Misterioso es el corazón
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Orlando es un pintor de carácter malhumorado, de sentimientos confusos: con tan sólo cincuenta años se siente viejo sin posibilidad alguna de nuevos estímulos, de nuevas inspiraciones. Es un hombre orgulloso, "un imperialista impetinente" como le gusta llamarse, desde hace ya algún tiempo percibe que la vida fluye a través de sus dedos como arena y no sabe cómo recuperarla. Elvira por su parte, es una mujer joven decepcionada con el destino, especialmente con aquel relacionado con lo sentimental. Inesperadamente, abandonada por su prometido, siente traicionada y vacía su alma. El padre Alfonso es un sacerdote peculiar: ingobernable, rebelde, ama pastorear las almas y, cuando se da la ocasión, juntarlas. Un trabajo artístico encargado a Orlando que tiene como objetivo retratar a Elvira sembrará los cimientos de algo que quizás podría devolverles el alma y la alegría a dos personas que creían que los habían irremediablemente perdido. Misterioso es el corazón, recibió la mención del mérito con el Premio Vico Sul Gargano-Novelas cortas en 2008. Incluye también la novela Corazones en línea que obtuvo el premio Racconti nella Rete en 2003.
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Misterioso es el corazón - Amneris Di Cesare
Para Ubaldo y Michele.
Sin duda, de nuevo juntos
En la otra vida.
Reconocimiento del premio
Vico Sul Gargano
Novelas cortas
2008
MISTERIOSO
ES EL CORAZÓN
––––––––
Traducción por: Itzel López
Revisión por: Anabel Vázquez
1.
—Me llamo Orlando Cimarosa, el Padre D’Auria me espera...—
Una vez más, llegó tarde. No sabía cómo explicar este cambio de hábito, de comportamiento. Su puntualidad siempre había sido notoria. No obstante, desde hace algunos meses, no podía seguir el ritmo frenético de la vida. Como si cada cosa, hubiera tomado una aceleración repentina de la cual no sabía más como mantener el paso. Unas noches antes, había llegado tarde al banquete en honor a la condesa Marcheselli, hoy se presentaba unos treinta minutos más tarde del tiempo que él mismo había fijado para esta cita misteriosa. A la condesa le había gustado su entrada como primera dama, cuando ya todos los comensales estaban presentes y esperaban impacientes. A un artista se le perdona su imprudencia y su escaso cumplimiento de las reglas. Pero, ¿para el Padre D’Auria habría sido lo mismo?
—Padre Affonso dice- ahora- misa- altar- a San Bernardino— el joven africano en la recepción contestó automáticamente y no hizo caso a su respiración jadeante mezclado con vergüenza —al fondo-derecha-iglesia, por favor...—
Dando por hecho, que estuviese allí por motivos espirituales, les había recitado su letanía informativa privadísima sin ni siquiera levantar la vista de la operadora, y él, a su vez no consideró necesario explicarle nada acerca de la verdadera razón de su visita. En una carta que vino por correo, un fraile, a quien conocía desde hace años pero que no frecuentaba ya desde hace mucho tiempo, lo invitaba a una entrevista privada. El asunto lo había intrigado, pero al mismo tiempo le causaba una gran inquietud. Lo que quería, en la carta, el fraile no lo explicaba en absoluto.
¿Una asesoría artística?
¿O más bien un interrogatorio?
Una sospecha había surgido en él: el temor de tener que someterse a uno de los tantos sermones habituales que los sacerdotes están acostumbrados a hacer a cualquier persona, estaba dándole vueltas de una manera discreta pero implacable, y la idea de ser llamado hijito, a él, un cincuentón impenitente, era razón suficiente para irritarse. Se consoló con la idea de cruzar los austeros pasillos del claustro que conducían de un lado de la iglesia al otro lado del convento, y de tener la facultad, reservada para muy pocas personas ajenas a ese lugar de clausura, de observar (le habría sido imposible no hacerlo, hambriento de lo bello que era) los frescos medievales pintados en las grandes cúpulas del patio. Tan pronto como entró en la iglesia, frunció el ceño por el agudo olor de incienso mezclado con cera de vela consumida que atacó sus fosas nasales. No le quedó nada más que hacer que acercarse a la razón de su cita. Encogiéndose de hombros, avanzó casi con cautela, retirándose inmediatamente de la nave central de la basílica. El gran crucifijo en el altar parecía mirarlo con severa desaprobación, oprimiéndolo. Sentía una mirada sobre él que lo remitía a épocas enterradas bajo el polvo de la memoria, conscientemente y difíciles de olvidar, lecciones de catecismo después de las misas dominicales obligatorias, carreras desenfrenadas tras un balón en los jardines de la escuela dominical, reglazos en los dedos por no haber podido memorizar los actos de contrición y el "requiem eternam". Todavía podia ver la larga sombra de Don Mario, el párroco, al llegar con sus botas polvorientas y esa cara puntiaguda que lo miraba de lado, imponiéndole silenciosamente los piadosos arrodillamientos y las actitudes contritas cuando avanzaba hacía el altar con los dones del ofertorio. A todo esto, todavía se rebelaba íntimamente y con vehemencia. Se agachó a los costados del pasillo, desde donde veía naves menores rodeadas con rejas de bronce y de las cuales se alzaban altares inmaculados y murales de admirable hechura. El sonido de los tacones sobre el mármol acompañaba su paso avergonzado, su desconcierto. Intentó observar las preciosas esculturas de algunos murales para simular así el interés profesional. Un canto gregoriano se deslizó disimuladamente desde un pasillo lejano invadiendo el silencio de ese lugar austero.
No, la misa no. Si él me hace esto... pensó con un gesto de molestia. Las cuestiones religiosas le daban urticaria, y el padre Alfonso lo sabía. Hubo un tiempo, en donde se habían frecuentado constantemente, habían