural Historia de Michoacán de Juan O´Gorman.

    Los editores nos declaramos a disposición de los propietarios de los derechos de autor que se hayan omitido.

    ISBN: 978-607-7876-94-6

    Impreso en México / Printed in Mexico.

    vivas001

    I

    –¡Las tinieblas son las que dominan la vida de los hombres! ¡No existe la claridad en este mundo y la mayoría de nuestras almas son siniestras. Sólo algunas, muy pocas, son luminosas; la mayoría somos seres oscuros y necios!

    Gritó fray Ginés en el momento que entró al refectorio. Luego se dirigió al rincón donde solía comer. Nadie se sentaba con él, siempre lo hacía solo. Los hermanos lo miraban llegar y callaban; invariablemente aparecía cuando todos estaban por iniciar la cena. La comida para él estaba servida. Era el único que podía acompañar sus alimentos con todo el vino que quisiera. Cuando estaba bebido se levantaba de su silla y dirigiéndose a los demás sacerdotes y novicios les espetaba una breve y contundente plegaria que los dejaba temblando. Todos lo toleraban y temían.

    Pasaba el día en su habitación leyendo libros que sólo él podía sacar de la biblioteca o en el patio mudéjar del monasterio, donde se sentaba. Algunas veces hablaba para sí y lo hacía en voz alta; sus palabras eran tan duras, que quien las escuchaba inmediatamente huía del lugar santiguándose. Ningún superior le llamaba la atención.

    Fray Ginés era un hombre mayor de carnes enjutas y un rostro de finas facciones y ojos inquisidores. La complexión indicaba que en la edad adulta había realizado una gran actividad física y todavía conservaba ese vigor.

    A mí me intrigaba y quise saber quién era, por lo que solicité permiso a mi superior para poder acercármele. El padre Simón, director del convento, me dijo que tenía que consultarlo con el obispo, porque fray Ginés era un religioso terrible.

    Así lo hizo y seis semanas después llegó la respuesta al monasterio de Santa María de la Rábida. El superior me mandó llamar y dijo que su ilustrísima, el señor obispo, daba su anuencia, siempre y cuando fray Ginés aceptara. Asimismo, puso algunas condiciones, como no alterarlo y acompañarlo únicamente durante las cenas, los paseos por los jardines, los bosques aledaños, la ribera del río y ocasionalmente hasta el mar. Además, pidió nunca visitarlo en su celda ni aceptar ningún libro o escrito. Cualquier infracción a estas restricciones de mi parte cancelaría el permiso.

    Al día siguiente irrumpió en el comedor vociferando, como frecuentemente lo hacía. La cena era el único alimento del día en que todo el monasterio estaba reunido. Las otras comidas las hacían los hermanos a diferentes horas según sus actividades.

    –El recato es una máscara –vociferó fray Ginés– para ocultar nuestro rostro perverso. Detrás de esa humildad y modestia está el afán de mezquindad. Todo lo que la mayoría de ustedes quieren es asegurar sustento y prestigio a través de la sotana y el púlpito. Pocos, poquísimos aman a su hermano y siguen los principios de Jesucristo o de San Francisco de Asís. La condición humana es diabólica y muchos de ustedes, satánicos, porque abusan de los pobres y débiles para su beneficio. Les hemos hecho creer a los humildes que nos necesitan para su redención y a cambio de ella les pedimos sumisión y exigimos sustento. Así cobramos muy cara su salvación y garantizamos la manutención.

    Fray Ginés se dirigió a su lugar en el comedor. Cuando se sentó, el superior inició la bendición de los alimentos y pidió perdonar a los irascibles y paciencia para todos. Al final de la oración agregó con una voz de trueno:

    –Bendice, Señor, a estos tus hijos sordos, ciegos y complacientes. Hazlos oír y ver más allá de sus órganos. Haz que lo hagan desde el alma, lugar a partir del cual escucha y mira el piadoso. Hazlos darse cuenta, Señor, de su situación privilegiada y distante para que la enmienden y estén cerca del dolor y la miseria, es decir, de la vida misma. Perdona a los necios y manifiesta tu impaciencia frente a la injusticia. Amén.

    El silencio se hizo en la habitación y sólo fue roto cuando entraron los pinches de la cocina a servir los alimentos. Yo me levanté de mi lugar y me dirigí a la mesa del padre Ginés, quien me miró con extrañeza.

    –Soy el hermano Indalecio y le pido permiso para sentarme con usted durante las cenas y acompañarlo en algunos momentos del día –le dije.

    –Si no temes escuchar la verdad y conocer a un cínico, siéntate. Con respecto a tu acompañamiento en otras horas, ya te diré si la acepto. ¿Te manda alguien a vigilarme? ¿Por qué quieres hacerme compañía?

    –Yo solicité permiso para estar con usted y lo hice porque me intriga su persona. No he sido enviado por autoridad alguna.

    –La curiosidad lleva al saber y éste no siempre es dichoso. A veces es mejor no enterarse de muchas cosas. Allá usted. Celebro que el acercamiento sea por su gusto y no por mando alguno.

    Empezó a comer la sopa y luego el guisado que acompañaba con un vaso de vino, que repetidamente llenaba de una botija traída del merendero por los ayudantes. Pareció ignorarme y, entre bocado y bocado, hablaba entre dientes. Terminó de alimentarse y siguió bebiendo hasta que se le turbó la mirada.

    Fray Ginés no era un anacoreta entregado a la oración y la penitencia. Era un hombre de acción. Había renunciado a las riquezas y comodidades de la vida para difundir el mensaje de las sagradas escrituras y las palabras de los bienaventurados, en especial de San Francisco de Asís. En la Nueva España, la mayor parte de su vida la dedicó a evangelizar a los indígenas. Fue a esas tierras porque así lo quiso y pudo hacerlo, pues conoció al obispo Vasco de Quiroga y a otros religiosos, quienes lo animaron. El contacto cotidiano con los nativos y en especial con los purépechas, le dio una perspectiva particular de la condición humana y de la civilización. Fray Ginés era de esos hombres capaces de ver en la oscuridad a partir de su sagacidad.

    –Todos los hombres son y han sido salvajes –dijo fray Ginés, mirándome intensamente. Y de manera irreflexiva empezó a hablar sobre lo que había vivido.

    Supuestamente fuimos a la Nueva España a educar a los salvajes. Llegamos como cristianos avanzados. Olvidamos que no hacía mucho tiempo éramos como los bárbaros de las Indias que miramos con horror y curiosidad. La llamada civilización es la máscara utilizada para esconder el primitivo y verdadero rostro. Aquí en este mismo monasterio hubo sacrificios humanos.

    Abrí los ojos e hice un gesto de sorpresa, por lo que fray Ginés comenzó a reír y luego gritó para que todos en el refectorio escucharan:

    –Este ha sido un lugar de barbarie y de muerte.

    Al escuchar su potente voz, la mayoría de los frailes comenzaron a salir. Sabían que el anciano iba a iniciar su típica perorata y para no inquietarse, abandonaron el lugar.

    –Mire, Indalecio, como huyen los timoratos. Las verdades asustan porque muestran otras realidades diferentes a las que les meten en la cabeza a través de libros y predicas.

    Se quedó en silencio unos segundos, como si estuviera en el pasado. Luego dijo, despacio:

    –Hace mucho tiempo, en el siglo II dC, se erigió un altar a Proserpina, hija muy querida del emperador Marco Ulpius Trajano Magno, por mandato del gobernador de Palos llamado Terreum. El templo estaba ubicado en donde ahora se encuentra nuestro querido monasterio de Santa María de la Rábida. La intención del gobernante era adular al César, por lo que también estableció el día 2 de febrero para halagar a la doncella con una festividad que estableció por ley. Así, a través de un edicto, obligó a todas las mozas a asistir a la celebración para luego, mediante la suerte, elegir a varias de ellas y sacrificarlas. La inmolación era realizada por la persona más allegada a la víctima, a unos metros del río. La sangre derramada por las decapitaciones escurría hasta el afluente y el agua ensangrentada era bebida por la gente

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