El 27 de septiembre de 1978, Juan Pablo I se encontraba rezando en la capilla de su apartamento en el Palacio Apostólico de Roma cuando empezó a sentir un dolor en el pecho. En ese momento, le acompañaban sus secretarios personales, el italiano Diego Lorenzi y el irlandés John Magee, que insistieron en llamar a un médico para que le hiciera un chequeo. El papa, sin embargo, no quiso darle importancia y se negó en redondo. A los pocos minutos se le pasaron las molestias y comentó que, probablemente, sería un dolor reumático sin gravedad. Achaques de la edad, no hay más que hablar. Asunto cerrado. El bueno de Albino Luciani, nombre de nacimiento, no quería causar más molestias. Ese mismo mes ya le habían visitado los médicos tres veces y no le habían encontrado absolutamente nada. Al fin y al cabo, tan solo tenía 65 años y gozaba de una salud de hierro, así que continuó con su rutina. Concluida la oración con Magee y Lorenzi, el pontífice cenó con normalidad, a solas, como hacía habitualmente, y atendió una llamada telefónica del entonces arzobispo de Milán, el cardenal Giovanni Colombo. Tenían que tratar el nombramiento del nuevo pastor de una importante archidiócesis italiana.
Antes de irse a dormir, pasó por la cocina para dar las buenas noches y agradecer la cena a las cuatro monjas que atendían el apartamento. Solía hablar con ellas en el dialecto italiano del Véneto, pues todos habían nacido en la misma región. La más joven de ellas, sor Margherita Marin, tenía 37 años y es hoy la única superviviente de aquel extraño episodio que todavía no ha sido aclarado. Hace seis meses, con motivo de la beatificación de Juan Pablo