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Una Línea Sutil
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Libro electrónico376 páginas3 horas

Una Línea Sutil

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Información de este libro electrónico

Thriller legal que se centra en dos abogados que trabajan en lados opuestos del Canal de la Mancha, y cuyos destinos acaban entrelazados de manera mortal.

Una patente farmacéutica por valor de miles de millones, un hombre salvajemente asesinado y un juicio por homicidio que se avecina casi imposible. Estos son los elementos en torno a los cuales gira la vida de dos jóvenes abogados. Dos historias de hombres que provienen de dos realidades opuestas que se cruzan en un juego de sombras y espejos. Donde el dinero y la venganza trazan el límite más allá del cual los enemigos se convierten en aliados y donde no hay certezas, sino sólo dudas y sospechas. Una línea sutil que separa existencias normales de vidas destruidas por el miedo, y corresponderá a un par de adversarios, a ambos lados de la barricada legal, elevarse por encima de una trama internacional que podría poner en peligro sus profesiones y, quizás, sus propias vidas... Un emocionante thriller legal desde la primera página.
IdiomaEspañol
EditorialTektime
Fecha de lanzamiento18 mar 2019
ISBN9788893983129
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    Una Línea Sutil - Fabio Santoro

    UNA LÍNEA SUTIL

    De Fabio Santoro y Oreste Maria Petrillo

    Traducido por CARSERRED

    Portada de Matteo Venturi (www.epubsolution.com)

    "El abogado debe saber, de un modo especialmente discreto,

    sugerir al juez los argumentos para demostrar que tiene razón,

    dejándolo en la creencia de que los ha encontrado por sí mismo".

    Piero Calamandrei, Elogio de los jueces escrito por un abogado, 1935

    Prólogo

    No puedo. No estamos hablando sólo de mi vida.

    Miró repetidamente la pantalla blanca de su portátil. Esperaba que entre los espacios en blanco del mensaje que acababa de recibir, hubiera otro escrito. Algo que le diera un significado diferente a las palabras que estaban enfriando su corazón. El Dr. Francisco Alvarado era un hombre de ciencia. Pragmático, conciso.

    Buscaba soluciones a los problemas, no excusas. En su vida no había espacio para y si, sino sólo para como.

    Al menos esto era lo que siempre había creído. En ese momento, sólo entonces, se dio cuenta de lo equivocado que estaba. Se dio cuenta de que, incluso un hombre como él, podía descubrirse increíblemente frágil superado el umbral de un límite casi invisible. Ese umbral más allá del cual se destruyen y cambian vidas. Una frontera que ya no quería superar.

    Se reclinó en su silla, en la enorme sala de estar casi completamente amueblada con muebles de nogal. Tomó su rostro entre las manos y lanzó dos profundos suspiros. Estaba cansado. Cansado de los compromisos y la hipocresía.

    Los últimos días habían sido, de alguna manera, los peores y, al mismo tiempo, los mejores de su vida. Habían sacado una parte de él que había eliminado por completo: el miedo.

    Se levantó y fue directo al armario de licores. Necesitaba algo fuerte. Sirvió un generoso trago de whisky de dieciocho años y volvió a su silla con mil preguntas que apuntaban a su mente como astillas enloquecidas.

    Tuvo que reflexionar de nuevo. Él era bueno en eso. Dejó que el líquido ámbar se deslizara por su garganta de una vez, mientras que su casilla de correo electrónico señalaba la llegada de otro mensaje. Dejó el vaso sobre la mesa con un ruido sordo y agarró el ratón para comprobar el remitente. De nuevo él.

    La punta de la angustia que lo atormentaba rompió las orillas y cavó un abismo en su pecho.

    Como persona racional, optó por abrir el mensaje, incluso si desesperadamente no quería hacerlo.

    Inmediatamente lamentó no haber seguido a sus instintos.

    Sus párpados se cerraron durante varios segundos y su aliento murió en su garganta. Dios mío, dijo en un suspiro silencioso que se perdió entre las paredes de la habitación.

    Dios Todopoderoso.

    Capítulo 1

    Fabrizio Tancredi

    Ganadores y perdedores.

    Cazadores y presas.

    Esto es de lo que está hecho un tribunal.

    Esto es de lo que está hecho mi mundo.

    Un mundo donde, entre la primera y la segunda categoría, se cierne una línea sutil.

    Una realidad donde un soplo de viento puede hacerte atravesarla.

    Desde hace algún tiempo, he comprendido cuál es el lado correcto de la línea en el que debo permanecer.

    Yo soy un ganador.

    La mía no es una arrogancia inútil sino una simple constatación. Todo hombre, después de todo, no hace nada más que seguir los instintos de su propia naturaleza.

    Y nací para cazar. Nací para ganar.

    Y hay una razón por la que, en la mayoría de los casos, consigo no cruzar ese límite. Soy bueno calculando el viento.

    En mis treinta años de vida tuve que trabajar como un esclavo para aprender todo lo que un abogado necesita saber para prosperar. Pero para ser el mejor tuve que desarrollar un talento que ningún libro puede transmitir y que ningún maestro puede enseñar: el instinto animal. Una afinidad por los cambios de rumbo que, en un juzgado, pueden salvarte el culo con más frecuencia de lo que imaginas. El mismo instinto que me ha hecho sentir demasiada indecisión, una pausa muy pequeña que ha puesto en movimiento una conjetura que luego resultó ser exacta. El mismo instinto que esta mañana me ha regalado una frase que huele a victoria. Carencia de los requisitos de legitimación.

    Una forma exquisitamente jurídica de decir que has tirado por el retrete cinco años de penas legales y veinte mil libras de honorarios legales, a los que se añadirán diez mil más que la compañía defendida por el bufete para el que trabajo, estará encantada de pagar por haber evitado una indemnización de algunos millones.

    Sobre la marcha reajusto el nudo de la corbata gris que cae inmaculada sobre un traje de seda pura, mientras entro por las puertas transparentes de Smithson Partnership y me dirijo directamente a los ascensores en los que llevo cinco años montando. Odio las corbatas, pero cada mundo tiene sus propias etiquetas, cada vida tiene algún compromiso y, con toda honestidad, el de las corbatas es, quizás, el menos pesado que cumplir.

    Tres minutos y dieciséis plantas después, estoy en el pasillo exterior mirando a la sonriente secretaria del estudio. Una preciosidad de cabello castaño y ojos marrones contratada la semana pasada, a la cual no he conseguido aún preguntar el nombre. Hay algo exultante, alegre en esa sonrisa. La luz radiante de una joven que ha vivido en este ambiente muy poco tiempo. Tal vez es eso lo que me gusta de ella. Me propongo invitarla a tomar algo si en algún momento encuentro el momento y el lugar. Mientras paso frente a ella me saluda brevemente con la mano para captar mi atención.

    —Buenos días abogado Tancredi, el Sr. Smithson está en su oficina y pide que se reúna con él.

    Hablando del rey de Roma, por la puerta asoma.

    —Gracias... —por un momento me engaño a mí mismo esperando que haya pasado desapercibida la pausa apenas insinuada que sugiere un ¿cómo diablos te llamas?

    —...Sofía, mi nombre es Sofía abogado.

    —Justo, Sofía.

    —Gracias Sofía, por cierto, yo soy Fabrizio.

    Se sonroja ligeramente mientras me estiro el brazo para darle la mano. Rápidamente me alejo de su escritorio para evitar mayor vergüenza y me dirijo directo al final del pasillo, pasando por delante de una pequeña constelación de oficinas amuebladas con buen gusto, entre las cuales también la mía, y llamo a la última puerta del fondo.

    —Adelante —Richard Smithson, como de costumbre, está detrás de su escritorio principal de caoba, sorbiendo un café.

    El socio fundador del bufete que ocupa la parte oriental del edificio, un hombre maduro y delgado, con el cabello tupido y plateado, es un astuto bastardo que en el transcurso de los últimos treinta y cinco años ha dominado la escena del derecho corporativo en la ciudad. Un jefe y mentor que ha pasado los últimos cinco años supervisando mi formación e inculcándome esa idea que es la base de cualquier abogado inteligente: en la sala los resultados es lo único que cuenta.

    Una mentalidad que hoy ha dado sus frutos.

    —¿Querías verme?

    —Me imagino que, si ese trozo de papel que tienes en la mano es lo que creo, tendré que felicitarte —sonríe con astucia.

    —Si a mis felicitaciones les añadiera un buen beneficio, estaría más agradecido.

    —A mi gusto, te pago demasiado —responde con un gesto exasperado.

    —Y qué gusto —respondo avanzando. La tiranía de este hombre hacia sus propios empleados es conocida en todo el orbe donde haya un tribunal.

    —Siéntate novato, tengo que hablar contigo. Me hace sentar en los sillones forrados con cuero sintético frente al escritorio. Cómo me gustan. Le entrego a Smithson la sentencia que acabo de retirar en el registro y comienza a leerla perezosamente, alternando tranquilos signos de aprobación y un aplomo espectacular.

    En esas pocas páginas había un resumen de mis actividades procesales. La compañía que defendíamos había sido citada por una indemnización histórica por parte de una gran empresa de transportes que reclamaba que había sido dañada por las protuberancias de metal oxidado del almacén de sus clientes. La situación era clara y estábamos muy equivocados. Por lo tanto, llamé a la contraparte para llegar a un acuerdo y evitar el proceso.

    Fue entonces cuando el instinto salió al rescate. Fue entonces cuando calculé la variación del viento.

    Cada compañía tiene un administrador que la representa, incluso en un juicio civil o penal, y nuestros adversarios no fueron la excepción, excepto por una cosa.

    El nombre del administrador que nos ha citado no era el mismo que figura en los estatutos de la empresa. Después de una breve investigación, resultó que el antiguo gerente había dimitido apenas un mes antes del caso, y que su sustituto oficial provocó un fuego incluso antes de ser nombrado oficialmente, por lo tanto, sin ninguna autoridad legal al momento del inicio del caso. La idea se me ocurrió cuando estaba al teléfono con la secretaria de la contraparte. Al escuchar el nombre equivocado, la mujer tuvo dudas, demasiadas dudas que me pusieron en el camino correcto.

    —¿Por qué has solicitado una segunda Nota Simple del Registro Mercantil? —pregunta Smithson sutilmente, —¿No te bastaba con los datos que nos proporcionaron los clientes?

    Me tumbo sobre el respaldo del sillón.

    —¿Y desde cuándo confiamos en los clientes? —pregunto.

    Richard asiente con la cabeza cerrando los ojos, y junta las manos mirando por encima de los cristales de vidrio de su ventana que ofrecen como espectáculo todo Londres.

    —Entonces, ¿de qué querías hablarme?

    Smithson gira la silla y me mira fijamente a los ojos.

    —De mucho, mucho dinero.

    Capítulo 2

    Riccardo Ferrari

    Las personas exitosas tienen el hábito de hacer las cosas que los que fracasan no hacen. Incluso aunque no necesariamente les gusta hacerlas. Pero la repulsión se doblega ante la fuerza de la determinación.

    Esta frase de E. M. Gray ha condicionado la mayor parte de mi vida. Como abogado y ex atleta, siempre he pensado que se debe buscar ante todo la perfección. ¡Mejor apuntar a las estrellas y alcanzar la luna, que apuntar al suelo y alcanzar los pies! Es lunes. Como todos los días me levanto a las 6:00 para ir a entrenar antes de ponerme en el papel del penalista.

    Ya estoy acostumbrado a los sermones no solicitados de los frustrados que pronuncian la palabra final o fracaso en mi presencia. Siempre he estado rodeado, desde la época del instituto, por personas que creían ser más inteligentes que yo.

    Sí, está bien, ahora entrenas, pero espera a inscribirte en la universidad y verás...; Cuando tengas que trabajar ya no tendrás tiempo...; Cuando tengas una familia, no podrás pensar más en tu físico..., según ellos debería haber dejado de entrenar hace más de diez años, sin embargo, aquí sigo: ¡después del instituto, después de la universidad y a pesar del trabajo! Estoy esperando a lo que quieran inventarse en el futuro...

    La verdad es que cuando haces algo que los demás no consiguen, estás minando profundamente su realidad y, por miedo, te atacan menospreciándote. ¡Hoy en día, las opiniones representan los bienes más baratos!

    Voy a mi habitación preparada como gimnasio, acompañado por mi entrenador personal, Lucky, un incansable cachorro de Epagneul Breton y comienzo a golpear el saco... A menudo lo hago cuando tengo que pensar en la solución para un caso difícil... Continúo el workout con un poco de entrenamiento con pesas y me voy a dar una ducha para luego, finalmente, ¡tomar mi merecido desayuno! Nunca he entendido cómo algunas personas renuncian a este momento fantástico del día: para mí, comenzar el día sin desayuno, es como conducir el coche sin echarle gasolina.

    Elijo cuidadosamente el traje y la corbata que me voy a poner (debo decir que he sido bien instruido por mi novia, Maya, ahora en el extranjero por trabajo, porque antes era un desastre combinando colores) y me pongo en marcha con mi scooter hacia el Tribunal, un gran rascacielos de cristal, sala de lo penal, segunda planta.

    Mientras aguardo mi turno durante la larga espera para tomar el ascensor (por lo general voy a pie, pero hoy tengo el maletín abarrotado) recuerdo cuando aún era un abogado principiante en prácticas y, atemorizado, me disponía a conocer este mundo con mi primer maestro: un abogado de edad avanzada salido directamente de la pluma de un director de teatro napolitano del siglo pasado, un magistrado partenopeo muy folclórico que confundía la improvisación con el procedimiento y la fantasía con la retórica.

    En el ascensor, lleno por encima del límite máximo permitido, escucho los discursos de los abogados y de los muchos picapleitos que se agolpan, a diario, en los pasillos de este inmenso edificio.

    Observo el lenguaje no verbal del cuerpo: un buen penalista también debe ser un psicólogo talentoso. Escucho a dos becarios que se quejan del examen de capacitación para la profesión y recuerdo mis prácticas legales cuando también pasé bajo la guillotina del examen de capacitación. Una forma para los órganos jurisdiccionales de tener el control del mundo laboral y sobre sus subalternos.

    Entro en la sala antes que todos los demás: nunca he conseguido reservar en primer lugar, ni siquiera cuando ingresaba con el personal de servicio y, como es habitual en los tribunales de Nápoles, encuentro en la lista abogados en los primeros puestos de los casos, obviamente no presentes...

    ¡Siempre me he preguntado por el secreto de este don de la ubicuidad! Abogados aún bajo las sábanas que, con la fuerza de la visualización, reservan antes que los demás... Me inscribo en la lista como el cuarto. Me siento en la segunda fila para dejar los primeros puestos reservados a los fantasmas legales delante de mí y comienzo a leer un libro de mi autor favorito, traído de forma previsora en el maletín para no aburrirme: "El jurado" de John Grisham.

    Alrededor de las 9:30 el juez regresa de la cafetería, se pone la toga y, finalmente, tras más de una hora de espera, en una sala abarrotada de personas, entre periodistas y familiares de los detenidos, se levanta el telón y comienza el espectáculo.

    Las dos primeras causas son simples aplazamientos debidos a la ausencia de los testigos y a un impedimento de los abogados defensores: en otras palabras, un método para posponer el caso el mayor tiempo posible, esperando la ayuda de la disposición o de un indulto recibido por algunos parlamentarios atentos a las necesidades de los imputados. La tercera causa, sin embargo, representa una ruptura con la monotonía de la mañana. Se cuestiona al principal testigo de la acusación, ¡un querellante que no consigue expresarse bien en italiano ni articular su discurso de manera clara y que lleva al juez a actuar como intérprete!

    Finalmente, después de cinco minutos adicionales de suspensión procesal, comienza mi juicio. Estoy preparado.

    He estudiado mucho para este caso. Se trata de un delito de contrabando cometido por dos soldados fuera de servicio. La prensa y la televisión han hablado de esto durante días y una victoria aumentaría enormemente mi popularidad... y con ello mis honorarios.

    Me pongo la toga y releo los apuntes de los fragmentos más importantes de mi alegato final. Mis pensamientos y mi concentración son interrumpidos por la voz atronadora del juez:

    —Invitamos a las partes a concluir, tiene la palabra la fiscalía.

    —De las acciones y las pruebas mencionadas en la audiencia, se considera acertada la responsabilidad penal de los imputados de hoy y se pide una pena de prisión de tres años, ¡y una multa de veinte mil euros! Estas son las palabras concluyentes de la fiscalía, extremadamente apresuradas y engreídas.

    En la sala se alza una voz desde los puestos más lejanos. El juez ordena silencio.

    La pena solicitada por la acusación es ejemplar y también un buen dolor de cabeza, ya que está fuera del beneficio de la libertad condicional, otorgada a sentencias de hasta dos años.

    —Abogado Ferrari, por favor —me insta el juez.

    Me levanto para tomar la palabra.

    La adrenalina aumenta, pero la experiencia toma el control. Todo desaparece: público, cliente, juez y fiscalía. Sólo existe mi discurso y lo tengo que pronunciar con la máxima entonación para llegar directamente al juez.

    —Honorable juez, me gustaría que se tomara una decisión justa y sopesada, como nos ha acostumbrado desde hace ya mucho tiempo. Un pequeño truco del oficio, un halago para asegurar que el sujeto que debería ser imparcial se decante un poco más por nuestra parte...

    —Lo que voy a sugerirles es un borrador de la sentencia que saca a la luz la verdad procesal, pasando a través de la verdad histórica en relación con la evolución de la ley a lo largo del tiempo.

    Los hechos son bien conocidos por todos, debido también al énfasis dado por los órganos mediáticos. A raíz de unos controles en el territorio, los militares Leone y Grosso, ambos fuera de servicio, fueron detenidos por los agentes de la Policía Judicial ya que fueron vistos mientras transportaban grandes cajas del maletero de un automóvil a otro. Tras someterse a un registro, fueron encontrados en posesión de una gran cantidad de cartones de

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