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EL ÚLTIMO GRAN MAESTRE
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Libro electrónico548 páginas7 horas

EL ÚLTIMO GRAN MAESTRE

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Adéntrate en el intrigante mundo de Leonardo, el abad de un influyente monasterio, injustamente acusado por sus propios hermanos de haber llevado al suicidio a su predecesor. Atrapado en una red de conspiraciones, Leonardo es perseguido por la implacable Santa Inquisición, pero logra escapar. Sin embargo, el destino le depara más desafíos cuando se cruza de nuevo con el dominico que lo condenó, obligándolo a huir una vez más. En su escape, una misteriosa hermandad secreta, en desacuerdo con la Iglesia, se cruza en su camino, intrigada por las visiones de Leonardo en las que Dios expone sus quejas sobre la humanidad.

Avanzando cinco siglos en el tiempo, Rafael se encuentra inmerso en la trama al recibir la visita de Ignacio. Este le muestra una cautivadora caja tallada en madera, hallada por casualidad en una ermita, que contiene un pergamino intrigante. Ignacio le insta a investigar su antigüedad, llevando a Rafael a colaborar con una experta profesora en la Edad Media que data el manuscrito del siglo XV.

La historia toma un giro impredecible cuando Ignacio, herido de muerte, entrega a Rafael otro pergamino similar que conduce a una segunda caja escondida. Rafael y la profesora se embarcan en un viaje por varias ciudades de Europa, perseguidos por la mafia rusa y los enigmáticos Hermanos de la Verdad, quienes anhelan el fin de la Iglesia. En su búsqueda, descifran enigmas que los llevan a descubrir las cinco cajas, conduciéndolos finalmente a un códice que revela el secreto más anhelado por la humanidad: la creación del mundo y el porqué del hombre.

Esta novela te sumergirá en un emocionante viaje lleno de aventuras, enigmas que desafían la mente, traiciones intrigantes y peligros inminentes. ¿Te atreverás a descubrir los secretos enterrados durante siglos y desentrañar el misterio que ha perdurado desde la Edad Media hasta nuestros días?

IdiomaEspañol
EditorialLak Powet
Fecha de lanzamiento21 feb 2024
ISBN9798224174867
EL ÚLTIMO GRAN MAESTRE
Autor

Lak Powet

I am a management and analysis computer technician.  I am Spanish and I dedicate my free time to writing what I would like to read.

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    EL ÚLTIMO GRAN MAESTRE - Lak Powet

    1 LA RENUNCIA

    Anno Domini 1403

    Monasterio benedictino de San Colgat.

    Cataluña.

    Aquel frío y húmedo amanecer de otoño, el sol luchaba por asomarse tímidamente entre las nubes grises que dominaban el cielo con autoridad y recelo. Durante toda la noche, la lluvia había caído sin cesar, y las goteras que salpicaban la abadía eran numerosas.

    Leonardo, uno de los monjes responsables de la educación de los novicios, esperaba a su pupilo junto a la puerta de la sala capitular. El aire que corría por los pasillos de la abadía anunciaba la llegada inminente del invierno. Con las manos entrelazadas bajo su hábito, luchaba por disimular los temblores que le provocaba el frío. Cada vez que un hermano pasaba a su lado y le saludaba con una inclinación de cabeza, él respondía con una sutil sonrisa.

    Leonardo era uno de los hermanos más queridos y respetados de la comunidad. Su amabilidad y su devoción a Dios, sin excesiva rigidez en las normas monásticas, le habían ganado el afecto de todos. Aunque no era uno de los más ancianos del monasterio, llevaba varios años en sus muros.

    De repente, escuchó su nombre llamado al final del pasillo y vio al hermano Benicio, uno de los jóvenes novicios de la comunidad, que avanzaba apresuradamente por el gélido claustro. Leonardo sonrió ante la espontaneidad y alegría de su joven pupilo, aunque algunos hermanos le lanzaron miradas de reproche por el grito que rompió la paz del monasterio.

    El joven avanzaba dando pequeños saltos, tratando de evitar los charcos para mantener sus pies secos. Aunque el frío no era de su agrado, lo soportaba con entereza, considerándolo un sacrificio en honor a Dios.

    Benicio saludó a su maestro agitando el brazo con entusiasmo. A medida que se acercaba, una extraña sensación le revolvía el estómago. No estaba seguro si era debido al hambre que sentía o a la ansiedad de asistir a su primera reunión con toda la comunidad.

    Leonardo recibió a su pupilo con cariño, apreciando su espontaneidad y alegría. La vida no había sido fácil para Benicio, pero eso era algo que compartía con muchos. Se había unido a la orden religiosa para evitar convertirse en un soldado y para escapar del hambre que había experimentado desde que quedó huérfano. Su único hermano había partido a la guerra y nunca más supo de él. La granja de su padre fue confiscada por el señor local poco después de la partida de su hermano, lo que lo dejó con poco más que la ropa que llevaba puesta y un poco de pan.

    Leonardo intentó mantener la compostura, aunque sus labios reflejaban una leve sonrisa ante la franqueza de Benicio, que le recordaba a sí mismo en su juventud.

    Juntos, entraron en la enorme sala capitular, mientras Benicio se dirigía hacia un lateral, dado que aún no era monje y no tenía acceso a la sala principal. El joven novicio se apresuró a ubicarse frente a los demás novicios para no perderse ni un detalle de lo que sucedería en la reunión. La magnitud de la sala lo sorprendió, albergando a casi sesenta hermanos de la comunidad. Era una sala cuadrada con un hermoso suelo de madera dispuesto en patrones geométricos. El abad ocupaba un lugar en la pared del fondo, frente a la puerta, con los hermanos dispuestos en un semicírculo según su antigüedad. A ambos lados de la silla del abad se encontraban dos ventanas que dejaban entrar el sol, dándole un aspecto divino en los días más soleados.

    Todos los hermanos se apresuraban a llegar, conscientes de la aversión del abad hacia los retrasos en las reuniones de la comunidad. Después de la llegada del último hermano, el padre abad entró lentamente y se sentó sin dirigir la mirada a nadie. A diferencia de otras ocasiones, no sonrió al entrar; algo lo preocupaba.

    La reunión comenzó con la asignación de tareas, excepto para los hermanos responsables de las labores diarias. El hermano tesorero se encargaba de distribuir las vestimentas de los monjes, mantenía la ropa de cama, proporcionaba material para la iluminación del dormitorio y el cuarto de los novicios, y administraba las limosnas recibidas por el monasterio.

    El hermano cillerero era responsable de abastecer de víveres al monasterio y de custodiar el vino, tanto en su almacenamiento como en su distribución. Durante las comidas, dirigía el servicio y atendía a los huéspedes. En la cocina, recibía ayuda de un hermano de menor rango, quien supervisaba a los hermanos que, por turnos semanales, se encargaban de cocinar.

    El refitolero asistía al cillerero y se encargaba del servicio en el refectorio. Tres monjes ayudantes se ocupaban de colocar los manteles, los cubiertos y las copas, que solían ser de madera, además de distribuir un poco de pan.

    El agostero gestionaba el almacenamiento y el uso del trigo, colaborando con los panaderos y encargándose de la colada.

    Había un hermano a cargo de los establos y otro responsable del jardín y el huerto, que abastecían al convento. El resto de la comunidad se dividía para cuidar a los enfermos y a los ancianos que necesitaban asistencia, mientras que los novicios realizaban tareas de menor importancia.

    Luego de estos puntos, el abad esperó a que alguien expresara quejas o problemas relacionados con la comunidad. Afortunadamente, nadie habló.

    El abad cerró los ojos y sus labios murmuraron una oración en silencio. Luego, se puso de pie y todos los hermanos lo imitaron. Les ordenó que se sentaran con un gesto de su mano.

    —Hermanos —comenzó con voz apesadumbrada—. Siento que ha llegado el momento final de mis días.

    Se oyeron murmullos de desaprobación y algunos hermanos se mostraron alterados. El padre abad pidió silencio levantando la mano derecha.

    —Sé que muchos de vosotros me apreciáis, pero he decidido que otro hermano debe ocupar mi lugar —anunció con firmeza.

    La sala se llenó de agitación. Benicio observaba con sorpresa las reacciones de los hermanos. No entendía por qué estaban tan consternados.

    El padre abad tuvo que elevar la voz para calmar a los hermanos. Una vez que se restableció el silencio en la sala capitular, todos lo miraron con expectación.

    —El próximo domingo, en siete días —enfatizó— después de las vigilias, se llevará a cabo la votación y la ceremonia durante la misa. Debéis buscar a mi sucesor. Así lo quiere Dios.

    En silencio y con la cabeza baja, abandonó la sala mientras se formaban grupos de discusión entre los hermanos, expresando opiniones diversas.

    Benicio corrió en busca de su maestro.

    —Hermano Leonardo —preguntó tan pronto estuvo a su lado—. ¿Por qué están todos tan conmocionados?

    —Ninguno de nosotros quiere que el abad deje su cargo —respondió Leonardo con pesar.

    —¿Por qué? —insistió.

    —Ha sido un líder ejemplar, y bajo su dirección, la abadía ha prosperado enormemente. No creemos que ninguno de nosotros esté a su altura.

    Ambos se dirigieron hacia el claustro para luego dirigirse al scriptorium y continuar con las enseñanzas de Benicio. Leonardo permaneció en silencio.

    —Hermano Leonardo, ¿podré votar? —preguntó Benicio.

    —No —respondió tajante Leonardo—. La elección del superior de la comunidad o abad recae en los votos de los hermanos que han hecho la profesión solemne, es decir, aquellos que han completado su noviciado. Además, el candidato elegido debe obtener al menos dos tercios de los votos, y las votaciones son secretas.

    Benicio asintió con resignación, y ambos continuaron su camino hacia el scriptorium, donde se sumieron en sus estudios y enseñanzas.

    ***

    En un rincón apartado del calefactorio, Casiano, el hermano más antiguo de la comunidad, meditaba sobre cómo llevar adelante el plan en el que había invertido tanto tiempo y esfuerzo. El abad había renunciado para evitar que su secreto más profundo se revelara, un secreto que Casiano conocía gracias a una casualidad divina. Conocía a cada uno de los hermanos de la comunidad, sus secretos, cómo manipularlos y, lo más importante para sus propósitos, cómo forzarlos a votar a su favor. Durante la semana de reflexión, se reuniría con todos y cada uno de ellos. Aquellos que mostraran resistencia recibirían la visita de Guillermo para persuadirlos. Estaba decidido a convertirse en el próximo abad y estaba dispuesto a recurrir a las artimañas más mezquinas para lograrlo.

    No albergaba dudas acerca de Guillermo. La lealtad de este hacia Casiano era inquebrantable. Después de pasar años luchando contra los moros en Oriente y regresar sin posesiones, Guillermo había mendigado por las calles de Barcelona hasta que Casiano lo acogió y lo llevó al monasterio para ofrecerle una vida más digna. Guillermo estaría dispuesto a hacer cualquier cosa que Casiano le pidiera, eso lo tenía claro.

    Terencio, por otro lado, era como un hermano menor para él. Habían crecido juntos en el mismo hogar, y la familia de Casiano lo había adoptado después de la muerte de sus padres.

    Sin embargo, la situación con Leonardo sería diferente. Leonardo era de espíritu puro y Casiano sabía que enfrentaría dificultades al tratar de ganarse su apoyo.

    ***

    Habían transcurrido siete días desde la renuncia del padre abad, y la semana había sido inusual para todos en la comunidad. El ambiente estaba cargado de tensión, y las conversaciones se limitaban al tema de la renuncia y sus motivos. Nadie lograba comprender por qué un hombre inteligente y sano como el abad había renunciado, especialmente cuando ningún miembro de la curia eclesiástica había visitado el monasterio en años, y la comunidad no tenía quejas sobre su liderazgo.

    Todos coincidían en la virtud y la religiosidad del abad. Durante esos días, asistió solo a las obligaciones de su cargo, como los rezos y las misas, y pasó el resto del tiempo en su celda. Incluso había cenado apartado de la comunidad en un par de ocasiones. Nadie se atrevía a especular sobre la razón detrás de su renuncia, y solo él cargaba con el peso de su secreto. Nadie sabía de sus noches de insomnio, sus lágrimas derramadas en silencio y su miedo a que su oscuro pasado se hiciera público. Se sentía abrumado y castigado por Dios.

    Aquella mañana de domingo, el sol brillaba con intensidad, como si la primavera quisiera prolongarse indefinidamente para evitar que el invierno llegara. La comunidad estaba bajo una gran presión, ya que la elección que estaban a punto de realizar tendría un impacto en cada uno de ellos y en la comunidad en su conjunto, y no había vuelta atrás.

    El padre abad celebró el primer oficio del día, pero su estado anímico parecía empeorar con el tiempo. Se le veía compungido, pálido y con ojeras profundas. Parecía ausente, como si su espíritu estuviera en otro lugar. Una vez que terminó, toda la comunidad se dirigió a la sala capitular en silencio absoluto. El padre abad se sentó en su lugar por última vez, con los ojos perdidos en la distancia y la voz entrecortada por la tristeza, pidió que se iniciara la votación. El novicio más joven fue llamado para llevar a cabo el proceso. Todos los hermanos pasaron uno a uno, siguiendo su antigüedad, y depositaron su voto en una bolsa de cuero que estaba frente a ellos.

    Una vez que todos los votos se recogieron y contaron en absoluto silencio, el padre abad recibió el saco y comenzó a mostrar los votos uno a uno a un novicio que actuaba como testigo. A medida que avanzaba, su expresión cambiaba, y una sonrisa comenzó a aparecer en su rostro. La comunidad, al verlo sonreír, sintió un alivio generalizado. Sin embargo, nadie notó la mirada maliciosa que el abad le dirigió a Casiano, una mirada que solo él entendió. Casiano supo que había perdido.

    Una vez que se contaron todos los votos, el padre abad, con un semblante rejuvenecido y satisfecho, se levantó y anunció:

    —Después de realizar la votación en secreto —hizo una pausa dramática—, anuncio que el hermano elegido es Leonardo, con cuarenta y cinco votos.

    Leonardo se sorprendió, lo cual se reflejó claramente en su expresión. Todos los hermanos se acercaron para felicitarlo, y Benicio luchó por contener las lágrimas al ver a su maestro elegido como el nuevo abad.

    Casiano, por otro lado, no podía entender por qué no había sido elegido. Durante la semana, se había asegurado de obtener la mayoría de los votos de la comunidad. Se sentía traicionado, y la rabia se reflejaba en su rostro. Vio cómo su última oportunidad se desvanecía, pero se juró a sí mismo que no se daría por vencido.

    Luego, los novicios abrieron las puertas de la iglesia, y los habitantes del pueblo entraron para felicitar al nuevo abad. Leonardo era muy querido por todos, y la comunidad estaba satisfecha con el resultado. El padre abad saliente se acercó y le dio un fuerte abrazo y un apretón de manos.

    A mediodía, tras el repique de las campanas de la abadía, el abad saliente comenzó la misa. Luego, durante la ceremonia, Leonardo juró obediencia a la Santa Sede, realizó un examen canónico y recibió los símbolos de su cargo. Durante el ofertorio, presentó las ofrendas y dijo la misa junto al prelado. Finalmente, Leonardo, ahora como el nuevo abad, caminó por la iglesia bendiciendo a los fieles durante el canto del Te Deum.

    Llegó el momento de que Casiano se acercara a Leonardo. La iglesia quedó en silencio, y cada paso de Casiano resonaba con fuerza en las paredes. Se detuvo frente a Leonardo, apoyado en su bastón, y lo miró con una media sonrisa que no agradó al nuevo abad. Leonardo extendió el brazo para bendecirlo, pero antes de que pudiera hacerlo, tuvo una visión perturbadora. Vio a Casiano llevando la cruz pectoral y riéndose con burla, y entre ambos, había una reja. Su respiración se aceleró, y quedó atrapado en un trance.

    Las palabras de Casiano lo sacaron de su ensoñación.

    —Os deseo un próspero mandato —dijo Casiano con un hilo de odio y rencor en la voz.

    2 ISAÍAS

    La vida en la abadía continuó con una cierta normalidad después de la elección de Leonardo como abad. Leonardo desempeñó su función con dedicación y alegría, y poco a poco comenzó a implementar algunos cambios que consideraba necesarios para la comunidad. A pesar de su responsabilidad, había logrado olvidar la extraña visión que tuvo en el momento de su nombramiento, cuando vio a Casiano con la cruz pectoral y a él mismo entre rejas.

    Leonardo seguía rezando todos los días por el bienestar de la comunidad, por la gente y por la Iglesia, aunque aún no sabía los desafíos que enfrentaría debido a su cargo.

    Una mañana, después de la misa, la comunidad se reunió en la sala capitular. Mientras Leonardo tomaba asiento y observaba a sus hermanos, notó la sonrisa en sus rostros, pero también la tensión en el ambiente. Sin preámbulos, Jeremías se puso de pie y carraspeó para llamar la atención de todos.

    —Padre abad —dijo Jeremías, mostrando cierto nerviosismo que apenas lograba ocultar—. Ante la situación de abandono de nuestro hermano Benicio, quisiera solicitar vuestra aprobación, así como la de toda la comunidad, para ser su mentor.

    Leonardo guardó silencio por un momento, consciente de la reputación de Jeremías y de sus inclinaciones poco apropiadas. Sabía que Jeremías tenía un historial problemático con su debilidad por los jóvenes, y la propuesta levantó sospechas. Algunos hermanos rieron, lo que solo aumentó la incomodidad en la sala.

    Sin embargo, Leonardo se adelantó a las consecuencias y respondió de manera firme:

    —El aprendizaje de Benicio estará a cargo de Salvatore —declaró—. Además, necesitamos a alguien que lo ayude en la cilla.

    Jeremías asintió con la cabeza, pero su expresión reflejaba su frustración. Se había imaginado ganando la cercanía de Benicio y no estaba dispuesto a ceder fácilmente.

    —Salvatore, a partir de hoy serás responsable de las enseñanzas de Benicio —dijo Leonardo con autoridad—. Deberás rendir cuentas ante la comunidad si surgen problemas.

    Salvatore, un hermano procedente de Italia, aceptó la responsabilidad con una sonrisa y afirmó:

    —Sí, padre. Será un honor para mí.

    Leonardo sabía que Benicio aprendería mucho de Salvatore y que había tomado la decisión correcta al evitar que Jeremías se hiciera cargo de la educación del joven novicio.

    ***

    La tensión en la abadía no disminuyó, y Leonardo continuó enfrentando presiones y desafíos por parte de algunos de los hermanos más antiguos. Sin embargo, la vida seguía su curso, y el abad se mantuvo firme en sus decisiones.

    Un día frío y sombrío de noviembre, Leonardo recibió la visita de Casiano en su celda. La atmósfera era pesada, y Leonardo sabía que la visita no era una mera formalidad.

    —Padre abad —dijo Casiano con una voz apagada desde detrás de la puerta—. ¿Puedo entrar?

    —Sí, adelante —respondió Leonardo, anticipando que la conversación no sería fácil.

    Casiano abrió la puerta y entró, apoyándose en su bastón. Se sentó en un pequeño taburete y habló con determinación:

    —Vuestra elección de que Salvatore enseñe a Benicio no fue la más acertada, padre abad. Jeremías habría sido un mejor mentor.

    Leonardo sabía a lo que se refería, pero quería escucharlo de Casiano.

    —¿Por qué creéis eso? —preguntó, aunque sabía la respuesta.

    —Porque Jeremías habría enseñado a Benicio ciertas lecciones que no se encuentran en los libros —respondió con malicia—. El amor entre hombres puede ser satisfactorio, y quizás sea lo mejor para borrar la sonrisa y la inocencia de su rostro.

    La conversación tomaba un giro oscuro, y Leonardo estaba decidido a no ceder ante las insinuaciones de Casiano.

    —¿Por qué siempre deseáis que el odio florezca en los demás? —cuestionó Leonardo, sabiendo que los problemas estaban lejos de terminar—. A lo largo de los años, jamás os he visto sonreír.

    Casiano se puso de pie y se acercó con una mano temblorosa. Agarró la cruz que Leonardo llevaba colgada al cuello y la miró con ojos brillantes.

    —Esperaba llevar esto en mi propio pecho —dijo con desprecio, apretando la cruz con fuerza—. Pero os advierto que no la llevaréis mucho tiempo si no atendéis a mis condiciones. Aunque no la lleve, me pertenece por derecho.

    Leonardo sabía que tarde o temprano tendría que enfrentarse a Casiano. No se amedrentó ante sus amenazas, a pesar de la posibilidad de una visita de Guillermo en cualquier momento.

    —No me amenacéis —declaró con valentía, sosteniendo la mirada de Casiano—. Fui elegido en un proceso secreto, y también he contribuido mucho a esta comunidad. No tenéis más derecho que ningún otro hermano.

    Casiano sonrió levemente antes de dirigirse hacia la puerta.

    —Sois muy valiente —comentó con una sonrisa siniestra—. Pero tened cuidado, las paredes del monasterio ven y escuchan en la oscuridad.

    La advertencia de Casiano resonó en la mente de Leonardo mientras observaba cómo se alejaba. Sabía que el conflicto con Casiano estaba lejos de resolverse y que debía estar preparado para enfrentar lo que viniera.

    ***

    La noche era oscura y silenciosa mientras Leonardo caminaba por el claustro en dirección al refectorio. Sin embargo, de repente, escuchó pasos que se acercaban rápidamente hacia él. Sobresaltado, se giró temiendo lo peor. Una mano agarró la manga de su hábito y lo empujó hacia el interior del locutorio. Al reconocer al hermano Isaías, sintió un alivio momentáneo.

    —Necesito hablar con vos —dijo Isaías, visiblemente asustado, llevándolo a un rincón apartado de la sala.

    Se acercaron a unas velas, cuyas llamas parecían reflejar el miedo que Isaías sentía.

    —¿Pero hermano, qué os ocurre? —preguntó Leonardo, preocupado por la angustia en el rostro de Isaías.

    —Escuchad con atención —susurró Isaías, mirando nerviosamente a su alrededor—. Decidí renunciar al cargo de abad cuando…

    Un pesado silencio llenó la sala, y Leonardo esperó a que Isaías continuara.

    —¿Cuándo? —insistió.

    —Tengo miedo por vos —confesó Isaías, su voz temblando.

    —¿Por mí? —respondió Leonardo, desconcertado—. ¿Por qué?

    —Tened cuidado con Casiano —afirmó Isaías, sin dejar de mirar alrededor como si temiera ser escuchado—. Es peligroso. Os amenazará incluso con vuestra propia vida si no hacéis lo que él desea.

    Leonardo trató de restar importancia a las palabras de Isaías, pero este insistió con miedo en sus ojos.

    —No temáis —respondió—. Esta mañana he recibido su visita.

    Isaías estaba visiblemente alterado.

    —¡No sabéis de lo que es capaz! —advirtió con desesperación—. Temo incluso por mi propia vida.

    —No digáis tonterías. No sería capaz de cometer tal atrocidad. Sería un pecado imperdonable ante los ojos de Dios. Id en paz y no os preocupéis.

    Isaías le dio un beso en la mejilla antes de partir, con lágrimas en los ojos y la cabeza gacha. Leonardo quedó pensativo por un momento, desconcertado por las palabras de su antecesor. Luego, siguió su camino hacia el refectorio.

    Mientras tanto, en la otra parte de la sala, una sombra se movió, y alguien fue testigo de la conversación en la penumbra.

    ***

    La noche era oscura y silenciosa, mientras Benicio se dirigía presuroso hacia la iglesia para el primer rezo de la mañana. La pequeña campana en el pasillo anunció la hora Prima, indicando que estaba a punto de comenzar. Sin embargo, en su camino se dio cuenta de que había olvidado el libro de rezos en su celda. Apresuró el paso de regreso al claustro. La luz de la luna iluminaba el camino empedrado, y al pasar junto al árbol en el centro del patio, chocó con algo que lo tiró al suelo.

    Benicio se levantó rápidamente, confundido y aturdido por el impacto. Al mirar hacia arriba, se encontró con una aterradora escena: Isaías estaba ahorcado. Su rostro pálido, la lengua sobresaliendo y los ojos fuera de las cuencas.

    El joven novicio sintió náuseas y un profundo terror. Se levantó apresuradamente, pero sus zapatillas resbalaron en el suelo húmedo debido al relente. Tras varios intentos fallidos de mantener el equilibrio, finalmente logró ponerse en pie y corrió hacia la iglesia. Entró de golpe, aún temblando y con lágrimas corriendo por sus mejillas.

    —¡Padre abad! ¡Hermanos! ¡Isaías se ha ahorcado! —gritó aterrorizado desde el final de la iglesia.

    Leonardo, corriendo hacia él, se aproximó. Benicio se arrodilló y aferró con fuerza la cogulla del abad, intentando explicar entre sollozos lo que había presenciado. Su tartamudeo dificultaba la comprensión, pero su angustia era evidente.

    —¡Cálmate, Benicio! ¿Qué estás diciendo? —instó Leonardo, zarandeándolo en un intento de obtener una respuesta más clara.

    —¡Isaías se ha ahorcado! —repitió entre sollozos, sus labios temblando—. ¡Está colgado del árbol en el claustro!

    Leonardo, Salvatore y varios hermanos salieron corriendo hacia allí. La luna iluminaba la espeluznante escena del cuerpo de Isaías, aún oscilante. Leonardo ordenó que lo descolgaran y, con profundo dolor, se dirigió hacia la iglesia.

    Casiano, como era de esperar, no se movió de su sitio, y Jeremías, aprovechando la confusión, consolaba a Benicio.

    —¡Os juro que no quedaréis impune por esto! —acusó Leonardo a Casiano, lleno de ira y dolor.

    —¡Cómo os atrevéis a acusarme! —gritó Casiano, levantándose y golpeando el suelo con su bastón.

    —¡No sois digno de llevar esa cruz! —agregó Terencio.

    —¡Vigilad vuestras palabras! —advirtió Guillermo, dejando claro que Casiano tenía el respaldo de ambos—. ¡Sabemos de vuestras presiones sobre el pobre Isaías para que renunciara a su cargo!

    —¡Pero… pero no tengo nada que ver! —tartamudeó Leonardo, desconcertado y sobrepasado por las acusaciones.

    —Acordaos de mis palabras —le susurró Casiano al oído—. Yo soy el padre abad, aunque no lleve la cruz. Venid esta noche a mi celda. Acordaremos las condiciones.

    Leonardo se sentía impotente y abrumado por la situación. Recordaba las palabras de Isaías la noche anterior, advirtiéndole sobre su miedo a morir. La situación era insoportable, y su mente estaba nublada por la confusión y el dolor.

    Varios hermanos entraron a la iglesia, cabizbajos y tristes, y Leonardo, a pesar de todo, tuvo que iniciar el rezo. Era obligatorio, y nada podía hacerse por Isaías en ese momento.

    ***

    Leonardo sabía que se encontraba en una situación delicada y peligrosa. Las amenazas de Casiano eran graves, y si decidía enfrentarse a la Inquisición, su vida y su reputación como religioso podrían estar en juego. Sin embargo, también sabía que no podía ceder ante sus exigencias corruptas y traicionar la confianza de sus hermanos, que lo habían elegido legítimamente como abad.

    Tras vísperas, se dirigió a la celda de Casiano que continuó con sus acusaciones y amenazas, tratando de doblegar la voluntad de Leonardo. Pero este último se mantuvo firme en su decisión de no sucumbir a la corrupción y al chantaje. No estaba dispuesto a traicionar sus principios religiosos y a la comunidad que lo había elegido con honestidad.

    Ante la negativa de Leonardo, Casiano continuó mencionando la influencia de su hermano Rodrigo en la Inquisición y sugiriendo que podía enfrentar consecuencias graves si no obedecía. Sin embargo, Leonardo se mantuvo decidido y afirmó que se enfrentaría a cualquier acusación que pudiera presentar su hermano.

    Después de abandonar la celda de Casiano, Leonardo se dirigió a la iglesia, abrumado por la angustia y la pena. Necesitaba encontrar fortaleza en la oración y buscar una solución a esta situación complicada. Sabía que tendría que lidiar con las consecuencias de su negativa a ceder ante las amenazas de Casiano, pero estaba dispuesto a defender la integridad de la abadía y su fe en Dios. La incertidumbre y el conflicto interno lo atormentaban, pero se aferraba a su fe y a la esperanza de que la verdad prevalecería.

    3 EL ARRESTO

    Finales de noviembre.

    Leonardo desempeñaba su función como padre abad con diligencia y entusiasmo, convencido de que las amenazas de Casiano eran meramente infundadas. Incluso había compartido sonrisas con él en las instalaciones del monasterio, durante las reuniones de la comunidad o en momentos más íntimos. Sin embargo, esa mañana, mientras Leonardo paseaba por el claustro conversando con uno de los frailes, un carruaje se detuvo frente a las puertas del monasterio, sin previo aviso, presagiando un brusco y sorprendente giro en su vida.

    La campana pequeña ubicada junto a la entrada principal del monasterio comenzó a vibrar intensamente, oscilando de un lado a otro, incluso poniendo en peligro la integridad de su soporte. Uno de los frailes cercanos reaccionó con sorpresa y, temiendo que la campana cayera, se apresuró hacia la puerta.

    Antes de que el fraile pudiera abrirla, se escucharon golpes y voces amenazadoras. Los soldados empujaron la puerta bruscamente, haciendo que el fraile cayera hacia atrás. Un dominico entró detrás de ellos sin pronunciar palabra.

    Bartolomé, desde cierta distancia, observó la escena y se apresuró a buscar a Leonardo.

    —¡Padre abad! —exclamó alterado al llegar al claustro.

    —¿Qué ocurre?

    Bartolomé no pudo responder de inmediato. Otro dominico y dos soldados aparecieron por el fondo del pasillo. Leonardo comprendió al instante lo que estaba sucediendo.

    —Abad —declaró el dominico, desplegando un documento oficial—, habéis sido acusado de varios delitos contra las leyes de Dios. La Santa Inquisición os detiene.

    —¡Acompañadnos! —ordenó uno de los soldados.

    —¡Eso es falso! —replicó de inmediato—. Deseo conocer las acusaciones en mi contra.

    —Lo sabréis si el procurador fiscal lo permite —respondió el dominico, acostumbrado a tales circunstancias.

    —¡Acompañadnos! —gritó el soldado.

    A Leonardo le temblaron las piernas. Se persignó y siguió a sus captores, sosteniendo con firmeza su libro de rezos.

    —Padre abad —dijo Bartolomé—, pero…

    —Tranquilizaos. No hay motivo de preocupación —respondió, poniendo una mano en el hombro de Bartolomé—. Todas estas acusaciones son infundadas. Pronto regresaré.

    Bartolomé se apresuró a dirigirse al calefactorio, confiando en encontrar a un hermano con quien compartir la noticia. Abrió la puerta con fuerza, asustando a los frailes que se refugiaban allí para escapar del frío y la grisura del día.

    —¡Hermanos! —exclamó con desesperación—. ¡El padre abad ha sido arrestado y llevado por la Inquisición!

    —¿Qué estáis diciendo? —preguntó uno de los frailes.

    —¿Qué ha ocurrido? —inquirió otro.

    —Un dominico y unos soldados se lo llevaron preso —declaró, mientras se persignaba repetidamente sin cesar.

    —Me dirigiré al escribano general para averiguar quién presentó la denuncia y cuáles son las acusaciones —anunció el hermano Isidro, el gran prior de Leonardo.

    La noticia sumió a todos los frailes en nerviosismo. Dos de ellos decidieron acompañar a Isidro. Por votación urgente, el hermano Salvatore quedó a cargo de la abadía.

    ***

    Casiano observaba desde la ventana de su celda cómo Leonardo era escoltado por dos soldados y subido al carruaje. Su primera maniobra había tenido éxito. En la carta que había enviado a su hermano Rodrigo unos días antes, había explicado con detalle su maquinación:

    "Anno Domini 1403

    Querido hermano Rodrigo:

    Algo terrible ha acontecido en nuestra abadía. El padre abad Isaías ha muerto de una manera espantosa, colgándose de un árbol en nuestro claustro. Nuestros corazones están destrozados ante esta trágica pérdida. Me enteré de que el sucesor elegido por la comunidad había estado otorgando favores a los hermanos durante un tiempo, asegurándose así de ganar su apoyo. Luego, una vez que tenía su lealtad, los intimidaba para conseguir su voto. Me lo reveló poco antes de este desafortunado incidente. Ahora sé por qué cometió un acto tan deshonroso.

    Confío en que puedas resolver esta desagradable situación, ya que Dios te ha bendecido con el don del juicio. Espero que tomes una decisión pronto y que nuestra comunidad pueda volver a la normalidad.

    Tu hermano, Casiano".

    Una sonrisa se dibujó en el rostro de Casiano mientras el carruaje se alejaba.

    4 LA PRISIÓN

    Fray Isidro, en compañía de sus hermanos fray Bonifacio y fray Prudencio, emprendieron su marcha hacia la casa consistorial, donde presumían que el ilustre abad Leonardo se hallaba detenido. La abadía que habitaban distaba casi una decena de kilómetros del núcleo urbano de san Colgat. Los tres monjes atravesaron con paso decidido el frondoso bosque de encinas y pinos que enmarcaba su monasterio, sumiéndose en el sendero que conducía hacia la ciudad. La jornada se presentaba lluviosa, con una fina y delicada precipitación que, al caer, punzaba la piel de los frailes como agujas afiladas. El estado de ánimo de estos estaba incluso más sombrío que la meteorología adversa que los rodeaba.

    —Debemos alcanzar la ciudad sin demora —musitó fray Isidro, su rostro reflejando preocupación.

    —No os inquietéis. Hemos recorrido la mayor parte del trayecto —respondió con aplomo fray Bonifacio.

    —Hacía muchos años que no nos aventurábamos más allá de los muros del monasterio —comentó con nostalgia fray Prudencio.

    —A pesar de las adversidades, debemos mantener nuestro espíritu incólume. No puedo decir lo mismo de mis maltrechos pies —murmuró fray Isidro mientras observaba con pesar sus extremidades, ensuciadas y dañadas por el deplorable estado del camino.

    —Ni yo —admitieron los dos frailes al unísono.

    Continuaron avanzando con premura, soportando la incómoda mezcla de barro y orines de animales y viajeros que se adentraba entre sus dedos de los pies, dificultando su caminar. El lodo manchó sus hábitos y las sandalias, y el olor que los rodeaba se tornó insoportable, en contraste con la pulcritud de su abadía y el apacible aroma de la cera consumida. Dos horas más tarde, avistaron a lo lejos parte de la muralla que rodeaba la ciudad, defendiéndola de posibles invasiones. Animado por desentrañar el malentendido que los aquejaba, fray Isidro se lanzó a correr, aunque pronto comprendió que Bonifacio y Prudencio no podían seguirle debido a sus prominentes barrigas. Aunque intentaron acompañar su carrera, sus robustos cuerpos no se lo permitieron.

    Finalmente, llegaron a la ciudad y cruzaron la puerta de san Cucufate, en honor al santo patrón del lugar. Dos soldados vigilaban el acceso, controlando la entrada y salida de personas. Las calles bullían de actividad, con comerciantes apresurados, niños que correteaban y saltaban en charcos de barro, comunidades religiosas, y soldados que velaban por la tranquilidad del entorno. Todos se movían rápidamente debido a la persistente lluvia, y el ambiente despedía un desagradable hedor. Las calles estaban sucias y pestilentes, un contraste abismal con la limpieza de su abadía.

    —Hermano Isidro, ¿dónde podrá encontrarse el abad? —inquirió Prudencio.

    —Iremos a la casa consistorial y formularemos allí nuestra consulta.

    —¿Qué sucederá si lo han recluido en prisión? —manifestó su preocupación Bonifacio—. Es lo más probable.

    —Por el momento, procederemos con nuestra consulta en ese lugar —aseveró Isidro.

    Avanzaron por las calles, sumiéndose en la multitud. Cada cierto trecho, preguntaban a los ciudadanos para obtener indicaciones hasta que finalmente llegaron a la casa consistorial, luego de recorrer buena parte de la ciudad. En la entrada, dos soldados de actitud autoritaria interrogaban a los visitantes.

    —La paz sea con vosotros —saludó Isidro al soldado.

    —¿Qué es lo que buscáis? —inquirió el soldado.

    —Buscamos a nuestro abad, apresado por la Inquisición el día de ayer.

    —Dirigíos a la cárcel, seguramente lo encontraréis allí.

    —¿Dónde se encuentra la cárcel?

    —Hacia esa dirección —señaló hacia la derecha—, descendiendo por la calle hasta llegar a la plaza de san Antonio. Luego, seguid por la calle de los alfareros hasta el final.

    —Os agradecemos vuestra ayuda. Que Dios os bendiga —expresó Isidro con gratitud.

    Se dirigieron con diligencia siguiendo la dirección proporcionada por el soldado. Al alcanzar la plaza de san Antonio y localizar la calle de los alfareros, aceleraron el paso. Finalmente, divisaron un edificio custodiado por varios soldados, marcando el lugar de destino.

    —La paz sea con vosotros —saludó Isidro.

    —¿Qué deseáis? —preguntó un soldado, escupiendo algo que masticaba.

    —Nuestro abad fue detenido por la Inquisición. Queremos saber si se encuentra preso aquí. No tenemos noticias de él desde ayer.

    —¿Cuál es el nombre de vuestro abad?

    —Leonardo —respondió con esperanza—, abad de la abadía de san Benito.

    —Esperad un momento.

    El soldado entró en el edificio. Al cabo de unos minutos, que a los frailes les parecieron una eternidad, regresó acompañado de un dominico.

    —Vuestro abad se encuentra detenido por la Santa Inquisición —anunció con autoridad, entrelazando las manos sobre su prominente barriga—. No se permite hablar con él hasta la celebración del juicio.

    —¡Exigimos conocer las acusaciones en su contra! —exclamó Isidro, elevando la voz.

    —No es necesario que alcéis la voz —rezongó el dominico—. Se le acusa de difamación contra la imagen y el respeto de su predecesor. Además, no recibiréis más información hasta que llegue el procurador fiscal.

    —¿Quién es el acusador y cuándo llegará el procurador? —preguntó Prudencio.

    —El acusador se mantiene en secreto. El procurador estará aquí en un plazo de dos días, a más tardar.

    El dominico se volvió y desapareció tras la puerta. Bonifacio, de imponente presencia física, avanzó unos pasos en un intento de detenerlo. El soldado desenfundó su espada de inmediato.

    —¡Alto! —vociferó—. ¿Qué pensáis hacer?

    Isidro se apresuró a intervenir, tirando de Bonifacio con todas sus fuerzas y separándolo del soldado para evitar que la situación empeorara.

    —¡Calma! —expresó Isidro alzando las manos—. Nos retiramos sin más altercados.

    Partieron, sumidos en la tristeza e impotencia, sin tener claro cuál sería su próximo paso.

    —¿Qué haremos ahora? Hemos prometido regresar con el padre abad —dijo Bonifacio, su rostro reflejando tristeza.

    —Partid rápidamente hacia la abadía y comunicad al hermano Salvatore lo que ha ocurrido —propuso Isidro con determinación—. Yo me quedaré en la ciudad hasta que pueda hablar con el procurador fiscal.

    —Pero, ¿dónde os alojaréis? —inquirió Prudencio con preocupación—. No lleváis suficientes monedas y la ciudad puede ser peligrosa.

    —No os preocupéis por mí —respondió Isidro, tranquilizándolos—. Conozco al párroco de una iglesia en un pueblo cercano, a unas dos horas de aquí. Id con prisa y no os inquietéis por mí. Partid en paz.

    Aunque no estaban del todo convencidos con la propuesta de Isidro, aceptaron y los tres se dirigieron hacia la salida de la ciudad. Se despidieron de Isidro, con la promesa de regresar en unos días para saber si había logrado hablar con el procurador.

    Isidro se alejó en dirección contraria. Caminó durante dos horas, recitando oraciones sin cesar por Leonardo, por su liberación y por un rápido esclarecimiento de la situación. Su mente divagaba por cada rincón de la abadía, tratando de discernir quién entre los hermanos podría haberlo denunciado. Siendo monjes de clausura, apenas tenían contacto con el mundo exterior, a excepción de las misas con los lugareños, las horas de confesión y las esporádicas visitas de cristianos que ofrecían donaciones a san Benito en busca de la absolución de sus pecados. El acusador debe ser alguien de la comunidad, reflexionó Isidro.

    Después de un rato de caminata por el fangoso sendero, alcanzó el pueblo y se encaminó hacia la pequeña iglesia. Entró y, al ver al párroco de espaldas, se dispuso a saludarlo.

    —Padre Ramón —dijo, sonriendo.

    La sorpresa fue inmensa cuando el fraile se volvió. No era el padre Ramón. Habían transcurrido varios años desde la última vez que se vieron.

    —¿En qué puedo ayudaros? —preguntó el hombre, desconcertado.

    —Lamento la confusión. Esperaba encontrar al padre Ramón —explicó Isidro con sorpresa.

    —El padre Ramón falleció hace algunos meses —informó el hombre, con tristeza en su voz—. Soy Alfredo, el nuevo párroco de esta pequeña pero acogedora iglesia. ¿En qué puedo serviros?

    —Que Dios tenga en su gloria al padre Ramón. Lamento su pérdida —expresó Isidro con respeto—. Mi intención era encontrar alojamiento aquí durante algunos días mientras resuelvo asuntos en la ciudad. No conozco a nadie allí y carezco de recursos para hospedarme en otro lugar. Soy hermano de la abadía de san Benito.

    —Conozco esa abadía —dijo Alfredo, sonriendo como si evocara gratos recuerdos—. En mi juventud, me alojé allí una vez. Fue un lugar que marcó mi vida y donde encontré mi vocación. Pero no os preocupéis. La casa de Dios es la casa de todos. Por supuesto que estáis bienvenido a quedaros aquí todo el tiempo que necesitéis. Además, la compañía siempre es agradable.

    —Os agradezco vuestra amabilidad.

    —Permitidme acompañaros a vuestra habitación. Descansad cuanto necesitéis. Nos veremos más tarde.

    Isidro se tumbó en el camastro. Sus ojos empezaron a cerrarse debido al agotamiento y la

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