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Heiliges Herz
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Libro electrónico261 páginas3 horas

Heiliges Herz

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En la Alemania de la posguerra, durante los años ´50, una mujer joven sostiene un hogar para niños huérfanos. Para lograrlo ella debe hacer malabares con los pocos recursos que le llegan, entre burocracia y destratos.La novela de Matt D. Ivansky resulta muy perceptiva sobre la situación de la infancia, los traumas, los esfuerzos de cuidado y los sueños de quienes habían sobrevivido a la devastación bélica. Y hay espacio además para algunos amores clandestinos que necesitaban astucia para abrirse paso.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento10 abr 2022
ISBN9788728062234

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    Heiliges Herz - Matt D. Ivansky

    Heiliges Herz

    Copyright © 2022 Matt D. Ivansky and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788728062234

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    I.

    Ofelia Mardeaux caminaba en círculos por el living de su casa, tratando de recordar, y no lo lograba. Si no le fallaban los cálculos, estaba en esa dramática tarea hacía por lo menos cuarenta y cinco minutos, y nada. No había caso, el recuerdo no venía.

    El reloj de pared, infalible, marcaba las 3 a.m. En sus memorias infantiles, esa hora tenebrosa había tenido siempre un peso insoslayable; un poco de prudencia era suficiente para rezar o estar en compañía –en segura compañía- si ese momento de la madrugada lo agarraba a uno despierto. Pero eso correspondía al tiempo de su madre, y por lo tanto, no tenía de qué afligirse. Las implicancias sobrenaturales de esa hora era algo que la tenía sin cuidado, ya que su labor diaria le había mostrado una y mil veces que lo único válido y real era el esfuerzo cotidiano en la arena del mundo.

    No hay caso, no lo recuerdo, volvió a decir, sujetándose el cinto de su bata de lana oscura, la misma que había usado durante todos esos años, viviendo en esa misma casa, la última de la cuadra, la chiquita, de techo marrón con caída hacia la calle. La del jardín delantero con una breve selva enmarañada de enredaderas, margaritas silvestres, lirios, y una fila de rosales que ella cuidaba diligentemente cuando los tiempos le alcanzaban. Además, los gatos que recorrían el patio delantero eran tan parte del paisaje como la casa misma, como las rosas o como Ofelia.

    Vino a eso de las nueve, me pidió ropa para el hermanito, y después me dio su dirección…Y se llamaba…¡No lo recuerdo!, volvió a intentar, y volvió a fracasar.

    La libreta de notas, con sus tapas dobladas y gastadas, desbordaba de garabatos en tinta de distintos colores. Horarios, números telefónicos, direcciones, dietas, apellidos de médicos, números de cuentas, nombres de medicamentos, números de causas judiciales, fechas de nacimiento, cumpleaños importantes, fechas de defunción. Todo tenía un lugar en la abultada libreta de Ofelia, y no pocos se beneficiaban de ello.

    El día anterior había venido el pequeño niño negro, aterido de frio y muerto de hambre, y luego de haber comido en el refugio de la buena de Ofelia, había preguntado si podía llevarse algo de ropa para alguno de sus hermanitos. Ofelia había reaccionado de inmediato, ocupada entre otras tantas cosas, y, simplemente, no había tomado nota del nombre del muchachito. No lo recordaría después tampoco, y ese había sido el motivo de su desvelo y su enojo consigo misma.

    Y así le había pasado algunas veces en el pasado, desde aquel otoño ahora tan distante en que decidiera dejar todo lo que hacía para dedicarse exclusivamente a aquella obra de servicio, sin saber siquiera cómo ni dónde iba a sostenerla, y menos aún, cuán lejos iba a poder llegar en el intento.

    Cuando se cansó de intentar recordar, se sentó en un sillón que daba al jardín de rosas y miró la noche. El invierno había sido duro, se notaba en las heladas repetidas de cinco o seis días consecutivos que no daban tregua, y que, a esas horas de la noche, cubrían todo de un brillo gélido bajo un cielo limpio, quieto y tachonado de estrellas. El pequeño hogar del rincón del living todavía crepitaba con brasas tenues, pero no había leña de repuesto a mano. Había que buscarla de la pila del fondo del patio, bajo la lona negra, junto al gallinero, pero Ofelia no saldría a esa hora. Se sentó, entonces, y, al darse cuenta que no recordaría el nombre del joven negro, dejó ir su mente a cualquier parte; la soltaba como quien le abre el corral a un animal silvestre y brioso que golpea contra el cerco de troncos, enojado por verse limitado en sus movimientos. Era una práctica recurrente en ella, aprendida en tiempos de su infancia en el colegio de religiosas al que había asistido por varios años.

    En la localidad más grande y cercana a su pequeño pueblo, el colegio del Sagrado Corazón la había visto crecer en sus claustros añejos y silenciosos, de piedra maciza y altas paredes que delimitaban el patio interno cuyo centro alojaba un majestuoso roble centenario, todo un símbolo natural de aquellas aulas.

    Entre los adultos que más habían marcado aquellos años felices, estaba el padre Hass, pragmático, frontal y serio, a veces demasiado, pero con las palabras justas en el momento justo. Portador de una cierta impopularidad entre el resto de las religiosas y directivos debido a su humor cambiante carente de toda diplomacia urbana, el padre Hass no obstante, tenía una enorme virtud: sabía el momento exacto de señalar o intervenir de manera tal, que la persona destinataria de ese gesto no lo olvidaría nunca. Como muchas compañeras y Ofelia misma dirían en más de una oportunidad, el padre Hass nunca erraba el tiro, y lograba un cambio inmediato en su interlocutor aun no deseándolo en lo más mínimo. Porque, efectivamente, él no buscaba un cambio de actitud ni, mucho menos, algún tipo de retribución o banal reconocimiento. Lo hacía porque un sentido escondido en su ser, una cierta entidad moral, así se lo imponía y él, incapaz de negarse, simplemente ejecutaba la orden.

    Así, ya ganada la confianza con sus alumnas más allegadas, pudo explicárselo un día en cierta reunión un tanto furtiva en la cual el sacerdote había tenido breve participación.

    Ofelia aun recordaba el diálogo de aquel día:

    -Pasamos la vida esperando que el acto inaugural, la ceremonia de apertura, terminen, para entonces poder recibir lo que consideramos una señal que nos indique que ha llegado nuestro momento de aparecer, de actuar, en el escenario del mundo. Y, ¿saben qué? Ese acto inaugural ya terminó hace mucho, y si durante todo ese tiempo no hiciste nada porque considerabas que tu momento no había llegado, entonces déjenme decirles que perdieron mucho tiempo, de manera grave y vergonzosa, y, lo que es peor, ese tiempo ya no volverá nunca más…¿Lo han pensado alguna vez?

    -Yo suelo pensar bastante en eso –había dicho la buena de Mary, con su gesto inocente.

    -¿En serio usted piensa mucho en eso, Srta Evans? ¿Y qué está dispuesta a hacer en consecuencia? ¡Actúe, actúe ya mismo! ¡No pierda más el sagrado tiempo que tiene entre sus manos! ¡Es muy poco y se termina pronto! ¡Actúe hoy!

    -Pero, ¿cómo hacemos cuando ni siquiera tenemos en claro cómo dar el primer paso, padre?

    -¡Y quién ha dicho que para darlo hay que saber siempre el cómo! Simplemente hay que darlo, empezar a movernos, pasar a la acción. Eso será mejor que la nada. Partimos de la base que nuestro hacer en el mundo tiene que redundar en el bien, por lo tanto, ¡hagamos algo bueno! ¡Lo que sea!

    -No lo había pensado de esa manera, padre –había dicho otra de las compañeras.

    -Pensar, pensar, pensar…Como si fuera lo más importante…Pensar no es lo más importante. ¡Hacer es lo más importante! Tenemos que hacer, siempre tenemos que hacer, y seguir haciendo y nunca retirarnos del campo de la acción.

    Las compañeras de Ofelia (y ella misma) habían quedado petrificadas en sus asientos al ver la vehemencia con la que el padre Hass les hablaba, llegando a veces a ruborizarse por la intensidad emocional que le imprimía a sus palabras. Era tanta la agitación que lo afectaba, que su pelo canoso y lacio quedaba todo desarmado sobre un costado de su cabeza alta y angulosa, con dos ojos muy azules que miraban todo sin pestañear jamás. Su camisa negra con el cuello blanco y su pequeña cruz metálica sobre el pecho, eran el uniforme obligado que llevaba cada día, de manera idéntica. Cuando hacía frio, una campera de lana y otro saco más grueso arriba lo protegían del aire helado que bajaba de la falda menor de los Alpes, desde su zona septentrional. Con su porte delgado y elegante y su paso enérgico, mostraba siempre estar dispuesto a esclarecer e iluminar a sus oyentes, y la joven Ofelia había sido de las pocas capaces de mantener fecundas charlas con el sacerdote, siendo depositaria en todas ellas de valiosas perlas de vida que atesoraría por el resto de sus días.

    Aquellos años del colegio de monjas eran motivo de largas cavilaciones para Ofelia. Ni muy convencida ni entendiendo demasiado las razones de sus padres, a sus seis tiernos años alguien decidió enviarla para su formación integral, luego de unos primeros años de una vida familiar durante la cual Ofelia recordaba haber sido circunstancialmente feliz.

    Sus padres, ya mayores y agotados, habían criado a Ofelia lo mejor que habían podido, pero, luego de cuatro hijos -uno muerto-, sus reservas para reiniciar la rutina de los biberones, los pañales, las visitas al médico y las largas noches en vela por los dientes incipientes que no dejaban dormir, habían caído a niveles mínimos, lo bastante como para tomar la decisión de que a Ofelia mejor la criaran las monjas, y allá fue la niña. Esta era su explicación más fundada, la que creyó mucho tiempo, la que más justificaba la decisión de su educación religiosa tratándose de dos padres apenas creyentes y muy poco afectos a las misas y los sacramentos cristianos en general. Cuando, una vez, Ofelia, ya adolescente y habiendo madurado en casi todos los frentes de su vida, se lo planteó a sus padres durante una visita al pueblo de la familia, estos lo negaron casi en un ataque de risa. Les había parecido una locura, una interpretación aberrante y hasta habían tildado a Ofelia de mal agradecida e irrespetuosa. Nunca volvería a tocarse el tema. Como siempre ocurría, su madre había aullado y maldecido, y su padre había acompañado con algunas muecas despectivas –las pocas que podía hacer.

    En medio de estas imágenes, decidió ir a la cocina y puso la tetera sobre el fuego. Viendo que muy posiblemente no iba a conciliar el sueño tan pronto, quiso tomar algo caliente. Su cocina de muebles rústicos, su mesa con un mantel bordado haciendo juego con las fundas de los respaldos de las sillas, le recordaron otra vez al colegio religioso, la tela blanca, amplia y bordada, con guardas de colores tenues que el sacerdote de turno usaba para cubrir el altar de la capilla menor. Se le mezclaron ambas imágenes; le molestó el asalto del recuerdo y sacudió la cabeza brevemente.

    Por la ventanilla de vidrios verdes, la que cubría la parte superior derecha de la cocina, se colaba el reflejo de la luna. Alguno de sus gatos había quedado afuera y, al notar su presencia en la cocina, comenzó a maullar pidiendo entrar. La brisa helada le dio en el rostro cuando Angus entró con el pelo cubierto de una fina escarcha, mirándola con sus pupilas enormes, propias del ojo nocturno del gato.

    Sacó una taza de losa celeste con vivos marrones, un platillo y una cuchara, y buscó té en hebras. Una lata grande sobre la nevera mostraba un ama de casa plumero en mano y delantal ajustado, señalando las galletitas más ricas del mundo. De su interior tomó una bolsa de tela y extrajo un puñado de hebras que metió enseguida dentro de un infusor metálico, esas bolitas perforadas que colgaban de una pequeña cadena a fin de evitar los dedos quemados con el agua hirviendo.

    El olor combinado de la lavanda, la miel y la canela subieron desde la taza humeante, envolviendo el rostro de Ofelia. Lo aspiró largamente y creyó sonreír, mientras, otra vez, la cara del muchacho negro reaparecía en la pantalla de su mente. Recordó entonces a Omar, aquel viejo, también de raza negra, que tanto tiempo había colaborado con su obra y que solía discutir con ella por cuestiones no muy claras ni categóricas, cuestiones para las cuales Ofelia no tenía respuesta.

    -Usted es demasiado confiada, señora. No todo el mundo se acerca a usted con buenas intenciones. Ni siquiera es sincera. Dicen tener un problema y no lo tienen. En realidad, intentan llevarse algo y después no volverán…Hágame caso, ¡no los reciba! –le había dicho una tarde, mientras cortaba el césped de la pequeña parcela que ocupaba el salón grande de la institución.

    -Quizás usted tenga razón, Omar, no se lo niego. Quizás sean muchos más los malintencionados e interesados que los verdaderos colaboradores sinceros, y yo simplemente no pueda verlo…

    -¡Son muchos años, señora! ¿Hasta cuándo va a tenerles paciencia? Después, cuando vienen los problemas, son los primeros en hablar mal de usted…

    A continuación, Ofelia era asaltada por un enjambre de recuerdos que poco o nada tenían que ver con lo planteado por Omar. Sintiendo la tensión subir por su espalda, cerró los ojos con su taza en mano. El alud se detenía de golpe porque su mente se había bloqueado, o, mejor, porque ella había querido bloquearlo para no seguir recordando, para no seguir mirando en el espejo de la memoria. Pero los flashes, como siempre, vendrían, uno tras otro, para latigarla nuevamente, como si no hubieran tenido bastante tras tan largos y pesados años. ¿Qué haría? ¿Lo resolvería alguna vez? ¿Se quitaría de encima esas imágenes un día?

    No tenía respuesta para eso.

    Con la taza en mano y escoltada por Angus, volvió para el living y se sentó junto al hogar, que, aunque se seguía apagando, aun largaba calor. Ahí se sentó y tapó su espalda con una manta que tomó del respaldo de la silla. Luego, estirando la mano, tomó su libreta de notas y buscó una hoja nueva para tomar unos apuntes rápidos. El día siguiente iba a ser largo, ya que los albañiles y pintores iban a venir a terminar la reparación de la cocina del Hogar, y tendría que esperarlos desde temprano. Con trazos rápidos, anotó:

    -Llamar a Ernest.

    -Comprar otra lata de diluyente.

    -Llamar a la panadería y reclamar lo de la semana pasada.

    -Llamar al Dr. Wauer por el caso de Franz.

    -Conseguir hojas y útiles escolares

    -Llamar al veterinario

    -Preparar la paga para los albañiles (revisar el presupuesto del pintor)

    -Llamar a la Sra. Von Franz por las clases de lenguas.

    Eran demasiadas. Tenía otras, lo sabía, pero no quiso pensar más. Eran casi diez cosas para resolver desde temprano, y si se ponía a pensar, seguramente anotaría otras más. No lo haría, no ahora. Seguramente que con las primeras horas del alba y ya en pie como desde hacía tantos años, su mente engrosaría la lista sin ella proponérselo en lo más mínimo. Además, en el transcurso de la mañana y mientras se hallara trabajando en el Hogar, nuevas tareas del momento se anexarían a las programadas.

    Ahora tomaría su té y volvería a la cama. Eran las 5 a.m. y afuera helaba como en el ártico; por ser invierno, no amanecería como hasta las 8 a.m. Quizás aún podía dormir un par de horas.

    Se sintió algo cansada y agobiada, y temió el aluvión de recuerdos; de esos en particular, antes de quedarse dormida.

    Se acurrucó y se tapó, y Angus se acomodó a su lado.

    Nada se escuchaba en la cuadra, ni siquiera el sonido del viento.

    II.

    -¿Y qué otra cosa recuerdas de ese día, Anna?

    -Un niño lloraba del otro lado de la puerta. No sabíamos quién era, ni si estaba con alguien o lo habían dejado solo. Hacía mucho tiempo que lloraba y teníamos miedo…

    -¿Qué hicieron entonces?

    -Esperamos a que mi papá se quedara dormido, y entonces, sin hacer ruido, fuimos a ver…Uno de mis hermanos no podía caminar porque le dolían mucho las piernas. La paliza había sido muy fuerte ese día…

    -Entiendo, Anna…

    -Mi papá estaba muy borracho, y además decía que se había peleado con un amigo que le debía plata. Después decía que ese amigo había estado con mi mamá, y por eso se peleó con él.

    -¿Y tu mamá qué decía?

    -Ya no vivía con nosotros. Se había ido hace más de medio año…

    -Y cuando tu papá no estaba, ¿quién los cuidaba?

    -Nadie…Nosotros nos cuidábamos. Yo cuidaba a Blaz y Melanie. Los otros más chicos ya vivían con mis tías…

    -¿Nadie?

    -No, nadie.

    -¿Y cómo hacían con las cosas de la casa, la limpieza, la comida? ¿Iban a la escuela?

    -Yo les cocinaba a mis hermanos, y además limpiaba. Ellos me ayudaban, a veces. Y no, no íbamos a la escuela…

    -¿Alguien de la escuela los visitó?

    -Una vez vino una señora que se llamaba Berta, me acuerdo, y tenía anteojos muy grandes y escribía en una hoja. Nos hizo preguntas, pero estaba mi papá…

    -Entonces no pudieron contar las cosas como realmente eran…

    -Claro…Mi papá nos miraba mientras hablábamos…Nos miraba serio. Sabíamos que no teníamos que contar nada. Blaz era muy chico; estaba pegado a mí. No se movía de mi lado.

    -¿Cuántos años tenías tú cuando pasó eso?

    -Cinco más o menos…

    -¿Y tus hermanos?

    -Melanie tenía tres, y Blaz dos…

    -¡Eran muy chicos!

    -Sí.

    -¿Y con cinco años qué cocinabas?

    -Yo sabía hacer arroz, y panes con té. Pero un día agarré mal el agua y me quemé…Me quemé por salvar a Melanie, que estaba al lado mío…Me quemé acá, en el brazo…

    Ofelia tomaba notas sentada en su escritorio del Hogar Heiliges Herz, ese edificio grande y austero ubicado en la periferia de la ciudad, cerca de la ruta vieja que salía hacia el oeste. Era una vieja casona donada por el municipio con la intermediación de un cura misionero, y Ofelia había ido acondicionándola poco a poco, ya que le habían asegurado que sería el inmueble definitivo donde el Hogar funcionaría. Ya estaba cansada de tener que mudarse repetidamente de un lugar a otro y, en muchos sentidos, empezar de cero, a veces perdiendo cosas valiosas entre una mudanza y otra.

    Ofelia tomaba notas. Nuevas notas en la lista de notas del día anterior, tareas que se habían sumado a las ya programadas, como pasaba siempre. Siendo apenas las 7 a.m., ella ya estaba en su oficina, con su taza de té, sus anteojos y su ropa de lana bien pegada para afrontar las bajas temperaturas de mediados de enero. Había escrito unas cuantas tareas más y, como siempre le pasaba, algún recuerdo venía y la tomaba por sorpresa. Esta vez había recordado a la pequeña Anna, con sus trenzas pelirrojas, sus pecas y su pie izquierdo lesionado que jamás había curado del todo. Recordaba cómo al hablar de las cosas más atroces jamás pestañeaba, ni lagrimeaba, ni manifestaba emoción alguna; como si todo le hubiera pasado a otra niña y no a ella, siendo el suyo un relato de un testigo no participante, como una voz impersonal que relataba lo que vio y oyó desde un punto lejano del espacio.

    Pero a Anna le había pasado todo eso y mucho más. La sola anécdota de su pie lesionado era pavorosa, y así como la exhibición inocente de su brazo deformado por la quemadura del agua hirviendo, Anna también solía repetir el episodio que le valiera quedar renga de por vida.

    -Por eso el pie me quedó así…

    -No entiendo Anna…

    -Claro, yo no lo pateé queriendo.

    -Ya lo sé, Anna. Por supuesto que no. Estabas llevando la bandeja con las tazas para tus hermanos…

    -Claro.

    -¿Entonces?

    -Pasé por al lado de él, me tropecé y le pisé el pie. Él estaba dormido y cuando lo pisé se despertó. Se enojó mucho, me agarró del

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