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Nuestra mujer en Jamaica: Historias del MI7
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Nuestra mujer en Jamaica: Historias del MI7
Libro electrónico361 páginas4 horas

Nuestra mujer en Jamaica: Historias del MI7

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A veces las urnas y las balas no son incompatibles… 

Jamaica, 1980. Elecciones generales a la vista. El Partido Nacional del Pueblo (PNP), de centro-izquierda, tiene la posibilidad de obtener un tercer mandato de reformas sociales radicales. Los vínculos con Rusia y Cuba pueden verse estrechados y las relaciones con el FMI, rotas. El surgimiento de nuevos movimientos revolucionarios como los sandinistas, en Nicaragua, y la Junta Revolucionaria de Gobierno (JRG) de El Salvador serán un importante aliciente. 

Los gobiernos de Londres y Washington no están, en absoluto, dispuestos a consentirlo. Por desgracia, la única persona disponible para encargarse de la situación es alguien que los británicos preferirían no aceptar. Con tan solo veinticinco años, Ruby Parker y el MI6 tienen una turbulenta historia en común. Casi todos los que importan en esa organización la dan como un caso perdido.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento22 ago 2018
ISBN9781507185247
Nuestra mujer en Jamaica: Historias del MI7

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    Nuestra mujer en Jamaica - J. J. Ward

    Notas finales

    ––––––––

    Para los interesados en el detalle de fondo de esta novela, una selección de notas numeradas está disponible al final del texto.

    Capítulo 1: Esperando el cambio de régimen

    5 de octubre de 1980, domingo por la noche. Plaza de Sam Sharpe, Jamaica.

    ––––––––

    Michael Manley, el cuarto presidente de la nación, se sentó en un banco próximo a los cinco escalones que llevaban al estrado y, nerviosamente, simuló pasar la mano por la cara. Sonrió a su esposa, sentada a su lado meciendo al bebé en sus brazos. Ella le devolvió la sonrisa y le apretó la mano. Pasó el brazo alrededor de su hija de seis años. Nadie podría haber previsto una multitud semejante. Tan solo un día antes, el respetado analista político Carl Stone había situado al Partido Laborista de Jamaica (JLP), en la oposición, kilómetros por delante. De repente, aquello no parecía creíble. En la plaza vivamente iluminada debía haber cien mil personas, puede que incluso fueran más. Ocupaban las calles aledañas y no parecía que hubieran venido a interrumpir un discurso con sus preguntas.

    A los 55, Manley aún parecía joven. Alto y delgado, con el pelo canoso peinado hacia atrás, el rostro travieso y los ojos oscuros y pequeños, había jugado un papel destacado en las dos campañas anteriores. Beverley, diecisiete años más joven, era también fotogénica pero lo más importante es que era igual de comprometida y elocuente, o tal vez más. Juntos podrían sacar esto adelante. La victoria de las garras de la derrota. Tal vez.

    El jefe de policía —un hombre grueso vestido de uniforme— entró desde la calle con el rostro serio e intercambió unas pocas palabras con el equipo de campaña situado en la entrada, luego se apartaron de él.

    —Señor, tiene que subir ahí ahora —le dijo al Primer Ministro—. La plaza está llena a reventar, va a haber heridos si seguimos haciéndoles esperar más tiempo.

    Sin apartar los ojos de su bebé, Beverley se levantó.

    —Comisario, ¿cuánta gente cree que hay? 

    — Calculamos que unos ciento cincuenta mil.

    Manley se puso de pie con calma, tocaba ponerse en marcha. Era incluso mejor que en sus sueños más salvajes: Ciento cincuenta mil no pueden estar equivocados. Su esposa le miró atentamente y asintió. Se dio la vuelta y subió los escalones.

    Luces de flashes y un atronador saludo le dieron la bienvenida. Levantó sus brazos aceptando la aclamación y esperó a que el ruido disminuyera. Estaba allí para anunciar la fecha de las próximas elecciones, por supuesto, pero, antes, el mundo entero tendría que recordar los logros del Partido Nacional Popular (PNP). El programa público de vivienda, la campaña de alfabetización, la igualdad salarial para las mujeres, la educación secundaria y las plazas universitarias gratuitas, el establecimiento del salario mínimo, el banco de los trabajadores, la obligación de reconocer a todos los sindicatos, la baja por maternidad pagada, el apoyo completo y constante a los movimientos anti-apartheid en todo el mundo. Casi demasiado para los nueve años que habían estado en el poder pero la justicia no podía esperar.

    O quizás sí. En estas elecciones no se iban a debatir temas políticos o sociales, todo el mundo sabía que se trataba de economía. De que muchos ciudadanos jamaicanos padecían hambre con frecuencia. El reciente terremoto no había ayudado pero el verdadero culpable era el FMI y si podía convencer a la gente de ello, ni siquiera The Gleaner —el conocido diario nacional jamaicano anti-liberal— podría detenerle.

    Sin embargo, incluso con semejante multitud, ahora mismo todo estaba en el aire. Suponiendo que Stone estuviera en lo cierto y que el JLP fuera ahora en cabeza, aún había tiempo de que el PNP les ganara por la mano. En política una semana era mucho tiempo; tres, toda una vida. A pesar de The Gleaner, Manley habló durante dos horas. La primera la dedicó a la historia, enlazando los últimos ocho años y medio con las raíces de su partido. A veces, la multitud se quedaba totalmente en silencio, aparentemente llena de ansiedad. Durante la segunda hora, se centró en el futuro y, por momentos, su audiencia pareció volver de nuevo a la vida. Cuando anunció las fechas: el 14 de octubre para la presentación de las candidaturas y el 30 de octubre para los comicios generales, se produjo una enorme aclamación. Sonó la música. La gente se puso a bailar.

    Él ya sabía —de hecho, lo sabía todo el mundo— que los próximos veinticinco días serían violentos y sangrientos y que la gente de ambos bandos moriría por razones que iban más allá del control, e incluso de la comprensión, de cualquier político. ¿Qué podía hacer? Las elecciones tenían que llegar en algún momento. Ojalá Dios ayudara a todos los implicados.

    Tras el anuncio, dio las gracias a sus seguidores y rindió el tradicional homenaje a su mujer que se reunió con él de la mano de su hija pero sin el bebé. Le abrazó y le besó y dio un paso atrás para aplaudirle. Todo parecía perfectamente preparado pero no lo estaba. No eran la típica pareja política que ensayara las trivialidades.

    Cuando por fin abandonaron el escenario, gran parte de la multitud aún continuaba bailando.

    Ignoradas por los allí presentes aquella noche, otras dos olas de excitación secundarias tuvieron lugar en distintos rincones de la tierra. Sonaron teléfonos, hubo informes que golpearon escritorios, se desempolvaron planes de acción provisionales que fueron enviados a los jefes de departamento para su discusión. La primera réplica tuvo lugar en Langley, Virginia; la segunda, en la comandancia del MI6, en Londres. Para ambos era igualmente vital ser mil veces más frío y calculador.

    ––––––––

    Martes, 7 de octubre de 1980. Cuartel general del MI6, Westminster Bridge Road, Londres.

    ––––––––

    Ocho hombres de entre cuarenta y sesenta años se sentaron en torno a una mesa rectangular en una gran oficina con vistas a la calle principal. Cuatro estadounidenses, cuatro británicos. Cada uno tenía ante sí una carpeta con documentos y vestía un traje que parecía que hubiera ido y vuelto del trabajo al menos tantas veces como su dueño. Dos de ellos se reclinaron y encendieron sus pipas. Título de la reunión: ¿Qué hay que hacer? Subtítulo: Jamaica. Presidiendo, Derek Cosby, director adjunto de operaciones en el Caribe de la CIA; un hombre pequeño con bigote, cabello gris de punta, cara rojiza y marcas de viruela.

    —Para aquellos que aún no lo saben —dijo—, se llamará 'Operación Hombre Lobo 2'. La primera se produjo durante las elecciones generales del 76 y no funcionó. Esta vez, estamos más seguros de que lo hará.

    Roger Parton, jefe del departamento caribeño del MI6, se sentó a la derecha de Cosby. Cuarenta y cinco años, nariz aguileña, ojos caídos y pelo fino peinado hacia atrás, parecía una estrella de cine de los años 40. Sonrió.

    —Deberías retroceder un poco, Derek. Trátanos como si no supiéramos nada. Como si fuésemos unos completos idiotas. De ese modo, sabremos qué es lo que planeas exactamente y tal vez podamos proporcionarte un consejo constructivo aunque modesto.

    —¿Acaso no has leído los documentos del dossier? —respondió Cosby.

    —Todo ha sido frenético por aquí. No olvides que Jamaica es una monarquía constitucional. Tenemos fuertes lazos con ella y, potencialmente, mucho que perder. Hemos estado concentrados en los detalles.

    Cosby se encogió de hombros.

    —Muy bien, la fecha límite es el próximo noviembre, no queremos a Manley al frente por más tiempo. Ese hombre es un bufón incompetente y una influencia desestabilizadora en toda la región. No nos podemos permitir un caso perdido en nuestro patio trasero.

    —Si gana estas elecciones, tenemos razones para creer que llevará a Jamaica a una dictadura.

    Toby Moore alzó la mano.

    —Todavía no entiendo por qué lo pensáis —dijo tratando de minimizar su acento de Cornualles—. Nunca ha dado muestras de querer dirigir un país con un sistema de partido único.

    —Ese no es el tema —respondió Cosby—. No tengo ninguna duda de que este hombre cree que puede seguir como un demócrata perfectamente respetable pero se equivoca.

    —¿Eh?

    —Ha aceptado con entusiasmo una cantidad endiablada de créditos del FMI que no merecía y ahora ya no confían en él —honestamente, le desprecian— y han roto relaciones. Es de esto de lo que van estas elecciones, Toby, ¿o acaso no lo sabías? Manley quiere que Jamaica ‘vaya a su aire’. La gente corriente va a tener que hacer sacrificios inauditos para hacer que su plan funcione y no los van a hacer voluntariamente. Así pues, a medio y largo plazo, tendrán que aceptarlo y rendirse o hacerle frente y ponerse duros. Y por duros, quiero decir duros. Se acabaron los discursos libres, los movimientos sin restricción y la porquería de la libertad de reunión de los derechos humanos. Desaparecerán las sutilezas de sociedad civilizada, no importa lo que ahora piense. Cuando llegue la hora de la verdad, los soviéticos le apoyarán, por supuesto, al igual que los cubanos, y en un par de años —creedme, será así de pronto— puede que tengamos un nuevo Moscú allí abajo. No podemos dejar que eso suceda. No podéis. No podemos.

    Elmer Kroll, un americano seco y con el pelo de punta que estaba a la izquierda de Cosby, rio entre dientes.

    —Entonces, no van a cantar ‘Dios salve a la reina’, Toby, puedes contar con ello.

    —Ahora no lo cantan —respondió Cosby—. El himno nacional es ‘Jamaica, la tierra que amamos’ —se recostó y comenzó a cantar dirigiéndose a sí mismo con ambas manos—: ‘Padre eterno, bendice nuestra tierra, guíanos con tu mano todopoderosa’—bajó las manos, sonrió y se echó hacia adelante—. Etcétera, etcétera. ¿Pilláis la idea?

    Todo el mundo se echó a reír y sacudió la cabeza como si fuera una simple locura, no precisamente el tipo de cosa que un adulto haría pero, en cualquier caso, eso hacía de Cosby un genio.

    —‘Dios salve a la reina’ es su himno real —dijo alguien por encima del tumulto. Stephen Moore, en el lado inglés de la mesa, el típico pedante—. Solo como información —añadió.

    —Bien —dijo Cosby como si fuera el tipo de afirmación puntillosa que esperarías de un hijo de la pérfida Albión. Carraspeó—. Podemos deducir, y para ello no hace falta hacer espionaje: pues aparece en su diario nacional —alzó una copia de The Gleaner—, que ya hay unos cinco mil cubanos en Jamaica. Cinco. Mil. Pregúntense caballeros: ¿a qué esperan esos rojos? Pueden ver el futuro mejor que Mike Manley, eso seguro. Pero no mejor que nosotros, gracias a Dios. Hacemos esto por el bien de Manley y por el de cualquiera. Sí, el tío es un soñador y un poco capullo pero no tengo ningún interés en verle colgado de una farola.

    —Y, desde luego, no queremos ver cómo cuelga a otros —dijo Elmer Kroll.

    —Así pues, ¿cuál es el plan exactamente, señor? —preguntó suavemente Terence Kearns, uno de los fumadores de pipa ingleses—. ¿Puedo pedirle que nos ponga al corriente de ello, por favor? A no ser que alguien tenga otra pregunta.

    A algunos se les pasó por la cabeza preguntar por la amenaza a la democracia, pero solo fugazmente porque eso no era de hombres. Nadie habló.

    —Nuestro objetivo es actuar bruscamente como hicimos en Chile en el periodo previo al 73 —dijo Cosby—. Desestabilización de la seguridad nacional, alarmismo y subversión general. Las cosas se salieron de las manos, aparentemente fuera de control, y la gente tendió a culpabilizar al gobierno. Las cosas ya están realmente mal por allí y se van a poner diez veces peor. Culparán a Mikey y el treinta de octubre se desharán de él.

    —¿A favor de quién? —dijo una voz inglesa. Todos se volvieron a su dueño: un cincuentón con barriga y gafas de pasta. Jack Maddison, Proyecciones Estratégicas—. Supongo que del ejército. 

    Cosby sacudió la cabeza.

    —No soy fan del General Augusto Pinochet. En lo que a mí respecta, era un chupatintas y un abusón de primera. Ni siquiera era adecuado para Chile. No, lo genial sobre Jamaica es que ya tenemos a punto a la persona adecuada para el trabajo. Líder de la oposición, nada menos. Nacido en la dulce Massachusetts y educado en Harvard. Se llama Edward Seaga.

    —Así que no hay razón para que Jamaica no pueda continuar por la senda democrática —añadió Elmer Kroll.

    —Shhh, Elm, es la única forma de que el país se mantenga en ella —dijo Cosby—. Como os dije, un tercer mandato de Manley terminaría en un absoluto desastre. Si el sensato de Ed gana, podemos relajarnos por el momento —sacudió la cabeza como si un nuevo pensamiento hubiera aparecido de repente—. Suponiendo que él no la líe también. Si así fuera, que Dios nos asista, pero por ahora, es nuestra mejor esperanza.

    —En cualquier caso, ¿qué probabilidades tiene de acceder? —preguntó Maddison—, quiero decir, sin nuestra ayuda.

    —Todas las encuestas le sitúan por delante —dijo Cosby—. Pero, como siempre, la complacencia es un lujo que no nos podemos permitir. Cuando Manley anunció la fecha de las elecciones, la policía calculó una audiencia de ciento cincuenta mil. Todos simpatizantes suyos. Nuestra propia estimación es de dos tercios de esa cifra pero sigue siendo una razón suficiente para preocuparse. Mirad, Jamaica ya es una sociedad suficientemente violenta tal y como está. El PNP y el JLP se lanzan constantemente al cuello del otro sin nuestra ayuda. Se diría que son más bandas rivales que respetables partidos políticos. Todo lo que tenemos que hacer es darles los medios y la oportunidad de seguir haciendo lo que ya hacen y, con suerte, lo llevarán a otro nivel.

    —Con ‘hacer lo que ya están haciendo’ —dijo Maddison—, entiendo que te refieres a matar a gente.

    —Importación de un gran cargamento de armas pequeñas —respondió Cosby.

    —Si tienes un problema con eso, Jack —dijo uno de los americanos, haciendo con la mano un gesto de barrido despreciativo—, únete al Ejército de Salvación.

    —No dije que tuviera un problema con ello —replicó Maddison—. Solo estaba preguntando, quería dejar las cosas claras.

    —No puedes hacer una tortilla sin romper unos cuantos huevos —dijo Cosby con fingida paciencia—. Es lamentable, lo sé. Pero Bill tiene razón, si no puedes verlo y vivir con ello, te has equivocado de trabajo.

    —Contad con nosotros —dijo Roger Parton—, al cien por cien. Y os agradeceríamos que nos mantuvierais al tanto.

    —La relación especial personificada —respondió Cosby—. Tan solo hay una cosa que no he mencionado aunque obviamente está en el informe —añadió en un tono de ‘supongo que, de todos modos, no tenéis ni idea de qué demonios estoy hablando’.

    —Continúa —respondió Parton.

    —Ninguna guerra se ha ganado nunca con los chicos de la trastienda actuando solos. La situación en Jamaica —particularmente, en Kingston— está casi al límite, a punto de colapsar y caer en el caos más absoluto. Vamos a tener a alguien allí de modo que podamos controlar la situación sobre el terreno y podamos asegurarnos de que no vamos demasiado lejos y nos creamos a nosotros mismos problemas en el futuro. Por supuesto, el plan solo funcionará en la medida en la que se le deje a Seaga algo para heredar. Nos gustaría que vosotros también asignaseis a alguien, de ese modo, nuestros agentes pueden trabajar juntos, cuidar uno del otro y mantenernos a todos contentos por seguir bailando la misma canción. 

    —Estoy seguro de que podremos dejaros un hombre —respondió Parton.

    —Estoy hablando de un hombre negro —dijo Cosby—. ¿Estáis seguros de que nos podéis dejar a uno de vuestros chicos negros?

    Ninguno de los americanos se rio a pesar de que era evidente que se habían estado preparando para esto.

    —¿Estás seguro de que tiene que ser negro? —preguntó Parton.

    —O negra —dijo Cosby suavemente.

    —Sin duda tendría sentido, Roger —añadió Maddison—. Una persona negra puede acceder a todas partes mientras que una blanca puede que... experimente dificultades predecibles.

    —Al fin y al cabo, son los negros los que más disparos están haciendo —señaló Cosby.

    Parton y Maddison intercambiaron miradas.

    Cosby se levantó, divertido.

    —A no ser que haya otras cuestiones, caballeros, creo que nos hemos entendido. Gracias de nuevo por su tiempo. Dígannos el nombre de su hombre, o mujer, lo antes posible, ¿de acuerdo?

    —Su nombre es Ruby Parker —dijo Maddison.

    Hubo un momento de silencio, tan contundente como si alguien hubiera golpeado la mesa con un puño. Los americanos parecieron encontrarse en una situación violenta por un momento pero se recuperaron; fue Parton quien pareció haber recibido la fuerza del impacto. Miró a Maddison como si se hubiera vuelto loco.

    —Absolutamente fenomenal —dijo Cosby fingiendo un acento inglés.

    Todos se aguantaron la risa ante una ocurrencia tan original. Hubo un intercambio transatlántico de apretones de manos y una joven secretaria escoltó a los invitados fuera del edificio y, desde allí, a su taxi.

    Cuando la puerta se cerró, solo uno de los británicos volvió a sentarse. Parton se acercó a la ventana para ver la partida de los americanos. Los otros dos hicieron un rápido barrido por las inmediaciones —bajo la mesa y las sillas— en busca de micrófonos. ‘Relación especial’ puede, pero las palabras son flexibles y, hoy en día, esas dos podían significar un montón de cosas. Finalmente, todos se sentaron para una nueva reunión.

    —¿Estás mal de la maldita cabeza? —le preguntó Parton.

    —¿Y cuál era tu ‘hombre negro’ preferido? —replicó Maddison.

    —Podríamos haber traído a alguien de África o de cualquier lugar del Caribe.

    —Dime un nombre.

    —No sus malditos nombres. Ni siquiera puedo pronunciar la mayoría de ellos. No importa. Deja de comportarte como un maldito sabelotodo. No te pega.

    —En otras palabras, solo alguien al azar. No alguien altamente entrenada, implacable, dedicada a su país de origen, fácilmente tan inteligente como tú o como yo y el doble de ambiciosa.

    —Y diez veces más impredecible.

    —Todo indica que aprendió la lección. De todos modos, tampoco nos hizo ningún daño así que, ¿qué mal podría hacer esta vez?

    —Estoy realmente enfadado, Jack. No trates de razonar conmigo.

    —Evité que parecieras un idiota. Saben muy bien que no tenemos otros ‘chicos negros’ en el MI6. Aún vivimos en los puñeteros años 50 —suspiró—. Y ese tipo de lagunas eran anticuadas entonces. Quizá podrías verlo como un toque de atención.

    Parton hizo una mueca.

    —Oh, eso está bien.

    Durante este intercambio de palabras, los otros dos hombres permanecieron sentados en silencio, cada vez más nerviosos. Uno de ellos vació su pipa en una bolsa y lo puso en el bolsillo de su chaqueta.

    —¿Quién es exactamente esa tal ‘Ruby Parker’? —preguntó.

    Parton y Maddison le miraron como si hubieran olvidado que estaba allí. Luego, enarcaron las cejas: ¿Se lo dices tú o se lo digo yo?

    —¿Qué versión quieres, Harry? —preguntó Maddison.

    Capítulo 2: Mujer, interrumpida

    Una mujer negra y delgada vestida con un pichi se sentó medio enfrentada a dos personas mucho más mayores en un restaurante de Gloucester Road, en Bristol. Habían terminado de comer y parecían disfrutar de su mutua compañía cuando la mujer mayor hizo ademán de levantarse. El hombre y su hija se levantaron al mismo tiempo, sin duda para ayudarla, pero la oferta del hombre prevaleció y la chica joven se vio sola. Tenía unos veinticinco años, nariz pequeña, ojos de mirada inteligente y piel suave. Puso las manos en su regazo mirándose a sí misma. Un camarero vino y se llevó su plato.

    Desde el principio de la tarde, había notado que un hombre situado cinco mesas más allá, no dejaba de mirarla. Alrededor de cincuenta y cinco años, pelo cano, vestido con un traje, gafas, ligero sobrepeso, sentado solo en la esquina. Cierto tipo de hombres solían mirarla con lascivia pero no tan abiertamente cuando tenían esa edad. Claramente buscaba una excusa para acercarse. Discúlpeme señorita, me preguntaba si me haría el honor de acompañarme a un club / un bar / mi apartamento. Sin embargo, no parecía estúpido. Sin duda, se había percatado de que ella estaba fuera de su alcance y, además, acompañaba a sus padres.

    Seguramente estaba bebido, aunque no había ninguna señal que así lo indicara. Quizá hubiera empezado antes de llegar allí. Si estuviera, por ejemplo, divorciado y triste, entonces sí, podría salir a emborracharse. Debería llevarse a sus padres lejos de allí. No podía responder por su padre si un extraño borracho se le acercaba. Las cosas se hacían de otra forma en Montserrat —o eso es lo que él le había hecho creer pues, en realidad, ella nunca había estado allí.

    Se dio la vuelta y obsequió al hombre con una mirada hostil. O eso pretendía. Lo que sucedió, en su lugar, es que, por primera vez, le vio bien la cara. Al instante, se le secó la boca y, rápidamente, apartó la mirada. Sintió una súbita mezcla de emociones que apenas supo reconocer aunque las más destacables fueron alegría y disgusto.

    ‘Maddison...’ suponiendo que ese fuera su verdadero nombre. Un poli majo.

    No estaría allí si no quisiera algo. Fulminarle con la mirada había sido un error. Ahora sabía con certeza que le había reconocido lo que, probablemente, era todo lo que necesitaba. Maddison llamó al camarero, pagó la cuenta y se levantó. No volvió a mirarla. De camino a la puerta, dejó pasar a sus padres, permaneciendo, educadamente, de pie a un lado para que pudieran entrar. Le dieron las gracias y volvieron a sus asientos.

    —¿Qué pasa? —preguntó inquieta su madre—. De repente no tienes buena cara. ¿Ha pasado algo?

    La encontraría, por supuesto que lo haría. En algún momento, más tarde, esa noche. Dondequiera que fuese.

    —Tan solo demasiada comida rica y un largo día —respondió—. Tal vez sea mejor que me vaya a dormir.

    ––––––––

    Una hora después, subió las escaleras de su diminuto apartamento en St. Andrew’s. Aquí había vivido mientras se sacaba su graduado con honores y ahora que estaba haciendo un curso de posgrado, no parecía necesario mudarse. Sobre todo porque esos días estaba solo medio viva. Había pensado mucho al respecto. Esos dos años en el extranjero le habían dejado huella, incluyendo, fuera de toda lógica, la necesidad de peligro. Se dio cuenta demasiado tarde de que la vida del MI6 era probablemente la adecuada para ella, aunque en el fondo también le repugnaba. Había leído a Le Carré: trabaja para el MI6 y la mayor parte del tiempo serás la criada de auténticos degenerados. Sin embargo, la necesitaban. Era negra y ellos, realmente no tenían ni idea de cómo relacionarse con la gente negra. Con ella tenían ventaja y lo sabían.

    Lo extraño es que, en realidad, era reacia a ellos y a todo lo que representaban. La mayoría eran meros racistas o abusones de colegio. Donnadies, abusadores, fascistas en secreto. Tenía que estar loca para querer trabajar con ellos.

    Y aun así, lo hizo. Sentía, principalmente, un odio profundo y una irresistible atracción: una mezcla explosiva. El tipo de cosa que lleva a la gente al límite.

    No tenía que hacerles la pelota. De vez en cuando, los rusos le enviaban a alguien para que la deslumbrase con una oferta de esas que no se pueden rechazar. Aparecían en los lugares más insospechados: en el sindicato estudiantil, en un autobús de dos pisos, en el ascensor de unos grandes almacenes... Hasta ahora, dos hombres y una mujer. Pero no tenían ni la más mínima oportunidad ante sus padres, que habían hecho ‘sacrificios’ para venir a Gran Bretaña. Ruby era británica, tan británica como cualquier otro, incluida la Reina, pues así se lo habían inculcado desde la cuna. No había posibilidad de negociación. Ahora se preguntaba, como a menudo en el pasado, si estaban completamente locos y, si era así, hasta qué punto habían logrado transmitírselo a ella. En cualquier caso, ya era tarde para cambiar.

    Según abría la puerta de su casa, casi esperaba encontrarle allí sentado, como en una película de espías. No con una pistola cargada apuntándola, no sería tan melodramático, pero con cierto aire de complacencia, como un James Bond gordo y con gafas. No se había dado cuenta de ello antes pero debería sentirse un poco asustada. No lo estaba.

    Cuando hubo comprobado que el piso estaba vacío, se quitó los zapatos y fue a la cocina a preparar una tetera. Probablemente iba a ser una noche muy larga.

    Tal y como lo imaginaba, él le diría que tenía que estar de vuelta en Londres al día siguiente pues necesitaban de nuevo sus servicios. ¿Cómo debería jugarlo? ¿debía hacerse la difícil? Sin duda, pero ¿cuánto? ¿le odiaba? ¿odiaba a alguno de ellos? Por derecho debería. Por supuesto que sí.

    En cuanto la tetera empezó a silbar, golpearon dos veces la puerta. No de forma escandalosa pero le hicieron dar un salto. Tragó saliva. Dios, ya estaba. Se sintió mareada. Una encrucijada en su vida, justo ahí. Ni siquiera una bifurcación, sino algo mucho más complicado. Suponiendo que hubiera entendido la situación correctamente, cualquiera que fuese el camino que eligiera haría que su futuro fuese distinto a

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