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EL ÚLTIMO SUEÑO DE JACOB
EL ÚLTIMO SUEÑO DE JACOB
EL ÚLTIMO SUEÑO DE JACOB
Libro electrónico398 páginas5 horas

EL ÚLTIMO SUEÑO DE JACOB

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Después de perder a Sophia, Jacob se sume en la abrumadora oscuridad de la depresión. Su dolor lo lleva a desafiar a la misma muerte, inspirado por las revelaciones de un misterioso judío que, en sus últimos momentos, comparte el secreto celosamente guardado por maestros de la cábala y antiguos templarios. Este secreto se encuentra resguardado en un antiguo libro escrito por un druida celta, capaz de traer de vuelta a los muertos.

En su odisea, Jacob se aventura por diversos lugares, enfrentándose a complejas claves que desentrañan el misterio del libro. Sin embargo, no está solo en esta búsqueda; antiguos nazis, obsesionados con resucitar al Führer, están dispuestos a todo por obtener el libro y retomar su fallida epopeya.

La trama se teje en un emocionante tapiz de claves ocultas, acertijos templarios y enigmáticos lugares. Jacob debe resolver este intrincado rompecabezas rápidamente, mientras la amenaza de los nazis le acecha. Una narrativa cargada de giros inesperados y un ritmo vertiginoso mantienen al lector inmerso en esta fascinante odisea de vida, muerte y secretos ancestrales, manteniendo la tensión mientras Jacob lucha contra el tiempo y los nazis.

¿Logrará Jacob vencer a la muerte y recuperar a Sophia antes de que el oscuro poder del libro caiga en manos equivocadas? Adéntrate en esta odisea de vida, muerte y secretos ancestrales, donde cada página te lleva más allá de los límites de lo imaginable. ¿Te atreverás a descubrir el destino de Jacob y el misterio que yace en las páginas del antiguo libro celta?

IdiomaEspañol
EditorialLak Powet
Fecha de lanzamiento1 ene 2024
ISBN9798223944362
EL ÚLTIMO SUEÑO DE JACOB
Autor

Lak Powet

I am a management and analysis computer technician.  I am Spanish and I dedicate my free time to writing what I would like to read.

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    EL ÚLTIMO SUEÑO DE JACOB - Lak Powet

    PRIMERA PARTE

    1 LA PÉRDIDA

    Hospital Memorial Sloan Kettering, Nueva York.

    17 de Octubre de 2003

    Las lágrimas brotaron descontroladas de los ojos de Jacob cuando el monitor cardíaco comenzó a emitir un pitido constante. La línea del ECG se tornó plana, y su mano, que aún se aferraba a la suya, perdió toda la fuerza. Jacob sintió con desgarro cómo ella se deslizaba inexorablemente lejos de él. La piel de su amada se volvió pálida, un frío gélido que parecía reflejar el vacío en su pecho. Observó con un horror indescriptible cómo su pecho ya no se movía, cómo esa armonía mágica que solía marcar el ritmo de la vida, el latir de su corazón, ahora yacía en silencio, inmóvil. La calidez que emanaba de ella, que apenas unos instantes antes lo reconfortaba, se desvaneció gradualmente, y lo asaltó un miedo insondable.

    En un abrir y cerrar de ojos, varias enfermeras entraron precipitadamente en la habitación. Una de ellas lo guio hacia afuera. El doctor Phelps pasó a su lado con urgencia, abriendo la puerta de la habitación y entrando en ella. Antes de que la puerta se cerrara por completo, Jacob vislumbró a su esposa pálida, con la mandíbula caída, y una enfermera la cubrió con una sábana.

    Jacob no pudo evitar que sus rodillas cedieran y se desplomó al suelo. Lloraba, sin poder contener el torrente de dolor que inundaba su ser. Le resultaba imposible expresar con palabras lo que sentía en ese instante. Su mundo se derrumbó sin remedio, y un gemido angustioso escapaba de sus labios. No quería aceptar que ella se había ido para siempre, no quería admitir que nunca más la vería. No podía soportar la idea de no tenerla en sus brazos, de no sentir el calor de sus labios ni el suave roce de su mano en su rostro. No podía concebir una realidad en la que jamás escucharía su voz ni su risa.

    Las lágrimas continuaron su lento y doloroso camino por sus mejillas, mientras su respiración entrecortada parecía un eco de su propio tormento. En medio del desgarrador dolor, anheló con todas sus fuerzas unirse a ella en ese momento, suplicó en silencio a Dios que su propio corazón se detuviera. Deseó con fervor estar en su lugar, deseó con todas sus fuerzas dejar de vivir. Jacob sabía que su vida llegaba a su fin en ese instante.

    2 TRISTE REALIDAD

    17 años antes.

    Nueva York, 1986.

    Jacob Smith era un joven como cualquier otro. A sus dieciocho años, todavía no se había preocupado por su futuro. Consideraba que no era necesario hacerlo. Creía en el destino, que la vida te deparaba lo que estaba escrito en algún rincón del universo, sin necesidad de pedirlo, esperarlo o luchar por ello. Esta convicción le hacía pasar los días a la espera de que la magia de la existencia obrara su efecto. En cambio, pensaba que anhelar algo con demasiada intensidad podía convertir el lugar que albergaba todo lo que uno debía tener en su contra, negándote tus deseos. Por tanto, su vida se deslizaba como una línea recta, carente de anhelos o ilusiones.

    Tenía pocos amigos, ninguno de los cuales consideraba como el mejor amigo. Carecía de ese confidente al que confiarle todos sus secretos, con quien hablar abiertamente sobre tus inquietudes, deseos o problemas. Anhelaba tener un amigo así, uno que estuviera dispuesto a escuchar en cualquier momento, a acompañar a cualquier lugar, sin importar si le apetecía o no. Deseaba que esa amistad surgiera inesperadamente, como resultado de la magia de la vida, aunque la esperanza de encontrar a ese amigo se desvanecía con el tiempo.

    No trabajaba y no necesitaba mucho dinero para sus escasas salidas con amigos o las esporádicas fiestas. No era un joven aventurero que frecuentara bares y fiestas a las que rara vez era invitado. En esos lugares, según sabía por relatos ajenos, el alcohol y las drogas eran moneda corriente, y las peleas solían estallar.

    Jacob vivía con su padre en la calle 121 W del barrio de Harlem, en un pequeño apartamento de dos habitaciones, cocina-comedor y baño. La parte trasera del apartamento daba a un patio interior repleto de basura, con un olor desagradable y la presencia de ratas. Las dos ventanas frontales daban a la calle. Jacob solía apoyarse en el alféizar, observando a sus vecinos mientras discutían por trivialidades e incluso llegaban a pelear por nimiedades.

    Poco antes de terminar su último año de secundaria, su padre lo hizo sentar a la mesa del comedor y le entregó un documento. Jacob intuía que no era una conversación agradable, aunque desconocía el contenido. Las palabras fueron escasas. Su padre le comunicó que no podía costearle una educación universitaria, señalando los ingresos limitados y los numerosos gastos. Reconocía la difícil situación económica que enfrentaban desde que su madre los abandonó. Su padre lidiaba con el dolor y las penas ahogados en el alcohol. Además, enfatizó que, considerando su edad y su falta de éxito académico, lo mejor era trabajar y contribuir a la economía familiar.

    Jacob permanecía en silencio, sin saber qué responder. Carecía de argumentos y no deseaba contradecir a su padre. A pesar de su lucha contra el alcohol, su padre había sido la única fuente de amor en su vida desde que nació, a quien le estaría agradecido por siempre.

    Su madre, por otro lado, jamás le mostró amor, cariño o ternura, algo que Jacob creía que una madre debería regalar. Un simple beso y una caricia, eso era todo lo que deseaba. Sin embargo, su madre se preocupaba únicamente por su apariencia y gastaba el dinero que su padre ganaba, que no era escaso. Su padre había logrado éxito como abogado, convirtiéndose en socio de un bufete de prestigio y ganando importantes pleitos. Llegó a ser conocido en el mundo legal. A medida que pasaban los años, la familia se mudó a Soho, a una casa con tres habitaciones, dos baños, un amplio comedor, una gran cocina y un pequeño jardín trasero donde su madre atraía la atención de los vecinos tomando el sol. Jacob asistió a las mejores escuelas de la ciudad y forjó amistades con hijos de personas influyentes en la sociedad neoyorquina, como congresistas, médicos reconocidos e incluso un padre astronauta. A pesar de esto, su padre seguía siendo el modelo a seguir para él.

    La vida parecía ser próspera para la familia, con dinero en abundancia, aunque como en todas las familias, algo siempre amenaza con romper la armonía. En el caso de Jacob, lo que más extrañaba era el amor de su madre. Sin embargo, lo que verdaderamente marcó el comienzo del declive en la vida familiar fue una cena que se avecinaba: la visita del jefe de su padre y su esposa. La cena se preparaba con entusiasmo, pero Jacob se sintió excluido, lo que provocó su enojo. Fue una cena de gala que Jacob recuerda con amargura, ya que lo relegaron a la cocina y lo obligaron a cenar antes de la llegada de los invitados.

    Su padre se esmeró en la preparación de la mesa, con cubiertos, vajilla y cristalería fina, y él mismo lució un elegante esmoquin alquilado para la ocasión. Su madre se preparó con más dedicación, eligiendo un vestido de noche de diseñador que costó $3 000, además de unos zapatos que rondaban los $700. La madre insistió en contratar un chef para la cena, pero su padre la logró convencer para optar por un catering.

    Cuando faltaban pocos minutos para las ocho, la madre ordenó a Jacob que subiera a su habitación y no bajara bajo ninguna circunstancia. Le dejó claro que debía irse a dormir. Jacob subió las escaleras y cerró la puerta con fuerza. Se acostó en la cama, cogió un libro que había leído en numerosas ocasiones y trató de distraerse. Minutos después, la puerta de su habitación se abrió ligeramente, y su padre asomó la cabeza con una sonrisa. Jacob bajó el libro y le miró con desagrado, volviéndolo a elevar. Su padre se acercó, se sentó a su lado, apartó el libro y le dio un beso en la frente, despeinándole cariñosamente el cabello. Jacob volvió a ocultarse detrás del libro. Su padre se dirigió hacia la puerta y la cerró con suavidad. Jacob sonrió. Su padre no comprendía cuán importante había sido para él, y esa muestra de cariño la atesoraría por siempre.

    Jacob escuchó el timbre de la puerta principal y decidió apagar la luz. Se acomodó en las sábanas y cerró los ojos, pero las risas de los invitados lo mantenían despierto, siendo la risa estruendosa de su madre como la más molesta para sus oídos. Continuaba enfadado con ella, sin intención de perdonarla por lo que le había hecho.

    Los minutos avanzaban con lentitud. Jacob no podía conciliar el sueño y, frustrado por no poder dormir, se levantó de la cama, abrió la puerta de la habitación con cuidado para que nadie lo oyera, y se aventuró al pasillo, descalzo sobre la moqueta. Se acercó sigilosamente al comienzo de la escalera. Su corazón latía aceleradamente, y su respiración era más profunda de lo normal. Dio el primer paso en la escalera, luego el segundo, y así sucesivamente hasta llegar al rellano. Las risas de los invitados se volvían más fuertes y claras a medida que se acercaba a la puerta lateral del comedor, la más alejada de donde se encontraban sus padres y los invitados. Anhelaba crecer para poder unirse a ellos y no tener que quedarse solo en su habitación.

    Por miedo a ser descubierto, se ocultó tras la puerta. Permaneció allí durante unos minutos, sintiendo cómo su corazón latía con fuerza, y su respiración se volvía tranquila. Observaba a través de la rendija mientras todos reían, conversaban y gesticulaban.

    De repente, su madre se puso de pie y recogió los platos de todos, colocándolos en una bandeja. En ese momento, el amigo de su padre, a quien nunca había visto, se levantó y la ayudó. Su padre y la otra mujer permanecieron sentados a la mesa, charlando despreocupados. Jacob vio a su madre y al hombre entrar en la cocina, riendo y conversando como si fueran viejos amigos, lo cual le resultó extraño, considerando que a él le llevaba tiempo hacer amistades con otros niños.

    Mientras observaba a su padre conversando con la otra mujer, Jacob decidió arriesgarse y salió de su escondite para averiguar qué estaban haciendo su madre y el hombre en la cocina. Llevaban mucho tiempo allí, lo que le hizo preguntarse si estaban preparando un postre especial. Tal vez su madre había decidido añadir golosinas y chocolate al flan, que era el postre que solían disfrutar en casa los domingos.

    Con el corazón latiendo aceleradamente, salió de su escondite y avanzó con sigilo hacia la cocina. Su respiración se detuvo durante los segundos que le llevó llegar a la puerta que empujó ligeramente, pero para su sorpresa, no vio ni a su madre ni al hombre. Esto lo desconcertó. No los había visto salir de la cocina, y estaba seguro de que no habían vuelto al comedor. Decidió entrar y se aproximó sigilosamente a la despensa donde su madre guardaba las golosinas.

    A medida que se acercaba, oyó al hombre gemir. Jacob se asustó y llegó a pensar que el hombre estaba gravemente herido o muriendo. Su mente se llenó de preocupaciones, desde que el hombre pudo haber sido golpeado en la cabeza y estaba sangrando, hasta que podría haber tenido un ataque similar al de un vecino que había fallecido posteriormente. Por supuesto, temió que si el hombre estaba en esa condición, su madre también estaría en peligro. El miedo lo invadió y, sin pensarlo, abrió la puerta.

    Lo que vio lo dejó paralizado. Su madre estaba de rodillas frente al hombre. Movía su cabeza hacia delante y atrás, mientras él miraba el techo con los ojos en blanco. De repente, el hombre lo miró y le sonrió. Jacob observó a su madre, quien continuaba en la misma posición y repitiendo el mismo gesto con la cabeza. El hombre sonreía sin cesar. Luego, colocó sus manos en la cabeza de su madre y comenzó a moverla con rapidez hacia delante y hacia atrás. Ella puso las manos en las piernas del hombre y empezó a gemir como él.

    Jacob regresó apresuradamente a su habitación y se acurrucó en la cama, donde estalló en lágrimas. No comprendía lo que estaba ocurriendo entre su madre y aquel hombre, pero la mirada de este último lo aterrorizaba. Con tan solo siete años, no sabía qué hacía su madre con aquel hombre, a quien volvería a ver en su casa en otras ocasiones. A partir de esa noche, nunca más se atrevió a repetir lo que había hecho esa noche, principalmente para evitar la mirada de aquel hombre.

    Después de ese incidente, las discusiones entre sus padres se convirtieron en una rutina diaria. La vida placentera que le habían brindado se transformó en un auténtico infierno. Su madre lo ignoraba aún más, y su padre se alejaba de él sumiéndose en la bebida. Las discusiones, que al principio eran moderadas por su padre, degeneraron en gritos y en los insultos más vulgares que Jacob había escuchado en su corta vida.

    Unos meses más tarde, un acontecimiento sacudió su mundo por completo, derrumbando su vida como un castillo de naipes. Estaba en la escuela cuando la señora Emma, la anciana de la secretaría, lo llamó a su oficina. Jacob, asustado y confundido, la siguió. En la oficina, encontró a su madre sentada en una silla. Ella lo miró con una sonrisa forzada y le pidió que se sentara a su lado. Jacob obedeció y su madre le dio un beso en la frente antes de anunciarle que se marchaba para siempre, que no volvería. Jacob no entendía lo que estaba sucediendo y una lágrima rodó por su mejilla. Su madre le dijo que, cuando fuera mayor, lo entendería, aunque él sabía en su interior que eso nunca sucedería. Su madre se levantó y abandonó la sala sin mirar atrás, y nunca más volvió a verla ni a tener noticias de ella.

    Jacob quedó solo y llorando, hasta que la señora Emma intentó averiguar qué le sucedía. Sin embargo, Jacob no pudo articular palabra. Luego, avisaron a su padre, quien lo recogió una hora después. En casa, le contó a su padre lo que su madre le había dicho. Su padre, al escucharlo, se marchó bruscamente y lo dejó solo el resto del día. Cuando regresó, estaba embriagado, pero se acercó a Jacob, le dio un beso en la frente, desordenó cariñosamente su cabello y se dejó caer en el sofá. Jacob pasó toda la noche a su lado.

    A partir de ese día, su padre comenzó a caer en un abismo sin fin. Renunció a su trabajo en el bufete, vendió la casa en el Soho y quedaron en la ruina debido a las demandas de divorcio que su madre presentó. Se mudaron a un modesto apartamento en Harlem, y su padre se sumió en la rutina de visitar los bares del barrio. Durante los años siguientes, vivieron con una escasa contribución mensual que su padre recibía de unos ahorros que había acumulado a espaldas de su madre.

    Estos recuerdos lo acompañaron durante el resto de su vida, y ahora, años después, sentado a la mesa del comedor y escuchando a su padre, demacrado y moralmente destrozado, se dio cuenta de cuánto lo quería. Se levantó, se acercó a su padre y se abrazaron, y su padre rompió en llanto. Jacob comprendió que nunca había superado el abandono de su madre, la huida cobarde y ruin que había perpetrado sin despedirse de su esposo y que aún repercutía en su padre. La odiaba con toda su alma.

    Unos meses después de esa emotiva charla con su padre, Jacob consiguió un empleo en un almacén de frutas. Se encargaba de preparar los pedidos para las diversas fruterías de la ciudad y cargarlos en los camiones de reparto.

    Después de trabajar, por las tardes regresaba a casa. Su padre, como siempre, yacía en el sofá, sumido en el sueño de la borrachera, exhalando un penetrante olor a alcohol. Soportaba también el característico olor corporal de los alcohólicos, no solo porque descuidaba su higiene, sino también debido al aroma acre y penetrante que estos desprenden.

    Cuando su padre se despertaba, a cualquier hora del día, se marchaba para visitar los bares del barrio y continuar dañando su salud. Jacob a menudo le instaba a quedarse, a conversar, a ver un partido de fútbol en la televisión o simplemente a pasar tiempo juntos. Sin embargo, su padre, como lo hacía desde que era muy joven, le daba un beso en la frente, desordenaba cariñosamente su cabello, le sonreía y se marchaba.

    Un domingo, su padre se despertó sintiendo un terrible dolor en el costado derecho, que se extendía desde la espalda hasta el estómago, ascendiendo por el pecho hasta la mandíbula. Fue al baño tambaleándose. Cerró la puerta con sigilo y se aproximó al inodoro. Levantó la tapa, apoyó las manos en la pared y experimentó una sensación desagradable, como si algo grande se alzara desde su estómago con un sabor amargo. Una masa de sangre coagulada le pasó por el cuello y cayó en el agua del inodoro como un peso pesado, salpicándole en la cara. Se asustó, su corazón latió con fuerza y se mareó, sentándose en el suelo entre un mar de lágrimas.

    Permaneció en esa posición durante unos minutos hasta que el dolor disminuyó. Luego se puso de pie, se lavó la cara con agua fría y se secó con la toalla, sin darse cuenta de que un poco de sangre le salía por la comisura del labio y dejó la toalla manchada. Salió del baño y se cruzó con Jacob. Se miraron y su padre avanzó hacia la puerta. Cogió su chaqueta, la abrochó y salió sin darle el beso en la frente ni desordenarle el cabello. En la acera, se volteó y supo que era la última vez que vería a su hijo. Se marchó, sin intenciones de regresar, sabiendo que dejaba atrás los malos recuerdos y anhelando que su sufrimiento llegara a su fin. Estaba cansado de beber, de verse reflejado en el espejo como un hombre destrozado por el dolor que le había causado aquella mujer a la que había amado tanto.

    Jacob fue a la ventana y lo vio alejarse por la acera. Sintió una extraña mezcla de tristeza y distancia, pero sabía que era debido a la lamentable situación en la que se encontraba su padre. Regresó a la cocina, se preparó un sándwich de mantequilla de cacahuete con mermelada de fresa, una combinación un tanto peculiar, pero que le gustaba. Luego, se sentó en el sofá, encendió la televisión y pasó el rato viendo un partido de béisbol, entre bocado y bocado, tratando de olvidar al menos temporalmente todas las dificultades que habían experimentado desde el abandono de su madre. Sin embargo, le era imposible olvidar completamente, y cuando los recuerdos afloraban, sentía como si su corazón estuviera atravesado por una aguja.

    Recogió el plato con las migajas del sándwich, el vaso de leche casi vacío y los llevó al fregadero. Los lavó concienzudamente y los colocó en el escurridor de platos. Después, se secó las manos en un paño. Apagó la televisión y se dirigió al cuarto de baño para afeitarse. Al entrar, se encontró frente al espejo y se observó. Se veía demacrado, con el pelo moreno mal peinado, los ojos negros parecían como carbón y algunas canas tímidamente asomaban en su barba de dos días. Sacó la cuchilla de afeitar, se mojó la cara, aplicó espuma y comenzó a afeitarse con calma. Luego, retiró los restos de espuma de su rostro y, al intentar secarse las manos con la toalla que estaba junto al inodoro, notó que estaba manchada de sangre. Se alarmó y percibió un olor extraño que provenía del inodoro. Decidió abrir la tapa, pensando que su padre podría haber olvidado tirar de la cadena, y se encontró con algo redondo y desagradable, flotando en el agua teñida de rojo.

    Sintió pánico y, sin pensarlo, se dirigió hacia la puerta para buscar a su padre cuando el teléfono sonó. Se detuvo en seco, el sonido resonando en su cabeza. Intuyó que algo iba terriblemente mal. Finalmente, descolgó.

    —¿Diga?

    —¿Es usted Jacob Smith? —preguntó la voz al otro lado de la línea.

    —Sí —confirmó—. ¿Quién pregunta?

    —Soy el sargento Mitch, de la policía. Tengo que darle una noticia muy triste.

    Ambos se quedaron en silencio, y Jacob sabía lo que vendría a continuación.

    —Lamento comunicarle que su padre ha fallecido. Sufrió un infarto. Lo siento.

    Jacob colgó el teléfono, las lágrimas rodaron por sus mejillas. Se sentó en el suelo, apoyando la espalda en la pared y abrazando con fuerza las rodillas. La tristeza lo invadió por completo.

    3 ESPERANZA

    Hacía ya dos meses que su padre había fallecido. Jacob se sentía aún más solo. Al llegar al apartamento y abrir la puerta, el silencio lo envolvía como un puñetazo en el alma. Anhelaba escuchar los ronquidos de su padre, percibir el rastro del alcohol en el aire y su aroma peculiar. Sin embargo, todo aquello había desaparecido.

    Su vida se había convertido en una rutina monótona e implacable. Vivía en la soledad, trabajando y regresando a un hogar vacío que parecía una prisión. Los fines de semana, no se aventuraba a salir, como si una cárcel invisible lo retuviera. Y en su interior, la tristeza lo empujaba al borde del abismo, donde la idea del suicidio se cernía como la única escapatoria posible.

    Poco a poco, los pocos amigos que tuvieron se alejaron de su vida. Algunos se mudaron a otras ciudades por trabajo, otros se casaron o encontraron compañía. Pero él permanecía solo, sin un amor que lo apoyara en estos momentos difíciles.

    Un domingo por la mañana, inesperadamente, sonó el timbre de la puerta. Jacob se sorprendió, hacía años que no escuchaba ese sonido. Dudó por un instante si era real o producto de su mente, pero el timbre resonó nuevamente.

    Perplejo, se acercó a la puerta y espió por la mirilla. Durante unos instantes, vaciló antes de abrirla. Frente a él, como una estatua, se erguía una mujer que le sonó forzadamente.

    —Hola, Jacob.

    Él se quedó en silencio, sin saber qué decir.

    —Hola —insistió la mujer—. ¿No me reconoces?

    Jacob cerró la puerta lentamente, sin mirarla a los ojos, pero la mujer detuvo su avance poniendo la mano en la puerta, impidiendo que se cerrara por completo.

    —Siento la pérdida de tu padre. ¿Puedo entrar?

    Dudaba si permitirle la entrada. Era una extraña, y no comprendía la razón de su visita ni sus intenciones.

    —¿Puedo entrar? —repitió.

    —No sé por qué apareces de repente en mi vida. No te necesito.

    —Reconozco que cometí un grave error —dijo ella, bajando la mirada—, pero creo que merezco que me escuches.

    La miró a los ojos, inseguro de si lo que había escuchado era cierto o fruto de su imaginación. La rabia lo invadió.

    —¡Tú…! ¿Supones que puedes regresar a mi vida después de todos estos años y afirmar que mereces ser escuchada?

    —Es por eso que quiero que me escuches —insistió con paciencia, un rasgo que le faltaba—. Estoy aquí para explicarte mis razones.

    Jacob se encontró atrapado entre dos emociones opuestas. Por un lado, estaba su madre, a quien había querido a pesar de su falta de cariño. Solo conservaba un vago recuerdo del beso en la frente que le dio en el colegio antes de marcharse para no volver. Por otro lado, sentía curiosidad por descubrir la verdad. Finalmente, cedió y se apartó de la puerta.

    Ella se agachó, recogió una maleta que había mantenido oculta a su lado y entró. Jacob no sabía cómo reaccionar ante esa osadía.

    ¿Qué hace con esa maleta? ¿Qué diantres pretende?, pensó.

    La mujer se sentó en el sofá, la maleta a su lado. Jacob permaneció de pie, con un rostro serio y los brazos cruzados. La tensión en la habitación aumentó.

    —Tu padre nunca me quiso ni me respetó como mujer —dijo repentinamente, mirándolo a los ojos sin pestañear.

    Jacob guardó silencio, esperando a que ella continuara. Evaluaría sus palabras antes de decidir, aunque intuía hacia dónde se dirigía la conversación. Si seguía diciendo cosas absurdas y despreciativas sobre su padre, la echaría sin remordimientos. La rabia estaba en su punto más alto.

    —Me fui porque tu padre y yo no podíamos convivir. Nuestro mundo se convirtió en un infierno. ¿Lo recuerdas?

    Jacob asintió y tragó saliva. No sabía por qué tenía la boca seca, no sentía miedo ni terror. Comprendió que era él quien debía mantener el control de la situación, aunque de momento no lo estaba logrando.

    —¿Te explicó tu padre por qué perdió su trabajo en el bufete? ¿Lo recuerdas?

    —Dejó el bufete cuando tú te fuiste —contestó con desdén.

    Ella esbozó una sonrisa.

    —No, lo perdió antes. Fue la razón por la que me fui, aunque seguramente no quería hablarlo, ¿verdad?

    Jacob se calló y ella lo miró con una sonrisa despectiva.

    —Tu padre tenía una excelente reputación en el bufete. Ganó un par de casos que le dieron fama y fortuna al despacho. Sin embargo, un día se asustó cuando unos mafiosos lo amenazaron si su jefe iba a la cárcel. Por supuesto, perdió el caso, lo que lo llevó al despido y a nuestra ruina —dijo con un toque de desprecio.

    —¿Y qué se suponía que debía hacer él? —preguntó Jacob, aún más furioso, al escuchar cómo hablaba su madre de su padre, reduciéndolo a un cobarde. En los escasos minutos que llevaba en la sala, lo único que había hecho era desacreditar a su padre. A pesar de su ira, sintió curiosidad por saber qué más tenía que contar.

    —Debería haber enfrentado el caso como el abogado brillante que era, sin permitir que su familia cayera en la ruina —respondió ella con desprecio.

    —No —refutó Jacob, decidido a desbaratar sus argumentos—. Él debería haber afrontado el caso y asegurarse de que nada te faltara.

    Sara sonrió, consciente de que había sembrado la duda en él.

    —Tu padre…

    —¡Basta! —exclamó de repente—. Mi padre no me abandonó. Luchó por mí hasta el final y murió por tu culpa.

    —¿Realmente crees que luchó por ti? ¿Consideras que merecías esto?

    —Lo tuve porque te marchaste. ¡Maldita sea!

    —No. Lo tuviste porque él no pudo enfrentar la realidad. Nunca superó que lo dejara por…

    —Por ese hombre al que le chupaste… —se detuvo, mirándola con rabia—, ese día en la cocina.

    —¿Cómo lo sabes? —preguntó ella con sorpresa.

    Jacob experimentó un profundo asco por esa mujer mientras le explicaba brevemente lo que había presenciado cuando era niño. Ella guardó silencio, sin responder. No tenía nada que decir, debía evaluar la reacción de Jacob y llevar la conversación hacia donde deseaba. Su futuro dependía de él.

    —Sí —dijo con calma—. Tienes razón, hijo. Pero todos cometemos errores y merecemos perdón. Hablé con tu padre para volver con vosotros, pero él se negó.

    —Eso es mentira. Me lo habría dicho.

    —¿Lo crees? —preguntó ella con una sonrisa.

    Jacob volvió a dudar y guardó silencio.

    —¿Te explicó que nos encontramos unos meses después, cuando le rogué que me perdonara y él se negó?

    —Hizo bien.

    —¡No! —gritó ella, enojada—. No hizo bien. Debería haber pensado más en ti. Tú me necesitabas.

    —¡¿Yo?! —replicó Jacob, señalándose a sí mismo—. ¡Estás equivocada! Yo no te necesitaba.

    Ambos se quedaron en silencio, y ella sabía que no decía la verdad. Ella lo necesitaba, y Jacob comenzaba a darse cuenta de eso.

    —Sabes que sí me necesitabas y ahora podemos recuperar el tiempo perdido. Hijo, por favor, te lo ruego. Dame una oportunidad.

    —No entiendo cómo tienes valor de pedirme eso —dijo Jacob, con los ojos llenos de lágrimas—. Me abandonaste cuando más te necesitaba.

    Sara se levantó y lo abrazó con ternura, y él se dejó llevar por el abrazo. Se miraron y ambos estallaron en lágrimas. Las de Jacob brotaron de lo más profundo de su ser, mientras que las de ella reflejaban un interés que Jacob aún no había descubierto por completo.

    4 DESENGAÑO

    La vida de Jacob dio un giro radical cuando decidió darle una oportunidad a su madre. Aunque sabía que detrás de su regreso se ocultaban secretos que no eran lícitos, la soledad pesaba más de

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